Introducción
Josef Estermann (1996) delinea algunos “criterios formales para un discurso intercultural auténtico”; éste es el eje de reflexión desde el cual se parte para ahondar en él y realizar una interpretación desde una mirada perspectivista del “escuchar” y sus implicancias para el diálogo intercultural.
La interculturalidad es una capacidad a la que puede acceder cualquier persona y cualquier cultura a partir de una praxis de vida concreta en la que se cultiva la relación comunicativa de una manera envolvente, no limitada a la racionalidad a través de conceptos, sino asentada en el dejarse “afectar” por el otro en el trato diario de la vida cotidiana. El diálogo intercultural es estar compartiendo vida e historia con el otro, es una experiencia que trata de desarrollar ese saber práctico de manera reflexiva y con un plan para organizar la propia cultura alternativamente desde esa convivencia. (Fornet-Betancour. 2001:47).
Pero, para que haya un verdadero “diálogo intercultural” se debe aprender a “escuchar”, lo que implica una actitud, un modo de ser que compromete a la persona humana en su totalidad.
En la tradición filosófica occidental predominante se presenta una prioridad ontológica del decir sobre el oír, pues es el emisor el que emite su mensaje antes de ser escuchado por el receptor. Sin embargo, todo discurso dice relación a una otredad que sea capaz de captarlo. Es, por tanto, quien lo recibe el que se manifiesta como sentido o matriz del interés comunicativo. De allí que el oyente adquiere relevancia en el proceso comunicacional. Desde esta perspectiva, se invierte la relación dialogal: en vez de poner el énfasis en el decir, en el hablar, en el imponer a los otros un cierto pensamiento, conducta o cultura, se lo pone en la escucha de lo que el otro quiere expresar.
En la cultura occidental hegemónica hay creencias que se plasman con una fuerza inusitada; una de ellas es la prioridad ontológica y en-ergética (energeion) que se le otorga a la palabra. En la actitud del decir subyace un poder, se quiere no solamente comunicar algo, sino que se pretende imponer algo. Inconscientemente, el poner nombre a las cosas, el nombrar, implica una apropiación, un dominio del cosmos, de la naturaleza y de las otras personas mediante ese decir. Esta actitud imperialista de la palabra ha traído innumerables consecuencias; una de ellas es el monoculturalismo.
El monoculturalismo es una postura que absolutiza una sola forma de pensar y mirar la realidad desde los cimientos, postulados y creencias de una sola cultura, y fuerza a todos los integrantes de la sociedad y del mundo a interpretar el universo desde esa visión. Por ejemplo: occidente cree a ciencia cierta en el progreso lineal de la historia hacia un punto omega, habla de desarrollo de los países basado en la economía de mercado, educa a los jóvenes a partir de las tradiciones recibidas, repite sin más la maraña de conceptos que la ciencia moderna ha impuesto a las mentes de las personas y cree que la única manera de entender la realidad es a través de dichos conceptos y categorías que se han seleccionado arbitrariamente para la comprensión occidental del cosmos (Panikkar, 1996). Se piensa que esta forma de interpretar el orbe es la mejor, y se presiona a todas las otras culturas y personas que las conforman, a que miren la vida desde esta óptica.
En ese mar de creencias el hombre occidental ha depositado su vida; esas ideas básicas sostienen y contienen la vida de la persona y están tan radicalizadas que se confunden con la realidad. Todo el bagaje de creencias se adquiere por la educación, por la formación que se ha recibido, por eso, no se piensa en ellas, no se las reflexiona, no se las critica, sino que son asumidas como si fuesen la única posibilidad de interpretar el mundo y no se concibe que los otros no estructuren su ser bajo esos mismos postulados. El monoculturalismo exige, pues, que toda cultura entorno piense la vida desde esa óptica predeterminada.
Pero en esa cultura occidental, con sus lenguas y tradiciones no se acaba el mundo; allende las fronteras familiares, locales y culturales existen otros que no son, ni piensan ni viven de la misma manera. Ellos tienen, a su vez, su propio ser, su propia tradición, su peculiar estilo de vida sustentado en un sustrato filosófico-teológico y en distintos sistemas simbólicos, que distan mucho de las ideas propuestas por el mundo europeo greco romano. Y, como son los otros, extranjeros, ajenos a ese entorno, se los ignora, se los menosprecia, por no pensar, vivir, ni sentir como está acostumbrada esta concepción monocultural.
Surge así una negación ideológica y política del resto de culturas a las que se las tilda de primitivas, míticas, o poco desarrolladas y, por ello, se las deshumaniza.
Josef Estermann, conocido filósofo y teólogo suizo de la interculturalidad dice:
Frente a lo desconocido y lo otro, el hombre reacciona en primer lugar con la negación de lo que lo podría amenazar (…) Políticamente la negación se realiza mediante el dominio total por la fuerza física, acompañada por una negación ideológica. Esta última trata de quitar “filosóficamente” el carácter cultural y humano de lo otro. La silogística del conquistador es muy sencilla y brutal: “Nosotros” tenemos cultura. Lo otro es totalmente diferente de nosotros. Ergo: no tiene cultura. Quien tiene cultura es ser humano. Ergo: el otro no es un ser humano (en Fornet-Betancurt,1996:126).
Frente a esta negación, pueden algunas culturas encerrarse en un solipsismo interior que las arrastra hacia posiciones dogmáticas, conflictos, guerras y defensas de ideologías que, como tales, encorsetan la realidad en parcelas atomizadas de pensamiento. Se niega al otro como alteridad y se sucumbe en la vorágine de las propias creencias, posiciones y acciones con la finalidad de resguardar sus tradiciones o imponerse sobre los demás. Esta situación provoca racismo, xenofobia, marginación, discriminación y violencia en todas sus formas. Ejemplo de esto se encuentra por doquier: la guerra en Medio Oriente y en África; multitud de personas en la diáspora huyendo por salvaguardar sus vidas, contingentes humanos de refugiados en ningún lado, pues se cierran las puertas de los países hermanos que desoyen los clamores imperiosos de auxilio, protección, paz, solidaridad y concordia.
Algunas personas se percatan de esta situación y bogan por reconocer que existen en el mundo diversas culturas, distintas a la occidental, por eso, como una posible y aparente solución a ese ahogo del monoculturalismo se propone, que esos grupos humanos sean respetados en su ser y pensar tal cual se dan, pero sin inmiscuirse en su ser vital; que ellos vivan en su mundo, con sus tradiciones, con sus posiciones vivenciales, sin interrelación con ningún tipo de influencia foránea que obstaculice su realidad contextual.
Aparece así y en nombre de los derechos humanos y de la protección de los pueblos, el intento por saldar la dialéctica desigual y totalitaria del monoculturalismo mediante una vía de solución denominada “multiculturalismo”. El lema es reconocer que existen diversidad de culturas, que están, que forman parte del mundo y que tienen derecho a mantener su propio universo y su cultura originaria, pero que no molesten, que permanezcan allí olvidadas, encerradas en el espacio que se les ha prodigado benignamente, aunque se les vea achicado progresiva y sistemáticamente, en indiferencia e independencia del cotidiano vivir occidental. Sin embargo, la agresión que ello significa permite suponer que el multiculturalismo no constituye la superación del monoculturalismo que dice proponer, pues, “revela aún el síndrome colonialista que consiste en creer que existe una supercultura superior a todas las demás, capaz de ofrecerles una benigna y condescendiente hospitalidad” (Panikkar, 1998: 24).
A mediana escala, lo anteriormente expuesto es perceptible en la sociedad pluricultural argentina: los aborígenes, los afrodescendientes y los pobres que habitan el país son presas de una actitud avasalladora y colonialista que los margina como personas con derechos dentro de la comunidad. Frente a esto, algunos pueblos nativos pretenden levantar sus voces para poder ser escuchados en el contexto mundial, pero el resultado se ve reflejado en la miseria, la falta de salud, el escaso desarrollo económico y la poca inclusión en el mundo del trabajo.
La sociedad masificada en sus propios intereses y los oídos de los más poderosos de este mundo permanecen cerrados a los clamores de los más desprotegidos. “Tantos gritos de parte del “otro” en sentido cultural no han tenido ningún efecto sobre la tradición europea, porque no estaban dispuestos a escucharlo los destinatarios respectivos. Muchos pueblos indígenas tienen voz, pero no encuentran oído” (Estermann, 1996: 148).
Por este motivo, y en nombre de una sociedad más justa, equitativa y humana, se hace imperioso contribuir al diálogo entre los pueblos, las culturas, y las personas miembros del cuerpo social. No se puede vivir en posiciones atomizadas, pero tampoco se puede imponer colonialmente una estructura monocultural o multicultural.
Un intento por superar estos extremos es el desarrollo de un diálogo intercultural que permita saltar los muros de la “soledad radical” (Ortega y Gasset, 2006) personal y comunitaria, y vuelva a poner como agenda histórica ineludible la escucha entre los seres humanos y sus culturas.
Pero, para que haya un verdadero “diálogo intercultural”, se debe aprender a “escuchar”. Ello implica educar a las nuevas generaciones en la escucha de otros grupos culturales, de la naturaleza y de la divinidad, como lo hacen los pueblos originarios o algunos pueblos orientales. Por este motivo, en el primer apartado del presente trabajo, se desarrollan los fundamentos del diálogo intercultural; desde allí se aborda el compromiso totalizador humano, que comporta una interrelación “cosmoteándrica”, ejemplificada en el modo de darse la escucha en algunos pueblos originarios; por ello, la convierte en integradora de todas las facetas de la realidad. En tercer lugar, se esboza un posible modelo de escucha en su dinámica activa, para el desarrollo del diálogo intercultural, con un apartado dedicado a ejemplificar el modo de escucha en algunos pueblos orientales. Por último, con la finalidad de transformar los modos de filosofar y teologizar de la cultura eurocéntrica, se indagan algunas perspectivas de la escucha activa de la divinidad en sus diversidades experienciales y culturales, para que, por una reconversión filosófico-teológica, se aporte a una humanización creciente y a una mejor convivencia entre todos los pueblos.
El diálogo intercultural. Consideraciones fundamentales
La cultura occidental ha erigido la palabra hablada o escrita a partir de una monóloga estructuración lógica, de tal manera que se impone una cierta racionalidad conceptual. Así, por ejemplo, cuando se habla de Filosofía, se hace referencia en general a la tradición greco-latina, y se la circunscribe a los postulados propios de los representantes de la filosofía occidental. Se desprestigia el pensamiento filosófico de América Latina o filosofías de otras latitudes como las africanas, las de Oceanía u orientales, de tal manera que ni se las menciona en la mayoría de los anales de la historia de la filosofía ni en los programas educativos de los niveles medios o superiores, bajo la excusa de la pretendida “universalidad” de la filosofía europea, que se yergue como modelo absoluto del hacer filosófico; de ese modo se desacredita toda otra estructura de pensamiento que no se ajuste a los arbitrios de la racionalidad eurocéntrica. Esto implica una negación ideológica profunda de todo otro pensamiento que no se acomode a los cánones impuestos por la cultura dominante.
De tal manera que, por ejemplo, si algún miembro de cualquier cultura originaria pretende estudiar ciencia, filosofía, o teología, debe desencarnarse de su propia cosmovisión cultural - lingüística y, asumir como propio todo el bagaje de conocimientos impuestos por la cultura hegemónica. Si no lo hace, es tildado de primitivo, bárbaro e inculto y se le cierran todas las posibilidades para acceder a la formación superior o al mundo laboral.
Así, asistimos a “una profunda alienación cultural” (Estermann, 2003: 179) donde se cercena la etnia, la historia, las creencias, las tradiciones, y las raíces culturales que hacen a la propia singularidad del aborigen o el afrodescendiente, quien se ve obligado a asumir un ser y estar extranjero a su vivencia contextual a fin de no ser relegado, discriminado y excluido política, económica y socialmente.
Esta alienación implica que personas con culturas diversas deban desarraigarse de su lengua, de sus tradiciones, de sus ancestros y de su cosmovisión para dejarse colonizar culturalmente por toda la perspectiva científica, filosófica y teológica eurocéntrica.
Frente a la extremada marginación y exclusión de los pueblos originarios causada por la colonización europea que aún repercute social y culturalmente sobre todo en América Latina, la Iglesia, inició el camino de la “escucha” mediante la reconversión teológica surgida del Concilio Vaticano Segundo, que se explicitaron en los documentos eclesiales de Medellín, Colombia (1968), Puebla, México (1979) y Aparecida (2007) como un intento de prestar oídos a los clamores de la problemática indígena y afroamericana.
Así, en el año 1960, Monseñor Samuel Ruiz, obispo de Chiapas, sudeste de México, se enfrentó a una terrible situación social con un estado que poseía un 78 % de extrema pobreza y exclusión política, educativa y cultural, sobre todo en los grupos aborígenes (Aguilar, 2016); por eso, se vio en la necesidad de crear una pastoral dirigida a promover lo humano a partir de los postulados y valores de cada cultura particular.
Después de asistir al Concilio Vaticano Segundo, y a la luz de lo que allí se había discutido, retomó la práctica de evangelizadores de la primera hora, e hizo traducir los textos de la Sagrada Escritura a distintas lenguas nativas con el objetivo de realizar una síntesis entre los principios del Evangelio y las costumbres de cada comunidad local. Desde este momento las ceremonias religiosas pudieron escucharse en las diversas lenguas nativas como ser el tzeltal, el tzotzil y el chol.
Además, formó setecientos diáconos indígenas para que se encargaran de evangelizar en sus comunidades y se dedicaran a las tareas religiosas, lo que se conoció con el nombre de “pastoral indígena”.
El filósofo alemán Fornet-Betancourt (2001) lo comenta de la siguiente manera: “Monseñor Samuel Ruiz reclamaba, frente a las exigencias de los indígenas, la necesidad de crear una pastoral evangelizadora basada realmente en una metodología de promoción que parta de ellos y de sus propios valores y culturas” (135).
Esta actitud marcó las bases para que, frente a los horrores de la exclusión, la pobreza y la injustica que sufrieron y sufren diversos grupos étnicos, las Iglesias católica y protestante promovieran un movimiento basado en el trabajo con y por los pobres, dando inicio, a fines de la década de 1960, a un proceso signado en Latinoamérica con el nombre de “Teología de la liberación” que propuso asumir desde la actitud de verdadera “escucha”, la diversidad plural cultural y religiosa del continente americano a fin de abogar por la liberación política, económica y social de los grupos más desprotegidos y vulnerables de la sociedad.
En el año mil novecientos ochenta y nueve, en países germanos, mediatizado por la tendencia globalizadora mundial y su creciente eurocentrismo intelectual, aparece una corriente de pensamiento filosófico que reconoce la necesidad imperiosa de prestar oídos a las filosofías excéntricas a la hegemónica. Esta corriente de pensamiento ha sido denominada “Filosofía Intercultural” y su finalidad consiste en transformar los modos tradicionales de filosofar y teologizar a partir de un diálogo abierto con otras sabidurías en un ámbito de respeto y paridad cultural.
Entre los principales representantes de esta corriente filosófica, se pueden mencionar a Raúl Fornet-Betancourt (Cuba/Alemania), Franz Martín Wimmer (Austria), Raimon Panikkar (España), Heinz Kimmerle (Alemania), Josef Estermann (Suiza), Ram Adhar Mall (Alemania/India) y numerosos filósofos latinoamericanos reconocidos por sus aportes a la filosofía intercultural (Fornet-Betancourt, 2014:111-123) como, de Argentina, Alcira Bonilla, Dina Picotti y Carlos María Pagano, de Perú, Heinrich Helber Chávez, de Bolivia, Jorge Viaña Uzieda, de Colombia, Juan Cepeda, de Brasil, Magalí Mendes de Menezes y Neusa Vaz e Silva, de Cuba, Manuel Heredia Noriega, de Chile, Ricardo Salas Astrain, de Ecuador, Milton Cáceres, de México, Diana de Vallescar, de República Dominicana, Pablo Mella, de El Salvador, Héctor Samour, de Costa Rica, José Mario Méndez, de Venezuela, Zulay C. Díaz Montiel, de Nicaragua/ Panamá, Jeremías Lemus Lemus, entre muchos otros.
La tarea fundamental de la Filosofía Intercultural se centra en abrir espacios de reflexión sobre la realidad contextual humana, a partir de cada circunstancialidad cultural diversa. Se libera de los cánones literarios y textuales filosóficos de la cultura eurocéntrica, sin negarlos, para tratar de encontrar aspectos unitivos y concordantes, que permitan saltar las vallas de las culturas entre sí.
Frente a los desafíos de la globalización capitalista, la contextualidad tempo - espacial de cada grupo étnico, manifiesta formas de ser, estar y sentir propios. Las comunidades originarias, pueden comunicar sus propias realidades vivenciales en forma genuina y original a la sociedad global, desestructurando visiones anquilosadas del hacer filosófico, lo que implica “renuncia a toda postura hermenéutica reduccionista” (Fornet-Betancourt, 2001: 30) de interpretación de la realidad.
Por eso, en el ámbito del diálogo intercultural se renuncia a la actitud imperialista según la cual una cultura es superior a las otras, o que presupone que sus parámetros lingüísticos y racionales son la única posibilidad de interpretación del mundo. En este encuadre epistemológico no hay verdades absolutas, no se pretende llegar a una síntesis de cosmovisiones, ni diluir en una cultura los fundamentos de las demás, sino que el objetivo primordial consiste en “escuchar” las otras formas o maneras de interpretar la existencia y tener elementos para analizar y cuestionar los principios y creencias de la propia cultura para abrirse a una visión más enriquecedora y abarcadora de la realidad.
El filósofo Raúl Fornet-Betancourt (2001) lo explica del siguiente modo:
La crítica al modelo hegemónico de universalidad en filosofía quiere sensibilizarnos para el compromiso en la búsqueda de una universalidad conseguida por el intercambio entre todos los logos que habla la humanidad, y que se distinguiría así por la calidad de la interculturalidad (…) con esa nueva figura de una universalidad cualitativamente superior a las conocidas hasta ahora, unimos la esperanza de un tejido de saberes y experiencias que nos impida, en filosofía, la caída en el relativismo y el aislamiento provinciano, pero sin opresión ni represión de ninguna particularidad; porque nos encontraríamos en la dinámica de un saber que no crece hacia una totalidad uniformada y niveladora de las diferencias, sino que avanzaría por totalizaciones interculturales, en cuyo espacio de convivencia y de comunidad de saberes y culturas cada particularidad se vive, al mismo tiempo, como apertura capaz de re-orientarse a la luz de la otra y como posible identidad referencial para la re-orientación de la otra (166-167).
En esta apertura epistemológica no hay verdades absolutas, no se pretende llegar a una síntesis de cosmovisiones, ni diluir en una cultura los fundamentos de las demás, sino que el objetivo primordial consiste en “escuchar” las otras formas o maneras de interpretar la existencia y tener elementos para analizar y cuestionar los principios y creencias de la propia cultura para abrirse a una visión más enriquecedora y abarcadora de la realidad.
Josef Estermann (2003) por su parte, lo presenta de la siguiente manera:
En este diálogo no debe haber una posición normativa que juzgue a la otra, ni una tercera posición intermedia (tertium mediationis) porque tal cosa supra-cultural es una abstracción imposible. Cada uno de los interlocutores se hace cuestionar por el otro, no con la finalidad de comprobar la incompatibilidad mutua, sino de clarificar las respectivas posiciones y sus presupuestos culturales. Este diálogo intercultural tampoco tiene como objetivo llegar a una síntesis de los dos paradigmas; en muchos puntos, la filosofía andina y la tradición occidental dominante resultan ser incompatibles. Lo que sí se quiere lograr es un respeto mutuo por las distintas formas humanas de representar el mundo y tener una cosmovisión integral” (197).
Este diálogo entre diversas cosmovisiones parte de un ámbito real de disparidad cultural, pues la mentalidad occidental no ausculta el lenguaje de las comunidades originarias, como el maya, el quechua, el aymara, etc., en general, sustentados en una tradición oral y no escrita. Por lo que se torna complejo y hasta a menudo imposible encontrar fuentes accesibles que permitan una interpretación del verdadero sentir colectivo de los diversos grupos étnicos contextuales. Tampoco se enseñan las estructuras filosófico-conceptuales de otras culturas. Esto dificulta la posibilidad del diálogo filosófico y de interpretación de las mismas, a lo que se puede sumar el hecho de que las investigaciones científicas sobre ellas, por lo general, se llevan a cabo a la luz de un paradigma positivista o naturalista de investigación. Así, el aborigen y el afrodescendiente terminan siendo simple “objeto de estudio” analizado e inquirido para ser asimilado a la luz de una interpretación y reflexión científico - filosófica occidental.
Por ello, se hace imperioso empezar a trabajar con un paradigma socio-crítico de investigación, que supere toda reducción del otro a objeto de estudio, con un espíritu capaz de ir más allá incluso de todo paradigma, a fin de “escuchar” otras perspectivas culturales desde la misma raíz autóctona del habitante natural de la comunidad, para, desde allí, realizar una reflexión filosófica “crítica-liberadora” (Fornet-Betancourt, 2001:18) que permita transformar la propia racionalidad lógica desde la mirada del otro, a partir de sus respectivas realidades epistémicas vitales. Esto implica transformar la manera de pensar, para reconstruir críticamente la historia del pensamiento amerindio, africano u oriental a partir de la pluralidad de voces, propia de los diversos grupos étnicos autóctonos, de tal manera que se “revolucionen” los esquemas filosóficos occidentales, para una mejor convivencia humana, por y desde el diálogo intercultural. Pero, ¿cómo ponerse de acuerdo si cada cultura discurre en su oralidad desde perspectivas racionales diversas?
Equivalentes homeomórficos: puente para superar barreras idiomáticas
En todo diálogo se presentan dos polos comunicativos, un ser que habla y otro ser que, se supone, escucha; roles que se invierten en el proceso de la comunicación. Pero la persona que habla lo hace desde una cultura, una interpretación de la realidad, un esquema conceptual propio, mientras que la persona que escucha lo hace desde otra perspectiva, quizás desde otra cultura, con esquemas conceptuales o simbólicos previos con una visión del mundo y de la vida que no son iguales a los del orador. Por tanto, en el diálogo, se entrelazan en el juego comunicativo por lo menos dos cosmovisiones, dos paradigmas que se entretejen entre sí, “dos logoi, de dos diferentes paradigmas de racionalidad que están en juego. El uno que es el logos del ‘decir’, y el otro el logos del ‘escuchar’” (Estermann, 1996: 147).
Por este motivo, y con el afán de saltar las vallas idiomáticas, Raimond Panikkar propuso trabajar todo tipo de lengua a través de lo que él denominó “equivalentes homeomórficos”, que consisten en no intentar traducir conceptos y palabras, sino generar “un proceso de interpretación mutua a base de las connotaciones de ciertos conceptos en el contexto de origen y de su función dentro de ello” (Estermann, 2003:198).
Estos “equivalentes homeomórficos”, no traducen literalmente las palabras, sino que rescatan la función lingüística del término equiparándolo en forma analógica con otro vocablo a fin de lograr una interpretación semejante en los contextos de las diversas culturas, para una comprensión abarcadora del pensar y sentir de las diversas comunidades.
Los equivalentes homeomórficos no son meras traducciones literales, ni tampoco traducen simplemente el papel que la palabra original pretende ejercer (…) sino que apuntan a una función equiparable (…) Se trata pues de un equivalente no conceptual sino funcional, a saber, de una analogía de tercer grado. No se busca la misma función (...), sino aquella equivalente a la que la noción original ejerce en la correspondiente cosmovisión (Panikkar,1996: 18).
Para ejemplificar en su profundidad esta concepción de Panikkar, se puede ahondar en el término quechua “pacha” el que posee su equivalente homeomórfico en el concepto occidental ontológico de “ser” (esse) pero con características espaciales y temporales propias de la cosmovisión andina. En este sentido “pacha” posee multitud de significados:
Según el diccionario, pacha puede ser adjetivo, adverbio, sustantivo y hasta sufijo (compuesto). Como adjetivo, pacha significa ‘bajo’, ‘de poca altura’, pero también ‘interior’; como adverbio, su significado es ‘debajo’ (como el sub latino en substantia), ‘al instante’, ‘de inmediato’, pero también ‘mismo’ (…) Como sufijo, es la composición (síntesis) del sufijo verbal repetitivo -pa, con el significado de ‘de nuevo’, ‘nuevamente’, ‘otra vez’, ‘más’, y del sufijo nominalizador diminutivo -cha que denota la pequeñez de algo, pero también afecto o despecho hacia el objeto o la persona indicados. Como sustantivo y en forma figurativa (derivado del adjetivo y adverbio), pacha significa ‘tierra’, ‘globo terráqueo’, ‘mundo’, ‘planeta’, ‘espacio de la vida’, pero también ‘universo’ y ‘estratificación del cosmos (Estermann,1998: 144).
No existe, pues, una traducción literal del término ‘pacha’ que pueda intercambiarse en la lengua occidental. Sin embargo, puede interpretarse de acuerdo al contexto y la función lingüística en la que se esté dialogando, que la palabra ‘pacha’ puede asemejarse en cierta manera a los conceptos occidentales de ‘ser’, ‘ente’, ‘cosa’, ‘realidad’, ‘mundo’, ‘planeta’, ‘universo’, ‘cielo’, ‘tierra’, o ‘el todo existente de la realidad’, etc.
En este sentido, cuando Estermann se refiere a la profundidad del pensamiento cosmológico andino, usa el término ‘pachasofía’2. “La pachasofía es ‘filosofía de pacha’: reflexión integral de la relacionalidad cósmica, como manifestación de la experiencia colectiva andina de la ‘realidad’” (Estermann, 1998: 146).
Pero, con sólo utilizar los términos ‘pacha’ o ‘pachasofía’, no se logra asir el universo simbólico de la expresión contextuada, sino que hay que desarmar constructos lógicos que están presentes en la creencia eurocéntrica, como por ejemplo la idea de que el mundo es una estructura jerárquica de la realidad.
La filosofía andina discrepa con la tradición occidental premoderna básicamente en el rechazo de la naturaleza jerárquica del orden cósmico. El principio de reciprocidad impide que las relaciones entre los distintos estratos y elementos sean ‘jerárquicas’. En la pachasofía andina, no existen jerarquías, sino correspondencias recíprocas entre entidades del mismo valor y peso (Estermann,1998:147).
Los andinos no conciben el orden cósmico como grados, donde unas cosas, objetos o personas, están por encima de las otras, sino más bien, como uniones recíprocas entre diversas entidades basadas en los “principio de correspondencia y complementaridad”. (Estermann, 1998:145). La Cosmovisión simbólica andina presenta un orbe interrelacionado. El principio de correspondencia en la visión topográfica de la “pachasofía” andina, se da entre el micro-cosmos y macrocosmos, lo que está abajo, la realidad física sensible y lo que se encuentra arriba, el universo, indica la polaridad relacional entre ‘lo grande’ y lo ‘pequeño’.
En cambio, la relacionalidad entre ‘izquierda’ y ‘derecha’, entre lo ‘femenino’ y ‘masculino’, apunta a lograr la complementariedad cósmica (Estermann, 1998: 156) en cuya representación simbólica se encuentra el universo interrelacionado; allí todos los seres cumplen una función importante y necesaria para la armonía del orbe. Para ellos, el universo está íntimamente vinculado, todo depende de los otros para lograr la plenitud.
Como se puede apreciar, en los párrafos precedentes, la visión cosmológica y la lógica racionalidad andina distan mucho del pensamiento occidental; por ello, acudir a los “equivalentes homeomórficos” es un camino filosófico válido para tener acceso a la cosmovisión de otras personas y culturas ajenas al universo lógico - lingüístico tradicional.
De esta manera, las culturas se pueden imbricar a través del diálogo en procesos abiertos unas con otras; esta actitud dialógica permite sortear las barreras culturales por el hecho de que todo “otro- cultural”, por así decirlo, conforma paritariamente el mundo.
El problema, ahora, no consiste en integrar la visión eurocéntrica en las perspectivas diversas, sino al revés, intentar articular en la propia cultura la pluralidad de perspectivas, o sea, transformar el hacer filosófico, para replantearse postulados preestablecidos en el sistema simbólico de interpretación. “Por eso la filosofía intercultural prefiere orientarse en la idea regulativa de una “universalidad” conseguida por la convocación de universalidades históricas, y acaso se configure participativamente como pluriversidad creciente desde la solidaridad” (Fornet- Betancourt, 2001: 70).
Para ello, hay que abrirse a un espacio dialogal que permita asumir todas las perspectivas culturales en estado de igualdad. Y uno de los principales elementos para poder dialogar en forma intercultural es aprender a escuchar. Ya Ortega en el año 1939 durante sus alocuciones radiales afirmaba: “Urge ya una higiene y una técnica del hablar en su doble operación de decir y de oír. Hay que aprender a hablar y hay que aprender a escuchar” (Ortega y Gasset, 2009: 251).
Por eso toda alocución dice relación a una otredad que sea capaz de captarla. De nada sirve un hablar si no es atendido por nadie. Es por tanto el ser que recibe la palabra, el oyente, el principal integrante del interés comunicativo. De la misma manera lo presenta Josef Estermann (1996): “El ‘hablar’ recién llega a su significado pleno cuando le corresponde un ‘escuchar’. Una palabra sin recepción es como cualquier sonido sin significación. El ‘hablar’ sin escuchar es inmanencia encerrada” (148).
Desde esta mirada se invierte la relación dialogal, en lugar de enfatizar el decir, el hablar, el imponer un cierto pensamiento, conducta o cultura, se pone el acento en la escucha de lo que los demás quieren expresar, aún desde su silencio.
De esta manera, se percibe la fecundidad del concepto “equivalente homeomórfico” de Panikkar en relación con el escuchar como fundamento del diálogo intercultural, pero además nos abre a la temática del apartado siguiente.
El dinamismo de la intersubjetividad. La escucha en algunos pueblos originarios
Para la cosmovisión eurocéntrica el mundo está compuesto de objetos sustancialmente distintos unos de otros, lo que conlleva una actitud “substancialista” y “cosificante” de interpretación de la realidad, con un creciente olvido del dinamismo unitivo que existe entre los seres. En cambio, para gran parte de los pueblos originarios, los objetos, las plantas y los animales no son cosas substantes sino que cambian su ser, su misión o función según a qué familia o comunidad pertenezcan.
El mundo aborigen es intersubjetivo. El hombre pertenece a la tierra, coexiste con ella en estrecho equilibrio y armonía sin necesidad de ejercer violencia, dominio o sometimiento sobre el cosmos, de tal manera que los seres humanos “son-con” el entorno, en diálogo perenne con su subjetividad. Para ellos, todas las cosas están de algún modo animadas a tal punto que pueden mantener un diálogo con ellas.
Así, por ejemplo, durante el II Seminario Internacional de Filosofía y Teología llevado a cabo en Heredia Costa Rica, una expositora de origen Maya K’ichee comentaba como complemento de su ponencia: “A mi hijo en la escuela le enseñaron que hay seres que son animados, y otras que no tienen vida. ¿Cómo puede ser esto? Para nosotros todas las cosas son animadas. Yo solía tener un auto al que quería mucho porque me llevaba a todas partes. Cuando tuve que venderlo, le hable y le expliqué por qué tenía que dejarlo ir, yo sé que él me entendió y le agradecí todo el tiempo que pasó conmigo y todo lo que él había hecho por mí”3.
Como se puede apreciar, el nativo, entabla un estado de empatía, una relación de escucha dialogante con todo el orbe, por eso, prestan oídos al aleteo de los pájaros, las pisadas de los animales en el suelo, el murmullo de los ríos y de los árboles que crujen al sonido del viento, etc.
Así, lo explica Lenkersdorf (2002):
El campesino dialoga largo rato con los bueyes y se pone de acuerdo con ellos, con los cuales va a arar la milpa todo el día. Así, también, los hermanos de un municipio autónomo dialogan con las plantas medicinales, a fin de que ellas se preparen en su capacidad curativa y suelten las fuerzas guardadas dentro de ellas. Otros oyen a larga distancia el ladrido de un perro apenas perceptible, pero si saben escuchar y, por eso, saben percibir que el perro está cazando un gato de monte” (202-203).
En esta cosmovisión se presentan tres componentes conectados entre sí: la naturaleza, los seres humanos y el cosmos. Este trípode de realidades posee un valor igualitario, no hay entre ellas disparidad de jerarquías pues conviven en un plano de mutua interrelación y paridad, lo que conduce a una “comunicación nosótrica” (Lenkersdorf 2002: 204) donde el yo se diluye en la alteridad comunitaria.
Esta interrelación de las personas con el espíritu de la naturaleza los transporta a una expresión imitativa a través de la música, el toque de instrumentos, las canciones y la danza. Con ellas, cubren necesidades esenciales en la vida de las comunidades. La música aborigen une el conocimiento con las leyes invisibles y la energía del ritmo de la naturaleza; por eso, cada uno de los grupos nativos a partir de sus vivencias, originan un universo cultural propio, en consonancia con el cosmos.
Algunas culturas aborígenes argentinas como los tobas, mocovíes, wichís, chulupíes, chorotis, chiriguanos, guaraníes, aymaraes, quechuas, tehuelches, araucanos, yámanas, onas y los duwamish en Norteamérica, entre otros, no entienden la actitud del hombre blanco.
Así, por ejemplo, en el año 1855 el presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce le ofreció al Gran jefe Seattle, comprar la tierra de los Pieles Rojas. El Gran Jefe Duwamish le respondió mediante un hermoso discurso que refleja cómo interpretan ellos la naturaleza. Acá traemos a colación una porción de ese texto, con el afán de demostrar la profundidad vivencial del aborigen en la manera de escuchar (Nosotros somos una parte de la Tierra,1995:21-34):
El agua cristalina, que brilla en arroyos y ríos,
no es sólo agua,
sino la sangre de nuestros antepasados.
Si os vendemos nuestra Tierra,
habéis de saber que es sagrada,
y que vuestros hijos aprendan
que es sagrada, y que todos los pasajeros reflejos
en las claras aguas son los acontecimientos
y tradiciones que refiere mi pueblo.
El murmullo del agua
es la voz de mis antepasados
Los ríos son nuestros hermanos (…)
No hay silencio alguno en las ciudades de los blancos,
no hay ningún lugar donde se pueda oír crecer las hojas en primavera
Y el zumbido de los insectos (…)
La charlatanería sólo daña a nuestros oídos.
¿Qué es la vida si no se puede oír
el grito solitario del pájaro chotacabras,
o el croar de las ranas en el lago al anochecer?
Si nosotros no poseemos
el frescor del aire,
ni el brillo del agua,
La imponente sabiduría que emerge de este texto, sugiere un filosofar, para cuya comprensión el hombre es parte integrante, íntima y constitutiva del cosmos4. Los pueblos originarios no sólo conviven con el mundo, sino que “son-en-con” el universo; pues todo lo que se encuentra en la naturaleza también los constituye íntimamente. Además, enseñan un respeto sagrado a la naturaleza, no se hacen dueños, ni amos de las cosas del mundo, sino que saben que su vida, depende de ellas. La naturaleza es una madre que permite alimentar y cuidar a sus hijos. El hombre necesita de los vegetales y animales para su subsistencia, por eso, los consideran sus hermanos. La Pachamama, la tierra, es su madre. ¿Cómo no escuchar a la madre?, ¿cómo violentarla si de ella se ha recibido la vida y el sustento? Si se destruye el cosmos, el hombre se destruye a sí mismo.
Por otra parte, los aborígenes se sienten retoños nuevos de los ancestros. Ellos estuvieron en el suelo que los vio nacer y dejaron su espíritu impreso en cada descubrimiento o producción de sus manos, así, donaron a las generaciones siguientes todo el bagaje de sabiduría sobre los que hoy marcha el mundo. Por eso, para los aborígenes, los antepasados son venerables, sus espíritus rondan los lugares comunes, no se han ido del suelo materno, sino que permanecen allí protegiendo e inspirando a las nuevas generaciones.
Las culturas originarias no escriben, transmiten sus conocimientos por la oralidad, por eso centran toda su atención en la capacidad escucha: en 1532 Francisco Pizarro, hizo prisionero al jefe inca Atahualpa, increpándolo a que se sometiera a los españoles y a que asuma la religión cristiana por el bautismo. Si no lo hacía, él y los suyos serían esclavizados o matados por desobediencia. Atahualpa le preguntó quién ordenaba aquello, de dónde venía la autoridad. El fraile Vicente Valverde le entregó la Biblia. Atahualpa se la puso al oído, pero, las Santas Escrituras no hablaban. Como no escuchó nada, tiró la Biblia al suelo. Ese fue el gesto para que Pizarro masacrase a toda la guardia real inca (Boff, 2012).
La profunda incomprensión del hombre europeo, su afán de conquista, la falta de interpretación de la cultura oral del pueblo incaico y su poca capacidad de escucha originaron tantas tragedias, tanto dolor.
Para evitar que se repitan este tipo de atrocidades, es necesario que occidente reavive la escucha de la naturaleza y de otros paradigmas filosófico-teológicos culturales. Una de las formas para alcanzar esa recuperación se cifra en la escucha activa, aspecto que se desarrolla en el siguiente apartado.
La Escucha activa. Un posible modelo para desarrollar el diálogo intercultural
El término español “oír” deriva del latín “audire” que significa percibir los sonidos por el oído (R.A.E., 1992: 1469); en cambio, la palabra escuchar proviene del latín “ascultāre” y denota oír con atención, prestar atención a lo que se oye (R.A.E, 1992: 882).
El escuchar no es simplemente oír al otro. Cuando se oye no se captan con esmero las ondas sonoras que se reciben por el oído, por eso es un acto pasivo que se reduce al terreno de la mera sensación. En cambio, el escuchar es un proceso interno de quien quiere por propia decisión abrirse a la comunicación; constituye un acto de voluntad y una manera intencional de percibir los sonidos cuyo acto conlleva concentración, atención, memoria y reflexión, lo que coadyuva a desentrañar las palabras que dice el interlocutor y a interpretar el mensaje.
Según Ortiz Crespo (2008) se pueden distinguir varias formas de escucha: la escucha sintetizada, la escucha discernitiva, la escucha analítica y la escucha empática pero la mejor de todas ellas es la activa5. Ella asume las maneras de escuchar más importantes porque centra toda la energía mental en las palabras y el sentido del mensaje sin olvidar quién es el sujeto hablante.
La escucha activa permite comprender el mundo desde la perspectiva del emisor, sus gustos, sus inquietudes, sus motivaciones. En ella se pone en ejercicio la razón histórica del receptor, quien logra captar el mundo vital del emisor, su contexto, su cosmovisión, el dinamismo de su historia de vida, de su cultura, sus emociones y sentimientos. Por eso se hace necesario educar en este tipo de escucha para poder emprender un diálogo intercultural con otros grupos étnicos.
Este tipo de escucha requiere tiempo, dedicación, encuentros dialógicos permanentes y esto no implica tender a lograr una uniformidad de pensamientos ni de paradigmas, ni mucho menos sumisión de una forma de pensar bajo la otra, como lo pretende el monoculturalismo; sino que, gracias a la escucha activa, se logra estrechar lazos de concordia entre las personas, afianzar la autoestima del interlocutor, generar confianza pues el emisor se siente comprendido en su ser, su pensar, y su realidad contextual, lo que permite el enriquecimiento cultural y axiológico por parte de todos los integrantes de la relación dialogal. De allí que la escucha activa sea un elemento fundamental para abrirse al diálogo intercultural.
Ahora bien, para escuchar activamente es imprescindible tener un motivo, un porqué se quiere abrir los oídos atentos al decir del otro. Ese motivo que impulsa al auditor se basa en el interés; éste permite al oyente alejarse de las distracciones ajenas a los estímulos auditivos que se están recibiendo y dirigir toda la atención sobre esas ondas sonoras que llegan del emisor. Implica que la atención se vuelque hacia un sonido o mensaje específico, que rompa el egocentrismo y la auto-referencia monológica que cierra al ser humano en sí mismo, para poder colocarse en el punto de vista de quien emite el mensaje.
Pero, generalmente se cree que lo que se ha escuchado es lo que se ha dicho, y esto no es así; en todo proceso de escucha se encuentra un proceso íntimo de interpretación que compara el contenido del mensaje con un cierto esquema anterior de previos conocimientos, deseos y aspiraciones personales que modifican lo que se escucha bajo las apreciaciones subjetivas y emocionales de la persona que oye el mensaje. De allí que, una buena capacidad de escucha requiera ejercitar un silencio interior capaz de desatender los pensamientos que ocupan la mente; esto involucra un desligarse de las pantallas emocionales, gustos y desdenes que interfieren en la apertura social hacia el otro. Para ello hay que apartar los prejuicios y conceptos previamente establecidos que obstaculizan el interpretar rectamente las ideas, sentimientos, emociones y valores de los demás. Los prejuicios rotulan al otro, lo juzgan previamente sin darle la opción a réplica, lo circunscriben a un ser y estar anterior a todo posible conocimiento que los trascienda.
Por otra parte, el proceso dialógico y el de la escucha necesitan humildad, dejar de lado el instinto de réplica y beligerancia de quien sólo busca los aspectos negativos, para dar paso a otras funciones cognitivas como poner atención, recordar, reflexionar, deducir, comparar, razonar, es decir, desplegar toda una actividad y una intencionalidad dirigida al alter- ego.
Por su parte, Josef Estermann (1996) lo explica de la siguiente manera:
Escuchar es mucho más que ‘oír’. ‘Escuchar’ es una actitud, un modo de ser que compromete al ser humano en su totalidad. Uno ‘escucha’ con todo su cuerpo, con toda su alma, con lo más profundo de su corazón. ‘Escuchar’ tiene que ver con la voluntad, con la disponibilidad de abrirse y de dejarse tocar por la voz del otro. El ‘oír’ es algo ‘natural’, el ‘escuchar’ algo eminentemente humano (148).
Ahora bien, el ser humano puede asir la intención del hablante no sólo a través de la palabra que profesa, sino también mediante los movimientos gesticulares, la fisonomía, el temple de la voz (Ortega y Gasset, 2010), las pausas y las entonaciones del discurso, todo ese contexto insinúa alguna intencionalidad porque el emisor viene con toda una carga sentimental, personal, histórica, y ese contexto también debe ser percibido para comprender realmente el mensaje.
Este es el motivo por el cual muchos pueblos aborígenes y otras culturas se niegan a poner por escrito sus ritos, sus inspiraciones, su historia y sus tradiciones; porque con la escritura se estanca en signos o símbolos lingüísticos una porción y una interpretación unívoca del mensaje, es decir, sólo se plasma una perspectiva de lo que se está diciendo. La escritura es vacua de muchos significados que huyen del texto al no poder simbolizarse y cuya significatividad se diluye en esa forma; así, la riqueza de la oralidad se pierde al ser escrita. En cambio, en la repetición oral de anécdotas, hechos, o sucesos, se renueva la vitalidad histórica de los acontecimientos y se nutren de nueva fecundidad a medida que vuelven a ser narradas.
Parejamente a las acciones del emisor se pueden reconocer cuatro acciones que realiza el receptor que decodifica un mensaje: en primer lugar, se escucha un cierto tipo de onda sonora que vibra en el tímpano de una forma especial, ella posee un ritmo, una letanía, un timbre peculiar que permite al oyente poder reconocer a la persona que está hablando, incluso, detectar de qué zona, país o región del mundo proviene.
En segundo lugar, si se conoce la lengua, se reconoce el significado de las palabras que se han empleado en el mensaje. Así, el oyente interpreta los términos utilizados y elabora una representación mental de lo que es transmitido por el emisor.
En tercer lugar, el oyente capta la finalidad del mensaje y desentraña su sentido profundo; si es perspicaz, no sólo decodifica el mensaje explícito, sino todo el bagaje de contenidos conscientes e inconscientes implícitos en el discurso. De ese modo, el auditor puede captar las inquietudes del hablante, conocer porqué se dice tal o cual cosa y, a partir de ellas, construir una historia, una narrativa personal sobre cómo debe proceder, actuar o ser en el futuro; es como si la mente del oyente volara con la imaginación, resignificara subjetivamente el discurso y proyectara hacia adelante las implicancias y las consecuencias de haber comprendido el mensaje, ya que toda palabra pronunciada tiene la virtud de ser creadora y productora de acciones, pensamientos, sentimientos, ideas y voliciones en el alma del oyente. Por último, en el escuchar se percibe el estado afectivo y emocional de la persona que emite el mensaje, quien, por medio de la entonación, el temple de voz, los gestos, las expresiones del rostro y los ademanes corporales, transmiten una situación emocional, afectiva y personal determinada, ya que, al hablar, se revela su fondo ontológico, su tinte cultural, étnico, e histórico. El discurso revela quién en verdad “es” el que lo transmite. Por eso, el buen oyente puede captar el fondo anímico de aquél, quien con sus palabras y su ser deja permear su mente, su alma y su ser vital. Pero todo este proceso de escucha no es espontáneo en el oyente, sino que éste debe ser educado para una buena audición; en efecto, si no se enseña a las generaciones venideras a que aprendan a escuchar, no podrá construirse un puente intercultural entre los diversos grupos étnicos y se seguirá insistiendo con actitudes monoculturalistas, multiculturalistas y eurocéntricas que diluyen la diversidad cultural humana en pos de una autoritaria y monóloga concepción del cosmos.
Un ejemplo de escucha activa en el extremo oriente
Un aporte interesante al arte de escuchar se puede encontrar en las culturas orientales:
A lo largo de los años, el chino mandarín sufrió varias simplificaciones y modificaciones según los diversos dialectos. Sin embargo, el símbolo chino original que representaba la actividad de escuchar era el siguiente:
Según Michael Boxhall6 en este símbolo se encuentran implícitas seis nociones|: el primer tercio vertical de izquierda a derecha significa: “oído”; el grafema indica que se debe “oír” para “escuchar”, pero, por otra parte, sugiere que el “oír” no implica necesariamente “escuchar” ya que muchas veces se oye sin prestar atención a las ondas sonoras captadas.
La parte superior derecha indica “uno mismo”. La persona que emite el mensaje es un ser humano semejante a su interlocutor, es “otro yo” el que debe ser escuchado. Un poco más abajo aparece “ojos”; lo que sugiere que en el escuchar no sólo se presta oído al sonido, sino que la vista entra en juego al momento de captar un mensaje, pues, los gestos de quien emite el mensaje traducen una carga semántica que debe ser dilucidada por el receptor.
La parte inferior izquierda significa piel, porque el buen oyente puede sentir las emociones, sentimientos y estados anímicos del interlocutor. Así, frente a un discurso emotivo, la piel de un buen receptor puede erizarse, sonrojarse, palidecer, etc.
La parte central derecha significa “concentración”, lo que implica prestar una aguda atención al mensaje del emisor. La parte inferior derecha, por su parte, designa “corazón”; pues también deben “escuchase” las emociones, el tono de voz y los sentimientos que subyacen en las palabras del emisor mediante la apertura amorosa del corazón del oyente, quien, de esta manera, logrará empatía con el orador (Hallford, 2016; Fernández - Salazar, 2012).
De esta manera, se puede apreciar cómo el arte de escuchar de la cultura oriental integra los aspectos corpóreos, psíquicos y espirituales del oyente al momento de captar el mensaje, ya que para ellos no hay verdadera comunicación si no se logra una unión holística y espiritual entre los sujetos dialogantes. Incluir todos los aspectos humanos en la relación dialógica emisor-oyente, permite desarrollar una actitud de verdadero diálogo intercultural.
Además, la relación que tienen los orientales con la naturaleza circundante es distinta a la del hombre occidental.
Algunos asiáticos no permiten que la agitación del entorno les quite la paz; evitan, en lo posible, los sonidos del ambiente, pero, si no pueden alejarse hacia el silencio, tienden a pacificar el alma con la aceptación de las ondas sonoras que provienen del exterior. Ellos oyen con serenidad, tratan de ser simples receptores; renuncian a estar a la defensiva para dejar que las vibraciones auditivas recorran todo el cuerpo sin querer protegerse de ellas, sin juzgarlas. Esta actitud coadyuva a que la mente y el alma del hombre oriental descansen serenamente entre los bullicios del orbe.
Para aprender a escuchar los ruidos que provienen del ambiente sin alterar su estado anímico, los orientales proponen el siguiente ejercicio:
Déjate penetrar por las ondas sonoras con naturalidad, sin discurrir sobre el hecho ni sobre sus causas. Sé un mero receptor del ruido, y percíbelo con placer y descanso. No analices, ni juzgues, ni pienses en el camión, la persona o el objeto de donde proviene el ruido. También aquí, lo importante es que estés plenamente relajado, confiando en tu oído y esperando pacientemente que el sonido llegue a ti. Normalmente, el mundo exterior debería llegar a nosotros sin necesidad de ponernos en tensión para recibirlo. El día en que te acostumbres a dejar entrar en ti los ruidos exteriores sin tratar de protegerte de ellos, renuncies a mantenerte a la defensiva y los aceptes como simple receptor, comprenderás que hay muy pocos ruidos que pueden molestarte (…) Sepamos “bañarnos” en las ondas de los sonidos como si nos meciéramos relajados en las olas del mar” (Vallés, 1996: 85-86).
Esta actitud ascética oriental frente al ruido coadyuva a adquirir una vida física, psíquica y anímica-espiritual más saludable lo que permite una unión holística del ser humano con el cosmos.
La apertura intercultural-interreligiosa, filosófico-teológica. Escucha activa de la divinidad
La educación en la escucha por parte de Occidente exige, no sólo una apertura dialógica intercultural, sino también interreligiosa. En este sentido, el “programa” filosófico-teológico intercultural no procura ir en contra de la universalidad de la filosofía ni de la teología como tal; sino más bien, desestructurar la “universalidad filosófica o teológica eurocéntrica”, entendida como exclusiva interpretación cosmoteándrica.
La filosofía intercultural aspira a ubicar a la filosofía y la teología en un plano de paridad y respeto de las otras perspectivas posibles, con una actitud de genuina “escucha” dentro de la pluralidad, promoviendo una verdadera “universalidad” que no erija a ninguna visión como “absoluta” en pos de unir la pluriversidad de voces, de tal manera que no se excluya ningún pensamiento y que, todas ellas, permitan develar un rostro de Dios aún no vislumbrado por la mentalidad Occidental.
Por eso, la apertura interreligiosa respeta el desarrollo de la pluralidad en la comprensión de lo divino, ya sea a través de explicaciones míticas, cultos o religiones.
Pero, en todas ellas hay un común denominador: los seres humanos se encuentran ante lo trascendente - o inmanente divino- en actitud de escucha.
Así, las culturas originarias “míticas”, “cosmoteándricas”, prestan oídos a la naturaleza, porque ella les da a conocer lo que los dioses quieren y, oralmente, lo van relatando a la prole.
Para los guaraníes, por ejemplo, el centro vital es la palabra. Ellos sienten la palabra y hacen de ella religión, de tal manera que la escucha de la palabra se convierte en el ápice de su cultura. El niño recibe el nombre luego de comenzar a hablar, es decir, como resultado de la palabra escuchada, porque su palabra manifiesta lo más íntimo de su ser. Para el guaraní, esa palabra que “se es” es entregada por la palabra que viene del cielo y se hace eco vivo en cada niño. Por ello, educan en la aceptación-acogida y escucha de la palabra.
La fiesta, la música, el baile, el sueño son potencia, fuerza de la palabra profética y se identifican como “profecía” (escuchada) que se comunica, por eso, los jóvenes son instados a escuchar la mitología, pero fundamentalmente, para practicar el canto y la danza como una seria experiencia religiosa. Se trata de la riqueza de la vida que se manifiesta por la palabra, que ha sido escuchada en todas sus formas. (Meliá, 1992: 67-85).
También los israelitas transmitían sus conocimientos y tradiciones en forma oral. Las proezas que consumó Dios sobre su pueblo eran contadas a sus descendientes alrededor de las hogueras, al llegar el atardecer. Los más jóvenes escuchaban a sus mayores y guardaban en la memoria y en el corazón las narraciones de las acciones divinas. Por eso, la fe de la tradición judeocristiana es, en su profunda autenticidad, devoción de escucha.
Así Tomás Spidlík (2008) afirma:
El Espíritu Santo habla en el corazón, y el hombre lo escucha con el corazón. ¿Y de qué modo lo escucha? El corazón “siente”, es decir, aprehende las inspiraciones divinas por medio de una intuición global de la que participan todas las facultades humanas (…). Y puesto que el Espíritu reside en el corazón es allí donde se escuchan sus voces. Escuchar es lo que los orientales llaman oración del corazón en el sentido más propio. Isaac Siro que habla mucho de esto la describe con una metáfora. El corazón se asemeja, dice a una fuente. Si esta es limpia el cielo se refleja en ella. De modo similar en el corazón puro se reflejan los pensamientos divinos (84).
Los textos bíblicos aseguran que la fe se transmite por la palabra, pero ella obra sólo si se la escucha. Así en Romanos 10,17 se explicita que “la fe nace de la audición”.
Pero ¿quién habla para que se crea en él? En el Nuevo Testamento se afirma el carácter divino fundante de la Palabra. Así, en el bello prólogo del evangelio de Juan (1, 1-2) se lee:
En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada.
Juan agrega que la “Palabra era la luz” (1, 9), que no fue escuchada (conocida) por “el mundo” (1;10) y que, en el cenit de la decisiva “razón” o lugar medular de la “Palabra”, se “hizo carne y habitó entre nosotros” (1,14), en el mundo, en la historia.
Si Dios es “Palabra” y la naturaleza su obra, entonces, ésta mediante su dinámica, escucha, obedece a Dios. De igual manera, el hombre como parte del cosmos, lleva inscripta en el fondo de su corazón esa “Palabra”, a la cual puede escuchar. La identificación de Dios como Logos, como Palabra, sugiere la necesidad de un receptor que la acoja en su seno; este receptor es la totalidad de la creación. Si “todo se hizo por ella”, esa Palabra está presente en la creación natural, luego, si se escucha a la naturaleza también se escucha a Dios. Ésta es la práctica de las culturas aborígenes, escuchan la naturaleza, escuchan la voz de Dios manifestado en el fondo vital de los seres creados.
También en las fuentes judeocristianas se enfatiza la escucha de la Palabra. Así, el profeta increpa al pueblo para que preste oídos a la divinidad, ¡Escucha, Israel!, se repite continuamente en los textos bíblicos:
“Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé.
Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy”. (Dt. 6, 4-6).
Según esas escrituras, el escuchar, no significa simplemente prestarle oído a lo que dice la divinidad, sino acoger la Palabra, abrirle el corazón, llevarla a la práctica, obrar en consecuencia, es decir, ob-audirla. La ob-audiencia (obediencia auténtica) o no a ella es una elección íntima, personalísima del hombre. Por eso su aceptación es encomiada por Dios: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la guardan” (Lc. 11,28). El afán de verdad que posee el hombre, también se sacia atendiendo la Palabra, así, en el libro de los Proverbios, se sugiere que el conocimiento y la sabiduría se logran por la escucha: “El sabio escucha y aumenta su saber, y el inteligente adquiere destreza” (Prov. 1,8).
Ahora bien, si hay alguien que habla y hay alguien que escucha, se puede decir que entre ambos hay un diálogo; por eso, Dios es Palabra y a la vez, oyente, paradigma egregio del escuchar.
El hombre perdido, desesperado, acude a Dios con su oración y clama que lo escuche, que lo atienda. Así reza el Salmo: (5, 2-3) “Escucha mi palabra, Yahvé, repara en mi plegaria, atento a mis gritos de auxilio rey mío y Dios mío”. Dios responde a la invocación humana con la escucha de los pobres, de las viudas, del huérfano, de los humildes, del pecador arrepentido:
El deseo de los humildes tú escuchas, Yahvé confortas su corazón, les prestas atención, para hacer justicia al huérfano, al vejado. ¡Cese ya en su terror el hombre salido de la tierra! (Sal. 10, 17-18).
Este pedido de la divinidad instando a que cese el terror del hombre sobre el mundo incluye también escuchar a numerosas etnias y culturas que han sido silenciadas por el mundo globalizado y su hegemonía filosófico-teológica. Así, cuando Dios escucha, obra con los hombres de “buena voluntad” para la justicia, para la libertad de la opresión, para mitigar el dolor de los más desprotegidos de este mundo.
Por eso, abrirse a la escucha de la naturaleza como lo hacen los pueblos originarios, y algunos pueblos orientales, el escuchar activamente a los otros seres humanos de las diferentes culturas y escuchar a la divinidad, posibilita fundamentar un genuino diálogo intercultural e interreligioso a fin de erradicar la injusticia social surgida de la imposición monocultural eurocéntrica y así crear un mundo más humano, más fraterno.
Conclusión
La imperiosa necesidad de sortear las desigualdades impuestas por la hegemonía filosófico-teológica cultural del eurocentrismo impele a conquistar nuevas formas de unidad entre los diversos pueblos, etnias y culturas. De allí que el diálogo intercultural sea una posible respuesta a esta necesidad, sin embargo, no se puede hablar de verdadero diálogo si éste no está asentado en la capacidad de escucha activa y totalizante.
El prestar oído atento a otras perspectivas de la realidad, el acudir a los “equivalentes homeomórficos” frente a las barreras idiomáticas, el abrir el corazón en una intimidad atenta y amorosa al otro es indispensable para un verdadero diálogo intercultural e interreligioso. Para ello, son ejemplares los modos de escucha vistos, como el oriental, que pone en actividad todos los sentidos en ese proceso, la de los pueblos originarios mediante la empatía intersubjetiva con el universo, y los principios de la escucha activa, para fundamentar el diálogo entre las personas y para abrirse a la escucha de la naturaleza y de la divinidad.
Si la cultura hegemónica del poder, del capital, del “desarrollo” como sólo progreso tecnológico y financiero no cambia su modo de ser dialógico para asumir una actitud de verdadera escucha, se acrecentará la crisis social, humanitaria y ecológica planetaria bajo las consecuencias de su propia sordera e iniquidad frente a la naturaleza y a la diversidad de culturas. Por tanto, es necesario una “conversión” (metanoia) de la perspectiva cultural para renacer a una nueva relación dialogal centrada en el arte de escuchar.
Esta actitud de escucha, al ponerse en práctica, permitirá que la filosofía y la teología se abran al presente histórico contextual, para desestructurar todo afán imperialista y hegemónico de interpretación de la realidad, y promover un enriquecimiento permanente de las culturas en diálogo intercultural al abrirse a nuevos horizontes de sabiduría, fundamento imprescindible para una convivencia humana en paz, justicia social y fraternidad universal