Introducción
Muchos piensan que, si cabe que alguna forma de liberalismo sea adjetivada de “social”, lo será debido a un largo proceso de revisiones y ajustes sustancialmente dirigidos a moderar su individualismo. Otros sostienen de modo más tajante que la índole social, que se identifica con aceptar, entre otros aspectos, el rol activo del Estado en materia distributiva y cierta limitación de la libertad individual, desdice de plano los postulados del liberalismo. Por lo mismo, parte de estos críticos sospechan que ciertos ideólogos y militantes liberales han incorporado a su discurso estos aspectos “sociales” solo con el fin de, por un lado, no ceder terreno al socialismo y, por otro lado, de adular, como los peores sicofantes, a una masa que ha ganado poder (Dewey, 1952). En general, bajo la mayoría de las posiciones críticas reticentes al liberalismo, prevalece la idea (prejuicio) que supone que conceder un mayor grado de contenido social al enfoque liberal significa abandonarlo en la misma proporción.
Justamente, el aspecto central del prejuicio arriba mencionado se descubre de modo ejemplar en una crítica a la posición liberal del político e historiador del liberalismo Guido de Ruggiero que apareció, hace ya bastantes décadas atrás, en el diario italiano L’Epoca (De Ruggiero, 1949). El fondo argumentativo de la misma señala que ser liberal y social, a la vez, es una contradicción en los términos, por lo que De Ruggiero, si había superado el “atomismo individualista” transitando hacia un mayor “contenido social”, significaba, al decir del diario, que a la par estaba renunciando al liberalismo. Sin embargo, De Ruggiero, que pensaba que ambas dimensiones son compatibles y que tanto lo desarrollado en su obra como su propia trayectoria personal eran prueba de ello, se sintió lo suficientemente ofendido para llegar a elaborar una réplica contundente. En efecto, la molestia del filósofo e historiador italiano provenía de advertir que era tergiversado, pues, nunca, ni por asomo, en sus escritos había dado pie para ser calificado como individualista, pero, también, y, sobre todo, porque para el autor de la nota crítica, tal evolución hacia lo social significaba que se alejaba sin más del liberalismo. En cierto modo, el autor del escrito periodístico mostraba una incomprensión general del alcance histórico y conceptual del liberalismo y, debido a lo mismo, pasaba por alto los esfuerzos aclaratorios que el propio De Ruggiero había desplegado en su vastísima obra sobre la Historia del liberalismo europeo (1925).
Como si de una emergencia de delimitación conceptual se tratara, el filósofo aclaró su posición, y con ello el enfoque liberal en general, aduciendo que el mismo formaba parte de un “epílogo” necesario del liberalismo que no podía menos que conjugar el respeto irrestricto por la libertad con lo social, y esto equivalía, sin duda, a superar la simple libertad de competencia para alcanzar una idea de justicia garantida desde el Estado (De Ruggiero, 1949: 191). Además, el autor italiano en todo el escrito se empeñaba en mostrar que el liberalismo puede situarse fuera de lo que Macpherson posteriormente ha denominado el “individualismo posesivo”. Esto implica que el historiador dejaba ver que la libertad del individuo es compatible con la dependencia relativa que las personas pueden tener de otra voluntad, y que las relaciones con los demás no se limitan a las basadas en el propio interés. Junto a lo anterior, el texto de De Ruggiero señalaba que, en la postura liberal, el individuo, gozando de la propiedad de sí y de sus propias capacidades, puede sentirse deudor de la sociedad y que, a la par, los vínculos sociales no se articulan exclusivamente bajo las coordenadas propias de las relaciones comerciales (Macpherson, 2005).
Sin duda, a nosotros nos resulta interesante esta autodefensa de De Ruggiero por entender que “solo en virtud de esta calificación de «social» el liberalismo tiene aún algo que decir”, pero, mayormente, porque el filósofo italiano, además, nos recordaba en su escrito que hay un liberalismo social presente en la segunda mitad de siglo XIX. Merecidamente, los ingleses Green y Hobson le dan ocasión para matizar el juicio que sostiene que el “viejo liberalismo del siglo XIX” es en su totalidad individualista-atomista (De Ruggiero, 1949: 191). En el fondo, De Ruggiero muestra que, si bien el liberalismo tuvo que esperar a Beveridge para radicalizar su aspecto social, no tuvo que esperarlo para que fuese posible atribuirle en diversos sentidos el carácter “social”. Entendemos, siguiendo a De Ruggerio, que hay un liberalismo “pensado y vivido” que antes del siglo XX incorpora exigencias sociales, algunas defendidas a nivel teórico y otras sancionadas a nivel político, tendientes, por ejemplo, a asegurar cierta igualdad entre los hombres, sobre todo en lo que se refiere a la “paridad inicial”, es decir, a las condiciones sociales y económicas de entrada que son base del ejercicio de la libertad. En efecto, parte del liberalismo reconoce que las condiciones de precariedad e inseguridad de aquellos que no poseen capital exigen sean subsanadas por la redistribución a nivel político, es decir, mediante la, para algunos enojosa, “justicia social” (Arrieta Cañas, 1942: 186-238).
En consecuencia, el liberalismo decimonono calificable de “social” suma diversas variantes que no se limitan a los enfoques de Green y Hobson. De hecho, un ejemplo que respalda la existencia de dichas variantes es el liberalismo devenido de la fuente idealista y humanitaria que, según consta en diversas obras, penetró en buen grado en el ideario de las flamantes repúblicas latinoamericanas desde el derecho público de corte krausista. El poder de influencia de la filosofía krauseana ―que en su minuto fue destacado por Gurvitch (2005) a contracorriente de la permanente entronización de Hegel―, sigue quedando más en evidencia por diversos trabajos que, por ejemplo, muestran cómo un autor liberal como Laboulaye, enemigo de la intervención estatal, leyó, estudió y enseñó el derecho natural de Krause ilusionado, al menos por algún tiempo, de encontrar una vía liberal que, apreciando el rol del Estado, se mantuviese fuera del socialismo (Pouthier, 2021).
Nosotros en particular analizaremos un ejemplo destacado de esta versión liberal, arraigada al idealismo, que se manifiesta en la obra del filósofo chileno Jenaro Abasolo (1833-1884), quien da una fisonomía específica a su pensamiento intentando conciliar el principio de libertad con el principio de dignidad de la personalidad humana, a la vez que con los deberes sociales derivados del mismo. Conjuntamente, hemos de mostrar, a instancias de este enfoque, que la evolución social que el liberalismo ha tenido en la historia, más que añadirle correcciones, ha dado la posibilidad de concreción a lo que de algún modo ya está contenido en sus principios articuladores.
Antes que todo, en este artículo intentaremos definir el “principio de libertad” en su relación con el fin moral de emancipación universal de las personas bajo la impronta de la libertad de trabajo y comercio. Para ello, nos referiremos a un grupo selecto de autores del siglo XIX que muestran que el fenómeno de emancipación moderna está condicionado por las posibilidades que da, por un lado, el declive del régimen agrario y el auge del industrial y, por otro, el intento de configurar la personalidad (económica) más allá del vasallaje y de las dependencias corporativas. En otras palabras, la concepción política de Abasolo la haremos visible a partir de determinar la forma en que evalúa la idea de libertad liberal que, “como principio”, se ha concebido canónicamente como libertad económica (trabajo, emprendimiento, etc.) y ha respondido al rótulo de “libertad moderna”. Para ello, consideramos ineludible hallar las razones que conducen a los autores liberales del siglo XIX a inclinarse a entender la libertad ligada en especial a su aspecto financiero y laboral, pese a que la mayoría de ellos no deje de conjugar esta prevalencia con la injerencia de otros principios (asociación, dignidad, etc.) en distintos grados y con la necesidad de formación de la personalidad humana. Una vez desarrollado lo anterior, daremos cuenta de las razones que llevan a Abasolo a querer morigerar el predominio exclusivo del principio de libertad como referente social y político.
Junto a esto, defendemos que el pensamiento de Abasolo posee la nota “social” sin desdecir su carácter liberal. A nuestro entender, esto nos exige mostrar cómo su posición: primero, concilia la acción distributiva (social) del Estado con el desarrollo de la personalidad autónoma; y, segundo, distingue el Estado de la sociedad civil y pondera el rol de cada uno conservando el primado de la autodeterminación individual. Estos dos asuntos que están íntimamente imbricados serán tratados para explicar la manera en que Abasolo intenta hacer compatible, e incluso interdependientes, el aspecto político de la vida humana con la creación de la individualidad, es decir, cómo puede lograr conciliar la libertad individual con una igualdad de entrada que se pretende cautelar desde las normativas sociales del Estado.
Para destacar los aspectos centrales y los matices de lo establecido por Abasolo, hacemos referencia a diversos autores que le son contemporáneos y que, sin poder constatar que fueron fuentes directas, contribuyen a realzar los aspectos que explican su concepción de la relación debida entre Estado e individuo (Treitschke, Chevalier, Leroy-Beauileu). A su vez, aludimos a algunos autores que sí son fuente del filósofo chileno (Constant y Laboulaye), pero sin dejar de contrastar su pensamiento con un referente doctrinal que, aunque no explícito, se evidencia, de diversas formas, en su obra, a saber: el krausismo, en especial el de Ahrens. Este sistema, tan amable a las armonías como enemigo de la unilateralidad y con una filiación predominantemente liberal, permeó el pensamiento político latinoamericano por medio del derecho público, dándole un inusitado cariz social que respondía de modo pionero a la “cuestión social”.
1. Libertad como capacidad de ser libre desde las nuevas condiciones económicas
Para poder conducirnos con cierta claridad dentro de la inabarcable gama de sentidos de la palabra “libertad”, consideremos funcional y provisoriamente el modo en que Jean-Jacques Burlamaqui se refiere a la “libertad natural”. Dice el jurista suizo que ella:
es el derecho que tienen todos los hombres por su naturaleza, de disponer de sus personas, de sus acciones y de sus bienes, en la forma que juzguen más conveniente a su felicidad, con la restricción de que no perjudiquen sus deberes ni en relación con Dios ni en relación con ellos mismos ni en relación con los demás hombres. (Burlamaqui, 1820: 296)1
Pues bien, tal posibilidad universal supuesta por los partidarios del derecho natural solo puede consagrarse gracias al nuevo régimen económico que viene a reemplazar al régimen agrario afín a la forma política autoritaria del Antiguo Régimen. En este sentido, la libertad natural solo podía darse en plenitud por medio de la independencia que brinda la libertad de trabajo y de comercio que, siendo ejercitada de forma intermitente en el siglo XVIII francés, se consagra como derecho gracias a la Revolución francesa. Esta libertad vencía el despotismo que con persistencia invadía la voluntad del soberano, pero, ante todo, dejaba obsoleto su característico paternalismo como principio político. El innegable valor que tiene para la emancipación la independencia respecto de los medios de sustento llevó, en efecto, a que “la libertad económica, es decir, la del trabajo” fuese
elevada al mismo rango de la libertad de conciencia o la libertad de prensa, se la juzgó como una categoría en el conjunto de las libertades necesarias, como una conquista, a su vez de la democracia y de la civilización y pareció una cosa tan descabellada e imposible el quererla suprimir como el querer hacer tornar un río hacia sus fuentes. La libertad económica venía a coronar el programa general de liberación de todas las servidumbres. (Gide, 1927: 481)
Así, a la libertad de trabajo y de comercio se las piensa, por un lado, creando las condiciones de una felicidad generalizada y, por otro, haciendo posible el surgimiento de individualidad a escala universal. Las antiguas medidas restrictivas que habían sido promovidas para mantener los privilegios de las monarquías y de todos los estamentos que las sostenían, desde las cortes hasta los gremios, son abolidas a favor de la prevalencia del individuo. Es decir, al disolverse las trabas propias de las reglamentaciones feudales y, luego, las defendidas por el mercantilismo, se cree que el régimen moderno ha vencido las condiciones que propician la dominación e impiden la emancipación de las personas.
Como consecuencia de lo anterior, las pretensiones de libertad en el régimen moderno y el ideal de realización personal ya no se encuentran en quien ejerce una praxis (actividades liberales) que se sustenta en la plebeya producción de otros, sino en el trabajo y en el producto generado por cada individuo por sí mismo. Treitschke es explícito al respecto cuando señala en 1861:
La burguesía de Atenas se apoyaba en la amplia base de esclavitud, en el desprecio de toda actividad económica, mientras que los modernos encontramos nuestra gloria en el respeto a todo ser humano, en el reconocimiento de la nobleza del trabajo, de todo trabajo honesto. El aristócrata más rígido del mundo moderno aparece como un demócrata al lado de ese Aristóteles que pronuncia sin pudor las palabras de terrible dureza de corazón: «no es posible que las obras de la virtud sean practicadas por quien lleva la vida de un trabajador manual». (Treitschke, 1871: 10)2
Por su parte, Laboulaye ilustra de modo similar esta idea de la libertad poniendo de relieve que depende en su ejercicio que el cotidiano quehacer de las personas sea cautelado a nivel político. Al entender del publicista, esa posibilidad de hacer la propia vida, el propio “negocio”, es libertad. Por ello sostiene:
Entendamos, sobre todo, que la libertad no es un tema de declamación, una retórica al uso de los tribunos o de los ministros; sino lo que hay en el mundo más sustancial y, para usar un barbarismo moderno, más positivo. […] La libertad política, garantía de la libertad civil, tampoco es una invención de filósofos o soñadores; es simplemente, para un pueblo que vive del trabajo y de la industria, el derecho a hacer su propio negocio, a ser dueño del mañana, a no ser empobrecido por los gastos insensatos del poder, o arrojado de repente a una guerra que lo arruinará sin piedad. (Laboulaye, 1868: X-XI)3
En este texto, citado con beneplácito por Ahrens, quizás el krausista más influyente en Hispanomérica, se entiende que la libertad, llevada al rango de principio que da la posibilidad de superar “el capricho de autoridad administrativa” presente en el ámbito social y político en el régimen moderno, se sostiene desde la libertad económica que, en diversas escalas, despliegan las personas gracias a la seguridad que brindan las leyes (Ahrens, 1893: 325). En otros términos, la arbitrariedad de los gobiernos y del aparato estatal se combate desde ese gran desideratum del siglo XIX consistente en generar una “autorresponsabilidad económica” individual de carácter universal en un marco legislativo propicio para ello. A su vez, se piensa que las nuevas condiciones económicas permiten que participe de tal libertad una masa de individuos que antes no habrían tenido figuración en ese plano (Chevalier, 1869: 39)4. Ciertamente, aquí se vuelve a mostrar el talante primordialmente económico que se le da a la libertad al punto que cabe decir que en el siglo XIX se transpone el significado de la libertad a los términos de comercio, dominio técnico de la naturaleza y bienestar. En buena medida, pues, se glorifica la idea planteada canónicamente por Dunoyer ―desde el pragmatismo propio de su economía política―, en cuanto que la libertad es un atributo de la civilización, un resultado que como tal está al final y los seres humanos se conducen a ella en la misma medida en que se realiza el progreso (Dunoyer, 1845: 20)5. Por ello, la pregunta que prepondera en gran parte del siglo XIX no es tanto la que se refiere al fundamento filosófico del derecho a ser libre, sino cómo acontece que los hombres efectivamente lo sean6. Es decir, la cuestión es cómo se consigue el progreso que vuelve realidad una libertad declarada en papel.
2. Abasolo: el Estado y los límites de la libertad
2.1. Acción distributiva del Estado y autonomía de las personas: “justicia social” como habilitación
Ahora bien, Jenaro Abasolo piensa, en clara consonancia con la perspectiva arriba descrita, que las virtudes de comercio modernamente desplegadas en una nueva libertad económica que se fragua en los intercambios libres y competitivos no solo son positivas, por hacer progresar la individualidad, sino por fomentar la sociabilidad:
El comercio ―afirma el filósofo chileno― se considera generalmente por los publicistas como un factor de la riqueza pública; pero a más de ser una de las mejores escuelas de la iniciativa y de la libertad individual, es también uno de los mejores modificadores del medio histórico. Él enriquece nuestras facultades simpáticas, abre nuestro sentimiento al cariño de otros pueblos y a las afinidades históricas de todas las naciones, haciéndonos así los hijos del género humano y sacándonos del aislamiento esterilizante de nuestra historia particular. Él contribuye a enriquecer la literatura y la ciencia de cada pueblo con la literatura y la ciencia de todos los demás. De este modo, todas las enseñanzas de la Historia y todos los gérmenes fecundos de la humanidad vienen a condensarse en el espíritu de todo hombre. La Holanda y la Inglaterra han debido en gran parte a la virtud de este principio, el progreso de que han gozado. (Abasolo, 2013: 179)
Sin duda, Abasolo está exponiendo, en parte, la opinión consagrada por Constant, que tenía antecedentes en los fisiócratas y en Filangieri, acerca de los efectos civilizatorios del espíritu comercial sobre el espíritu de conquista (Constant, 2008). El filósofo chileno confirma entonces que si la libertad viene a transformarse en un “principio” que rige el devenir político-social moderno, lo hará, primordialmente, bajo la forma de libertad económica (industrial, comercial, tráfico, etc.). Esta significación, que había asentado su formulación más técnica en la economía política y en el derecho público, en ocasiones Abasolo la conceptualiza y explicita como “libertad individual” e “independencia de las diversas esferas de la actividad social” en el emprendimiento y la creación de riqueza (Abasolo, 2013: 84). Sin embargo, pese a no oponerse Abasolo a la admiración que su época siente por la figura del self-made man, que es el correlato concreto del nuevo régimen, se pregunta con afán crítico: “¿En qué parte no se oye decir: la libertad hace la libre competencia, la actividad tenaz y la riqueza; todos son libres de hacerse ricos?” (Abasolo, 2013: 111)
A partir de esta pregunta, en la que de pasada Abasolo nos recuerda a Guizot (Mirecourt, 1855: 55), se desarrollan las críticas que el autor chileno realiza a la aplicación del principio de libertad sin que se establezcan contrapesos. De partida, el exclusivo imperio de la libertad de “competencia”, al reducir la libertad a su aspecto negativo y formal, implica que el plano político debiera eximirse de suministrar las condiciones mínimas de entrada para los menos aventajados. Por ello, si bien Abasolo comparte el ideal liberal de disminuir la injerencia del Estado a un “mínimum”, piensa, a su vez, que esto solo es deseable y pertinente cuando se han dado los pasos decisivos para la habilitación de aquel grupo más precarizado dentro de la sociedad y que él llama “masa desheredada”. A su entender, para que
el Estado gobierne cada vez menos, es menester que emplee la mayor suma de poder que le sea posible en educar a los ciudadanos en el sentido de hacerlos cada vez más aptos para alcanzar el fin social prescindiendo del Estado, y en procurarse los recursos necesarios para ello. Educar ampliamente a todos los ciudadanos en todas las carreras de la libertad legítima, preparándolos para las iniciativas fecundas de todo género, he ahí uno de los principales medios de que debe disponer el Estado para cumplir con el deber de eclipsarse cada vez más. (Abasolo, 2013: 159-60)
Esa libertad de competir, de llevar a cabo aquel “negocio” desde el que configuramos la propia vida, incluso de enriquecernos mediante él, depende de capacidades que de entrada no todo el mundo posee. Sin embargo, junto con defender esto, Abasolo, intentando superar la unilateralidad del enfoque económico y acentuando la integralidad del asumir un prisma moral, expresa que para emprender una vida independiente lo faltante no es un pequeño capital, sino la habilitación como persona. Por ello expresa, cual si fuese un Lamennais o un Michelet:
en los limbos de abajo [se halla atada] esa gran mayoría del género humano que se llama peón, obrero, sirviente, mendigo, raza de desheredados, sin personería y sin personalidad, masa pasiva y doliente, obrera eterna de los siglos, de cuyo seno profundo suelen escaparse esos gritos de dolor y desesperación que aterran todos los corazones y se llaman grandes revoluciones del mundo. (Abasolo, 2013: 130)
El filósofo chileno está hablando de una parte de la humanidad, pero, en específico, de esa mayoría de compatriotas que en el Chile semicolonial aún no ha creado una individualidad que sea capaz, en algún grado, de controlar la dominación, y a causa de lo mismo difícilmente estaría en condiciones de responder a la invitación a enriquecerse. Aunque, como de algún modo ya sostuvimos, la preocupación de Abasolo no se enfoca en criticar la imposibilidad del desheredado de sentarse a la mesa del lucro, sino en defender que la dimensión política, y no simplemente la beneficencia social, tiene el deber de capacitarlo y habilitarlo para alcanzar su fin moral. Es decir, por lo mismo que la redistribución a nivel social solo puede llegar a ser una invitación que puede o no surgir de ciertas inclinaciones de los individuos hasta derivar, por ejemplo, en la caridad, es que debe tomar la forma de exigencia a nivel político.
Sin duda, la lucha contra el Estado autoritario y envolvente que impide el surgimiento de la personalidad ha llevado a ciertos intelectuales como Spencer o Laboulaye a pensar que el Estado ―incluso el moderno asentado en el principio de libertad― solo es un poder restrictivo de la libertad que hay que limitar. Se entiende así que defiendan que su rol ha de ser puramente “negativo”.
Pese a lo anterior, se hacía evidente ya en el siglo XIX que “en todo pueblo muy civilizado ―según el decir de Treitschke― surgen grandes poderes privados, que en realidad excluyen la libre competencia; el Estado debe frenar su egoísmo, incluso si no viola los derechos de terceros” (Treitschke, 1871: 17)7. Esto acontece por mucho que se reconozcan las bondades de dejar libre las actividades particulares de los individuos sobre todo en el plano del emprendimiento económico, pues, hay una tendencia al monopolio que desdice toda armonía de intereses. Abasolo lo expresa de un modo más patético:
De este modo, los fines individuales pervertidos no tardan en pervertir los fines políticos, y ese deber santo de la libertad se convierte en el deber infernal de monopolizar las comodidades de la vida con los de arriba, aplastando la muchedumbre de los de abajo. (Abasolo, 2013: 112)
En el mismo sentido de Treitschke, piensa Abasolo que “el Estado debe injerirse [‘en la esfera industrial, en la cual se consuma una iniquidad progresiva’] a fin de remediarla como se injiere en las demás esferas, cuando conculcan el derecho” (Abasolo, 2013: 128). Pero, a diferencia del autor alemán, el filósofo chileno no le asigna una realidad transpersonal, ni considera que la vida social e individual se dé en el Estado pensando ―como sí lo hace Treitschke― que esta subsumisión evitaría que las personas se pongan frente a dicho Estado.
Se desprende de lo dicho que Abasolo considera que el temor a la discrecionalidad y probable arbitrariedad de la autoridad administrativa en los asuntos económicos, como también la confianza en las leyes económicas, no deben superponerse a la posibilidad de “inspección y de toda dirección de trabajo material” por parte del Estado. Todo indica que Abasolo, aunque entiende que el Estado no es el reino del desinterés que se pone al frente del egoísmo del individuo, piensa que, pese a ello, le es posible representar en buen grado los intereses comunes y universales. Por ello, el filósofo chileno podría estar de acuerdo con un paradigmático liberal como Leroy-Beauileu cuando expresa que, siendo el Estado “un organismo que se pone en manos de ciertos hombres, no piensa ni quiere por sí mismo; sólo piensa y quiere por el pensamiento y la voluntad de los hombres que sucesivamente hablan y quieren en su nombre”; mas, con todo, al decir del autor francés, “goza de prerrogativas particulares” (legislativas, penales, etc.) y viene a ser “la expresión suprema de la nación” (Leroy-Beaulieu, 1888: 352-353)8.
El Estado debe estar presente cuando se trata de crear la personalidad y, por lo mismo, de superar la masa inerte compuesta de “mediocridades que viven solo de digestión y de gordura” (Abasolo, 2013: 243). Dice, pues, Abasolo:
El Estado no debe ceñirse a la misión que le señala B. Constant, de dejar hacer y dejar pasar, porque así se expone a formar las muchedumbres semibárbaras; y en vez del Estado ciego, debe formarse el Estado con ojos de profeta y con mirada de augur, a fin de que determine cuál es el modo cómo debe proceder para que el Estado llegue un día a ceñirse a la humilde función de dejar hacer y de dejar pasar, delegando todo su poder al individuo sin caer en el extravío que señalamos9. Es evidente que esto sólo se consigue educando al individuo, y sobre todo, educando espléndidamente a los mejores individuos, según un sistema de educación que tenga por objeto final crear al hombre en la integridad de sus facultades. ¿Hasta dónde? Hasta formar al pueblo apto para la comprensión de las bellezas humanas, y hasta producir los entusiastas de las grandes ideas y los reformadores futuros. (Abasolo, 2013: 243)
Esta renuncia temporal al laissez faire del filósofo chileno y su ceñimiento a entenderlo como un ideal contrafáctico, tiene su raíz en la evaluación de la condición del “pobre” envuelto en la miseria. Es decir, la consecuente vindicación del rol activo del Estado se justifica en las condiciones infranqueables de degradación que ciertos individuos sufren sin que la “iniciativa privada” sea un puntal que le permita regenerar (Abasolo, 2015: 47). Por lo demás, el publicista evalúa que la nación chilena carece de la fraternidad suficiente, hecho que conlleva una “falta de espíritu social difundido en las relaciones privadas” que propicia que el pauperizado pueda participar de forma real del régimen de libertad. Entonces, ¿qué hacer frente a esto? Abasolo responde que esta falta ha de ser “saldada por la ley”, es decir, desde nuevos principios constitucionales (Abasolo, 2015: 34). Sobre el punto literalmente sostiene:
Los medios que indicamos para la disminución de la miseria tienen un carácter contingente, si no se hacen dimanar de un principio más enérgico y absoluto, el cual podría ser un cambio en los principios constitucionales del Estado, o bien, un cambio de religión que impusiese a los ricos deberes más eficaces y más humanitarios y diese a los pobres una noción más activa y más enérgica de sus derechos, manifestándose al exterior con la severidad de la dignidad ofendida, o por justas reclamaciones, y aun, por el desprecio hacia los ricos y hacia el clero, culpable de complicidad o de negligencia. (Abasolo, 2013: 116)
El filósofo chileno no está hablando de remediar desde el plano político la pobreza a la que se opta toda vez que se elige la pereza, tampoco aquella que se elige desde la superioridad moral que, para algunos, puede significar el consagrarse a ella renunciando a una riqueza efectiva o probable. Para Abasolo se trata más bien de eliminar prioritariamente la pobreza verdadera que, al decir de Leon Bloy, es la involuntaria. Tengamos presente que San Francisco de Asís, para poner de relieve el ejemplo de pobreza “voluntaria” que el propio Bloy describe en El desesperado, en caso alguno se consagró a la pobreza real, pues él “se bañaba en el oro de sus luminosos andrajos”, ya que había llegado a ser pobre por amor, en otras palabras, sus harapos eran fruto de declinar, a través de una singular kénosis, a ser rico. Para Abasolo, como para Bloy, la indigencia propia de la pobreza involuntaria es la miseria. Esta miseria, que es expansiva, entre otras cosas, por ser heredable, no ha podido ser reivindicada ni “por los dos mil años que la Iglesia preconiza” su preeminencia, ya que, hasta hoy, siguiendo a Bloy, “la tiñosa proscrita no se ha elevado, ni un millonésimo, en la estima de las personas decentes y bien educadas” (Bloy,1886: 411).
Luego, la responsabilidad de la redención del pobre, del proletariado, mediante medidas políticas ―más allá de “beneficencia ruidosa y deficiente, de la cual se hace un objeto de vanidades, esa beneficencia altisonante y mezquina que más bien sirve para tranquilizar la indolencia y para hospedar la irresponsabilidad” (Abasolo, 2015: 456)―, corresponde a un deber que dentro del idealismo del filósofo chileno se deduce de su concepción de la unidad espiritual que existe entre todos los miembros del género humano. Por tanto, Abasolo junto con asentar la obligación y la demanda de asistencia de todo ser humano en los “derechos naturales”, como lo hace la generalidad de los liberales (Eccleshall, 1993: 46), defiende una teología de la historia en la que, conforme se ha mostrado en otro escrito (Martínez y Cordero, 2019), el desenvolvimiento del espíritu humano consiste en la realización panteística de lo divino en el mundo y, en concordancia con ello, requiere de la redención universal. Es decir, el filósofo chileno propone una teología, asimilable a la presente en parte del krausismo, que identifica el progreso moral de la totalidad de los seres humanos en la historia, con la manifestación de lo divino. En otras palabras, el rasgo pan[en]teísta de su concepción del mundo, toma al desarrollo moral como una exigencia universal y no como un privilegio de pocos, por ello, considera que a las posibles iniciativas sociales que han de condicionar su realización, deben de sumarse los aspectos políticos que yerguen la obligatoriedad de la asistencia del necesitado en la justicia social (Sánchez Cuervo, 2003).
2.2. El Estado y la sociedad civil: algunas dificultades para su “coexistencia armónica”
En Abasolo la distinción de sociedad civil y Estado, de la vida social y la vida política, consagrada por el liberalismo, no puede suponer, como se ha señalado, reservarle al Estado tan solo la seguridad del desenvolvimiento libre del individuo. Pues, si bien, siguiendo a los krausistas, las esferas de la vida social y el Estado se han distinguido por un legítimo “interés de la libertad y de la independencia de las esferas sociales contenidas demasiado tiempo bajo la autoridad política” (Ahrens, 1893: 553), también piensan, los mismos krausistas (o los mismos liberales), que
el Estado no puede formarse y desarrollarse de forma abstracta o separada de los intereses espirituales, morales y religiosos superiores de la humanidad. Es un órgano central especial que, sin embargo, debe mantenerse en armonía y en equilibrio de desarrollo con todos los demás órganos al servicio del destino humano. De este modo, el Estado recibe la tarea social más amplia y la dirección humana más elevada. (Ahrens, 1850: 242)10
Sobre el punto Abasolo se expresa en términos similares: “Los dos factores, el individuo y la organización social y política, deben entonces coexistir en armonía y en mu tua independencia” (Abasolo, 2013: 288). La superación de la unilateralidad en la forma de ver la relación entre los fines morales y los políticos, que, según Ahrens, se advierte en los liberales, incluyendo el enfoque político de Kant, depende de cierto desarrollo moral. Dice Abasolo, en consonancia con este postulado krausista:
Hemos llegado a una época en que la fuerza soberana de una nación puede elevarse a su expresión más genuina y más pura, porque el espíritu de justicia, penetrando todas las esferas de la actividad humana, puede hacer que el Estado y la sociedad civil sean la expresión más fecunda y más pura de la humanidad. (Abasolo, 2013: 178)
Sin embargo, la índole liberal, que para muchos podría quedar amenazada por la ampliación de la injerencia del Estado, se salva en el momento en que se entiende que dicha compenetración está lejos de significar, como bien dice Ahrens, que no se debe “trazar un límite nítido entre lo que es posible para el Estado de acuerdo con su idea y tarea, y lo que debe dejarse a las fuerzas individuales y combinadas de los individuos” (Ahrens, 1850: 6)11. El filósofo chileno es enfático al asentar esta idea: “El Estado, conforme a los fines generales de la moralidad, no debe injerirse de un modo coactivo en las esferas de la actividad humana, porque el gran fin de la moralidad es crear al hombre responsable, libre y creador de sí mismo” (Abasolo, 2013: 169). Por tanto, Abasolo es un claro liberal que piensa que la injerencia del Estado se refiere a los “intereses comunes”, es decir, a lo que concierne al “ciudadano” en cuanto llamado a configurar la “voluntad general”, sin desmedro de la independencia de los individuos en aquello que no es de “dominio político”. No obstante, lo expresado, queda de manifiesto el aspecto social de su liberalismo cuando entiende que los asuntos económicos pertenecen en buen grado a la esfera de los “intereses comunes”, por lo que no deben ser tratados de la misma manera que, por ejemplo, los concernientes a materia religiosa. El filósofo chileno piensa que mientras lo referido a la religión debe desenvolverse en el ámbito de la sociedad civil,
la cuestión económica debe, por el contrario, quedar incluida en las atribuciones del poder legislativo, hasta ciertos límites; 1.° porque debe hacerse trascendental a la esfera política, gastando sus resortes y pervirtiendo sus fines; 2.° porque su entera libertad debe traer consigo el triunfo de la plutocracia, la servidumbre irremediable del mayor número y el fracaso de las instituciones democráticas; 3.º porque la excesiva y creciente desproporción de las fortunas se convierte disimuladamente en un mecanismo de usurpación, de vejámenes, de opresión cada vez más inicuo, salvándose todas las apariencias de la honradez, pero con irrecusable detrimento de la justicia, de la equidad, de la dignidad humana, y creando una tiranía sórdida, disfrazada, sofística, y por lo mismo, más temible, más irremediable que las otras. (Abasolo, 2013: 149-150)
En consecuencia, la distinción liberal entre “sociedad civil” y “sociedad política” que defiende Abasolo, no está orientada a eliminar toda traba a la libertad económica, ni tampoco a eximirse de la “justicia social”, sino a liberar al individuo del dominium político del Estado y, a la vez, de las relaciones de dominación entre individuos e instituciones a fin de crear la propia personalidad. Por ello, según lo expresado en los tres puntos definidos más arriba por el propio Abasolo, la legislación debe trascender hacia la esfera económica, ya sea limitando la concentración del poder económico que derive en “casta”, o bien promoviendo una igualdad que evite las relaciones de dominación. Insistimos entonces en que, como en el krausismo de Ahrens, la distinción de Abasolo busca evitar asimilar la totalidad de la fuerza social a la fuerza política hasta dejar “el movimiento social en manos del poder político” (Ahrens, 1893: 530); pero, no ha de entenderse esto como una pretensión de desbancar al Estado de un rol normativo respecto del ejercicio de la libertad y subsidiario en lo que se refiere a dar las condiciones para alcanzar la “personalidad” como aspiración universal.
Ahora bien, Abasolo en su libelo de 1872 defiende una tesis controversial: el proceso que marcha hacia la libertad individual que incluye preferentemente, para él, a la gran masa desposeída, ha de desenvolverse, en un comienzo, siguiendo un “principio cuasi socialista” (Abasolo, 2015: 46). Es decir, a su entender, si la vida social y política logra, finalmente, responder en alto grado a los principios liberales, será gracias a ciertas medidas reguladoras que están, en un comienzo, en las manos del Estado. Por tanto, el desarrollo social parte de ciertas medidas que favorecen la igualdad de entrada por medio de la “centralización” del poder una vez que se lo ha enajenado el pueblo. Dice Abasolo que “esta centralización debe durar solo mientras se desarrolla la iniciativa individual” (Abasolo, 2015: 47). En otras palabras, para alcanzar el liberalismo primero hay que abrazar cierto jacobinismo en cuanto que este comienzo significa, sobre todo, difuminar en gran medida los límites de las funciones del Estado respecto a la sociedad civil. Ciertamente, este lado de la propuesta que dice relación con la realización histórica del proyecto social de Abasolo, puede resultar polémico no por lo atrevido u original, sino por arriesgar su pretensión de plasmar los principios liberales de manera efectiva. Parece justificable sumar varias objeciones a esta propuesta del filósofo chileno.
De partida, cuesta considerar factible que, una vez desvanecida la distinción entre sociedad civil y Estado, en alto grado por medio de la concesión de un poder extraordinario a este último, el nuevo y presumiblemente bondadoso Leviatán que emerja tendrá la magnanimidad suficiente para querer volver a ser delgado o pequeño. Pensemos que el Estado es una institución que funciona y se direcciona desde los gobiernos y, sin que se descarte que se cumpla este cometido gubernamental de forma afortunada, este hecho hace plausible que el aumento del poder político perjudique a los individuos, sobre todo a aquellos que no son “funcionarios”. Como señalaba Bastiat, refiriéndose a los radicales de la gran revolución: “Ya ves que la mano amable del Estado, la buena mano que da y reparte, pronto estará ocupada bajo el gobierno de los Montañeses” (Bastiat, 1878: 340). A decir verdad, lo más probable es que un Estado cooptado de esta forma, de ningún modo cederá por voluntad propia el poder arrogado, sino más bien se convertirá en una “estructura rígida incapaz de reformarse” (Fukuyama, 2022: 11), o, peor que eso, se le intentará transformar siguiendo una línea normativa que permita defender las prebendas propias de un poder político sobrecrecido. Hay que agregar que un poder político centralizado no solo da pie a gobiernos autoritarios y poco dispuestos a la alternancia, sino que, como lo hacía ver Stuart-Mill, lleva “hasta las capas más bajas de la sociedad el deseo y la ambición de dominio político” (2008: 1090). Es decir, se crea un clima moral en el que, al decir del filósofo inglés, tener “iguales probabilidades de llegar a tiranizar” se vuelve deseable.
Abasolo, previendo las objeciones que acarrea el pensar ingenuamente que es posible revertir la entrega de este poder por parte del “pueblo”, sostiene que se requiere de ciertos presupuestos de índole moral. Dicho de otra forma, a la poco probable suposición de un poder político interesado en su propia autolimitación, suma Abasolo la creencia de que cabe sortear el abuso y la factible apropiación definitiva del poder enajenado “voluntariamente” al Estado, si los miembros del gobierno receptor de la soberanía del pueblo están colmados de fraternidad y patriotismo. Sin duda, vuelve a sonar cándido que la posible devolución de la libertad dependa de la elevación de quienes gobiernan ese Estado, pues, es difícil, de acuerdo con el propio Abasolo, que no se encuentren viciados por el egoísmo propio de todo estamento oligárquico. En el fondo, el filósofo chileno estaría afirmando que puede haber algo de virtud al principio, en quienes detentan el poder, y no solo al final como fruto del progreso moral y político. Dice Abasolo:
Todo poder que el pueblo enajena en manos del Estado lleva un espíritu particular; y según sea la mayor o menor superioridad y elevación de ese espíritu así será la mayor o menor facilidad que tiene el Estado para abusar de él y apropiárselo, porque mientras más superior sea el espíritu con que se enajena, mayor será el espíritu inspectivo o inmanente de que el pueblo queda en posesión. Y solo hay una enajenación legítima: aquella que tiene por objetivo producir efectos tales en el pueblo que cada vez lo hagan más apto para reasumir mayor cantidad del poder enajenado temporalmente. (Abasolo, 2015: 47)
En otras palabras, Abassolo piensa que para lograr que un “pueblo juvenil” como el chileno alcance el fin moral de crear la propia personalidad de sus miembros, incluidos los más desventajados, ha de trazar este camino que, partiendo en los lindes del despotismo (totalitarismo), ha de terminar en la libertad al devolver su lugar a una sociedad civil temporalmente absorbida por el Estado. Lo que se busca con esta cesión de libertad civil es el “engrandecimiento del ciudadano” y, justamente, si este fin prevalece, al entender de Abasolo, la libertad puede florecer. De aquí que, siguiendo el raciocinio, el filósofo chileno exprese
los inconvenientes que resultan de la inmisión más activa del poder público en las esferas científicas, morales y económicas, que según esos principios reclaman, fácil nos será demostrar que cuando esa inmisión va dirigida al fin de engrandecer al ciudadano, el poder cumple con el deber de eclipsarse cada vez más. (Abasolo, 2013: 96)
Podemos afirmar que esta enajenación abasoliana puede tener el alto riesgo de consagrar lo contrario de lo que se busca, es decir: relaciones de dominación, superposición del poder político sobre el social, paternalismo, “Estado electorero”, esclavitud burocrática, etc., todos ellos flagelos que suelen ser reversibles solo mediante la violencia. Sin embargo, a su favor ha de contarse que no es posible atribuirle a la “transitoriedad” de su propuesta de centralización “casi socialista”, el ser una pantalla que oculta la intención velada de encumbrar el “Estado administrativo y centralizado” del jacobinismo (Jaume, 1990,157). Como hemos sostenido, los escritos de Abasolo no responden a una inclinación a la planificación centralizada como valor absoluto, sino como remedio inicial de la impotencia de la sociedad para atacar sus problemas desde la esfera de las iniciativas privadas (individuales y las correspondientes a las asociaciones libres).
Así pues, Abasolo apela a la dimensión política del Estado convencido de que la sociedad civil devenida en “sociedad económica” en el régimen industrial “abandonada a sí misma, conduce siempre a la esclavitud del débil, a las asociaciones de dominación” (Gurvitch, 1945: 100). El filósofo chileno comparte, sin saberlo, esta idea que, perteneciendo a Lorenz von Stein, está presente en la evaluación que hacen diversos críticos del liberalismo económico y que condice con la necesidad de fortalecer la relación entre sociedad civil y Estado como forma de superar las relaciones intersubjetivas de la dominación. Este tipo de relaciones, que suelen derivar en asociaciones jerárquicas de dominación, han de reconvertirse en asociaciones igualitarias de colaboración. Para tal efecto el Estado debe cumplir una función regulativa del gran capital. Debido a lo mismo, varios autores del siglo XIX ya ven con claridad, incluso valorando las restricciones al poder del “funcionario público”, que la prescindencia de la autoridad política administrativa en asuntos económicos no ha derivado en la armonía prometida por las leyes del mercado. Dicho de otro modo, en el caso específico de la sociología jurídica de Von Stein, y como ocurre de igual forma en el derecho público de los liberales sociales, se afirma la necesidad de resguardo político frente al espíritu monopólico y de dominación económica que termina primando en la sociedad civil devenida de un liberalismo puramente económico.
Ciertamente, la pretensión del pensador chileno, como señalamos, es suplir, por la vía de una política amplificada, la inoperancia de las fuerzas sociales para hacerse cargo de la redención del desheredado. Sin duda, al entender de Abasolo, mientras la sociedad opere bajo la lógica del egoísmo, que, para él, a diferencia de Hegel (2017: § 182), no tiene por qué ser su lógica característica, la acción gubernamental se torna imprescindible. Abasolo considera, entonces, como Hegel, que en la sociedad civil “cada uno es fin para sí mismo”, pero esto será así mientras no exista ese desarrollo moral que, a su entender, tiene como condición de posibilidad la existencia de la justicia social. Este desarrollo moral condiciona, también, la confianza que el filósofo chileno le concede a la “asociación libre”, pues, sin ciudadanos educados moralmente, el prójimo, “el otro”, seguirá siendo en la interdependencia social tan sólo un medio para el propio fin egoísta (Hegel, 2017: § 182). Como se ha mostrado en otro lugar, el valor del principio de asociación como remedio a los excesos de un principio de libertad sin compensaciones, depende de que responda al fin moral de la humanidad que es la creación de la personalidad política (Martínez y Cordero, 2022).
Debemos añadir que, si bien Abasolo cae en cierta idealización del Estado, dado el rol remedial que le asigna, y que le acerca al “estadismo jurídico” de Von Stein, esta sobrevaloración se entiende, a diferencia de lo que ocurre con el sociólogo alemán, como algo provisorio y en función del desenvolvimiento de la personalidad política en una sociedad civil madura (libre). He aquí el proceso: “si el Estado ha de ser poderoso para el mal, es menester hacerlo poderoso para el bien, en el sentido de hacer al hombre cada vez más representante del Estado y del derecho, y al Estado, cada vez más pasivo y menos interventor” (Abasolo, 2013: 195). Además, hay que indicar que quizá esta provisionalidad no concuerde con el krausismo, dado que en esta propuesta europea no se advierte que el progreso moral conduzca a un ethos liberal en el cual el Estado pueda reducirse a una mínima función. Por ello, parecería adecuado decir que Abasolo quiere un Estado “interventor” al principio, mas nunca al final; en cambio, el krausismo ―si bien quiere como el filósofo chileno que el Estado se refuerce en los medios efectivos para procurar que todas las personas alcancen su fin moral―, no supone que alguna vez prescindirá de su asistencia. Se desprende de aquí que toda la preocupación del krausismo por hacer efectivo el estatus jurídico de las personas sin excepción, nunca difumina la distinción ente sociedad civil y Estado, mientras que Abasolo sí parece hacerlo cuando asume como precepto la idea de que reforzando el plano político desde la cesión de soberanía se han de dar los pasos hacia la creación de la personalidad, y por tanto a la independencia, de todo ser humano sin excepción. Esto evidencia que el Estado debiendo tener, como fuerza política, e inicialmente, un tinte totalitario, parece dejarse diluir bajo el poder de la fuerza moral de la sociedad civil que se ha vuelto educada, también, bajo su amparo.
Sin embargo, volvemos a reencontrar a Abasolo con el krausismo, en particular con el de Ahrens, cuando, prestando mayor atención a su propuesta, nos damos cuenta que la prescindencia del Estado es solo un desiderátum que tiene toda la forma de una idea reguladora y contrafáctica. Es decir, como mencionamos más arriba, en Abasolo la prescindencia del Estado, y el predominio del laissez faire como su correlato, no es un factum futuro, sino un ideal de la razón referencial respecto del camino hacia el progreso moral y político.
Conclusión
Siguiendo una antigua controversia, sostuvimos, al comienzo del escrito, que la vigencia del liberalismo depende del rol social que le asignemos a la dimensión política en la consecución del fin moral de todas las personas. Por tanto, se parte de la premisa de que el liberalismo debe, en diversos grados, conceder a la acción política la posibilidad de injerirse en la vida social, es decir, en la esfera de la libertad individual desplegada en la sociedad civil. Esto significa dar al Estado no solo una función organizadora y de protección en cuanto marco jurídico, sino cierta responsabilidad política respecto a asegurar las condiciones de igualdad que permitan que cada persona, sobre todo los más desventajadas, se realicen y no se malogren.
El presupuesto anterior es el que moldea el liberalismo de Abasolo, en cuanto que, para él, la dimensión política no tiene una función meramente administrativa, sino “planificadora” en el sentido de establecer medidas que habiliten a las personas para ejercer aquella libertad que se ha declarado formalmente tras el declive del Antiguo Régimen. Para el filósofo chileno se trata, sobre todo, como hemos dicho, de “habilitar” a un “pueblo desheredado” que, en su propio siglo, conforma la generalidad de los habitantes de los países del subcontinente americano. El objetivo del Estado no es limitar la vida moral del individuo, sino disponer, como también ocurre en el derecho público krauseano, las condiciones para que el individuo por sí mismo alcance su fin moral (expansión de su ser). Como se advierte, el publicista chileno concede al fin moral de las personas un peso tal que debe modelar las normativas a nivel político, pues no hay buena política ignorando este aspecto teleológico. Por ello, desde el prisma de Abasolo, que un individuo se malogre no es el resultado exclusivo de una situación trágica o de un mal ejercicio de su libertad, sino que cabe que esto pueda deberse al rol puramente negativo asumido por el nivel político que, confiando solo en la fuerzas morales individuales, desconoce el valor que tiene, como acción redistributiva estatal, el asegurar las “condiciones de entrada” que hacen viable el ejercicio de la libertad y condicionan la prosperidad de las personas. En otros términos, el no alcanzar la finalidad de la vida humana puede ser para determinada persona o grupo una consecuencia de la ausencia de justicia social, entendida, en el caso de la posición liberal de Abasolo, como habilitación mínima y universal para la vida. Es decir, para el filósofo chileno, la libertad solo es verdadera y sustantiva si previamente se capacita a los individuos para conducirse a su fin moral y a la creación de su propia personalidad. Por tanto, Abasolo, como ocurre en los diversos autores de filosofía política y social del siglo XIX, evalúa los efectos positivos del régimen industrial que sucede al agrario, pero, también, como buena parte de ellos se empeña en buscar una solución política a sus efectos negativos, ligados en su mayoría a la preponderancia del capital por sobre el valor atribuido al trabajo.
De acuerdo con lo anterior, la libertad comercial y de trabajo, siendo una parte crucial para que los individuos avancen hacia el fin moral, resulta insuficiente, pues, quien la defiende sin contrapesos olvida que no todas las personas poseen las capacidades que hacen posible su ejercicio. Es decir, la libertad de emprendimiento económico, pese a ser una condición ineludible para la liberación del régimen de autoridad, en cuanto, por un lado, genera autonomía individual y, por otro, una red de lazos societarios libres basados en los intereses materiales, sin embargo, descuida el primado de las fuerzas morales habilitadas por la educación. Abasolo entiende, como los krausistas, que la finalidad moral que se consuma en aquello que él denomina “personalidad política”, no solo entraña el valor que concede al ser humano la educación moral, sino aquella dignidad que se manifiesta cuando se toma conciencia de la unidad superior y trascendental que existe con lo divino. El alcance político de esta idea siempre condice con la necesidad de tomar la medidas sociales, económicas y políticas para la redención universal del ser humano, es decir, con un imperativo de inclusión que exige promover que todos alcancen su fin moral. Ciertamente, algunas personas, dentro de la gran masa de individuos, solo necesitarán el concurso de sus talentos individuales y del apoyo ineludible de las diversas asociaciones de la sociedad civil; otros, en cambio, piensa Abasolo, deberán contar con la ayuda del Estado.
Conforme a lo expresado, hemos tasado el carácter social de la propuesta liberal de Abasolo intentando determinar el grado de injerencia que el Estado ha de tener en la capacitación de los ciudadanos, preferentemente de los más necesitados, para llevar a cabo una vida libre y para conducirse a su fin moral. Pero, a su vez, la índole social la hemos puesto en referencia a la distinción entre sociedad civil y Estado, haciendo ver cómo el filósofo chileno defiende una posición semejante a la del sistema krausista de Ahrens, en que la armonización de ambas esferas se vislumbra como un progreso social. Justamente, Abasolo parte de concebir como ilusoria la pretensión de lograr la espontánea armonización de intereses que los libertarios hacen derivar del dejar libre el campo social de los aspectos administrativos, en general discrecionales, de todo poder político; luego, debido a lo mismo se vuelve necesario dar mayor poder al Estado al menos en un momento inicial de la reforma social que pretende. En otros términos, el gran problema de la masa desheredada, proletaria en cuanto carente de propiedad y pobre en cuanto su trabajo no cubre sus necesidades, solo se puede solucionar políticamente desde cierta centralización. Esta solución política que se impone, para Abasolo, como medida remedial de la debilidad moral del entretejido social, se ha de llevar a cabo desde una idea “casi socialista” en la que el Estado recibe el poder enajenado del pueblo.
Desde el primer acercamiento a esta propuesta abasoliana, suerte de vía cuasi socialista al liberalismo en la que el despotismo parece ser el punto de arranque propicio para el avance hacia el contrafáctico laissez faire liberal, notamos que representa uno de los aspectos más controversiales. Es decir, resulta complejo concebir que, al ceder la libertad para prestarse a la habilitación, a la formación por parte del Estado, se pueda llegar a alcanzar todos los frutos del régimen de libertad. El peligro no radica en que el Estado quite la libertad del desheredado ―todavía inexistente―; sí, en que la intervención estatal se realice desde las condiciones morales y psicológicas de la oligarquía. Desde ellas es difícil que los gobiernos se eximan de cooptar el aparato fiscal y de preservar a toda costa al poder arrogado. Por ello, en cierto modo, lo criticable no es la actividad de intervención estatal como tutela temporal, “sino que ―como dice Nussbaum reinterpretando a Smith― lo esté en el sentido equivocado, rehén de los intereses de los más adinerados, en vez de deliberar iluminado por una «amplia visión del bien común»” (Nussbaum, 2020: 172).
Pese a esta última salvedad, no podemos dejar de reconocer que esta etapa propuesta por Abasolo, tan contraria al liberalismo, difumina la distinción entre hombre y ciudadano y, correlativamente, la libertad ejercida por el individuo como parte de la sociedad civil (esfera privada) queda absorbida por el interés radical en la igualdad que pretende asegurar la dimensión política (esfera pública). A nuestro entender, el temor de quedarse en los límites de lo premoderno, en Esparta, por usar una metáfora consagrada, es del todo admisible y, además, como bien decía Mannheim alertando de los peligros de la intervención ―aunque sin dejar de defender que es inherente al buen funcionamiento del régimen industrial―: es factible “ver que la planificación puede fácilmente degenerar en una dictadura y en supresión de toda libertad” (1942: 12).
Frente a todos estos palmarios obstáculos que vienen a ser dificultades irrebasables, cabe recordar que esa necesidad de tutela fue vista por el krausismo de Ahrens como el único camino que se ha de transitar cuando “la realidad histórica” de un pueblo se encuentra hundida en la deficiencia cultural (Ahrens, 1893: 553). Dice literalmente el publicista alemán:
Hemos visto que en épocas de la infancia, ora de un pueblo en general, ora de un dominio particular de cultura, el Estado (como en otras épocas la Iglesia) tiene el derecho de ejercer una tutela y de obrar él mismo allí donde las fuerzas propias de una esfera de cultura no están todavía bastante despertadas o suficientemente instruidas. […] El Estado cumple de este modo un deber de tutela o de curatela, cuando, en épocas de cultura atrasada, se hace no solamente maestro, sino también agricultor, industrial, comerciante, como él puede establecer leyes protectoras para industrias que no pueden sostener la concurrencia con el extranjero. (Ahrens, 1893: 552-553)
Continuaba el texto recordando que el aprendizaje del pupilo es el que marca el momento de su independencia. Pero, como en Abasolo, el autor krausista, al menos en el contexto de la frase citada, no da cuenta de los medios y mecanismos que permitirán que el poder tutorial, y todos los aspectos estructurales que lo sostienen, dejen de operar y de tener vigencia. Pese a ello, consideramos que esos resortes que permiten la devolución del poder enajenado y el desmontaje del aparato fiscal que permite al poder político la injerencia eficaz en la conducción de las personas, deben estar seguramente presentes en Ahrens y esperamos tener ocasión de rastrearlos. Es decir, es poco probable que en un sistema como el de Ahrens, en que los aspectos jurídicos sobresalen en importancia, no se explicite la forma en que se dan los pasos al régimen de libertad liberal. Sin embargo, en el recorrido investigativo que hemos hecho hasta ahora de los textos del pensador chileno, no encontramos los elementos para poder deducir que tendremos la misma suerte, es decir, dentro del sistema de Abasolo el paso del régimen cuasi socialista al régimen de libertad parece no tener una explicación en términos operacionales.
Sin duda, no podemos desconocer que Abasolo para fundar la posibilidad segura de transitar de ese régimen de autoridad, temporalmente establecido, a uno de libertad, se apoya en criterios “morales” que tienen que ver con ciertas virtudes y con el desarrollo moral. Sin embargo, al menos sorprende que, habiendo considerado que los problemas sociales se deben atacar, en gran medida, “políticamente” cuando los pueblos se inician en la vida “cultural” ―dado que solo así las soluciones poseen un carácter vinculante y obligatorio―, no evidencie que el retorno a la autonomía también ha de responder a prescripciones de la misma índole. En otras palabras, sería coherente con la propuesta abasoliana que, cuando la centralización y el tutelaje estatal hayan cumplido su cometido, dichos aspectos sean eliminados de acuerdo con una planificación establecida desde el mismo plano normativo “político”. Es más, la solución política de Abasolo al problema social de la falta de habilitación para la vida de la mayor parte de sus compatriotas, por estar centrada en los “principios constitucionales”, parece haber transitado desde el criterio discrecional puramente político a la autonomía propia del criterio jurídico (Grimm, 2020: 564). ¿Por qué Abasolo no esgrime argumentos de la misma índole cuento tiene que defender la viabilidad de la transición del autoritarismo casi socialista al régimen de libertad liberal?
En efecto, en la actualidad se ve claramente que el Estado de derecho fuerte, en que existen medidas de control jurídico, provee de la “protección legal ante el Estado” mismo (Grimm, 2020: 563). Por tanto, esta comparación con el sistema político actual nos permite reafirmar que el regreso al régimen de libertad pretendido por Abasolo, que da sentido al esfuerzo de soportar un régimen centralizado por medio de una autoridad política paternal, sería viable en la medida en que las obligaciones gubernamentales, en este caso de restitución de la libertad, están consagradas como deber a nivel constitucional (Grimm, 2020: 564).