La fatalidad ha querido que regrese inmediatamente a los editoriales de esta Revista, por una nueva pérdida de un miembro del Consejo y colega de disciplina. El día viernes 14 de enero de este año 2022, ha muerto doña Amelia Castresana Herrero, mi maestra, y lo ha hecho rápidamente --mucho más de lo que esperábamos-, a causa de la E.L.A.
Yace ahora en su querida Comillas, España. Allí donde tuvo sus mejores recuerdos de niñez y sus mejores recuerdos como uxor et materfamilias. Nos observa tranquila desde el Cielo, libre de los pesados vincula que ataron su cuerpo en el último par de años.
Doña Amelia estudió en la Deutsche Schule de Madrid, fue licenciada en Filología Clásica y licenciada en Derecho -carreras que estudió paralelamente-, después, una jovencísima doctora en Derecho y, finalmente, Catedrática de Derecho Romano de la Universidad de Salamanca; dedicando así su vida profesional a la disciplina que Volterra llamó “l’aristocrazia del diritto”, como se suele recordar. Una mujer de tradición universitaria, pues su padre había sido un erudito Catedrático de Latín, en la misma Universidad, y su viudo, don José Luis, Catedrático salmantino de Derecho Constitucional y Director del Departamento de Derecho Público General.
Fue una mujer brillante, enérgica y de carácter, elegante y reservada, maternal, dulce y detallista; todo a la vez. Una óptima y personalísima mixtura de las dotes aprendidas de su madre y de su padre. Como ella misma dijo de ellos, encarnando en cada uno su pericia en las lenguas castellana y latina:
El español es y será siempre mi lengua madre, una madre que me educó en la prudencia, el rigor, el esfuerzo y en la tendencia a no obrar mal, a ni siquiera pensar mal; y también a llevar una vida frugal, poco apegada a las riquezas. -El latín me lo enseñó mi padre; de él aprendí la mansedumbre de ánimo y una serena firmeza a la hora de sostener las decisiones tomadas tras sopesar pros y contras. A amar el trabajo y a ser perseverante. Mi padre me animó a estudiar filología clásica, a leer los textos latinos sin prisas, a respetar a los maestros, y a amar la verdad y la justicia.
El texto es de mediados del año 20211, con ocasión de la entrega del VIII Premio Internacional Ursicino Álvarez Suárez. Ella fue la primera mujer en recibir esta máxima distinción, reservada solo a estudiosos romanistas cuya trayectoria les haya dado relieve mundial, otorgado por la Fundación de ese nombre con el patrocinio del Ilustre Colegio Notarial de Madrid.
Con su impresionante e irrepetible oratoria, pronunció un hermoso, profundo y emocionante discurso en el magnífico salón de la Academia Matritense del Notariado; en una ceremonia encabezada por el Presidente del Consejo General del Notariado y por el Presidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Comenzaba así:
“Para mí, el estado de alarma no ha tenido nada que ver con el coronavirus, sino con la primera y segunda motoneurona, que hacen perder fuerza a mis músculos, debilitándolos y dejándome inmovilizada en la silla de ruedas. Y este singular estado de alarma que sufro y que me ha generado una vida nueva, inesperada e indeseada, radicalmente distinta de la vivida en el pasado, me ha traído por sorpresa emociones únicas, extraordinarias, que nunca antes había sentido.
(…)
Hoy en mi vida han hecho acto de presencia tres letras decisivas, determinantes de mi presente, y de mi futuro: E-L-A. Y esas tres letras -que gobiernan mi cuerpo-, esas mismas letras -con contenidos y resultados radicalmente distintos- han formado parte -curiosamente- del pasado de mi educación, de mi vida académica, del día a día de mi experiencia docente e investigadora durante más de cuarenta años. Porque son las letras que encabezan el nombre de las lenguas que he utilizado y disfrutado toda mi vida desde niña para comunicarme -cargada de cariño, cercanía y entusiasmo- con mi familia, mis amigos, y mis colegas: ESPAÑOL, LATÍN, ALEMÁN, E-L-A.
(…)
El alemán lo aprendí de niña en el Colegio Alemán de Madrid, y lo compartí durante años con mi hermano, que me ha enseñado, entre otras cosas, a mantener el buen ánimo en cualquier circunstancia, incluso ante la enfermedad que padezco.
El alemán, además, se ha hecho protagonista de buena parte de mi vida académica, gracias a la generosa invitación de los profesores Andreas Wacke [un verdadero padre espiritual, como doña Amelia tantas veces declaró públicamente] y Rolf Knütel, este último, lamentablemente, ya fallecido. Ambos me animaron a ejercer la docencia en las Universidades de Colonia y Bonn, reuniendo las tres letras, E, L, A, español, latín y alemán en mis clases sobre la terminología jurídico-privada y los primeros descubrimientos históricos de Marco Porcio Catón, en su obra de agricultura. Gracias a ellos aprendí a investigar con rigor las fuentes latinas y a hacer que el alemán se incorporara definitivamente a mi vida académica sin despegarme del español y el latín. Y esa misma afición a reunir por y para el derecho romano las tres lenguas, la he compartido también durante muchos años con mi ilustre colega que ha recibido este Premio, el profesor Christian Baldus, un amigo entrañable.
Las mismas letras, E-L-A, han sido letras anheladas, estudiadas y apreciadas durante toda mi vida académica, porque encabezan exigencias éticas muy relevantes que, además, dan nombre también a conceptos jurídicos singulares, que han sido, son, y seguirán siendo los mejores modelos de la justicia social: EQUIDAD, LIBERTAD, AUTORIDAD, E-L-A. Tenemos que pensar y ejercitarnos en estos tres valores de mi apreciado ars iuris romani, como guía principal de aprendizaje.
(…)
Y ahora como uxor y materfamilias me dirijo a mi esposo y a mis hijas.
La E tiene que ver con el ENTUSIASMO que me trasladáis minuto a minuto, porque sois la mejor E de la ESCULTURA que modela la figura del amor. No me dais la ESPALDA nunca, ESTIRÁIS con fuerza mi vida. Porque la L de la LABILIDAD, que me hace frágil, débil, poco estable, está siendo combatida por la misma L de la LABOR diaria vuestra que transforma la labilidad en fortaleza y coraje. Sois la mejor LIGA familiar que -integrada también por mis hijos políticos, mi hermano, mis primas y Paqui-, convierte las LÁGRIMAS de la adversidad en la sonrisa del AMOR, un amor intenso y vivo. Me siento AFORTUNADA, pese al atroz atropello de las tres letras malditas de la ELA. Porque me dais ALIENTO, ÁNIMO, valor y brío. Y la A vuelve a unirse a la E de la ESPERANZA por un posible avance en la investigación de la ELA que limite el progreso de la enfermedad y alargue mi vida, y la de todos mis actuales compañeros que padecen la misma enfermedad”.
Doña Amelia estudió su tesis con don Alfredo Calonge, discípulo de don Pablo Fuenteseca, quien, a su vez, fue el primer discípulo de don Álvaro D’Ors. La filiación académica interesa, porque la fortuna quiso que el día anterior a la lectura de su tesina, con los elementos iniciales de su posterior tesis sobre la pecunia traiecticia, conociera en persona a don Álvaro -quien pernoctaría en Salamanca de camino a Coimbra-. Desde allí en adelante trabaron una amistad académica y personal decisiva para ella; un discipulado que perduró hasta el fallecimiento de don Álvaro. El encuentro ocurrió un par de años antes de que ella defendiera su Tesis doctoral: El préstamo marítimo griego y la pecunia traiecticia romana (Ediciones Universidad de Salamanca, 1981), un libro fundamental en el estudio de esta materia.
Yo conocí a doña Amelia a través de su obra, mientras estudiaba en la Universidad Católica de Chile. Buscando materiales para mi tesis de licenciatura en Derecho, me topé con su pequeño pero sustancioso libro “Fides, bona fides: un concepto para la creación del derecho” (Tecnos, Madrid, 1991). Quedé impresionado por su calidad. Recuerdo haberlo comentado al profesor que me dirigía en ese trabajo, don Francisco Samper; quien, siendo discípulo de D’Ors y Catedrático jubilado de la Universidad española, la conocía perfectamente de su etapa inicial. Don Paco me dijo con su elocuente estilo: “Sí, es muy inteligente la chica esa”. Años después, doña Amelia sonreía con afecto por ese recuerdo elogioso de ella, de cuando todavía era una investigadora.
Con solo esa información sobre la que para mí todavía era simplemente “la profesora Castresana”, al final de mis estudios de licenciatura recibí una beca doctoral y me fui a Salamanca para conocerla. Sirvió de enlace la profesora de Derecho Civil, hoy diputada nacional, doña María Jesús Moro Almaraz, a quien le agradezco hasta hoy por haber hecho posible el encuentro. Me entrevisté con doña Amelia en su “despacho” de Salamanca y me admitió generosamente, de manera inmediata, para realizar mi tesis con ella.
Una vez iniciado mi discipulado, busqué raudo otro libro más suyo que se encontraba en la biblioteca: era el Catálogo de Virtudes Femeninas: de la debilidad histórica de ser mujer “versus” la dignidad de ser esposa y madre (Tecnos, Madrid, 1993). Con su lectura terminé de comprender los intereses generales de doña Amelia: una jurista con especial preocupación por la historia de las palabras y su finísima precisión en el Derecho, con mayor -aunque no única- preferencia por el Derecho de Obligaciones y, en otra vertiente, una académica ejemplar, preocupada de poner su intelecto y sus altos valores éticos al servicio de las cuestiones relativas a las mujeres.
Sin ningún ánimo de hacer un recuento completo de su obra -desde ya, prescindiendo de su inmensa cantidad de artículos especializados-, respecto de aquella primera área de interés, además del ya mencionado libro sobre la Fides se puede destacar Grundbegriffe des spanischen Privatrechts (Europa, Salamanca, 1999), su libro Actos de Palabra y Derecho (Ratio Legis, Salamanca, 2007), y su glosario, publicado con ocasión de la celebración del octingentésimo aniversario de su universidad, 800 Años de Historia a través del Derecho Romano (Ediciones Universidad de Salamanca, 2018). En cuanto a sus estudios sobre las obligaciones, además de su autorizado libro sobre el préstamo marítimo, es obligado recordar otra obra fundamental, Nuevas Lecturas de la Responsabilidad Aquiliana (Ediciones Universidad de Salamanca, 2001), además de su libro sobre los fundamentos del derecho de obligaciones moderno, Defectos en el Cumplimiento de la Prestación: Derecho Romano y Derecho Europeo Actual (Ratio Legis, Salamanca, 2014). Por último, en su faceta vinculada a la situación de las mujeres, al Catálogo de Virtudes Femeninas siguió un exitoso curso optativo Historia de las mujeres. Silencios, desigualdades, para los estudiantes de Salamanca; y de esa experiencia surgieron sus dos últimas publicaciones, La “imbecilidad” del sexo femenino: una historia de silencios y desigualdades (Paso Honroso, Salamanca, 2019) y Los Augurios de Craso (Marcial Pons, Madrid, 2021). Esta última obra, si bien no es un libro académico sino una novela histórica, recoge en la trama las vicisitudes del “antimodelo” social de las mujeres cultas en el mundo romano y por eso resulta formar parte de este acervo. Hay, por último, dos libros que tienen un alcance mayor y que no pueden ser preteridos, su introducción y traducción de De agri cultura de Marco Porcio Catón (Tecnos, Madrid, 2009), que desarrolló en una intensa estancia de investigación en Alemania; y su manual, en cuatro ediciones, Derecho Romano. El arte de lo bueno y de lo justo (Tecnos, Madrid, 2020).
Después de terminar mi doctorado, doña Amelia me invitó en innumerables ocasiones al Estudio Salamantino como profesor, para colaborar con ella en su curso de Derecho Romano. Recuerdo con especial afecto la estupenda ceremonia de presentación de su glosario publicado para festejar los ochocientos años de la Universidad de Salamanca, con el Paraninfo repleto de público y con la presencia de la mayoría de los colegas que habían contribuido, provenientes de las universidades más antiguas de Europa, como Bolonia, París, Oxford, Heidelberg, Padova y Pisa.
Además, estoy especialmente agradecido de que hayamos organizado mancomunadamente siete Cursos Internacionales de Derecho Romano, que consistían en una semana de clases en jornada completa para estudiantes chilenos de la licenciatura en Derecho, que se impartía en Salamanca. La asistencia superaba los cien alumnos voluntarios. Disfrutaban de un curso de excelencia en que la carga principal de la docencia le correspondía a mi maestra, quien era acompañada como complemento por los más distinguidos profesores europeos. Para aquellos profesores, acostumbrados a ofrecer sesudas conferencias, resultaba una oportunidad única poder impartir la enseñanza básica a los estudiantes. Y no exagero al señalar que los estudiantes quedaban todos deslumbrados, maravillados, por la calidad superlativa de los profesores y, en suma, por el, para ellos, inédito nivel de su primera experiencia internacional de estudios en el extranjero. Doña Amelia les fascinaba, pero sospecho que los alumnos ni siquiera intuían el esfuerzo y la dedicación con que preparaba minuciosamente dichas lecciones, especialmente para ellos. Más bien creo que pensaban que era algo espontáneo, lo que sin duda aumentaba su prestigio, pero limitaba una parte del mensaje que amorosamente deseaba transmitir, respecto del trabajo bien hecho. El Curso Internacional de Derecho Romano siempre se orientó a los estudiantes de licenciatura en Derecho, pero se prestigió hasta el punto de que profesores y también estudiantes de doctorado de América y Europa comenzaron a frecuentarlo.
Nos visitó en varias oportunidades. Reacia a los viajes largos, sin embargo nunca se negó a venir a Chile y a impartir cuantas clases y conferencias se le solicitaran. Todas con gran éxito, por cierto.
Mi relación con ella fue siempre de “usted”; muy respetuosa, pero no formal, sino que era un “usted” cariñoso y cercano. Desde mi llegada a Salamanca me acogió y no solo dirigió mi tesis, sino que me integró a su familia con varias invitaciones tanto a su “piso” como a su casa del campo o a su casa de playa. Así supe por su marido, don José Luis, de las conversaciones que doña Amelia tenía con su queridísimo padre, de ocho o diez horas seguidas, sobre los significados de una línea o de una palabra en latín; unas sesiones que él solo estuvo dispuesto a soportar por ser un novio y, luego, un marido enamorado, como él mismo comentaba sonriendo. Pude conocer un aspecto de doña Amelia imperceptible desde su actividad profesional: su esmero y devoción por su marido y por sus hijas, María y Amelia, al igual que, en el último tiempo, por su pequeño nietecito, Martín. Se preocupaba por cada uno de ellos de acuerdo a sus necesidades y en todos los detalles. Era sin duda quien conducía la administración doméstica: acudía todos los días a las siete de la mañana al mercado para comprar el pescado, la carne, el pan, etc., todo lo que sería necesario para el día. Le gustaba estar en su casa, cocinar, recibir y atender a sus cercanos. Recuerdo muy especialmente la preparación de la celebración de sus bodas de plata, en su casa de Alba de Tormes. Con admiración, observaba cómo estaba en todos los aspectos del festejo, los grandes y las minucias; también, la austera elegancia de sus gustos y la delicada selección personarum et rerum; y, asimismo, el puesto principal que previó para la bendición que estuvo a cargo del sacerdote jesuita amigo de la familia. Es cierto que no le gustaban las actividades sociales nocturnas, porque, como siempre confesaba, le gustaba dormir a las diez de la noche. Pero ocasionales comidas que ofreció para los colegas en su casa, fueron “excepcionales” en el más amplio sentido de la palabra. Los encuentros, que generalmente eran recepciones para los colegas europeos que la visitaban, eran finísimos y sumamente cordiales, gracias a la particular aura de distinción y confianza que era propia de doña Amelia. De los profesores chilenos que pasaron por su casa de Salamanca, recuerdo la ocasión en que asistió a ella don Alejandro Guzmán, después de dar una clase magistral sobre el derecho como facultad en la neo-escolástica española; quien siempre recordaba la exquisita gentileza, además de la inteligencia y de la elegancia, de doña Amelia, con quien también trabó amistad.
Yo no puedo sino tener el máximo agradecimiento hacia ella, en primer lugar, y luego también hacia su familia; porque recibí de mi maestra todo su cariño, deferencia y delicada hospitalidad, tanto en mi etapa de estudiante como en mi vida profesoral y personal. En el plano académico me honró inmerecidamente señalando que yo era su mejor discípulo -cosa de la que me he enterado después de su muerte-. Ahora, ante su partida, recibí un llamado desde el Departamento de Derecho Privado de la Universidad de Salamanca, para pedirme que continúe con la dirección de tesis de la última discípula que había aceptado. Es un último honor inmerecido, un encargo que cumpliré con gusto, si bien será difícil estar a la altura.
Como siempre he elegido un título en latín para el editorial. Para esta luctuosa ocasión, “Utinam lex esset eadem quae uxori est viro”, es decir, ¡Ojalá hubiera una misma ley para las mujeres que para los maridos! Una frase tomada de la obra Mercator (El mercader), de Plauto (circa 200 a. C.), que doña Amelia gustaba de citar, para ilustrar que ya desde la Antigüedad existió la preocupación por las discriminaciones de las mujeres; muchas mujeres meritorias que, sin embargo, vivían encasilladas en unos esquemas sociales que no les permitían su pleno desarrollo, bajo el fundamento de una supuesta “imbecillitas perpetua”, que hasta el propio jurista Gayo (Instituciones 1.190) consideraba un absurdo, una levitas animi que “magis speciosa videtur quam vera” (pareciera más aparente que verdadera).
Una de aquellas mujeres meritorias fue Hortensia, hija de uno de los principales oradores romanos, quien hacia el año 42 a. C. se presentó ante los Triunviros, Octavio, Marco Antonio y Lépido, para protestar por la imposición de un impuesto al lujo solo para las mujeres. La intervención de Hortensia fue a tal punto eficaz, que los gobernantes finalmente se vieron forzados a echar pie atrás. La perfecta construcción retórica de los argumentos de quien seguramente es la primera abogada de las mujeres en la historia, fue más tarde destacada por el retórico Quintiliano (siglo I d. C.), quien señalaba que el discurso de Hortensia todavía se estudiaba hasta sus días como una pieza ejemplar, sin que el sexo de su autora tuviera influencia alguna en esa valoración. Tomo entonces las palabras de Quintiliano, parafraseándolo para rendir este último homenaje a la flamante ganadora del premio Ursicino Álvarez Suárez, a la Catedrática, a la querida Maestra, y a la ejemplar materfamilias: “Magistrae Castresanae oratio apud Colegium Tabulariorum Matritenses habita legitur non tantum in sexus honorem” (El discurso de la maestra Castresana ante el Colegio de los Notarios de Madrid todavía se estudia, y no en razón de su sexo).
Doña Amelia Castresana Herrero, descanse en paz.