Introducción
El mapudungun es una lengua de tradición oral, se suele decir. Lo cual, siendo cierto, escamotea una larga, aunque discontinua, serie de esfuerzos por fijar y transcribir las características de esta lengua en diversos sistemas gráficos y, en consecuencia, escribir en mapudungun. Podría decirse que dichos intentos establecen una continuidad jalonada por grandes intervalos de tiempo. Entre lo más destacado de estos esfuerzos podemos contar: las primeras gramáticas del mapudungun elaboradas con fines evangelizadores por misioneros jesuitas durante el período colonial (Luis de Valdivia; Andrés Febres; Bernardo Havestadt); los trabajos, hacia fines del siglo XIX y principios del XX, de científicos como Rodolfo Lenz y de misioneros capuchinos como Fray Félix de Augusta; la elaboración de obras testimoniales como Vida y costumbres de los indígenas araucanos en la segunda mitad del siglo XIX. Presentadas en la autobiografía del indígena Pascual Coña, texto transcrito por el capuchino Wilhelm de Moesbach; hasta llegar a la actual producción de poesía mapuche, la que ha ocupado un lugar destacado en la escena literaria nacional.
Desde el decenio de 1980 en adelante se han propuesto diversos alfabetos concebidos no ya como meros instrumentos de transcripción y registro1, sino que ideados más bien para facilitar la definición y difusión de una escritura práctica del mapudungun, buscando propiciar así un cierto desarrollo de la escritura en esta lengua. Sin embargo, ninguno de estos alfabetos ha alcanzado una preeminencia incuestionable y no ha logrado establecerse un consenso en torno a cuál debe ser el sistema gráfico escogido para escribir esta lengua. Y esto, a despecho de diversas iniciativas emprendidas para alcanzar tal objetivo. Es más, lo que se entiende por una «estandarización adecuada» ha devenido de un tiempo hasta acá en objeto de controversia y debate: ¿estandarización para qué? y, sobre todo, ¿para quién y por quién?
Más allá de la dimensión estrictamente lingüística implicada aquí, la situación de déficit de estandarización del mapudungun escrito nos permite vislumbrar una realidad social y política en evolución. Tal realidad se conecta y expresa en la injerencia que diversos actores (lingüistas, profesores, dirigentes, líderes culturales, funcionarios de agencias estatales, etcétera, mapuches y no mapuches) han tenido en el transcurso de este «debate alfabético». Así, postulamos que las diferentes posiciones en torno a lo que se entiende por un «alfabeto adecuado» sobrepasan largamente las argumentaciones puramente lingüísticas (en las que, primeramente, se tienden a fundamentar las decisiones sobre cuáles grafemas deben componer cada sistema y sobre las reglas ortográficas que deben gobernar su ordenamiento y aplicación), para alcanzar una dimensión más explícitamente política o ideológica. Bajo esta luz se evidencia que, en los hechos, la propuesta y defensa de cada sistema alfabético deviene en intentos por lograr diversos objetivos «metaescriturales», entre los cuales podemos nombrar: el definir y mantener el debate sobre el alfabeto dentro de una cierta clausura académica; el obtener un consenso de regularización gráfica que le permita a la agencia étnica estatal implementar sus políticas etnolingüísticas elaboradas a partir de la década de 1990; o lograr a través del alfabeto una marca identitaria colectiva que coopere al fortalecimiento de un discurso más general de diferenciación y de autonomía político-social del pueblo mapuche, enarbolado hoy en día, en diferentes modulaciones e intensidades, por diversas organizaciones e intelectuales mapuches.
Debemos precisar que, para referirse al instrumento que permite la escritura de la lengua, los diversos actores que intervienen en este debate usan indistintamente los términos alfabeto y grafemario (y, frecuentemente, una misma persona usa alternadamente uno u otro). Al respecto podemos señalar que frente al tradicional concepto de alfabeto2 se suele oponer, con claridad desde la década de los ochenta, el neologismo grafemario (un esquema de grafemas) como un concepto más técnico, deliberadamente despojado de toda la tradición cultural implicada en el término alfabeto. Pero, siguiendo a Contreras, constatamos que el concepto grafema, base de un supuesto grafemario, se refiere a «cada uno de los segmentos mínimos de la escritura que permiten por sí solos diferenciar significaciones… y no [definirlo] como hacen muchos, como la representación gráfica de un fonema… porque [esto último] no permite afirmar el carácter grafemático de unidades sin correlato fonológico, como la <h> del español general» (1976: 98). Es decir, hay unidades (grafemas) que diferencian significados solo en la escritura, sin guardar correspondencia con el sistema fonológico. Esta distinción resalta entonces un estatus autónomo del sistema de escritura con respecto al lenguaje oral. Por tanto, el término «grafemario» resultaría más apropiado, de ser el caso, para un instrumento de lectoescritura de una lengua en la que el sistema escrito haya alcanzado un consistente grado de autonomía cultural y funcional con respecto al lenguaje oral, situación en la que no se encuentra el mapudungun escrito, en virtud, precisamente, de su falta de estandarización. Por esta razón, nosotros utilizamos en este trabajo el término alfabeto para referirnos a los diversos conjuntos de grafías elaboradas para escribir el mapudungun.
Planteamiento
Tres han sido los alfabetos que, desde la década de los ochenta hasta la actualidad, han logrado una mayor preponderancia y visibilidad: el Alfabeto Raguileo, nombrado así por su autor, el estudioso mapuche Anselmo Raguileo; el Alfabeto Mapuche Unificado (AMU), producto de un acuerdo entre lingüistas alcanzado en 1986; y el Azümchefe, el alfabeto de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi)3. Es en torno a ellos que se ha generado la mayor cantidad de posicionamientos, pronunciamientos y acciones de parte de los diversos actores sociales que han intervenido en el actual debate alfabético del mapudungun4, razón por la cual centraremos en estos tres instrumentos la exposición que sigue a continuación. Quisiéramos destacar entonces algunas dimensiones críticas que despuntan en este debate.
El objetivo de impulsar la alfabetización en mapudungun ha debido conjugarse con el hecho de que esta lengua ostente de por sí un valor de identidad cultural distintivo y evidente, valor que con facilidad puede transferirse sobre su representación gráfica. Alcanzar un equilibrio entre este mandato y aquel objetivo no resulta sencillo, ¿cómo lograr un alfabeto que, junto con reflejar un bien cultural e identitario exclusivo, facilite a la vez la escritura corriente de dicha lengua? Se puede incluso preguntar: ¿es un alfabeto el instrumento adecuado para resolver esta tensión? Anselmo Raguileo pensaba que sí y en esta convicción elaboró su alfabeto (Capide, 1982, 1984). El objetivo de representar fielmente el sistema fonológico del mapudungun suponía para él distinguirlo, en su despliegue gráfico, del castellano escrito, la lengua de la sociedad dominante. Las principales ideas generales que sustentan su propuesta muestran este propósito:
Postulado 1: Todo pueblo que conserva su lengua vernácula debe estimarla siempre como primera lengua.
Postulado 2: Todo pueblo que conserva su lengua materna tiene derecho a adoptar el sistema alfabético que considere más apropiado para su escritura.
Postulado 3: En toda lengua, la relación que existe entre un grafema y el fonema que representa es totalmente convencional (Capide, 1984: 3)
Es necesario señalar que esta voluntad diferenciadora no llegó a desbordar el marco que componen las 27 grafías del alfabeto latino, con el que se escribe el castellano5. Raguileo funda esto en razones de practicidad básicas:
Bien podríamos haber ideado un sistema alfabético sin recurrir a los signos gráficos del español […] [pero] necesitamos utilizar las técnicas que en este caso utiliza la sociedad mayor, vale decir, las máquinas de escribir y los tipos de imprenta. Sin embargo, es necesario dejar en claro que, si bien es cierto utilizamos convenientemente los signos gráficos del idioma español, pero no así su ortografía literal (Capide, 1984: 2-3).
Esto es, un ejercicio soberano de la convención ortográfica para escribir el mapudungun, pero dentro del código gráfico en el que se realiza la escritura de la sociedad mayor. Raguileo metaforizaba esta operación como pedir ropa prestada, según nos reveló, en una entrevista personal, un compañero suyo en el mundo de las organizaciones mapuche de los años ochenta.
En contraposición, la apelación a la muy prolongada situación de contacto en que se encuentran el castellano y el mapudungun, con esta última como lengua subordinada, ha sido el principal argumento esgrimido por quienes han objetado el empeño de diferenciación gráfica de Raguileo. En el plano de la escritura, esta objeción recuerda la necesidad de reconocer, ante todo, el masivo alfabetismo en castellano que la población mapuche ostenta. Un alfabeto mapuche práctico debería descansar entonces en la mayor compatibilidad posible con la ortografía castellana para garantizar, siquiera, algún pequeño progreso en la, aún hoy, prácticamente inexistente alfabetización en la lengua vernácula. Esta posición, defendida fundamentalmente desde el entorno de la lingüística académica ocupada del estudio del mapudungun, subordina el valor identitario potencialmente atribuible a un alfabeto a la efectividad que debería tener un esfuerzo alfabetizador. A las preguntas planteadas más arriba, esta posición responde: no, un alfabeto no debe considerarse primeramente como un bien simbólico de prestigio y diferenciación. El lingüista Salas6, señala:
Para la sociedad mapuche, la existencia de la ortografía castellana es un datum [destacado en el original] que, llegada la situación de escribir en mapuche, no se puede proscribir. Esto significa que el sistema de escritura que se proponga para el mapuche tendrá tantas más posibilidades de prender y arraigar cuanto más apoyado esté por la práctica ortográfica castellana. Para mal o para bien, los usuarios serán siempre personas ya alfabetizadas en castellano o que están siendo, o van a ser, alfabetizadas en castellano […] De todo lo visto se desprende que el alfabeto latino, y específicamente su formato hispánico, es un verdadero lecho de Procusto en el cual hay que acostar al sistema fonológico mapuche. Acostarlo allí es inevitable por razones de practicidad. Es obvio que no se puede alargar el lecho añadiendo letras al abecedario, ya sea inventándolas o tomándolas de otros alfabetos, entre otras cosas, porque no se podría escribir a máquina ni imprimir con los equipos normales de nuestro medio (Salas, 1988: 76 y 78).
Se podría plantear que esta polarización entre compatibilidad y diferenciación con la ortografía castellana (simbolizada en el AMU y el Alfabeto Raguileo, respectivamente), se proyecta socialmente en una suerte de oposición entre el mundo de la lingüística académica y el de algunas organizaciones culturales mapuches, cada uno con sus respectivos entornos sociales de influencia. El AMU goza de reconocimiento y prestigio derivado de su raigambre académica, mientras que el Alfabeto Raguileo, consistentemente en el tiempo, ha ido ganando apoyos entre diversas organizaciones, las que, por lo demás, han ayudado a difundir este alfabeto (Clavería, 2015).
Ahora, permítasenos introducir, a través de un testimonio recogido en nuestra investigación en terreno, otra dimensión crítica del debate alfabético del mapudungun:
Como ha ocurrido en otras ocasiones semejantes (seminarios, congresos), en un salón universitario de Temuco, un profesional mapuche integrante de la Unidad de Cultura de Conadi, expone sobre el Programa de Preservación de Lenguas Indígenas que implementa su repartición. El curso de su exposición lo lleva a considerar la elaboración, a través de Conadi, del Grafemario Único del Idioma Mapuche, Azümchefe. Y como ya ha ocurrido también en situaciones semejantes, de entre el auditorio se levanta un destacado profesor mapuche que interpela al expositor por «promover» un alfabeto que, aparte de «no servir», de «ser malo», fue «impuesto» por la Conadi. Se escuchan otras voces de apoyo entre el público. Entonces nuestro funcionario, enarbolando ahora su calidad de lingüista, le señala a su interpelador que en vez de criticar genéricamente al Azümchefe, especifique «dónde está malo» y «por qué está malo», que señale deficiencias puntuales del instrumento, y la manera en que podrían corregirse, «porque eso es un asunto técnico, no es un asunto político». Dice esto mientras hojea el libro que contiene la publicación oficial del Azümchefe, hasta que llega a las páginas donde está el largo listado de participantes en los talleres y el congreso donde se elaboró y se aprobó dicho alfabeto. Entonces añade: «Mire, discúlpeme, pero yo no construí esta cosa, quienes lo construyeron son estas personas -y comienza a buscar en el listado-. ¡Ah, aquí está!, oiga hermano, pero usted está aquí, usted firmó aquí, usted estuvo en esta cuestión, usted fue el que aprobó esta cuestión, no fui yo, usted lo aprobó, no me venga a reclamar a mí ahora».
Ante la falta de consenso en torno al canon alfabético, la agencia étnica estatal, la Conadi, emprendió durante la década de los noventa una serie de iniciativas tendientes a superar esta situación. Finalmente, en 1999 se publicó al alfabeto de la agencia, el Azümchefe, oficializado en 2003 como alfabeto de la lengua mapuche por parte del Ministerio de Educación. Realizado mediante el mecanismo de consultorías, su elaboración consideró una serie de talleres, seminarios y asambleas con especialistas y personas mapuches interesadas, así como congresos de validación de la propuesta. El objetivo de tales instancias era salvaguardar el componente participativo considerado en este proyecto.
Pero, como acabamos de ver, es precisamente esta apelación participativa la que es frecuentemente impugnada por diversos actores mapuche. Se puede decir entonces que, en términos de validación social y de obtención de adhesiones, la oficialización de este alfabeto ha significado, hasta ahora, un lastre. Imposición es el estigma que suele acompañar a sus grafías, y sin ninguna ganancia política y cultural, o muy poca. Si bien la aparición del Azümchefe, así como su posterior oficialización, han tenido algunos efectos directos -el hecho de escribir en dicho alfabeto tanto los textos del Programa de Educación Intercultural Bilingüe (PEIB) del Ministerio de Educación, como los textos escritos en mapudungun por Conadi (o informes presentados a esta institución)-, esta situación no ha cerrado el debate sobre la estandarización gráfica del mapudungun, no ha sentado norma, ni ha desplazado, tan siquiera un poco, en prestigio ni en visibilidad, para no hablar de atribución de lealtad, a los otros dos alfabetos más establecidos: el Raguileo y el AMU.
Inserto en el actual contexto de las relaciones entre el pueblo mapuche y el Estado nacional, el ámbito del debate alfabético del mapudungun (considerando especialmente aquí a las organizaciones culturales e intelectuales mapuche) ha visto aparecer así la tensión entre participación e imposición que se manifiesta en la pugna en torno a las atribuciones de legitimidad social y política del Azümchefe, tensión que ha venido a complementar el clivaje ya establecido entre compatibilidad y diferenciación con la ortografía castellana.
Por otra parte, si continuamos adentrándonos en el uso social que diversos actores, mapuches o no, han dado, o declaran dar, a los alfabetos aquí considerados, podemos ver que se manifiesta una especificación en torno a la, diríamos, «utilidad social» que estos diferentes instrumentos cumplen. Especificación que relativiza cierta idea de incompatibilidad, y aun irreductibilidad (planteada a un nivel declarativo y general), entre las distintas propuestas alfabéticas.
Otro testimonio recogido en terreno ilustra este aspecto:
En Temuco, frente a un auditorio compuesto por cerca de cincuenta funcionarios de la Secretaría Regional Ministerial de Educación de la Araucanía, una integrante del equipo de Educación Intercultural Bilingüe (EIB), perteneciente a la misma repartición, expone sobre la «cosmovisión mapuche», en el marco de un seminario llamado «Construyendo interculturalidad» dirigido a dichos funcionarios, la gran mayoría de los cuales no son mapuches. Ella, mapuche, se presenta, en mapudungun primero, para después pasar a hablar en castellano. Su presentación se apoya en imágenes sobre las que se proyectan textos en mapudungun, los que están escritos en el sistema ortográfico de Raguileo. Es un dato en el que casi nadie parece reparar, a pesar de obedecer a una opción deliberada de la expositora, un gesto con el que pretende entregar y/o reforzar un mensaje más o menos específico. Posteriormente, en una conversación de pasillo, ella nos confirma que, efectivamente, los textos de su exposición estaban escritos en Raguileo, porque ella «personalmente» prefiere y usa tal alfabeto, ya que «nos identifica más como mapuche». Sin embargo, añade que en sus clases de EIB (ella es profesora), donde entrega rudimentos de mapudungun a niños de enseñanza básica, prefiere usar el Alfabeto Mapuche Unificado, «porque es más fácil de usar en la enseñanza, porque es más asimilable con el castellano». Y por otro lado agrega que, a pesar de desempeñarse en el Ministerio de Educación, «afortunadamente» aún no la obligan a usar el Azümchefe, el alfabeto de la Conadi, y que cuenta con el respaldo oficial del ministerio en el que trabaja.
A despecho de los infructuosos esfuerzos emprendidos por alcanzar la estandarización escrita del mapudungun, casos como el recién citado arrojan luz, en cambio, sobre la dimensión de utilidad social que tiene tal falta de estandarización. En el ejemplo de nuestra expositora: con el alfabeto Raguileo me identifico y me diferencio públicamente como mapuche; con el AMU enseño a los niños; y al resistirme al Azümchefe marco, de preferencia públicamente, mi distancia con este instrumento de la agencia étnica estatal (aunque trabaje para el mismo Estado). Si consideramos entonces a los alfabetos como herramientas al servicio de la acción social, se revela que, en el presente contexto de falta de estandarización escrita, la coexistencia de diferentes propuestas alfabéticas para escribir el mapudungun se relaciona con la actualización y satisfacción de diferentes demandas (o necesidades) sociales. Si los alfabetos son entendidos como símbolos cargados de significados sociales y políticos (algunos aparentemente contradictorios entre sí), vemos cómo los actores sociales operan con ellos para alternar y conjugar tales significados de cara a la acción social. En sus usos sociales los distintos alfabetos no son irreductibles ni excluyentes entre sí.
Esta imbricación en los usos sociales de los alfabetos nos permite lograr, creemos, cierta especificación a partir de la concepción de ideologías lingüísticas planteada por Kroskrity, uno de los referentes en el desarrollo de este tema. Este autor, luego de señalar que se puede considerar a las ideologías lingüísticas como aquellas elaboraciones que «representan la percepción del lenguaje y el discurso que es construida en el interés de un grupo social o cultural específico» (2000: 8), sugiere la conveniencia de considerar a las mismas como múltiples: «Las ideologías lingüísticas preferiblemente deben ser concebidas como múltiples debido a que una multiplicidad de divisiones sociales significativas (clase, género, clanes, élites, generacionales, etcétera) dentro de grupos socioculturales tienen el potencial de producir divergentes perspectivas expresadas como índices de pertenencia al grupo» (2000: 12)7. La especificación está dada por el hecho de que, dentro de esa multiplicidad y divergencia, es posible encontrar grados de compatibilidad, de cooperación.
El actual estado de no estandarización del mapudungun escrito, con sus divergentes perspectivas ideológicas implicadas y operantes en un juego social que las conjuga, dirige nuestra mirada, finalmente, hacia un nuevo alcance. Kroskrity, nuevamente, llama la atención sobre el hecho de que las ideologías lingüísticas (tanto las que habitan en las teóricas vernáculas como las que palpitan en las elaboraciones teóricas académicas) típicamente llevan a los hablantes, así como también a los estudiosos, a reificar, a naturalizar la «homogeneidad lingüística» en la que viven. Las ideologías lingüísticas operan como guías simplificadoras que tienden a borrar la variabilidad lingüística interna de una comunidad; variabilidad lingüística (o «variabilidad gráfica», para nuestro caso) que en los hechos se da y que está distribuida socialmente a través de diferentes variables, como las señaladas en el párrafo precedente8.
Quizás no sea aún posible establecer de modo concluyente relaciones entre estas dimensiones de división social y la variabilidad gráfica que en nuestro caso se da a partir de las diferentes propuestas alfabéticas. Sin embargo, es posible señalar algunos indicios en esta dirección. Retomando el contraste entre diferenciación (Raguileo) y compatibilidad (AMU) con la ortografía castellana, podemos registrar manifestaciones en las que se busca añadir otras valoraciones sociales significativas a esta dualidad:
Una destacada y joven lingüista mapuche inaugura sus clases de lengua y cultura mapuche para estudiantes de una universidad de Temuco (asisten 32 estudiantes; el ramo es ahora obligatorio). Entrega una pincelada general de lo que tratará en el semestre. Cuando llega al punto de los alfabetos, declara con satisfacción su adherencia al AMU, «el alfabeto que fue hecho por lingüistas». Inmediatamente uno de los alumnos la interrumpe: «Pero Raguileo también era lingüista». La profesora no replica a la atribución de lingüista para Raguileo, sino indirectamente, señalando que a ella «personalmente le cuesta leer y escribir en Raguileo», ya que dicho alfabeto «dificulta la lectoescritura del mapudungun». Dando a entender así, por contraste implícito, que si Raguileo hubiese sido formalmente un lingüista9, su propuesta ortográfica habría resultado más cómoda y sencilla, facilitando así, y no entorpeciendo, el desarrollo de la alfabetización en mapudungun. Esta vez el alumno no replica y la lección continúa su curso.
En esta situación se hace sentir el despliegue de una presunción que hace brillar un cierto prestigio disciplinar y aun social que brindaría el AMU, presentado como el fruto del trabajo de una élite académica. Al declarar así si adhesión al AMU, la profesora está refrendando su pertenencia a esa élite. Y ella es un símbolo que usa otro símbolo (un alfabeto) para transmitir esa idea.
Raguileo, AMU, Azümchefe. Se sostiene, con razón, de que el actual estado de falta de estandarización del mapudungun escrito se superará, al menos en lo que al canon alfabético respecta, cuando alguno de los alfabetos alcance una preeminencia nítida en base al propio uso que le dé la comunidad involucrada10. El estudio de las dinámicas sociopolíticas e ideológicas que posibilitarían o frustrarían el alcance de ese objetivo, nos permitiría vislumbrar a quién representaría, y a quién no, aquel logro: ¿al pueblo mapuche?, ¿a una comunidad académica y su entorno?, ¿a una élite intelectual mapuche?, ¿a todos ellos? ¿De qué necesidades o demandas sociales hablaría aquella hipotética situación? La ansiada estandarización gráfica, ¿representaría aquella multiplicidad de perspectivas?
Conclusiones
La situación de falta de estandarización del mapudungun escrito, considerada en sus dimensiones sociopolíticas e ideológicas, ofrece una posibilidad, creemos muy poco explorada, para estudiar la vigente realidad social mapuche, así como también a aquellas comunidades académicas interesadas en el estudio de la lengua y de la cultura mapuche en general. Los alfabetos, al ser instrumentos cargados de significados políticos, devienen en señas identitarias colectivas. Pero en el actual contexto mapuche esta clase de señas no son exclusivamente étnicas, cargan otras valoraciones y atribuciones de legitimidad para la división social: socioeconómicas, de prestigio académico, burocrático o dirigencial, entre otras. Estas últimas dimensiones tienden a ser invisibilizadas cuando se considera a la sociedad mapuche a gran escala, a la escala de pueblo (la lengua del pueblo mapuche; la escritura del pueblo mapuche). Lo que se ve a través de este lente abarcador es real, por cierto, pero no agota toda la realidad social que palpita bajo esa apelación unificadora.
Siendo el debate alfabético preferentemente un asunto de la élite mapuche (intelectuales, escritores, profesores, lingüistas, universitarios), se podría poner en entredicho la importancia y la trascendencia de este debate para el conjunto de la sociedad mapuche. Sin embargo, lo que se discute en la élite tiene un carácter, problemático siempre, anticipatorio. Al tratar de hacer un corte en dicha élite, a propósito de su accionar político e ideológico en torno a los alfabetos, es posible acceder a un conjunto de actores sociales ubicados en posiciones sociales críticas, quienes pueden entregar alguna visión, algún atisbo esclarecedor con respecto a la sociedad mapuche actual, a su variabilidad y diferenciación interna escamoteada bajo el manto de la homogeneidad tejida por aquella ilusión de compartir un lenguaje común