Siglo XVIII - años cuarenta. La frontera imaginada
A fines del siglo XVIII, la circunnavegación del capitán Cook cambió de manera radical el curso de la historia de la Antártica, que de a poco dejó de ser entendida como el espacio hipotético de Aristóteles, la tierra Australis Incógnita de cartografías premoderna y de los cuentos fantásticos de escritores como Allan Poe (1838), Salgari (1895) o Verne (1897): autores de textos fundadores en que la ubicación polar y lo desconocido se tornaban expresión de un “sentido de planeta” (Leane & Miles, 2017) capaz de activar, con cuentos de extraterrestres, misterio y terror (Brazzelli, 2015), distintos cuestionamientos morales acerca del comportamiento humano. Ya a comienzos del siglo XIX, embarcaciones en su gran mayoría británicas, pasaban temporadas de pesca en los archipiélagos subantárticos2. Cerca de un siglo después, los estudios oceanográficos de las expediciones Discovery3 mostraban cómo el potencial extractivo del mar se mantenía cual primer motor de muchos más estudios científicos y levantamientos que de a poco permitirían difundir la imagen del continente como un espacio concreto, accesible, luego reivindicable, motivando la primera reclamación británica en 1908.
Una cartografía de 1929 permite entender sus fundamentos. El mapa continental (Figura 1) venía acompañado de un detalle con el trazado y las panorámicas en vuelo de pájaro de la expedición aérea Wilkins-Hearst; una selección entre un número mayor de fotos que ilustraban un artículo científico (Wilkins, 1929), en que se explicaba cómo se cubrió todo el territorio recorrido para levantar la aún desconocida costa oriental de la península antártica y completar su levantamiento. Para ser dibujada, la cartografía requería de este vuelo, una hazaña orientada a un conocimiento geográfico que, sin embargo, se teñía de otros sentidos. Como imágenes mecánicas, las panorámicas certificaban que lo desconocido fue penetrado por el imperio y ratificaban su conquista demarcando como suyo el espacio sobrevolado. Vuelo y fotografías fundamentaban la reclamación y se sumaban como “evidencias” de otros discursos fundados en la capacidad de dominio de la naturaleza; aquellos que mostraban a los británicos como “autoridad ambiental” (Howkins, 2008), capaz de estudiar y conservar el recurso fauna marina, y los que, ya consolidados en fotografía y cine de Herbert Ponting4 cristalizaron su sentido de superioridad científica y moral.

Fuente: American Geographical Society Library, University of Wisconsin-Milwaukee Libraries. https://collections.lib.uwm.edu/digital/collection/agdm/id/21599/rec/22
Figura 1 Antártica. American Geographical Society, 1929
Por el otro lado, las reclamaciones sudamericanas se argumentarían esencialmente en supuestos derechos jurídicos derivados directa o indirectamente de su posición geográfica. Estas se oficializaron en los cuarenta, cristalizando discursos que, elaborados en forma conjunta en décadas anteriores, ya se habían delineado tempraneramente en un esquema publicado por el geógrafo Delachaux (Figura 2) en 1904. Los “Antartandes”, que varios estudios extranjeros señalaban como extensión de la cordillera americana, aparecían como el elemento longitudinal estructurante de una Antártica de cerros y planicies glaciales, irresistiblemente próxima y parecida a la Patagonia, con sus montañas y pampas orientales; su continuación natural e imagen especular. Cercanía, semejanza y continuidad de una Antártica “americana” (Risopatrón, 1908) o derechamente “Sudamericana” (Cordovez Madariaga, 1945) se convirtieron en recursos retóricos fundantes de discursos oficiales con que ambos países afrontaron al Reino Unido buscando apoyo en sus vecinos (Howkins, 2008, 41-71): “América está llamada a actuar de uno a otro polo” (Cañas, 1948, p. 9). Asimismo, proximidad y semejanza informaban discursos jurídicos confeccionados por las disposiciones inmutables de la naturaleza (Huneeus Gana, 1948, 18) y argumentos ratzelianos que instrumentalizaban las cartografías coloniales, en primer lugar, las que pintaban a la Antártica parapetando al estrecho de Magallanes (Pinochet de la Barra, 1948, p. 55), para construir el mito de la “restauración virreinal” y de títulos soberanos traspasados por la corona a los nuevos estados nacionales.
Reino Unido y sudamericanos vincularon conocimiento científico, geografía, geopolítica y reclamaciones territoriales de una manera inextricable, pero con articulaciones discursivas distintas. En un caso, la elevada capacidad de producción de conocimiento fundamentaba la acción política del gobierno británico y la convicción de que acceder al territorio no solo requiere de proximidad geográfica, que la unidad entre centro y frontera también necesita ética rigurosa, recursos y tecnologías apropiadas y que la Antártica no podría ser alcanzada, entendida ni bien administrada por otros. Esta frontera se entendía como un vacío, un espacio de unidad nacional cuya incorporación se proyectaba hacia el futuro sobre todo desde la posibilidad y el mérito de seguir produciendo nuevos conocimientos.
En el extremo opuesto, el discurso sudamericano forzaba el conocimiento para que los descubrimientos de otros convergieran en la demostración de la pertenencia de un espacio entendido como dado; no disponible desde tiempos inmemorables e inseparable de Sudamérica por un principio de indivisibilidad de que se daba prueba con “evidencias” de un pasado remoto, jurídico y geológico. Sin embargo, este tipo de evidencias “incuestionables”, más que unir, ya habían dividido y seguirían enfrentando los países “hermanos” en sus fronteras patagónicas, donde la herencia española había catalizado interpretaciones enfrentadas de mapas coloniales (Lacoste, 2002), y cuya repartición de 1902 no pudo resolver por completo conflictos limítrofes ni problemas de trashumancia (Rossetti, 2018) que en los ochenta casi terminaron en conflicto armado. La voluntad de anexar las tierras de aún más al sur extendió en este rumbo la misma incapacidad de dialogar que imposibilitó actuar como un frente único para promover su consecuente imagen de espacio sudamericano; la divulgación final por separado de mapas de una Antártica chilena y otra argentina, donde cada país fue silenciando al vecino y con extensiones superpuestas en vez que colindantes (Figura 3), anticipaban la real situación de conflicto que se ocultaba detrás de los mapas coloniales, de la unidad geográfica y de la vaga idea de fraternidad celebrada por acuerdos iniciales que pronosticaban un futuro de acciones mutuas y reconocimientos recíprocos5.

Nota. a) infraestructuras permanentes en 1915: observatorio meteorológico y estaciones balleneras con patentes argentinas, chilenas y británicas. b) estaciones militares o de investigación en 1955, en su gran mayoría de estos mismos países y concentradas en el territorio de sus reclamaciones superpuestas. c) Integración de estaciones de investigación de otros países y superpotencias (EE. UU. y USSR) en todo el continente en 1959, durante el AGI.
Figura 3 Incremento de estaciones entre primera reclamación británica y AGI
Un espacio, tres fronteras
Entrando en los años cuarenta, las únicas estructuras permanentes de la Antártica eran el centro meteorológico argentino de la isla Laurie y algunas estaciones balleneras en el mar subantártico (Figura 3a). Al entorno marítimo aún se le atribuía el significado de un espacio extractivo, a proteger eventualmente para conservar su productividad (Howkins, 2008), mientras también el interior continental se empezaba a percibir como un espacio de alto potencial: los resultados de las expediciones de Richard Byrd habían difundido la noticia de la existencia de riquezas minerales (Pinochet de la Barra, 1948, p. 164) y anticipaban el creciente interés hacia el interior que pronto fomentaría las acciones de ocupación efectivas que se registraron entre 1943 y 1959. Al comienzo de este período, tensiones geopolíticas, la Segunda Guerra Mundial, amenazas nazi y sospechas de amistad entre Alemania y Sudamérica motivaron la operación Tabarín y la construcción de bases permanentes, primero británicas y luego chilenas y argentinas (Figura 3b). Hacia finales de los cincuenta, muchas más estaciones ya se encontraban en función a lo largo y lo ancho del continente entero (Figura 3c); el año geofísico internacional de 1959 (AGI), dedicado a su estudio y al entendimiento del planeta, se había presentado como principal motor para que también otras naciones empezaran a formalizar su presencia a la vez de crear un clima de paz que calmara, además de las tensiones entre Reino Unido y sudamericanos, otras que iban surgiendo entre el “free world” y la Unión Soviética.
A partir de la operación Tabarín, cada país fue instalando sus propias bases en primera instancia donde ya existían las de los otros y, en ciertos casos, a distancias de metros. Las primeras se localizaron en los lugares más accesibles a la navegación, en puntos de la costa libres de nieves, e idealmente con buenas condiciones atmosféricas para el vuelo de hidroaviones y/o helicópteros transportados hasta ahí por vía marítima. La mayoría se instaló en los archipiélagos subantárticos y en la costa occidental de la península, aunque posteriormente, acercándose el AGI, Reino Unido y Argentina también se posicionaron en ubicaciones más complejas como las barreras de hielo del mar de Weddel y de la bahía Halley. Las bases debían ser autosuficientes por lo menos durante un año, siendo el verano la época de mayor factibilidad para expediciones de relevo en que, ya sea partiendo de la Patagonia chilena o argentina, desde las Falklands o las Georgias del Sur, se transportaban los materiales para tareas constructivas, junto con alimentos para su abastecimiento y combustibles para energía. Las bases, esencialmente galpones metálicos y carpintería en madera, se asemejaban, aunque podían ser concebidas para objetivos distintos. Según el arquitecto chileno Ripamonti, su rol variaba desde lo pasivo a lo dinámico (Ripamonti, s.f.): en un extremo, un uso “doméstico” centrado en el afianzamiento de soberanía sin invertir en muchas más actividades que estudios meteorológicos; en el otro, su dedicación a la investigación científica, levantamientos y soporte para exploraciones.
Aun participando en un evento científico como el AGI, la política antártica de los países sudamericanos siguió liderada por militares: Ramón Cañas, director del comité científico chileno y Hernán Pujato, director del Instituto Antártico Argentino. A pesar de ser el país que más invirtió en estaciones de mayor tamaño, al punto de estar al par con las británicas en cuanto a territorio cubierto, los proyectos de investigación más ambiciosos de Argentina, como las dos travesías al polo desde las bases San Martín y Belgrano, fracasaron. La actividad chilena contó el menor número de estaciones, todas “pasivas” por evitar
más experimentaciones cuando ya hay bastante países que tienen solución a los problemas, ya sea en el ártico o en el antártico […] y priorizar planificar en forma racional las distintas instalaciones y pabellones, ajustándose a un plano regulador, que se iría ampliando en forma metódica (FA, 12, 6).
Reducir costos y priorizar la multiplicación de bases, no sirvió para abarcar más territorio que la costa norte de la península e islas cercanas. La única estación chilena concebida para un fin científico en vez que militar fue fundada para el AGI, pero incendiada de inmediato.
A pesar de las hostilidades políticas, procesos espontáneos surgidos por compartir el mismo territorio convirtieron las bases antárticas en lugar de cruces interestatales. Los mismos enemigos para los cuales se preparaban los cañones de barcos de guerra podían ser invitados a jugar partidos de fútbol (Pinochet de la Barra, 1986, 100). Las bases extranjeras podrían ser visitadas, conocidas6 y registradas a través de croquis paisajísticos7, fotografías (Figuras 4a, 4b, 4c, 4d) y listados precisos y actualizados de las instalaciones de los demás países8. Las de uno podrían dar ayuda médica a los residentes de otros. Sus antenas radio cumplieron un rol fundamental en procesos de incorporación, siendo su uso planificado para las comunicaciones necesarias entre sus operadores, las instituciones correspondientes y sus familiares. También serían utilizadas para un fin análogo al de la fundación de “oficinas de correo” desde donde se enviaban postales con los sellos antárticos correspondientes; compartiendo con el resto del mundo la vida doméstica de sus operadores, estas permitirían supuestamente afirmar soberanía comunicando sus habitantes con radioaficionados en una “forma efectiva de dar a conocer nuestra Antártica en los más lejanos puntos del planeta” (FA, 18,1).

Fuente: Picture Library, Scott Polar Research Institute, Cambridge.
Figura 4a Base Melchior (ARG) inmortalizada por un helicóptero británico en 1955

Fuente: Picture Library, Scott Polar Research Institute. Cambridge.
Figura 4b Base Presidente González Videla (CL) inmortalizada por un helicóptero británico en 1955

Nota. Las instalaciones de dos naciones se encontraban a metros de distancia. Fuente: Fondo Gerstmann, Biblioteca UCN Antofagasta.
Figura 4c Station G (UK) y Refugio Naval Ensenada Martel (ARG) en Isla Rey Jorge (Shetlands del Sur) en la segunda expedición chilena (1947-48)

Fuente: Ilustración del libro My Antarctic Honeymoon (Darlington & McIlvaine, 1956).
Figura 4d Estaciones colindantes: Base del Este (EE. UU.) y Station D (UK) en Isla Stonington
Con el tiempo, las antenas que facilitaron las comunicaciones entre las bases derivaron en el intercambio de registros meteorológicos para contribuir a la seguridad de los desplazamientos de todos. En la antena se podían condensar tanto aspiraciones de unidad nacional (Figura 5) como la voluntad y la necesidad de pertenecer a redes internacionales de cooperación (Figura 6). Nexo entre lo doméstico y lo interestatal, los procesos no planificados de bases y antenas se presentan como una primera expresión espontánea de la imagen de la Antártica como suelo común. Fue el Año Geofísico Internacional (AGI) el que encauzó esta última en un primer proceso formal.

Fuente: Dibujo del libro La Nación Argentina, Justa, Libre Soberana, de 1950.
Figura 5 Antártida “argentina”, unificación nacional y radiofonía en propaganda peronista.

Fuente: Archivo histórico de la Cancillería, Ministerio de Relaciones Exteriores, Chile.
Figura 6 Estaciones meteorológicas chilenas, argentinas y británicas. Fondo Antártica
Entre las actividades más relevantes de este evento destaca la expedición transántartica, que, coordinada entre científicos y gobiernos del Commonwealth y liderada por el Reino Unido (1955-1958), se sumaba a otras de sus acciones anteriores como la mayor implementación de la estación B como base aérea, el consecuente levantamiento aerofotogramétrico (Falkland Island Dependencies Aerial Survey) de 1955/57 y la construcción de la estación Halley Bay para los científicos de la Royal Geographical Society. Junto con la relevancia de los conocimientos producidos, la expedición, entre el mar de Weddell, el polo y el mar de Ross, constituye por sí misma un alarde de organización internacional y logística. Para su logro se ejecutaron nuevas estaciones y refugios temporales, se desplegaron transportes terrestres, aéreos y animales y para su difusión se contó con una intensa campaña mediática. Los códigos de esta última se encuentran resumidos en muchos mapas, donde además de hacer alarde de logística y tecnología de transporte, también se subrayaba un principio de reafirmación histórica: como se enfatiza en National Geographic (Figura 7) la travesía, la primera realizada de costa a costa por vía terrestre, seguía las rutas de los exploradores que en la era heroica buscaron alcanzar el polo en los espacios en ese tiempo reclamados por el imperio.

Fuente: National Geographic de enero 1959.
Figura 7 Mapa de la expedición transantártica del Commonwealth
Para Chile y Argentina fueron los años cuarenta y cincuenta, no los que así define la historiografía canónica, su “era heroica”. Con el comienzo más tardío de acciones concretas, esos fueron clave para crear “conciencia antártica” nacional. En el caso argentino, sumándose a las otras reivindicaciones del Atlántico sur, la Antártica se integró en la construcción del mito de la pérdida de un territorio propio a mano de potencias extranjeras (Lois, 2012). El peronismo la introdujo como tema central de intensas campañas propagandistas que abarcaron libros escolares (Escudé, 1988), gráfica publicitaria, música, poesía y literatura de varios autores, menores pero muy presentes en medios de comunicación (Cicalese y Pereyra, 2018; García, 2009; Magnani, 2017; Pulfer, 2012;). Además de la unidad de las telecomunicaciones (Figura 5), recurrente era el tema de la bandera que, junto con identificar al territorio patrio, podía “comprobar” su pertenencia con sus colores, amarillo como el sol, celeste como el cielo y blanco como el hielo: una alusión que, además que en representaciones gráficas para textos escolares (Figura 8), también podía adornar obras literarias como el Canto a la Antártica de Ortiz Behety (1948, pp. 7-8).

Fuente: Cozzani de Gillone, 1953.
Figura 8 Antena de estación argentina y bandera nacional en paisaje antártico de libro escolar
En el caso chileno, el entorno del general Cañas y su revista Terra Australis, asociaba el territorio reclamado con el destino manifiesto de una hegemonía chilena sobre el Pacífico garantizada por el largo total de costas antártica y continental. Nuevas “evidencias” de su inseparabilidad fueron sugeridas por Barrera (1949), que aseguraba la ininterrupción del espacio marítimo/glacial desde la laguna San Rafael hacia los mares más australes, mientras que al antropólogo De Kroll se encargó encontrar rutas migratorias de indígenas australianos que cruzando la Antártica habrían llegado a conformar las “chilenas” tribus canoeras de estos mismos parajes (Pinochet de la Barra, 1986, p. 90). Ideas análogas inspiran Los Conquistadores de la Antártida de Coloane (1945) y, sobre todo, las fotografías que Robert Gerstmann publicó en Chile en 235 cuadros (1959). Selknam “chilenizados”, habitaban como únicos moradores un continuum en que nuevamente se acomunaban los paisajes eminentemente acuáticos y glaciales de Antártica y Patagonia (Figura 9) y, contrariamente a la primera edición del libro (Gerstmann, 1932), donde se pintaba como espacio productivo y de pampas ganaderas, esta última pasaba a ser valorada como virgen, oceánica, glacial y más semejante al territorio que se pretendía anexar. En la integración de sus paisajes al imaginario nacional, sus características obligaban a mirar al territorio continental con otra mirada. Fuera de sesgos geopolíticos, esta resignificación operaba silenciando la presencia extranjera y el real ambiente conflictivo, si registrados por Gerstmann en todo el espacio representado, y anticipaba cómo la valoración de la Antártica en calidad de páramo virgen se iría elaborando en términos de la postergación de pugnas y tensiones subyacentes.

Nota: A la izquierda, glaciar patagónico. Al centro, Selknam convertidos en marinos en Puerto Edén. A la derecha base antártica O’Higgins. Fuente: Gerstmann, 1959.
Figura 9 Secuencia de paisajes entre Patagonia y Antártica chilena
Una frontera global
El AGI coordinó la acción de varios países para producir conocimientos útiles al entendimiento del planeta Tierra. Fue un evento científico, pero sus consecuencias fueron sobre todo políticas al consolidarse su modus operandi en el Tratado Antártico de 1961. Con ese, junto con congelar hasta nuevo aviso todas reclamaciones territoriales, sus miembros se comprometieron a dedicar el continente a actividades pacíficas, investigación y distintas formas de cooperación internacional: cristalización de una idea de la Antártica como espacio de cuyos beneficios debería aprovechar una comunidad internacional. Con el avanzar de los años, a mayores conocimientos se fueron asociando distintos entendimientos de esta noción de utilidad: en un extremo el que vehiculizaban cartografías basadas en la confirmación de la teoría de la deriva de los continentes (Figura 10) y permite suponer la abundancia de recursos como el petróleo asumiendo que si alguna vez estuvo unida a Sudáfrica y Sudamérica, la Antártica debería disponer de depósitos minerales análogos (Spiller, 2015, 132); en el otro, la que catalizaban secuencias satelitales que impiden contemplar la región sin ansiedad (Cosgrove, 2001, p. 220). Como observaciones “en directo” de reducción de ozono, cambio climático y colapsos de banquisas polares, su masiva difusión asocia la Antártica, fin espacial de la Tierra, con su fin temporal (DeLoughrey, 2014); la convierten en lugar del espectáculo de la destrucción del medioambiente planetario (Figuras 11 y 12).

Fuente: Campbell Craddock et al., Geologic Maps of Antarctica, Antarctic Map Folio Series, folio 12 (New York: American Geographical Society, 1969- 1970).
Figura 10 Antártica y Gondwana

Fuente: Lambright, 2005.
Figura 11 Secuencias satelitales Nimbus del agujero de ozono sobre la Antártica (NASA)

Fuente: https://earthobservatory.nasa.gov/world-of-change/LarsenB
Figura 12 Secuencia satelital del colapso de la plataforma de hielo Larsen-B en 2002 (NASA)
La colisión entre estas visiones, a fines de los ochenta, fue gatillada por el vencimiento treintañal del tratado y luego de celebrarse un acuerdo inicial para que sus miembros iniciaran la explotación mineral (Antonello, 2019). El descubrimiento del agujero de ozono (1985), el colapso de las barreras de hielo de Filchner y Larsen (1986 y 1987) y campanas ambientalistas fuertemente apoyadas en los imaginarios satelitales asociados (May, 1989) lograron convencer de la necesidad de preservar intacto el continente para no interferir con estudios científicos capaces de informar sobre el estado de salud del planeta (Shortis, 2019; Spiller, 2015, pp. 125-168). Junto con la concientización de los escasos retornos económicos que generaría la extracción mineral con los medios de la época (Willan, MacDonald & Drewry, 1990, p. 39), esta victoria del preservacionismo derivó en el protocolo de Madrid. Firmado en 1991, en vigor desde 1998 y perfeccionado con nuevos anexos hasta 2005, este, además de reiterar la vocación científica del continente, obligaba a los miembros del tratado a reducir al mínimo el impacto de su presencia, solo justificada por actividades de investigación y, en menor medida, por un turismo controlado.
Añadiendo una variable ecológica y renovándolo por 50 años más, el protocolo reafirmó una de las características esenciales del tratado de 1961: su incapacidad de enfrentar el problema de cómo y entre quiénes repartir las riquezas y/o el territorio del continente y frente a la cual solo se puede postergar hasta nuevo aviso la búsqueda de una solución. Al dejar abierta la posibilidad de una explotación comercial futura, al no desestimar totalmente reclamaciones de soberanía, al integrar nuevos miembros y estableciendo plazos de vigencia, en el corto y mediano plazo se fomentaba la paz, pero en el largo plazo se catalizaron nuevas tensiones. El quehacer antártico de Argentina, Chile y Reino Unido debe entenderse en este clima de postergación, donde todos acuerdos en la práctica regulan las formas de anticipación con que los distintos interesados pueden adelantarse al siguiente vencimiento, cuando todo podría cambiar; un contexto en que la posibilidad de conseguir objetivos futuros, se asocia con la capacidad de cada miembro de producir conocimiento científico, con su credibilidad y compromiso en relación a los acuerdos celebrados y a la búsqueda de formas de cooperación.
En 1973 la revista argentina Antártida (DNA, 1973, pp. 4-9). publicaba un mapa (Figura 13) en que el “hub” de Marambio se presentaba como un nodo de mayor envergadura para “la provisión de los medios de acceso intercontinental e intracontinental a todas las partes” (DNA, 1973, p. 8) : con un puente aéreo hacia el “gateway” de Ushuaia, Marambio integraría al país en una red de conexiones que, utilizadas por científicos de todos los países miembros del Sistema Antártico, uniría el continente entero con el resto del mundo. Otro estudio de fines de los ochenta muestra una realidad más compleja a partir del proyecto de ampliación del aeródromo de la base británica Rothera (BAS, 1989) y, en el contexto de un conjunto de políticas con que, junto con intensificar la presencia militar en sus posesiones del Atlántico austral, el Reino Unido (Agar, 2019, pp. 234-240; British Antarctic Survey, BAS, 1982-1983) incrementó el financiamiento de sus programas de investigación posterior a la guerra de las Falklands. Uno de sus mapas (Figura 14), analizando conexiones y radio de alcance de aviones del BAS, también mostraba la proyección de un futuro vinculado, además que con sus propios hubs y Gateway, con la pista que Chile inauguró en 1980 para “convertir el complejo Punta Arenas-Marsh en principal punto de partida y centro de apoyo internacional del continente antártico” (Romero,1984, p. 49). Ello descartando por completo el uso de Marambio, que hasta pocos años antes era el más utilizado de este sector. Las dos publicaciones testimoniaban cómo una de las formas de cooperación posible en el contexto del sistema antártico consistía en formas de apoyo logístico y transporte, pero su comparación también sugiere que, a pesar de los principios de paz abanderados, el desarrollo de este espacio también respondía a la percepción de las implicancias antárticas de los conflictos de Atlántico y Pacífico sur y a tensiones que difícilmente podrían desvincularse de las discusiones de los ochenta, de la posibilidad de iniciar la explotación mineral (Dodds, 2013; Infante Caffi, 1984) y de las dinámicas de afirmación nacional mayormente gatilladas a partir de estos momentos.

Fuente: BAS, 1989.
Figura 14 Mapa de radios de acción de aviones británicos Twin Otter y Dash-7 propuestos con ampliación de aeródromo de Rothera e inclusión de aeródromo chileno Teniente Marsh
Con el pasar de los años, ciudades de cabecera, nodos logísticos y bases de Chile y Argentina siguieron compitiendo para consolidarse como centros de apoyo logístico. Este tipo de soporte se concretó de distintas maneras. En lo que concierne a investigación, el espacio de algunas bases militares fue compartido con programas científicos extranjeros. Asimismo, buques y aviones de las fuerzas armadas fueron puestos al servicio para transporte de personas y cargas para las estaciones de investigación de otros países. En lo que a turismo se refiere, la ciudad de Ushuaia se convirtió en el principal puerto de entrada de cruceros marítimos y el aeródromo Teniente Marsh en el de expediciones aeroterrestres. Los servicios logísticos de Chile y Argentina les permitieron aprovechar la ventaja comparativa de la proximidad geográfica e impulsaron la instalación de nuevas estaciones y nuevos miembros del tratado, cuya presencia en el norte de la península se incrementó sobre todo en el contexto de los debates de los ochenta9.
Al mismo tiempo, la cantidad de estaciones del Reino Unido fue decreciendo (BAS, 2016) y se fue privilegiando su ubicación lejos de las zonas “sobrepobladas” del norte de la península, como islas subantárticas británicas y sectores más aislados del territorio reclamado, como Punta Rothera y Bahía Halley. En síntesis, su distribución y reducción numérica respondía así a una lógica geoestratégica vinculada con la posibilidad de ver reconocida una reclamación territorial en el futuro, pero al mismo tiempo se presentaba como una forma de legitimar la presencia del Reino Unido como una nación más sincera y directamente alineada con los principios del tratado antártico, del protocolo de Madrid y del ideario ecológico y científico que este acarreaba: por un lado mostraba una nación mucho más orientada a la investigación científica y distinguida de otros países por su capacidad de enfrentarse a lugares más remotos; por el otro, expresaba su voluntad con respecto a la búsqueda de reducir al mínimo su impacto en el territorio.
Las obras de arquitectura icónicas de cada nación, el centro antártico internacional de Punta Arenas, la “primera ciudad de la Antártida” y las estaciones Halley, se hicieron vehículo de distintas formas de entender su rol en el ámbito del tratado Antártico y de los ideales de unidad que alimentaron sus quehaceres. En 2017, el primero se planteó como una plataforma logística y de investigación para aprovechar económicamente el flujo internacional de científicos que utilizaban Punta Arenas como puerta de entrada. La pretensión de convertirlo en una obra emblemática, afirmación de Chile como país-puente, se resolvió recurriendo a un repertorio lingüístico consolidado, traspasando a la metáfora arquitectónica del glaciar a la deriva (Figura 15) los mismos idearios de unidad nacional, proximidad y semejanza geográfica, entre paisajes glaciales antárticos y patagónicos, ya afirmados tanto en las más antiguas expresiones de Coloane y Gerstmann como en la más reciente ejecución del pabellón de Chile en la Expo de Sevilla 1992.
El segundo es el resultado de un estudio inicialmente encargado por el ejército argentino a Amancio Williams. La concepción tecnológica de este edificio/ciudad se alineaba con otros proyectos utópicos de arquitectos como Ralph Erskine o Frei Otto que, una vez ideadas ciudades cubiertas y climáticamente controladas para el hemisferio norte, también sugerían replicarlas al sur. Junto con ello, los dibujos de Williams revelan una inspiración en la horizontalidad que permite interpretarla como el último de un conjunto de proyectos utópicos en que algunos historiadores reconocen afinidades con Emilio Ambasz por la manera de evocar a las pampas: un paisaje nacional “suficientemente abstracto en Argentina como para admitir una exaltación de su esencialidad” (Fernández, 1998, p. 44), a cuya monótona horizontalidad se puede recurrir sin renunciar a una expresión espiritual-futurista (Silvestri, 2011, pp. 289 y 381) y que Williams pareciera desplazar a la Antártica en las perspectivas exteriores, eminentemente blancas del proyecto (Figura 16). En ellas, la inseparabilidad entre cielos nublados y suelos helados, una y otra vez recordada en la literatura, se abstraía en la representación de una megaestructura que parecía surgir natural, horizontal y repetidamente -podría extenderse al infinito por agregaciones sucesivas- en un paisaje que como las pampas aparecía plano, descaracterizado y reinterpretado desde los rasgos de lo sublime tecnológico como extensión de la patria.

Fuente: Fondo Amancio Williams, Canadian Centre for Architecture, Donación hijos de Amancio Williams, 1980-83.
Figura 16 Primera ciudad de la Antártida: Amancio Williams
El imaginario tecnológico se asociaba con el ideario de unidad e indivisibilidad del territorio nacional que inspiraría a la dictadura militar argentina en buscar extender soberanía, junto con acoger actividades extranjeras, según el principio clásico de incrementar el poblamiento nacional: la ciudad sería habitada en un 50% por ciudadanos argentinos, a pesar de que un asentamiento estable se alejara del espíritu del Tratado Antártico. Por otras vías, en 1978 esta misma aspiración ya se había cristalizado en la fundación del nada vanguardista asentamiento del Fortín Sargento Cabral y pronto conduciría al proyecto especular de la villa las Estrellas de parte de la dictadura pinochetista. Junto con los proyectos más icónicos, donde chilenos y argentinos “hospedaban” a los demás, pero reafirmando su presencia, también las pequeñas capillas, escuelas, oficinas de correo y bancos de estos poblados “civiles”, bases pasivas ampliadas y habitadas por las familias de militares, volvieron como en los tiempos de Ripamonti a otorgarle a lo doméstico el rol de construir el país austral. En el contexto del Tratado Antártico, habitar un paisaje nacional y a la vez “hospedar” en él turistas o investigadores, implicaba replantear el rol de Chile y Argentina como países soberanos pero “anfitriones”; discursos que reiteran y renuevan las mismas ideas de continuidad geográfica arraigadas en imaginarios de patria como las que primeramente fueron enunciadas en la Antártida de Delachaux (Figura 2) y de alguna manera reafirmadas en las continuidades reveladas por la teoría de la deriva de continentes (Figura 10).
Planteamientos opuestos inspiraron las arquitecturas de la bahía Halley, en el límite oriental de la reclamación británica. Las distintas estaciones que se sucedieron en este lugar a partir del AGI enfrentaron el problema de cómo habitar una gran banquisa como la plataforma de Brunt: un lugar que se estima que es uno de los mejores para monitorear ciertos fenómenos atmosféricos y donde el aumento de la temperatura preanuncia un colapso similar a los quiebres de las relativamente próximas plataformas de hielo de Filchner y Larsen. Cada estación fue construida al hacerse la anterior obsoleta por desgaste o desprendimiento de porciones hielo. Las primeras asumieron su progresivo sumergimiento bajo nieve como una variable del proyecto (Figura 17), mientras que Halley V y Halley VI (Figura 18) fueron concebidas para ser desmanteladas (BAS, 2007), y no abandonadas al terminar su vida útil.
Uno de los aspectos destacados de Halley VI es el vínculo entre su valor emblemático y la historia del lugar, ya que son estudios realizados en estas dependencias los que condujeron al descubrimiento del agujero de ozono, a su primera publicación (Farman, Gardiner & Shanklin, 1985), su posterior difusión masiva en imágenes del satélite NIMBUS (Figura 10) y su utilización como argumento tanto para la concreción de políticas medioambientales globales como para la cristalización de los imaginarios ecologistas que subyacen al Protocolo de Madrid. Otro es el carácter de performance con que conduce estos últimos al paroxismo. La estación se instala sobre piernas hidráulicas que permiten levantarla mientras sube el nivel de la nieve y esquíes que posibilitan rotar y desplazar sus módulos según la información obtenida por un sistema GPS (Anderson, Jones & Gudmundsson, 2014; BAS, 2003) que monitorea las grietas de la banquisa; debe poderse mover antes de su pronosticado colapso. Así, más allá de la lógica de transitoriedad que guía su concepción, su diseño y su propia supervivencia se subsumen en una retórica análoga a la de los imaginarios satelitales (Figuras 10 y 11) que estructuraron el discurso global, ecológico y catastrofista que derivó en las reglas sobre minimización de impactos: la de la capacidad de la tecnología de visualización más avanzada de simular, prever y anticipar un desastre, en este caso asociado al cambio climático. Celebración de un descubrimiento científico del pasado y puesta en escena de la capacidad de control sobre fenómenos alarmantes y globales, esta concepción tecnológica monumentaliza la credibilidad de científicos, “nuevos profetas” (Walter,2009, pp. 293-297) y gobierno británico para afirmarse como líderes globales; un tipo de retórica análoga a la que sugiere Sontag en La imaginación del desastre (2005, p. 282), y que ya había anunciado Margaret Thatcher en su famoso discurso en las UN (1989): tomar medidas para el cambio climático y restaurar el medioambiente planetario era posible gracias a la capacidad de ciencia y tecnología de observar la Tierra desde el cielo. Dentro de todo, salvo por la idea de unidad que acarreaba, ya no imperial, ni internacional, sino que global, la lógica discursiva de la base Halley no se alejaba demasiado de la cartografía de 1929 (Figura 1) con su estrecha vinculación a la tecnología de visión más avanzada de su época.
Tierra de nadie, tierra de todos
Entre sus primeros avistamientos y la actualidad, la Antártica se afirmó como un territorio compartido y un espacio cuya necesidad de comprehensión define su esencia. “Fin del mundo” y “tierra de nadie”, por no registrar soberanía alguna, despertó el interés de siempre más Estados hasta delinearse al mismo tiempo como “tierra de todos”. En este sentido, las sucesivas etapas de resignificación, de tierra de pugnas y recursos extractivos a tierra de paz, cooperación, ciencia y, finalmente, de preservación, pueden leerse como instancias que surgen desde la necesidad de poner este territorio al servicio de una comunidad siempre más grande, como un bien de la humanidad. Por un lado, pareciera que su carácter de extraterritorialidad solo admite observarla en relación con su utilidad colectiva y que la percepción de esta última, desde antiguas literaturas terroríficas hasta visiones satelitales, medioambientales y catastrofistas que abocan por cambios de conductas a nivel global, se mantuvo firme pivoteando en su capacidad de convocar a reflexiones sobre el comportamiento humano. Por otra parte, ello implica que junto con pasar de extractivismo a la preservación, sus sucesivas resignificaciones conciernen a quienes debiesen traer beneficio de su uso: primero naciones enfrentadas, luego los miembros de un sistema compuesto por un puñado de Estados y, finalmente, la ciudadanía global a que alude el vínculo entre virginidad antártica, ciencia y medioambiente planetario. Su valoración como tierra de preservación e investigación científica es ante todo reafirmación de la idea de la Antártica como espacio perteneciente a la ciudadanía global.
Los gobiernos de Argentina, Chile y Reino Unido participaron en este proceso con acciones que, orientadas a afirmar su presencia, ya sea en términos físicos o de relevancia científica, fueron mayormente impulsadas por ciertas tensiones; las que a comienzos del siglo XX vincularon las primeras acciones británicas con el despertar sudamericano; las que asocian la Segunda Guerra Mundial con la manera en que cada uno trató de afianzar su presencia, denostando al otro, pero anticipando formas de cooperación que definieron el espíritu del Tratado Antártico de 1961; la posible explotación mineral, las tensiones de Atlántico y Pacífico sur y la lucha ambientalista que derivó en el Protocolo de Madrid de 1991: un conjunto de factores que promovieron una siempre mayor complejización y diversificación en las redes de infraestructura, una más profunda especialización de actividades desarrolladas y diferentes estrategias de localización y concentración de estaciones o poblados. Condicionadas por las relaciones diplomáticas entre los tres países, estas últimas revelan un mayor atrincheramiento en ideales soberanistas de parte de los “anfitriones” sudamericanos y una mayor contribución de británicos “profetas” al proceso de resignificación colectiva antes mencionado. Este distanciamiento reitera los planteamientos de los discursos fundadores desde principios de la carrera hasta la actualidad: por un lado, los que pasando por Delachaux, Gerstmann, Coloane o la propaganda peronista construyeron mitos de domesticidad, continuidad y proximidad geográfica, ratificados por evidencias geológicas y manifestados en “postales” nacionales; por el otro, los que desde la expedición Wilkins-Hearst elaboraron mitos de universalismo y superioridad científica, tecnológica y moral que, y que se siguen enfatizando por alardes de logística, visualización y producción de conocimiento que mejor se manifiestan en ideas de control ambiental. Cristalizan estos discursos las más recientes arquitecturas emblemáticas de cada país, subsumidas en paisajes nacionales que monumentalizan semejanza y proximidad geográfica o en un ambiente perfectamente monitoreado que monumentaliza a su vez la capacidad de su comprehensión.
A pesar de las ideas de cooperación que guían la historia antártica, la coexistencia en un mismo territorio de entendimientos que enfrentan lo doméstico y lo universal, lo soberanista y lo global, lo paisajista y lo ambiental, el pasado geológico y el futuro modernizador, muestra cómo los valores que se le atribuyen se tejen a través del quehacer individual de los actores involucrados, no de una forma comunitaria real, y por intereses que no necesariamente se alinean con el sentir colectivo. El territorio delineado por las reclamaciones de Argentina, Chile y Reino Unido se convierte así en el mejor ejemplo de cómo, más allá de la búsqueda de consensos y de una utilidad colectiva, tanto el imaginario de paz y colaboración como su más reciente actualización en términos ecologistas, se puedan entender también como impulsados por la búsqueda de treguas frente a las tensiones que subyacen a la condición de la Antártica como tierra de nadie y de todos: una condición conflictiva silenciada, donde los imaginarios pacíficos parecen más bien expresiones de un equilibrio inestable, que permiten escapar temporáneamente de otros idearios, vinculados con recursos extractivos e incapaces de sostener las tensiones implícitas en el problema de cómo y entre quienes, el otro “bien de la humanidad” podría ser repartido.