Introducción
En Chile, 1.565.915 habitantes se declaran parte de alguno de los nueve pueblos originarios que el Estado reconoce: aimara, rapanui, quechua, mapuche, atacameño, coya, kawésqar, yagán y diaguita. Instituciones y encuestas gubernamentales, como CASEN, han descrito un aumento en la población que forma parte de los pueblos originarios desde el 2006 al 2013 (Ministerio de Desarrollo Social, 2015). De esta cifra, 1.321.717 personas se reconocen como parte del pueblo mapuche, lo que los convierte en el pueblo originario más grande del país.
La identificación étnica en la población mapuche es un proceso definido como «la emergencia mapuche» (Bengoa, 2011) y que ha sido acompañado por una serie de demandas reivindicatorias, culturales y territoriales, además de una redefinición de la identidad a partir de la alta presencia de población mapuche en contextos urbanos. La llamada «cuestión mapuche» (Bengoa, 2011; Saavedra, 2003) capta la atención de los medios de comunicación con fuerza. Sin embargo, este proceso no ha estado exento de tensiones y ha pasado de ser «una cuestión» a un franco conflicto: el conflicto mapuche.
El conflicto entre la sociedad dominante y el pueblo mapuche permanece hasta nuestros días, ubicado principalmente en las regiones vecinas del Biobío y La Araucanía, en la zona centro-sur del país. Algunas comunidades mapuches, lideradas por jóvenes, demandan la devolución por parte del Estado del territorio ancestral de su pueblo. La tensión entre ambas naciones da cuenta de la falta de estrategias efectivas en el abordaje de esta situación, que mantiene al Estado de Chile enfrentado a uno de sus pueblos originarios en pleno siglo XXI (Cayuqueo, 2012; Merino, Klenner y Larrañaga, 2017).
De las investigaciones realizadas durante el siglo XX y comienzos del XXI, se conocen estereotipos en torno a la población mapuche que describen la imagen de un sujeto fuertemente inferiorizado y víctima de procesos de estigmatización (Saiz, 1986, 2004; Saiz, Merino y Quilaqueo, 2009). Estos estereotipos han ido sufriendo cambios a través del tiempo, pero siempre desde una mirada negativa de la otredad (Saavedra, 2003). Actualmente, se conocen nuevas representaciones sociales, mayoritariamente asociadas a las comunidades rurales, que plantean, por un lado, la necesidad de beneficiar a este grupo en particular con acciones positivas, entendiendo que han sido históricamente invisibilizados y marginados de las oportunidades de desarrollo. Por otro, surge una idea negativa de una fracción de la población no mapuche, que considera que este pueblo forma parte de un conflicto que es abiertamente separatista y que lleva a cabo acciones terroristas (Aravena y Silva, 2009; González-Parra y Troncoso-Pérez, 2014).
Este tipo de estereotipos tiene su origen en un proceso de estigmatización histórico, que se transmite a las nuevas generaciones de forma recursiva. Cada nueva generación vuelve a generar estereotipos y prejuicios a partir de la estigmatización que protagoniza el pueblo mapuche. Estas nuevas representaciones van replicando prejuicios, que a su vez se expresan nuevamente en ideas de inferiorización, humillación y subvaloración, con base en el retraso cultural (Aravena, 2008; Bengoa, 2011; González-Parra y Troncoso-Pérez, 2014; Quilaqueo, 2007).
Este tipo de estigmas, estereotipos y prejuicios, permea la construcción de la identidad en las personas mapuches, pues, como veremos en este artículo, la construcción de la identidad es un proceso que se ha definido desde la psicología, históricamente, en relación con el entorno en que el sujeto habita. La construcción de la identidad social y étnica se define como un proceso permanente y relacional en la vida de los sujetos.
Perspectivas psicológicas de la identidad. Retornando a lo clásico
A pesar de la cantidad de personas que se declaran pertenecientes a los pueblos originarios, son escasos los estudios que abordan de manera directa la forma en que los sujetos mapuches hablan acerca de su identidad étnica y de las relaciones que se construyen alrededor de este constructo (Aravena, 2008; Aravena, Gissi y Toledo, 2005; Merino y Tileaga, 2011; Merino y Tocornal, 2012).
Por ejemplo, el modo en que se definen a sí mismos en la actualidad o el modo en que sienten o viven la identidad étnica y el bienestar o malestar asociado a esta vivencia. Además, aquellos estudios que se han desarrollado se agrupan en dos regiones del país, mostrando un vacío en el resto del territorio chileno (Aravena y otros, 2005; Aravena y Silva, 2009; Merino y Tileaga, 2011; Ministerio de Desarrollo Social, 2015).
La escasez de estudios de autodefinición étnica puede ser explicada a partir de la complejidad que supone el estudio del constructo en cuestión. Investigar la identidad desde la psicología es un proceso complejo, no carente de retos. Pues como se explica a continuación no sólo se discute actualmente su redefinición, sino que también sus múltiples aristas y la influencia que tiene la globalización en ésta (Mujica, 2007; Pérez, 2011; Zebadúa, 2011).
El concepto de identidad se define de múltiples maneras que contemplan aspectos intrapsíquicios, cognitivos, emocionales, conductuales, relacionales, sociales, biológicos, históricos, culturales, individuales y colectivos (Erikson, 1971; Ibáñez, 2001, 2003; Mujica, 2007; Tajfel, 1984; Turner, 1985; Vygotski, 1996).
Dentro de las corrientes clásicas de la psicología evolutiva, Erikson (1971) en su teoría del desarrollo psicosocial considera que la identidad es la forma en que las personas se juzgan a sí mismas, a partir de la percepción que tengan de las evaluaciones que hacen los demás; estos juicios, a la vez, son el resultado de la comparación entre ambos procesos. Es decir, emergen de la comparación entre la autoevaluación y la internalización de la evaluación de los demás. Para la teoría sociocultural de Vygotski (1996), la identidad sería similar a la vivencia o experiencia emocional que se tiene de sí mismo; ésta será determinada por el impacto que tenga el ambiente sobre esta vivencia. El concepto de identidad, visto a la luz de algunas de las perspectivas clásicas de la psicología, fue desde sus orígenes construido a partir de la relación entre el medio o la cultura y el sujeto.
La psicología social, por otro lado, aborda la identidad mayoritariamente desde la teoría de la identidad social de Henri Tajfel (1984). Este autor, desde una perspectiva cercana a la psicología cognitiva, es quien sienta las bases psicosociales de la construcción de la identidad social, a través de sus investigaciones en el proceso de percepción categorial y su posterior teoría de la identidad social (Garrido y Álvaro, 2007; Rizo, 2006). La identidad social es definida por esta teoría como «aquella parte del autoconcepto de un individuo que deriva del conocimiento de su pertenencia a un grupo social, junto con el significado valorativo y emocional asociado a dicha pertenencia» (Tajfel, 1984: 292).
En síntesis, la teoría de la identidad social, la teoría del desarrollo psicosocial y la teoría del desarrollo sociocultural, destacan, desde sus inicios, la influencia que tiene el entorno social en los procesos de desarrollo humano y la conformación de la identidad. Sin embargo, y a pesar de estar planteado desde la construcción de estas teorías, tanto el aspecto social, como el emocional, fueron increíblemente descuidados (Peris y Agut, 2007) en las investigaciones posteriores, las cuales siguieron una línea netamente cognitiva, alejándose de los componentes afectivos y socioculturales de la identidad que estas teorías buscaban esclarecer. Esto generó un estancamiento teórico que frenó el avance de las investigaciones y abrió la línea de investigación acerca de los componentes sociales y colectivos de la identidad, la importancia de los componentes afectivos en la configuración de ésta y el carácter dinámico que hoy se le asigna a partir de los estudios de psicología social generados en la última mitad del siglo XX.
Identidad, siempre social y en movimiento
La psicología social sitúa el constructo de identidad en las relaciones que los sujetos experimentan con su medio. Es decir, desde una perspectiva ecológica como la de Bronfenbrenner (1979), la identidad no se ubicaría solo dentro del sujeto o fuera de él (en la sociedad), sino más bien en el interfaz de ambos subsistemas. La identidad es necesariamente un fenómeno construido socialmente (Ibáñez, 2001, 2003; Montero, 2002; Mugny, Ibáñez, Elejabarrieta, Iñíguez y Pérez, 1986).
En esta línea, el construccionismo social considera que la identidad destaca por su dinamismo social e histórico. El proceso de construcción del otro como distinto se realiza in situ, por lo que no es posible escindir al sujeto de la realidad que lo contiene. La relación entre lo individual y lo social es una conexión donde cada sujeto construye al otro en su proceso de autoconstrucción, es decir, no es posible para un individuo generar una categoría de sí mismo sin considerar las formas que el otro construye para ese individuo. Solo es posible construir identidad en la interrelación, «sólo en la relación sabemos qué somos» (Montero, 2002: 48). Más importante aun es que la identidad es un constructo en permanentemente construcción y situado en un contexto histórico y geográfico determinado (Gall, 2004; Larraín, 1996).
La identidad, como se ha dicho, no se configura entonces como un patrón único y estático, que permanece inamovible durante el desarrollo de la persona. Más bien existe una serie de hitos, individuales y colectivos, a los que el sujeto refiere como fuentes de identidad, en distintos momentos de su vida (Vygotski, 1996). A lo largo de todo el ciclo vital, es frecuente que las personas definan la identidad agrupando categorías en torno a clasificaciones como la familia, el trabajo, el futuro, las aficiones o la muerte. La familia define la identidad de las personas con mayor impacto que las demás categorías, sin importar la edad de los sujetos. Del mismo modo, la familia y la comunidad de origen se reconocen como fuente primaria de transmisión de significados identitarios. La educación formal y el ejercicio de roles corresponden a fuentes secundarias y terciarias, respectivamente (Gifre, Monreal y Esteban, 2011).
La identidad, entonces, es un proceso ecológico que se construye a partir del entorno, sus espacios y entidades. Es dinámica, ya que es un espacio en construcción permanente, que está mediado por los distintos tipos de roles que las personas ejercen en la sociedad. Una de las funciones que se le atribuye a la identidad es la organización de significados que se conforman y estabilizan a lo largo de la vida y que son internalizados a partir de la herencia cultural de cada sujeto. Cada significado identitario es parte de un discurso que está presente en la cultura o el grupo de pertenencia (González, Díaz y Valdebenito, 2005). Para Tajfel (1984), la identificación de los niños con su grupo de pertenencia y la transmisión de las pautas culturales de su grupo social se generan a través de lo que se consideran verdades absolutas; por ende, la infancia sería un período extremadamente sensible a los juicios sociales dominantes. De esta forma, la valoración social de los atributos que tiene el grupo dominante es fundamental para la generación y transmisión del proceso de identificación social. La identidad se manifiesta a través de un discurso que incluye un sistema de ideas o creencias que pueden estar superpuestas o incluso mostrarse paradojales, en tensión o franco conflicto entre el individuo y el grupo dominante (Páramo, 2008; Zambrano y Pérez-Luco, 2004).
El constructo identidad tiene además otra arista que se discute en la actualidad: lejos de aparecer como un constructo unificado, se observa con una multiplicidad de tensiones que cohabitan en el sujeto, durante toda su vida y, que por tanto, están presentes en las relaciones intergrupales (Mujica, 2007). En la percepción de la identidad y sus dimensiones (cognitiva, evaluativa y valorativa) se encuentran motivos que promueven la proximidad o el alejamiento hacia otros grupos; la cercanía o el recogimiento ante personas o identidades y el entendimiento o el conflicto intergrupal (Larraín, 1996; Molina, 2011; Mujica, 2007).
La condición relacional de la identidad, acentuada por la globalización, pone de manifiesto varias de estas tensiones. La particularidad del sujeto frente a la pertenencia de lo múltiple, lo colectivo. La autonomía frente a la continuidad de la tradición, de lo comunitario. La exclusividad de la identidad compartida, encerrada en sí misma, frente a la integración de ésta. La mantención de lo esencial en el tiempo, frente a la emergencia de nuevas formas de expresión. Todas estas tensiones se encuentran en movimiento dentro de la persona, impulsando momentos de conciencia de pertenencia a una o varias identidades. Estas tensiones acercan al constructo a una redefinición, la definición de estados identitarios (Espinosa y Tapia, 2011; Mujica, 2007).
La identidad étnica
La identidad étnica forma parte de la identidad social; es aquella parte del autoconcepto que deriva de la pertenencia a un grupo étnico y se compone de dos procesos: la exploración (búsqueda de información) y la identificación étnica (Phinney y Ong, 2007). El componente de exploración es importante durante la juventud, donde el proceso de conformación de la identidad cobra fuerza a través de los distintos conflictos y tensiones que aparecen en la diferenciación que hace el joven de sí mismo. No obstante, esta perspectiva considera que el sentido de pertenencia se modifica a lo largo del desarrollo humano debido a procesos de aprendizaje, investigación y compromiso. Esta identificación pueden ser individual o colectiva y refiere a regularidades basadas en la tenencia o posesión de cosas tangibles, experiencias vividas o sentimientos expresados en torno a una forma de ser, que es en sí una forma diferenciadora de los demás (Mujica, 2007; Páramo, 2008). Estos aspectos son considerados un punto de partida, ya que actualmente los estudios científicos en la materia incluyen dimensiones intersubjetivas, individuales y colectivas, que se expresan en distintos niveles de orden social, por ejemplo, a nivel micro, meso y macrosocial. Aravena (2003) define la identidad, a nivel individual, como la conciencia de pertenencia que experimenta un sujeto respecto de su grupo; a nivel grupal, observa la movilización étnica y la acción colectiva como componentes en la delimitación de la adscripción étnica; y a nivel macrosocial o estructural, entiende un «conjunto de determinantes estructurales de naturaleza social, económica y política que moldean las identidades étnicas» (Aravena, 2007: 47-48). El contacto intergrupal que sostiene un grupo de individuos con otros es lo que otorga la conciencia de pertenencia a un determinado grupo y sus condiciones.
Finalmente, un grupo étnico pone énfasis en la pertenencia a una cultura, generalmente en contraposición con la cultura dominante (Martín-Baró, 1989). La identidad étnica, como identidad social, refiere también a dimensiones históricas. Estas dinámicas relacionales sirven a mecanismos que estructuran el poder de ciertos grupos sobre otros. En este proceso, las identidades pueden ser delimitadas o capturadas por estigmas, que se definen como un tipo especial de relaciones que se basan en atributos y estereotipos, que son considerados negativos por el grupo dominante (Goffman, 1993). En este sentido los rasgos culturales en el «ser indígena» pueden ser al mismo tiempo elementos diferenciadores y atributos que resultan motivo de estereotipos, que han devenido en prejuicios. Entonces, en lugar de ser usados para resaltar la diversidad de manera positiva, son utilizados para marcar la diferencia y discriminar. En este contexto, por ejemplo, la palabra indígena es en sí un término que discrimina, porque se asocia al retraso, a la pobreza y a una historia de explotación y marginación. Desde esta perspectiva, los movimientos indigenistas son ejemplos de identidades deterioradas, estigmatizadas. La identidad, entonces, se va construyendo a partir de la infravaloración del grupo dominante hacia el grupo de pertenencia, conformándose a partir de esta evaluación, la autoestima y el autoconcepto del sujeto (Molina, 2011; Mujica, 2007).
Tensiones y conflictos en la identidad étnica de la juventud mapuche actual
Las personas jóvenes son, indiscutiblemente, la parte de la población que se ve más afectada por las tensiones identitarias que genera la globalización. En los y las jóvenes observamos de manera manifiesta la tensión entre el cambio o la apertura y la conservación de la tradición. Las fronteras étnicas, en este sector poblacional, incluyen además el impacto de los medios de comunicación y el consumo cultural masivo, que es potenciado por la economía de libre mercado, que demanda procesos que destaquen lo local para comerciar en un mundo global (Pérez, 2011; Zebadúa, 2011).
El estudio de la juventud y sus procesos de desarrollo se han acentuado en las ciencias sociales en el último tiempo. En las últimas décadas del siglo pasado y lo que lleva de éste, han dejado de ser un grupo etario pasivo y de poco interés para convertirse en el objeto de estudio de investigaciones e intervenciones, no solo del mundo científico, sino también de organismos gubernamentales y no gubernamentales, organismos internacionales e, incluso, de partidos políticos y organizaciones de participación ciudadana (Pérez, 2011; Zebadúa, 2011). Esto tiene relación con que son un grupo que cobra importancia demográfica en sectores urbanos y rurales, a través de la migración, la educación superior y el choque con la globalización, que expone su identidad étnica permanentemente a la aculturación, pero que también la reconstruye a partir del consumo cultural masivo.
En este escenario, tanto en Chile como en América latina, la participación de personas más jóvenes en movilizaciones político-sociales, a favor o en contra de los gobiernos, ha generado gran interés en conocer sus demandas, ya que representan a un grupo con influencia en la opinión pública (Alfaro, 2007). Por ende, su participación en movimientos colectivos de reivindicación de derechos sociales, económicos y culturales ha sido plasmada en las agendas de los gobiernos. Además, es preciso mencionar la existencia de liderazgos intelectuales asociados a las demandas territoriales, en cuanto a identidad étnica se refiere y al manejo futuro de los recursos naturales de nuestro continente. Países como México, Ecuador y Chile son ejemplos de lo anterior (Pérez, 2011; Zebadúa, 2011). Si bien las personas jóvenes son la parte de la población indígena más expuesta a los procesos de aculturación de su identidad, son a la vez quienes lideran movimientos de demandas de reivindicación cultural en contraposición a las políticas públicas imperantes. Esto pone de relieve el tema de la identidad étnica también en Chile, lo que ha aportado a la realización de diversas investigaciones en la temática.
Los estudios que existen en Chile sobre autodefinición étnica en jóvenes mapuches destacan aspectos que son denominados como objetivos o subjetivos. Dentro de los aspectos que se mencionan como autodefiniciones de «ser mapuche» se encuentran indicadores objetivos como la filiación, entendida desde el vínculo consanguíneo o küpal que se traspasa a través del apellido y el territorio de procedencia o tuwün; generalmente están vinculados y se refieren a los vínculos familiares de origen. El aspecto físico o rasgos fenotípicos que son asociados al pueblo mapuche son mencionados también por los jóvenes cuando hablan de su identidad étnica; además, consideran la condición de hablante o no de mapudungun o lengua mapuche. Finalmente, la participación en ritos o ceremonias evidencia el vínculo comunitario que se tiene tanto con la familia como con la comunidad (Merino y Tocornal, 2012).
Para las personas jóvenes, los aspectos subjetivos que refieren a la identidad indígena tienen relación con «sentirse mapuche», ya que las características objetivas mencionadas no serían suficientes para explicar el sentimiento de pertenencia. De esta forma, mientras que ser mapuche puede relacionarse con el apellido, sentirse mapuche involucra un compromiso emocional, interaccional y social, que se describe como una identidad activa y proactiva, más que pasiva o instrumental. Esta última hace referencia solo al uso de beneficios que son entregados por el Estado de Chile, en consonancia con políticas públicas de acción positiva; principalmente, la beca de estudios indígena. Este beneficio es adquirido por los estudiantes por medio de la certificación de la calidad de indígena entregada por la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena o Conadi (Merino y Tocornal, 2012). El posicionamiento emocional de la identidad étnica está dado no solo por el «ser» mapuche, sino también «el sentir» como tal. Así, mientras las expresiones forman parte del discurso público, los sentimientos formarían parte del discurso privado de la identidad mapuche (Merino y Tileaga, 2011; Verkuyten y Wolf, 2002).
No obstante, cabe destacar que en la identidad mapuche los aspectos objetivos están relacionados con los subjetivos, ya que las características físicas, que son consideradas parte de los aspectos objetivos, forman parte de la justificación que los jóvenes le dan a la vivencia de episodios de discriminación étnica a lo largo de su vida. Aspectos físicos o el uso del apellido para ser nombrados por apodos peyorativos en la escuela, serían parte de las burlas que recibirían y que aluden directamente a su identificación como mapuche. Por otro lado, el aspecto comunitario de pertenencia, ya sea en la comunidad rural o urbana, la participación en los ritos ceremoniales, la conexión con divinidades y el ser o no hablante de mapudungun, se consideran aspectos importantes para valorarse y definirse como «más o menos mapuche», asignando una suerte de estatus superior a quienes poseen estas características y viven la identidad de manera más activa. Consecuentemente, la participación en organizaciones culturales, recreativas o reivindicatorias es considerado un factor de fortalecimiento identitario (Merino y Tocornal, 2012).
En el contexto actual de Chile, los jóvenes mapuches son en su mayoría urbanos, no hablantes de mapudungun (Ministerio de Desarrollo Social, 2015); por tanto, no forman parte de las categorías a las que ellos mismos asignan más valor a la hora de definir qué es ser o no mapuche. Para Alfaro (2007), lo anterior tiene sentido, ya que los y las jóvenes mapuches estarían en un proceso continuo de aprendizaje de su identidad, en un ejercicio reflexivo permanente acerca de qué lugar ocupan en el Chile de hoy. La interpelación a su identidad étnica los mantiene en un proceso de negociación constante, donde se reconocen como herederos de una cultura ancestral, pero también de una cultura que históricamente ha sido discriminada y que, consecuentemente, ha perdido mucho de su saber. De esta forma, la imagen que construyen de sí mismos a partir de procesos históricos de estigmatización y aculturación, resulta una idea devaluada de lo que conciben como «sujeto mapuche». Es una identidad a contraluz, que termina por dañar la valoración social que tienen de sí mismos y que no les permite, además, clarificar si finalmente son o no mapuche (Oteíza y Merino, 2012).
Los estereotipos relacionados con la población mapuche se originan en un proceso de estigmatización que se transmite a través de la historia de generación en generación. Distintos períodos de la historia de Chile, como la Conquista, la Colonia o la República, la modernidad y, también, la época actual, registran un imaginario social negativo que se basa en la inferiorización, la humillación y la subvaloración cultural, que es asociada siempre al retraso de la cultura mapuche (Aravena y Silva, 2009; Bengoa, 2011; González-Parra y Troncoso-Pérez, 2014; Quilaqueo, 2007).
La violencia, el separatismo, la terquedad y la falta de inteligencia son imaginarios sociales asociados a la resistencia del pueblo mapuche a la asimilación cultural. Según Berry (2002), la aculturación se entiende como el abandono de la cultura de origen, además de la adopción y supravaloración de la cultura dominante. Para un sector de la población chilena, el proceso de aculturación debiera ser el camino adecuado para las personas mapuches (Villalobos, 2016). En este contexto de negación total de reconocimiento, donde el otro es excluido de toda posibilidad de participación y legitimización de sus demandas, se genera el encuentro cotidiano entre estas dos culturas, la tensión que da origen a los prejuicios, la discriminación y la violencia hacia el pueblo mapuche (Aravena y Silva, 2009; Quilaqueo, 2007).
Prejuicios y discriminación étnica
La discriminación étnica hacia los pueblos originarios es una problemática que ha sido descrita no solo en Chile, sino que también en América Latina y el Caribe (Aylwin, 2013; Bello y Hopenhayn, 2001; Bello y Rangel, 2000; Cepal, 2014; Puyana, 2015; Stavenhagen, 2003).
En nuestro país existe una condición de exclusión social, pobreza e inequidad que vulnera los derechos humanos a nivel individual y colectivo y, consecuentemente, la capacidad de desarrollo humano de nuestros pueblos originarios. La estigmatización, los prejuicios y la discriminación que perciben las personas mapuches y su colectivo han sido documentados en Chile ampliamente por las ciencias sociales y desde distintas perspectivas (Aravena y Silva, 2009; Bengoa, 2011; Mellor, Merino, Saiz y Quilaqueo, 2009; Merino, 2006; Merino, Mellor, Saiz y Quilaqueo, 2009; Saiz, 2004).
La psicología, en la explicación de los conflictos intergrupales, define a los estereotipos, prejuicios y la discriminación como creencias, actitudes y conductas que están a la base de esta problemática psicosocial (Allport, 1954). En Latinoamérica y en Chile existe gran cantidad de investigaciones que buscan aportar a la solución de esta condición de adversidad, conflicto y discriminación que viven los pueblos originarios. No obstante, a través de la historia, la mayoría de éstas se ha centrado en el discurso y la visión que tiene el grupo dominante o perpetrador y no en el rescate de la percepción del grupo excluido. Según Mellor (2003), lo anterior podría haber llevado a científicos sociales a relatar solo una parte de la realidad, con el riesgo de reproducir pautas de racismo encubierto, moderno y sutil. Considerando este punto de vista, usaremos el enfoque de la discriminación percibida, que busca rescatar precisamente la visión del grupo que está siendo discriminado.
Percepción subjetiva de discriminación étnica en población mapuche
Si entendemos la discriminación de acuerdo con Allport (1954) como cualquier tipo de conducta que tiene como objetivo dañar a otro y que se despliega desde el endogrupo hacia el exogrupo, con la única justificación de la no pertenencia, la discriminación percibida sería, entonces, la experiencia subjetiva de sentirse víctima de este tipo de discriminación (Mellor, 2003). En este caso étnica, porque alude a categorías biológicas (rasgos físicos, fenotipo) y sociales que se relacionan con la pertenencia a un determinado grupo cultural, étnico, indígena. La discriminación étnica explica, mantiene y refuerza las ventajas de un grupo sobre otro, negando así un trato basado en el reconocimiento y la igualdad de las personas o grupos étnicos (Mellor, 2003).
Los estudios sobre discriminación étnica percibida son escasos en nuestro país. Sin embargo, los que se han desarrollado con población mapuche coinciden en que los tipos de discriminación más comunes que declaran los afectados son las burlas, segregación, inferiorización y discriminación encubierta (Merino, Quilaqueo y Saiz, 2008). Otros estudios clasifican la discriminación étnica percibida como una práctica social, que se genera a partir de las relaciones interétnicas, generando impacto en las personas que la vivencian, y que, además, estaría en constante transformación social. Sería entonces una forma dinámica de maltrato social (Cásner, Rifo, Navarrete y Zañartu, 2004). Finalmente, Merino (2007) establece una tipología de la discriminación étnica percibida que contempla cuatro categorías: verbal, comportamiento, institucional y macrosocial. Posteriormente, este estudio será complementado por Merino, Quilaqueo y Sáiz (2008), incorporando el ciclo vital en tres etapas: niñez, juventud y adultez.
El impacto de la percepción subjetiva de discriminación étnica
El impacto de la discriminación ha sido documentado en gran cantidad de estudios, destacándose los problemas en el ámbito de la salud. Por ejemplo, en salud mental, la discriminación es asociada a sintomatología ansiosa y depresiva. En salud física, se describen efectos en el aumento de tabaquismo, consumo de alcohol y presión arterial (Espinosa y Tapia, 2011; Esteban, Rivas y Pérez, 2011; Paradies, 2006a, 2006b, 2006c).
No obstante, en Chile solo contamos con un modelo teórico que obtuvieron Mellor y colaboradores (2009) a partir de un estudio cualitativo realizado con 50 personas mapuches adultas en las ciudades de Temuco y Santiago de Chile. Las personas entrevistadas entregan antecedentes acerca del impacto a largo plazo que tiene la discriminación en sus vidas, las estrategias de afrontamiento o coping que son utilizadas para hacer frente a la emocionalidad negativa que se desprende de la vivencia de discriminación étnica.
Los autores exponen que ante la vivencia de discriminación étnica, las personas declaran sentir una serie de emociones negativas que se desencadenan a partir de esta vivencia. Posteriormente, despliegan una serie de estrategias de afrontamiento destinadas a minimizar el malestar emocional producto de la discriminación sentida, es decir, no actúan de manera pasiva. Las estrategias de afrontamiento se definen como esfuerzos intrapsíquicos y conductuales, orientados a la acción (incluyendo aspectos intra e interpersonales) para manejar demandas del medio ambiente, que son valoradas como excesivas por los recursos de la persona que realiza el afrontamiento (Lazarus, 1991). Existe el afrontamiento primario u orientado a la solución del problema, y el secundario o emocional, que busca cambiar el estado emocional interno de la persona. Las estrategias de regulación emocional están ampliamente ligadas a la cultura de procedencia (Cohen y Lazarus, 1979).
Las estrategias utilizadas por la población mapuche corresponden a estrategias de regulación emocional. Éstas tienen como función disminuir la emocionalidad negativa y aumentar la positiva. Se consideran adaptativas aquellas que disminuyen el distrés y sus consecuencias físicas, además del malestar subjetivo, disminuyendo la resonancia de la emocionalidad negativa y aumentando las reacciones emocionales positivas. Mellor y colaboradores (2009) establecen tres categorías de emociones negativas que se desprenden de la percepción subjetiva de discriminación en personas mapuches:
Psicológicamente heridos: que contempla subcategorías como sentirse menospreciado, humillación, degradación, daño y sentirse amargado. Estas subcategorías fueron diferenciadas según el grado de intensidad explícita, que el o la entrevistada le asigna.
Ira: que incluye las subcategorías de irritación, indignación y enfado, según el grado de intensidad que refieren los participantes.
Malestar indiferenciado: que incluye las subcategorías de vergüenza, impotencia, miedo y tristeza. En esta categoría, se incluyen discursos que aluden a un malestar que no logra clasificarse puntualmente. Es una sensación de malestar en todo el cuerpo y puede incluir aspectos somáticos.
Los tipos de estrategias de afrontamiento de regulación emocional o coping, que se pondrían en marcha para minimizar la emocionalidad negativa, se clasifican según se refiera a mayor o menor grado de exteriorización conductual, en la respuesta hacia la acción discriminadora. Éstas son:
Autoprotección: que incluye las subcategorías de reinterpretación, retirarse, aceptación, minimización y evitación. Estas estrategias buscan evadir el episodio de discriminación, es decir, no tener que enfrentarlo manifiestamente.
Autocontrol: que contempla las subcategorías de respuesta contenida e ignorar. Esta categoría agrupa los discursos que explican cómo los participantes logran controlar conscientemente su impulso para contestar a la discriminación sufrida.
Confrontación: que contiene las subcategorías de contestar, golpear y devolver la mano. La confrontación refiere a las acciones verbales y/o conductuales que buscan enfrentar la discriminación de manera manifiesta.
Finalmente, este estudio plantea que las personas mapuche reportan consecuencias en su vida, que serían producto de las vivencias de discriminación. Estas consecuencias son entendidas a largo plazo, en dos niveles, psicológico y social, además de positiva y negativamente. La reafirmación identitaria es una consecuencia a nivel psicológico que es considerada positiva. Mientras que la negación de la identidad, el dolor psicológico y la aceptación de la inferioridad, serían consecuencias negativas. A nivel social, se considera positivo el reforzar los vínculos con la comunidad y negativo la generación de un cambio en el curso de la vida a partir de la vivencia de discriminación étnica (Mellor y otros, 2009).
Las implicancias que este tipo de experiencia emocional puede tener en el bienestar de las personas es un área que ha sido estudiada a partir de muestras de inmigrantes en España, Australia, población afroamericana en Estados Unidos e Inglaterra (Basabe y Bobowik, 2013; Mellor, 2003; Wangaruro, 2011). No obstante, cabe mencionar que una de las limitaciones que se mencionan en las investigaciones es que existen características en los grupos étnicos que han migrado de un territorio a otro, que no serían homologables a la población indígena; sobre todo cuando se ha demostrado la persistencia de conductas discriminatorias a través de la historia, a las que estos grupos minoritarios siguen estando expuestos actualmente.
A modo de conclusión
La redefinición de la identidad podría suponerse moderna y nueva. Por una parte, acerca la identidad a las corrientes epistemológicas actuales, que buscan investigar desde el contexto macrosocial en que el individuo está inserto, resaltando las particularidades de América Latina, visibilizando las estructuras de poder, la asimetría que se evidencia en las relaciones entre el grupo dominante y el minoritario y, por supuesto, las consecuencias históricas que este tipo de relaciones deja en los grupos que perciben la vulneración de sus derechos fundamentales, a través de los siglos, como es el caso del pueblo mapuche. Por otra, relaciona la identidad con teorías clásicas de la psicología evolutiva y la hace retornar a sus orígenes; a los principios planteados a través de la teoría sociocultural, psicosocial y de la identidad social.
Si bien, según Tajfel, la identidad se adquiere desde muy temprana edad, tanto sus componentes cognitivos como afectivos se modifican durante el ciclo vital. Por lo tanto, su carácter dinámico y relacional la sitúa siempre en el contexto y momento histórico en el que la persona habita. Si entendemos la identidad como un espectro de posibilidades que se construye a partir de aspectos cognitivos, hasta la internalización de éstos como procesos afectivos, tendríamos que decir que la identidad étnica se encuentra más cerca de estos últimos, debido a que se define como el sentimiento de pertenencia hacia un grupo étnico o cultural. Es el sentimiento lo que decanta finalmente en el proceso de identificación étnica. Esto es importante porque, como hemos revisado, es posible que las personas se adscriban a un determinado grupo, pero que no se sientan parte de él. Visto desde el enfoque de Phinney y Ong, es posible que un sujeto presente el componente de exploración identitario, desarrollando conductas de búsqueda y aprendizaje acerca de su grupo de pertenencia; no obstante, este proceso no necesariamente tendrá por resultado la constitución de la identidad étnica. Es en este proceso de búsqueda e identificación que muchas veces podemos observar tensiones identitarias. Es decir, es posible que las distintas búsquedas e identificaciones que un sujeto realice se encuentren en conflicto o en franca oposición debido a la valoración social que se le asigne a estas identidades. Esto se muestra con fuerza en las identidades que han sido capturadas por estigmas, como es el caso de la identidad mapuche.
Los estudios de jóvenes que se han realizado en Chile muestran la tensión que existe entre lo que se considera ser mapuche hoy, en un contexto urbano. Si bien, los aspectos llamados objetivos son materia de consenso para autodefinirse como sujeto mapuche, son los aspectos subjetivos los que determinan la existencia o no de identidad étnica, ya que apuntan al sentirse parte de esta identidad; van ligados a una manera de vivir la identidad que se entiende como experiencia emocional. La vivencia de la identidad étnica se comprende además como pasiva o activa, definiéndose la primera como instrumental: tiene un sentido más individual y trata de conseguir beneficios a través de políticas públicas. Mientras la segunda involucra, además, un componente colectivo, donde se participa en organizaciones que buscan reivindicar derechos económicos, sociales y culturales. Finalmente, la identidad pasiva e instrumental es menos valorada que la identidad activa, ya que las personas que forman parte de esta última son consideradas «más mapuches» que las primeras. Lo anterior muestra que existen diferencias en la percepción de la identidad mapuche en el endogrupo. Lo que podría sugerir la existencia de un abanico identitario que da cuenta de diversos grados de identificación, según aspectos cognitivos, conductuales y afectivos.