I. INTRODUCCIÓN
La primera ley patria de carácter estructural y general en materias de instrucción, de 1860, rigió a la instrucción primaria1, primicia que refleja el carácter prioritario de que durante el siglo xix gozó esta área de la actividad nacional2. Solo casi dos décadas después, el diseño normativo de la instrucción en Chile fue complementado a través de una ley de 1879 que rigió la instrucción secundaria y superior3, cuya tramitación fue, por lo demás, muy larga4. Este cuerpo normativo tenía pretensiones más amplias que las que pudiera entenderse de esta dicotomía principal, atendido el hecho que era aplicable no solo sobre la instrucción secundaria y a la instrucción superior, sino también sobre la instrucción especial “teórica y práctica que prepara al desempeño de cargos públicos y para los trabajos y empresas de las industrias en general”5.
Ante todo, conviene destacar que no existen análisis jurídicos pormenorizados en torno a este importante cuerpo normativo. Los escasos textos iuspublicistas de los años inmediatamente posteriores, que hubieron podido abordar esta materia, se limitaron a describir ciertos aspectos generales acerca de la importancia institucional de lo previsto por esta ley, ratione materiae6, o, cuando mucho, abordando tangencialmente alguna situación propiamente normativa, como la inconstitucionalidad de la creación de empleos en materia de instrucción a través de actos administrativos7.
Con todo, la aplicación de esta ley introdujo controversias jurídicas muy importantes y que, hasta el momento, han pasado desapercibidas. Quizás la más significativa de entre ellas giró en torno a la noción de retroactividad8 y, consecuentemente, de los derechos adquiridos9 en el derecho administrativo chileno.
Ciertamente, las cuestiones relacionadas con esta materia no eran nuevas en el derecho chileno. Sin entrar en los casos de aplicación de las antiguas leyes españolas en el período indiano y en el primer período patrio, ciertos casos de aplicación del Código Civil son suficientemente elocuentes para advertir su relevancia. Así, ya en 1861 la Corte Suprema declaraba solemnemente la interrelación de los planos de la retroactividad y de los derechos adquiridos10; mientras dos años después planteaba la posibilidad de aplicar la noción de derechos adquiridos en beneficio del Fisco, fuera de los casos de invalidez de los actos jurídicos de que se tratara11; sin perjuicio de los derechos adquiridos por los particulares, los que podían subsistir a pesar de existir una ley contraria, como aseveraba la Corte de Apelaciones de Santiago12. En cuanto a la aplicación de la ley sobre efecto retroactivo de las leyes sobre el derecho administrativo, no parece nunca haber cabido cuestionamientos sobre su procedencia en este ámbito jurídico13.
Con todo, este artículo plantea como hipótesis que, a pesar de esta multiplicidad de fuentes más antiguas, la aplicación de la ley de instrucción de 1879 marcó un jalón en la concepción chilena de los derechos adquiridos y la retroactividad en el derecho administrativo, al permitir un análisis propiamente categorial y no meramente puntual de la retroactividad y de los derechos adquiridos, tanto frente a lógicas ampliativas o de beneficio como a lógicas restrictivas o de gravamen14.
En efecto, frente a la exigüidad de las fuentes doctrinales que abordaron esta materia15, así como a la dispersión de sentencias que abordaban esta cuestión desde distintas perspectivas -las que en su conjunto brindaban una visión caleidoscópica, aunque desgranada-, la aplicación de la ley de marras desencadenó no solo una, sino dos líneas articuladas y complementarias de examen de la retroactividad y de los derechos adquiridos en el derecho público.
Estas dos grandes líneas se derivaron de dos cuestiones de mucho interés. La primera fue la cuestión de los boticarios (II), relativa al régimen de transición hacia el ejercicio de esta actividad bajo la nueva lógica de detentar un título profesional de farmacéutico, lo que permitía examinar el problema de la retroactividad frente a una disposición legal de mayor restricción de un área previamente poco regulada. La segunda, por su parte, abordó la cuestión de las gratificaciones por años de servicio dentro de la función pública en materia docente, que enfocaba el problema de los efectos de la ley en el tiempo frente a una disposición legal ampliativa, que abría derechos no previstos anteriormente -o al menos no previstos con la misma extensión- en el ordenamiento jurídico (III).
Ambas cuestiones, derivadas de la aplicación de disposiciones distintas que, coincidentemente, se hallaban previstas en la misma ley de 9 de enero de 1879, confluyeron en la construcción de las categorías de los derechos adquiridos y la retroactividad, al permitirles a nuestros tribunales de justicia orientar a finales del siglo xix aspectos cruciales -y hoy casi desconocidos- relativos a esta materia16.
II. LA CUESTIÓN DE LOS BOTICARIOS
1.La restrictividad de un régimen legislativo supuestamente transicional
Poco podría haberse intuido durante buena parte del siglo xix que el ejercicio de la farmacéutica tuviera el potencial de engendrar controversias jurídicas de relieve en cuanto a los sujetos que podían ejercerla. Es más; en derecho público apenas tenemos conocimiento de una sentencia referida a boticas emitida antes de la entrada en vigor del Código Civil, y abordando esta materia apenas de modo tangencial17. Ello se explica porque los boticarios desprovistos de estudios formales -al menos reconocidos oficialmente- eran una realidad que atravesaba todo el territorio nacional, y que se remontaba en nuestro país, según los datos más fidedignos, al año 155718. En efecto, aún a principios del siglo xx, Valentín Letelier sostenía inequívocamente que “los farmacéuticos necesitan título para regentar boticas. Sin embargo, en casi todas nuestras pequeñas poblaciones las regentan individuos que no lo son, debido al escaso número de estos profesionales que hay en Chile”19.
Por ello es que puede entenderse que la ruptura del statu quo histórico sobre la titularidad en materia de boticas podía transformarse fácilmente en una fuente de disputas. Aunque los empeños en este sentido se habían originado a mediados del siglo xix20, solo a fines de la década de 1870 intentó ejecutarse seriamente una política en este sentido21.
La ley de 9 de enero de 1879 apuntó al corazón del ejercicio del oficio de los boticarios, a través de dos disposiciones. En su artículo 50 inciso final, señaló que “para ser farmacéutico no se necesitan grados universitarios, y se dará el título de tales a los que cumplan con los reglamentos especiales”. Esta disposición, en principio bastante flexible, debía complementarse con lo dispuesto en el artículo transitorio de la misma ley, que disponía lacónicamente que “las personas que actualmente ejercieren la profesión de médico-cirujano o farmacéutico, con el permiso del Gobierno y sin tener para el efecto los títulos universitarios competentes, podrán continuar en el ejercicio autorizado de dichas profesiones, no obstante lo dispuesto en la presente ley”. Esto significaba que la aparente libertad que aparecía del artículo 50 no era tal, puesto que en realidad lo que se establecía era un régimen restrictivo, a partir del cual los boticarios no universitarios ejercerían su oficio solo si gozaban de servicio para ello. Como puede imaginarse, el problema práctico central giraría en la interpretación de la fórmula “con el permiso del Gobierno”.
De las sesiones del Congreso Nacional aparece que hubo fuertes discusiones parlamentarias sobre este punto. En las últimas etapas de tramitación legislativa, la Cámara de Diputados lo abordó con especial detención. El debate se inició por una pregunta del diputado Ricardo Letelier, quien inquirió sobre si la disposición comprendía a aquellos farmacéuticos que no tenían título ni tampoco permiso del Gobierno, pero que eran tolerados; Miguel Luis Amunátegui, Ministro de Instrucción Pública, reconociéndose incompetente para dar una opinión oficial del Gobierno en esta materia, sostuvo a renglón seguido que “los individuos que hasta la fecha han ejercido la profesión de farmacéutico sin haber obtenido permiso expreso del Gobierno, sino solo por haber sido tolerados, esos deberán cerrar sus establecimientos u obtener el título para poder seguir”22. La reacción fue inmediata, al puntualizarle el diputado Zorobabel Rodríguez que la disposición no decía que el permiso debiera ser escrito ni expreso; y Ricardo Letelier ahondar en el análisis arguyendo que “como el artículo no dice que el permiso debe ser dado por escrito, sino que habla de permiso simplemente, es claro que este permiso tácito basta para el objeto a que se refiere el artículo en cuestión”, recordando que “la misma inteligencia que yo le doy a este artículo, se le dio también en el Senado”23.
Por su parte, el segundo vicepresidente de la Cámara, Ramón Allende Padín, retrucó entendiendo que “en el Honorable Senado se dijo que la disposición contenida en este artículo se consignaba solo con el objeto de amparar derechos adquiridos por aquellos que sin título legal se encontraban ejerciendo la profesión de farmacéuticos. Yo niego que este amparo tenga su razón de ser, porque la concesión de una gracia en ningún caso puede constituir un derecho. Los farmacéuticos agraciados debían saber que solo habían obtenido una gracia temporal”24. A ello respondió Zorobabel Rodríguez no saber “si ese derecho puede ser adquirido ni me importa averiguarlo. Lo que sé es que las leyes españolas establecían la exigencia del título y que la práctica constante, invariable, ha sido tolerar el ejercicio de la profesión a personas no tituladas… ¿Y sería equitativo, sería siquiera prudente, que sin delito alguno cometido por ellas, sin indemnización por parte del Gobierno, de la noche a la mañana fuéramos a quitarles los medios de subsistencia? Esto sería inicuo: el legislador podría sin duda hacerlo: pero eso sería una verdadera iniquidad”, rematando al enfatizar que “si el Gobierno los ha estado tolerando y aun ha contratado con ellos como si fueran farmacéuticos legítimos, no comprende por qué se les habría de imponer un castigo y confiscarles los bienes; porque en realidad, de verdad, se trata de una verdadera confiscación”25.
Como se advierte, la discusión parlamentaria apuntó al fondo de la cuestión jurídica: en primer lugar, si la situación de los farmacéuticos no titulados respondía a la antigua lógica de la justicia -es decir, un derecho- o a la antigua lógica de la gracia -es decir, un favor-; y, en segundo lugar, focalizada la discusión en la primera alternativa, de cómo se estaba afectando la esfera patrimonial de los sujetos involucrados. El debate apremió a tal modo al ministro Amunátegui, que, debilitando la óptica del gobierno, terminó admitiendo creer que “en esta ley no debían consignarse las disposiciones relativas a los farmacéuticos”26.
El ministro del Interior, Vicente Reyes, concurrió a plantear su opinión ante la Cámara solo dos meses después. En dicha oportunidad expresó que “es necesario someter esas facultades a ciertas limitaciones necesarias, consultando indudablemente al mismo tiempo el respeto que se debe a la libertad de industrias. La ley de policía sanitaria autoriza al presidente de la República para dictar ordenanzas generales con el objeto de reglamentar ciertas industrias, atendiendo a los intereses higiénicos de la localidad, y eso sería lo que sucedería en este caso: se dictaría una ordenanza especial, y en ella se establecerían los requisitos mediante los cuales se podía obtener la facultad de ejercer la profesión de farmacéutico. Desde luego, ese requisito podía ser muy bien el hecho de haber ejercido cierto tiempo la profesión, el acreditar competencia, o en fin, cualquiera otro que diese una garantía de que la salubridad pública no peligraría. Entretanto, mientras no se dictase esa ordenanza, el Gobierno no impondría mayores trabas ni mayores molestias para el ejercicio de la profesión”27. Como puede notarse, las expresiones de Reyes eran más bien indefinidas, remitiéndole la solución del problema a las disposiciones locales de policía sanitaria, dado que la situación en distintos lugares del territorio nacional en torno a la disponibilidad de farmacéuticos era muy disímil.
Pocos meses después llegaría la expresión administrativa de esta discusión legislativa. Un decreto supremo de febrero 1878, que disponía en su artículo 1° que “las personas que tienen actualmente abiertos establecimientos de farmacia sin haber obtenido licencia gubernativa, podrán continuar ejerciendo esta industria, sin perjuicio de quedar sujetas a los reglamentos que más adelante se dicten”, sin perjuicio de prescribir en su artículo 2° que “si el Protomedicato o sus delegados notaren en alguno de dichos establecimientos procedimientos o defectos que aconsejen su clausura en obsequio de la salubridad pública, se dictará la medida que corresponda en vista de las observaciones que se hagan”28.
Como se advierte, esta medida gubernativa respondía perfectamente a lo que Reyes había planteado ante la Cámara. Esto, que desde el punto de vista abstracto parecía aceptable y aun conveniente, en concreto terminaría propiciando que lo no esclarecido por los parlamentarios se transformara en una cuestión de resorte de la judicatura. La ley de instrucción secundaria y superior se emitió el 9 de enero de 1879. La cuestión de los boticarios no tardaría en detonar.
2.La Corte Suprema y la implantación de una lógica retroactiva
En efecto, el mismo año 1879 marcó el cénit de la disputa en torno a las boticas, en una cuestión ventilada durante el segundo semestre contra varios boticarios correspondientes a la jurisdicción de Santiago29. La lectura de los autos da cuenta de varias cuestiones dotadas de matices que perfectamente hubieran podido dar lugar a una variedad de soluciones, pero ya el caratulado de que da cuenta la Gaceta de los Tribunales muestra que la inclinación era más bien uniforme: “Contra los boticarios que carecen de título legal para tener boticas abiertas”.
En tres audiencias distintas, declararon cinco boticarios que no se hallaban en idénticas situaciones. El primero de ellos, Pedro Claris, expuso que “tenía todos los estudios necesarios para ejercer la profesión de farmacéutico, pero le faltaba el examen general”. Lorenzo Gormaz expresó que “para tener botica, se atenía a lo dispuesto en el supremo decreto de 28 de febrero del año pasado”.
Pedro de la Fuente, por su parte, hizo presente que “estaba en posesión del permiso que a él y otros de sus compañeros les otorgó indefinidamente el Supremo Gobierno por supremo decreto de 28 de febrero del año pasado, decreto que fue derogado por la ley de 9 de enero último, y la cual en su artículo transitorio lo faculta para continuar con su botica abierta indefinidamente”, añadiendo “que nadie se la puede mandar cerrar, a no ser que el Congreso Nacional dicte una nueva ley que derogue la del 9 de enero del presente año”.
En fin, Joaquín Luco y Juan Esteban Castro declararon “que no tienen permiso del Gobierno para ejercer su ocupación de boticarios”, entendiendo creer “que solamente el poder legislativo, por medio de una nueva ley, puede privarlos del ejercicio de la profesión que hace tiempo ejercen”.
Como puede advertirse, los cinco casos transitan desde una total informalidad en la regencia de las boticas hasta el cumplimiento de los requisitos tal como habían sido expresados por la combinación de lo dispuesto por el decreto supremo de 1878 y la ley de 1879. Mas, contrariamente a lo que hubiera podido esperarse, el Juzgado de Letras no hizo ninguna distinción e invariablemente apercibió a todos los farmacéuticos para colocar al frente de las boticas a un farmacéutico titulado en el breve plazo de sesenta días, bajo apercibimiento de cierre.
La cuestión subió a la Corte Suprema, la que confirmó todas las resoluciones que habían sido emitidas por el Juzgado de Letras a este respecto. La votación, con todo, fue dividida: el presidente Manuel Montt y el ministro Valenzuela emitieron un voto particular que sostenía abiertamente la ilegalidad de la interpretación escogida. Y en él opinaban por la revocación de todos los autos, por lo que no solo amparaban a los boticarios que habían obtenido una autorización administrativa antes de la entrada en vigor de la ley, sino también a aquellos que no la habían obtenido. Expresaron en su fundamentación que “antes de la vigencia de esa ley, y en 28 de febrero del año anterior, se autorizó por decreto supremo la continuación de los establecimientos de farmacia que estaban en uso y que no habían obtenido licencia especial”, con lo que habían quedado comprendidos “en las disposiciones de la ley tanto los establecimientos especialmente autorizados como a los otros a quienes se refiere el decreto antes citado”.
El choque de opiniones en lo concerniente a la retroactividad es evidente: por una parte, Montt y Valenzuela pugnaban por la protección de los derechos adquiridos de quienes, formal o informalmente ejercían sus oficios a la época de la entrada en vigor del decreto supremo y de la ley; Barriga, Covarrubias y Reyes planteaban derechamente que cualquier ejercicio del oficio de boticarios sin contar con el título profesional de farmacéutico era ilegal y, por lo tanto, indigno de protección jurídica, aun frente al texto explícito de la ley.
¿Había sido, acaso, el ejercicio del oficio de boticario una mera expectativa? ¿Cabría, por ventura, conceptualizar la regencia de las boticas por parte de los boticarios meramente como “la esperanza de tener un derecho”30 a dicho ejercicio? ¿Podía el interés profesionalizante del Estado arrasar sin contemplaciones una actividad que por siglos se había considerado legítima e inconcusa? Pareciera ser que no; pero la Alta Jurisdicción dispuso en dicha oportunidad otra cosa. La desprotección de los derechos adquiridos resultaba evidente, y tanto más llamativa cuanto no se fundaba ni siquiera en consideraciones de orden público como la salubridad o la seguridad públicas.
3.Las Cortes de Apelaciones y las tensiones sobre los derechos adquiridos
Esta materia no volvió a ser revisada por la Corte Suprema bajo el imperio de las mismas normas. Pero sí fue radicada en un par de ocasiones en distintas Cortes de Apelaciones, las que, como se verá, decidieron abordar esta materia en sentidos variados, lo que no excluía decidirla con prescindencia de lo que había decidido la Corte Suprema. Después de todo, conociendo de las apelaciones en sus respectivas materias, tanto la Corte Suprema como las Cortes de Apelaciones eran tribunales de apelación y, en estricto rigor, sus respectivas sentencias de apelación no reconocían una relación jerárquica.
La primera Corte en pronunciarse sobre esta materia fue la de Concepción, en 1880. Se trató de una causa penal en la que se persiguió a un boticario que había obtenido una autorización administrativa para regentar una botica, por el hecho de haber cerrado la botica que hacía funcionar al momento de la autorización y haber operado otro local con la autorización antigua31. Conociendo en primera instancia, el Juzgado de Letras fue aún más drástico que el de Santiago que había visto la cuestión en el año anterior, pues resolvió abiertamente contra el boticario y lo conminó a cerrar en un plazo brevísimo de quince días, salvo en cuanto lograra poner en la botica durante ese plazo a un farmacéutico titulado.
Sin embargo, al conocer de este litigio la Corte de Apelaciones de Concepción, el enfoque varió radicalmente. En primer lugar, esta Corte se alejó del planteamiento de la Corte Suprema, por cuanto reconoció que el boticario autorizado por acto administrativo al ejercicio de su oficio tenía un derecho adquirido sobre dicha autorización, que no podía afectarse con posterioridad: “fue autorizado por supremo decreto de 28 de agosto de 1876 para continuar regentando por tiempo indeterminado una botica que tenía establecida en Linares”. Con ello, quedaba claro que el tribunal no podía prescindir de dicha autorización y, cualquiera fuera su decisión, debía tomarla como un hecho incuestionable de la causa. Con todo, la segunda fase del razonamiento sería aún más audaz: la autorización otorgada por decreto supremo se entendía conferida a la persona, y no al establecimiento que ella dirigía al momento de solicitarla: “la predicha autorización aparece concedida a la persona de Villalón Ortega, y no para un establecimiento en local determinado”, lo que implicaba que el boticario se hallaba “amparado por el artículo transitorio de la ley de instrucción de 9 de enero de 1879” y por lo tanto estaba autorizado a ejercer su industria. La sentencia fue unánime, y lleva la firma del regente Carlos Risopatrón Escudero, quien algunos años después sería nombrado ministro de la Corte Suprema.
Al año siguiente, la Corte de Apelaciones de La Serena también debió enfrentar esta cuestión. Lo hizo siguiendo el criterio de la Corte Suprema, y, por lo tanto, difiriendo de lo que había juzgado su símil de Concepción: “no resulta que el establecimiento de botica de Federico Fraga y Ca. esté regentado por un farmacéutico titulado o autorizado por el Supremo Gobierno”32. Sin embargo, debe notarse que la redacción escogida fue más plástica: la evocación del farmacéutico “titulado o autorizado”, y no solamente titulado, mostraba también una brecha frente a la retroactividad monolítica de la ley de 1879 que la Corte Suprema había pretendido en esta materia.
Los riesgos de muchos de los boticarios eran evidentes: la estabilidad de su actividad dependía de la jurisdicción en la que se hallaran situados, e incluso de si, por alguna razón, la cuestión no era revisada por la Corte de Apelaciones respectiva, sino por la Corte Suprema. Era evidente que esta situación de preocupante inseguridad jurídica debía ser abordada de alguna otra manera.
4.El reencuentro de los derechos adquiridos
La respuesta fue veloz y de índole legislativa. El Congreso Nacional emitió a mediados de 1881 una ley de artículo único para resolver la controvertida materia: “Las personas que a la fecha de la promulgación de la ley de 9 de enero de 1879, hubieren tenido abiertos establecimientos de farmacia sin título legal y solo al amparo de disposiciones gubernativas no comprendidas en el caso previsto por el artículo transitorio de dicha ley, podrán ejercer esa industria en cualquier lugar del territorio, sin perjuicio de quedar sujetas a los reglamentos que corresponde dictar al Presidente de la República, según el inciso final del artículo 50 de la misma ley”33.
Así, las tensiones del bienio se resolvían a través de la referida disposición, que constituía una síntesis de los problemas que la judicatura había debido abordar. Por una parte, la extensión de la autorización para operar boticas, que se resolvía en la forma más amplia posible bajo la lógica de la autorización: en el fondo, se trataba de una tregua, por la cual cualquier autorización emitida por vía de acto administrativo se transformaba en suficiente para ejercer la industria. Por otra parte, la territorialidad de la autorización, la cual se entendía otorgada no para una localidad específica, sino para todo el territorio nacional. Ambas cuestiones controvertidas eran zanjadas de un modo bastante amplio y protector de los derechos de los boticarios.
En los años posteriores, los litigios relacionados con las boticas no desaparecieron, pero pasaron a ser muy escasos, y reforzaron la lógica de protección de los derechos adquiridos que se desprendió de toda esta controversia. En 1882, un delegado del protomedicato en Valparaíso insistía en iniciar persecuciones penales contra un boticario no titulado, aun ante el texto expreso de la ley de 15 de julio de 1881, arguyendo una infracción al artículo 494 Nº 8 del Código Penal. El Juzgado de Letras desestimó la alegación y sobreseyó al boticario; y la apelación interpuesta terminó declarándose desierta por la Corte Suprema34.
El último caso relevante parece datar de 1884, en una controversia derivada de que un farmacéutico titulado hubo solicitado la clausura del establecimiento de un boticario no titulado35. La Corte Suprema daría, a través de su sentencia de apelación, un giro total a lo resuelto en 1879 acerca de la retroactividad en la sentencia Claris y otros, juzgando esta vez en favor del boticario, por cuanto “don José Miguel González tenía abierto un establecimiento de botica a la fecha de la promulgación de la ley de 9 de enero de 1879”. Como puede advertirse, la fórmula utilizada se inclina hacia la interpretación más expansiva del funcionamiento de las boticas, al punto de que no alude a la autorización administrativa. Dicha fórmula no puede forzosamente interpretarse en el sentido de que la autorización no hubiera sido necesaria para subsumir al caso dentro de la protección concedida por la ley, pues de los autos aparecía que el boticario sí contaba con ella; pero sí desplaza el eje de la reflexión, desde la cuestión formal de la autorización hacia la cuestión sustancial de si el boticario ejercía legalmente o no su industria al momento de entrar en vigor el régimen de las leyes de 1879 y 1881.
Regresando después de cinco años a la Corte Suprema de Justicia, la cuestión de los boticarios había terminado con una rotunda afirmación de protección de los derechos adquiridos que revertía el error pretérito. Lamentablemente, ni Montt ni Valenzuela estaban allí para presenciar la reversión del criterio; pero Covarrubias enmendó su posición, decidiendo en tal sentido junto a Cousiño y Lastarria en una sentencia que es notable por otras razones. Entre ellas destaca la defensa de la plenitud jurisdiccional de los tribunales por parte de la Alta Jurisdicción, revirtiendo la posición antijurídica del juez de primera instancia, que había estimado que, si la autoridad administrativa tenía prerrogativas resolutivas de una cuestión, ello significaba que “sus resoluciones no pueden ser revisadas ni modificadas por los Tribunales de Justicia”.
El siguiente reglamento de boticas, de 1886, procuró mantener la paz en esta materia, y no innovó en los criterios que se habían establecido después de los referidos litigios y disposiciones legislativas36: “para poder ser regente se requiere cumplir con alguna de las siguientes condiciones: 1ª Haber obtenido el título de farmacéutico; 2ª Haber tenido abierto el nueve de enero de 1879 algún establecimiento de farmacia al amparo de alguna disposición gubernativa. Los individuos que se encuentren en este segundo caso solo podrán regentar boticas de su propiedad”37. La preservación de estas dos vías de regencia de boticas implicaba el reconocimiento del carácter transicional no disruptivo de los nuevos criterios de ejercicio de estas labores, y, sobre todo, la proclamación de la vigencia de los derechos adquiridos por parte de los particulares frente a la Administración, aun en medio de cambios técnicos y legislativos.
III. La cuestión de la gratificación por años de servicio
1.Los antecedentes normativos de la controversia
En el derecho administrativo chileno, el régimen y los beneficios de la función docente estatal no emergieron transversal y simultáneamente, sino de modo paulatino, a medida que un diseño más o menos consistente de los distintos niveles se configuraba. Uno de los beneficios más característicos estuvo dado por las gratificaciones que se acordaba conferir por la ley a ciertas categorías de docentes que ejercían sus funciones por un determinado tiempo.
Esta figura no era innovadora. En realidad, prolongaba beneficios que se había acordado décadas atrás en beneficio de funcionarios docentes del Instituto Nacional. Así, un decreto de 1834 creó un estímulo que “anime el celo de sus profesores, sirva de premio a sus servicios y les incline a permanecer en el establecimiento”, consistente en que “el profesor que sirva alguna cátedra de ciencias o idiomas en el Instituto, por seis años continuados, gozará como premio, del aumento de una décima parte de su sueldo; a los diez años de un quinto; a los quince, de dos quintos; a los veinte de tres quintos; a los veinticinco de cuatro quintos; y a los treinta gozará sueldo doble”38. Dicha disposición fue complementada por otra de 184539, prevista, según su preámbulo, en razón de que “las rentas de los profesores y de algunos otros empleados del Instituto Nacional son insuficientes para compensar sus trabajos, lo cual ocasiona frecuentes variaciones en los individuos que sirven sus destinos y por consecuencia graves perjuicio a la enseñanza”, atendiendo también a que los premios que habían sido asignados en el decreto de 1834 “a más de ser excesivos, no están en proporción con la mayor o menor laboriosidad e importancia de cada uno de dichos empleos”. Con ello, entonces, se inició el criterio de las gratificaciones por cuarentavas partes anuales, que caracterizaría por largos años a esta materia40.
Si bien la cuestión de las gratificaciones docentes existió en estas disposiciones que precedieron la entrada en vigor de la codificación sustantiva decimonónica -entendiendo por tal principalmente el Código Civil y el Código Penal-, ella no parece haber suscitado conflictos de buenas a primeras. De hecho, durante el primer período del derecho administrativo patrio, hasta 1860, la cuestión de las gratificaciones parece haber sido judicialmente irrelevante41. Es más; la primera sentencia de relieve en esta materia parece ser una de 187242, la que fue sucedida por otras pocas en aplicación de las leyes más antiguas sobre esta materia43. Curiosamente, en ninguna de estas sentencias se abordó directa y seriamente el problema de los derechos adquiridos sobre estas gratificaciones en conjunción con los problemas referidos al vigor temporal de las respectivas disposiciones normativas.
Según lo anticipamos al inicio de este trabajo, tal análisis sobre retroactividad solo se desencadenó en aplicación de la ley de 9 de enero de 1879. Las razones pueden ser múltiples, pero un criterio determinante parece ser el de la combinación entre una mayor judicialización de este tipo de cuestiones y la aparición de una ley que preveía este tipo de beneficios en un sector docente que antes no lo contemplaba. Esta disposición procedía del artículo 44 de la referida ley, que prescribía que “los rectores y profesores de los establecimientos de instrucción secundaria y superior tendrán, después de seis años de servicios, una gratificación anual equivalente a la cuarentava parte del sueldo que les estuviere asignado, al terminar el sexto año. El tiempo de licencia que pasare de un mes no se tomará en cuenta para los efectos de este artículo”.
2.La sentencia fundacional
La Suprema Corte de Justicia tuvo ocasión de enfrentar por primera vez los problemas derivados de la aplicación de esta disposición en una sentencia de fines de 1882, que examinaba la situación de dos personas que habían desempeñado su función docente por largos años en el Liceo de Talca: una, que era profesor, y otra, que era rector y profesor44. Los demandantes hacían valer en el expediente dos pretensiones complementarias. Por una parte, pedían que se declarara “que tienen opción a la gratificación que concede el art. 44 de la ley de 9 de enero de 1879 desde que comenzó a regir y con arreglo al número de años de servicio que tenían prestados”; por otra, “que debe pagárseles lo que por esta gratificación les ha debido corresponder hasta la fecha, y continuárseles pagando en lo sucesivo en conformidad al orden establecido”. La primera de las dos pretensiones muestra a las claras que en esta sentencia se estaba abriendo un examen sobre retroactividad que no se había efectuado jamás en sede jurisdiccional; ni respecto de las antiguas disposiciones que habían regido al Instituto Nacional, ni respecto de la aplicación de la ley de 1879.
Fue el representante fiscal, en su contestación, quien caracterizó por primera vez esta cuestión como una de retroactividad. En efecto, la posición del ministerio público fue la de sostener que, si bien la norma ya integraba el ordenamiento jurídico, los cómputos referentes a la aplicación de la norma solo podían emprenderse desde su entrada en vigor, y que, por lo tanto, “los ocurrentes solo están en vía de adquirir los derechos que la ley otorga”. Así, expresaba que los efectos de la ley “solo rigen desde la promulgación”, y que, por lo tanto, ella “no ha querido favorecer derechos anteriores”, porque de lo contrario tendría efecto retroactivo. Dicho de otro modo, el Fisco entendía que el efecto inmediato de la ley implicaba, por una parte, que no se pagara ninguna gratificación correspondiente a los años previos al 9 de enero de 1879, pues en tal caso se estaría haciendo como si la norma ya hubiera regido desde antes; y, por otra parte, que no se computara el tiempo de ejercicio de las funciones docentes anterior al 9 de enero de 1879 para el cálculo de las gratificaciones por años servidos en el Liceo pagaderas a partir de dicha fecha.
El Juzgado de Letras aceptó la primera parte del análisis de la defensa fiscal, pero no la segunda. Para ello, invocó la finalidad de la gratificación, entendiendo en el considerando 5° de su sentencia que el beneficio “tiende a premiar servicios o a estimular que se sigan prestando en interés de la instrucción y, por consiguiente, comprende los servicios ya prestados y los que en adelante se prestaren, pues ese premio se acuerda al servicio en sí mismo; y la naturaleza de este no varía en razón del tiempo en que se hubiere prestado dicho servicio”. Por lo mismo, en el considerando sexto esclarecía que “la inteligencia de la disposición del art. 44 de la ley citada es que solo desde esa fecha se puede empezar a cobrar los respectivos premios, mas no que para el cómputo del tiempo a que ellos se extienden deban eliminarse los años de servicio prestados en la instrucción secundaria y superior con anterioridad a esa fecha”.
El razonamiento del tribunal fue apoyado con una referencia hermenéutica, a través del artículo 19 del Código Civil. Su invocación sirvió para sepultar la pretensión fiscal de no computar para las gratificaciones el tiempo de ejercicio de labores docentes que ya había transcurrido. Asumiendo una cierta obscuridad del artículo 44 de la referida ley de 1879, debía recurrirse a su intención o espíritu, “claramente manifestados en ella misma, o en la historia fidedigna de su establecimiento”, según el tenor del Código. Tal intención, reconocía la sentencia, era la de “igualar la condición de los profesores y rectores de instrucción secundaria y superior de liceos de provincias a la de rector y profesores del Instituto Nacional”, lo que aparecía de la coordinación del antedicho artículo 44 con el artículo 51 de la ley, que había dispuesto la derogación de la ley de 19 de noviembre de 1842 “y las demás relativas a la instrucción secundaria y superior”. Debe notarse que la invocación del Código Civil aparece como decisiva en esta especie. Ello no debe sorprender a nadie; pues, lejos de una separación categórica entre el derecho administrativo y el derecho “común”, los tribunales de la época integraban en los contenciosos administrativos todas las normas que pudieran ser compatibles con la especificidad de la función administrativa.
En suma, la judicatura declaró que los actores tenían derecho a la gratificación “solo desde que esta ley comenzó a regir y con arreglo al número de años de servicios que a la sazón tenían prestados”, y que por lo tanto el Fisco debía pagarles lo que les había correspondido hasta esta fecha, “y continuarles pagando en lo sucesivo en conformidad al orden establecido”. En esto, resulta notable la fijación de un criterio de pago aplicable no solo como el resarcimiento de la suma impaga y debida, sino también como la prolongación del criterio en el futuro.
Si bien la solución práctica se planteaba con nitidez, la Corte Suprema entrevió la complejidad del problema de la retroactividad y prefirió mantenerse al margen de declaraciones teóricas explícitas que pudieran comprometerla en el futuro. Esto aparece de manifiesto en que la Alta Jurisdicción suprimió el considerando cuarto de la sentencia del Juzgado de Letras, que señalaba que “no teniendo esa ley efecto retroactivo, los beneficiados que hubieran cumplido los seis años de servicio antes de que ella empezara a regir, no pueden reclamar la gratificación anual a que esta ley se refiere, correspondiente a los años anteriores a su vigencia y posteriores al en que cumplieron los referidos seis años de servicio, pudiendo solo ejercitar ese derecho después de la promulgación de la ley que la concedió”. Si la solución que describía el Juzgado de Letras fue también la que asumió la Corte, ¿por qué suprimir entonces ese considerando? Precisamente por el componente teórico del concepto de retroactividad: la Corte no quiso sostener abiertamente que la ley de 1879 no introducía ningún efecto retroactivo, dado que, en cierto modo, sí lo había, al computarse en derecho los años transcurridos antes de la entrada en vigor de la ley para el cálculo de las gratificaciones que se pagarían en el futuro.
De lo anterior se desprende que, aunque no aparezca de modo explícito, esta sentencia marca un jalón decisivo en el análisis de la retroactividad en el derecho administrativo chileno: la distinción entre variantes de retroactividad. Tácitamente, la Corte asumió la existencia de tres alternativas de análisis:
1) Efecto inmediato de la ley45, que implicaba que no se computaban los plazos de servicios ya prestados, ni se pagaban las gratificaciones que se hubieran debido si la nueva norma hubiera regido desde antes46;
2) Retroactividad fuerte, que implicaba computar los plazos de servicios ya prestados y pagar lo que se hubiera debido si la nueva norma hubiera regido desde antes, a más de las gratificaciones que regían desde la fecha de entrada en vigor de la ley; y
3) Retroactividad débil, que consistía en computar los plazos de servicios ya prestados para el cálculo de si había o no derecho a gratificación, pero no implicaba el pago de montos por períodos vencidos antes de la entrada en vigor de la ley47.
Esta última fue la forma reconocida como justa por la Corte Suprema, y planteada como situación de retroactividad por la sutil exclusión del considerando señalado. En años sucesivos la cuestión se complementaría con apreciaciones adicionales sobre el mismo problema de base.
3.La sofisticación del análisis sobre la retroactividad
Algunos meses después de la sentencia antes referida, la Corte Suprema se vio enfrentada a un problema similar, basado en la misma disposición del artículo 44. Un grupo de nueve profesores del Liceo de Copiapó, luego de haber reclamado infructuosamente de la cuestión ante la Tenencia de Ministros de dicha ciudad, ante la Contaduría Mayor, y finalmente ante el Supremo Gobierno, decidió recurrir ante la judicatura pidiendo que se les computaran los años servidos con anterioridad a la promulgación de la ley de 1879 para efectos del cálculo de las gratificaciones48.
Ventilada la cuestión en primera instancia ante el Juzgado de Letras de Copiapó, la discusión se dio en términos bastante diferentes que en el caso del año anterior conocido en Santiago. Por de pronto, mientras la retroactividad había sido tácitamente evocada en Silva e Icaza con Fisco, en este otro juicio se transformó en uno de los ejes de la discusión. La defensa fiscal expresó abiertamente que se daría “efecto retroactivo a la ley si se computara para los efectos del monto de las asignaciones los años anteriores a la ley”; mientras que los demandantes argüían que “no es dar efecto retroactivo a la ley en computar los años de servicios anteriores a ella, desde que no se cobran los caídos anteriores a su promulgación”.
El Juzgado siguió la posición de la defensa fiscal, entendiendo que “sería dar efecto retroactivo a la ley el computar para los efectos de fijar el monto de las asignaciones los años anteriores a la ley y posteriores a los seis primeros años, por cuanto ese cómputo vendría a aumentar la asignación de cada profesor, como si la ley hubiese estado en vigencia desde que cada uno de ellos cumplió los seis primeros años de servicio”. Por consiguiente, en lo propiamente dispositivo declaró que debía pagarse solamente una cuarentava parte como gratificación, a quienes antes de la entrada en vigor de la ley habían cumplido los seis años de servicios exigidos por su artículo 44; y a quienes no los habían cumplido a la fecha de la entrada en vigor de la ley, se les abonaría la cuarentava parte del sueldo a partir del momento en que los cumplieran.
Puede advertirse que la solución del Juzgado de Letras, al intentar evadir la retroactividad, les rendía un involuntario homenaje a sus dificultades, añadiéndole una cuarta posibilidad a las que aparecieron de la sentencia Silva e Icaza con Fisco: una solución intermedia entre el efecto inmediato y la retroactividad débil, que podría conceptualizarse como retroactividad debilísima. En efecto, la consideración del tiempo servido mayor a seis años antes de la entrada en vigor de la ley con el objeto de reconocer solo una cuarentava parte, cualquiera fuera el tiempo servido, no era radicalmente un efecto inmediato, y asimismo era menor que el cómputo “débil” derivado de la anterior sentencia.
Comoquiera que sea, poco influyó la nueva opción propuesta sobre la Corte Suprema. Esta, en una sentencia muy dura y clara, retomó la solución de retroactividad débil, computando todos los años ya servidos que excedieran de seis para pagar, a partir de la entrada en vigor de la ley, todas las gratificaciones correspondientes49. Tal como en Silva e Icaza con Fisco, evitó referirse expresamente a la retroactividad; pero defendió la reiterada solución sobre la base de una labor hermenéutica mucho más detenida.
En primer lugar, aludía a la finalidad de la ley, que era retribuir a los docentes en proporción a los servicios prestados. De adoptarse la solución de retroactividad debilísima, el considerando tercero expresaba que “tendría la misma gratificación el que hubiera servido más de treinta años que el que hubiera servido solamente seis”, con lo que la “base y objeto de la ley desaparecerían”.
En segundo lugar, en el siguiente considerando invocaba una interpretación sistemática directa, pues manifestaba deber tenerse en consideración la aplicación de las disposiciones que habían regido al Instituto Nacional, que habían sido las antecesoras de las que regulaban la materia en la ley de 1879; y “estas disposiciones, vigentes hasta la fecha de la promulgación de la recordada ley de 1879, deben tomarse en consideración para ilustrar el sentido de esta, así por haberle servido de antecedente como por versar sobre el mismo asunto que ella”. Como dichas normas del Instituto Nacional habían fundado el aumento anual de las gratificaciones, la misma razón hacía que frente a esta nueva norma debiese adoptarse idéntica disposición.
Y, en tercer lugar, invocaba una interpretación sistemática indirecta, considerando “otras leyes análogas dictadas con el propósito de recompensar servicios creando derechos en favor de los servidores del Estado, en las cuales se han tomado en cuenta no solo servicios futuros sino también los prestados con anterioridad a ellas”, y entendiendo que el cómputo de los años anteriores era más conforme al “espíritu de nuestra legislación”.
Como puede advertirse, las tres consideraciones hermenéuticas desarrolladas en la sentencia eran conciliables con disposiciones del Código Civil: la primera, con el artículo 19; la segunda, con el artículo 22 inciso segundo; y la tercera, con el artículo 22 inciso segundo y con el artículo 24. Sin embargo, esta sentencia no formuló ninguna referencia al referido Código50; ni tampoco, por lo demás, a la ley sobre efecto retroactivo de las leyes51. Esto revela bastante de la mentalidad jurídica de la época; si bien es presumible que la judicatura haya tenido presentes todas dichas normas, no se veía compelida a citarlas enfática y textualmente. Esto muestra la mayor flexibilidad que imperaba en la época sobre la aproximación a las normas que regían una cuestión, la que no repercutía en la claridad de la solución dispuesta por la magistratura. También probablemente obedecía al peso de la tradición hermenéutica que recogían nuestros tribunales, y la razón o finalidad objetiva “de una cierta generalidad de la legislación” vigente a la época52.
En efecto, la adopción de la solución de lo que hemos llamado en estos casos retroactividad débil, que a través de estas sentencias había permitido desvelar una serie de consideraciones sobre la variedad de tipos de efectos de la ley en el tiempo, fue recogida en otras sedes jurisdiccionales. Así, una sentencia de primera instancia correspondiente a otra cuestión, ventilada en esta misma época en Los Ángeles, evocó la segunda argumentación hermenéutica -la de la interpretación sistemática directa- de un modo particularmente cáustico, teniendo en cuenta la usual austeridad nacional en este tipo de fundamentaciones: “si hubiera de interpretarse la ley del 79 en el sentido de que había opción a los premios acordados por ella solamente después de los seis años siguientes a su vigencia, resultaría el absurdo de que los profesores que estuviesen percibiendo el premio que les acordaban los supremos decretos de 10 de mayo de 1834 y 14 de enero de 1846 tendrían que dejar que transcurriesen los seis años siguientes a la promulgación de dicha ley para comenzar a percibirlos nuevamente, por cuanto derogando esta la de 19 de noviembre de 1842 y las demás relativas a la instrucción secundaria y superior, ha derogado también dichos decretos, ya que estos contienen disposiciones relativas a materias que son objeto de ella, y es ello actualmente la base única de este ramo del servicio público”53.
La Corte Suprema, habiendo ya pronunciado las sentencias Silva e Icaza con Fisco y Carvajal y otros con Fisco a la fecha de resolver esta tercera especie, confirmó la sentencia de primera instancia, con apenas una declaración de deducírsele el tiempo cubierto por licencias que le hubieran sido concedidas por más de un mes. Así, en lo propiamente referido a las gratificaciones, no añadió nada que fuera doctrinariamente relevante. Sin embargo, al confirmar la sentencia del Juzgado de Letras, acogió un criterio importante en materia de retroactividad y de derechos adquiridos, que puede considerarse como central en esta materia: el criterio temporal básico para entender un derecho como adquirido. En efecto, dado que, en línea con todo lo expresado, la mera prestación de los servicios educativos por seis años daba lugar al beneficio, la judicatura destiló el principio general de que “todo derecho se adquiere desde el momento de cumplirse los requisitos exigidos por la ley para entrar en posesión de él”, que se había expresado en el considerando tercero de la sentencia de primera instancia.
Puede cuestionarse la elección de las palabras en una aseveración técnica como esta; pero allende cualquier consideración estilística o de quisquillosidad terminológica, el sentido de la expresión es nítido: para que un derecho entre en la esfera patrimonial de un particular, no es necesario que corran los plazos y los requisitos de la prescripción adquisitiva; basta con que se cumplan los requisitos relativos a su titularidad que sean establecidos por el ordenamiento jurídico. Así, la cuestión de las gratificaciones no solo permitió discernir de un modo preliminar pero manifiesto las ramificaciones de la retroactividad en distintos tipos, sino también plantear un criterio fundamental del dies a quo a partir del cual un determinado derecho se adquiere y por lo tanto se marca un jalón en la consideración de si un efecto es o no es retroactivo.
Por último, en 1885 la Corte Suprema cerraría lo esencial de los problemas judiciales de esta década derivados de la referida cuestión de las gratificaciones. Ello se produjo a través de una sentencia Salas Lavaqui y otros con Fisco, que resolvió una cuestión en que numerosos profesores del Instituto Nacional -incluidas personalidades como Abdón Cifuentes, Luis Barros Borgoño y Miguel Luis y Manuel Amunátegui- demandaron al Fisco porque la Administración estaba descontando los seis primeros años de servicios para el cálculo de las gratificaciones. Dicho descuento se estaba efectuando por invocación del artículo 44, en cuanto ordenaba pagar “una gratificación anual equivalente a la cuarentava parte del sueldo que les estuviere asignado, al terminar el sexto año”, con lo que -según la Administración- no habría derecho a computar los seis primeros años. Así, como base del beneficio, en lugar de pagarse seis cuarentavas partes -una por año hasta el sexto año-, se estaba pagando solo una -una por cada uno de los seis años transcurridos hasta el sexto-, sin perjuicio de las cuarentavas partes que correspondieran por los ulteriores años de servicio.
La Corte Suprema acogió el reclamo de los demandantes y censuró la interpretación que realizaba la Administración. La explicación reside principalmente en el considerando sexto de la sentencia: “si se atiende al espíritu de la ley, manifestado en ella misma o en la historia fidedigna de su establecimiento, se ve claramente que ha querido que a los cuarenta años de servicios puedan doblar sus sueldos los profesores y rectores que con constancia hubieran servido en la educación secundaria o superior”54. Es decir, la Corte Suprema planteaba que, con el criterio que intentaba propugnar la Administración, los sueldos de las personas interesadas no se hubieran doblado a los cuarenta años de servicios, sino a los cuarenta y seis.
Aunque marcaba una continuidad con las sentencias anteriores, esta solución fue adoptada por una mayoría estrecha de tres a dos, con votos disidentes del presidente Prats y del ministro Lastarria. Mientras Prats recordó escuetamente su opción por el efecto inmediato, que él había sostenido desde la sentencia Silva e Icaza con Fisco, Lastarria procuró argumentar en su disidencia que esta solución se apartaba de la línea jurisprudencial de la Alta Jurisdicción. Sin embargo, lo cierto es que esta sentencia cerraba la evolución de esta línea jurisprudencial continuando, y no desmintiendo, el criterio de la retroactividad débil desarrollado en las sentencias anteriores. En realidad, era la posición de la Administración, que Lastarria aceptó, la que introducía una variación, introduciendo una idea que en algo se parecía a la de la retroactividad “debilísima” que había adoptado la sentencia de primera instancia en Carvajal y otros con Fisco. Con todo, aunque Salas Lavaqui y otros con Fisco haya reafirmado la línea central de la Alta Jurisdicción en esta materia, la sutileza de la argumentación vencida muestra la sofisticación que el análisis de la retroactividad alcanzaba en Chile a fines del siglo xix en el derecho administrativo.
IV. CONCLUSIONES
1. La aplicación de la ley de instrucción secundaria y superior de 9 de enero de 1879 engendró dos series de cuestiones jurisprudenciales que esclarecieron decisivamente la concepción chilena de los derechos adquiridos y de la retroactividad en el derecho público.
2. Una primera serie, referida a la regulación de la actividad de los boticarios, permitió un examen de la retroactividad frente a una disposición legal de alcance restrictivo o de gravamen (II. 1), que condujo a afirmar, tras algunas vicisitudes jurisprudenciales en la Corte Suprema (II. 2) y algunas Cortes de Apelaciones (II. 3), el vigor de los derechos adquiridos de los particulares frente a la autoridad estatal (II. 4).
3. Una segunda serie, referida a la gratificación por años de servicio de los funcionarios docentes (III. 1), dio lugar a un análisis de la retroactividad frente a una disposición legal de alcance ampliativo o de beneficio, del que se desprendió la procedencia de retroactividades in melius para los particulares, así como una subdivisión de tipos de retroactividades (III. 2), la que con posterioridad fue profundizada hermenéuticamente y enlazada con la doctrina de los derechos adquiridos, llegando a enfatizarse que “todo derecho se adquiere desde el momento de cumplirse los requisitos exigidos por la ley para entrar en posesión de él” (III. 3).
4. Ambas series de sentencias proyectaron una elegante perspectiva categorial de conjunto sobre la retroactividad y la teoría de los derechos adquiridos, marcando un jalón en el tratamiento de esta materia en el derecho público chileno. Con todo, tanto de la antigua perspectiva caleidoscópica con que se la había abordado como de la conceptualización derivada de la aplicación de la ley de instrucción de 1879, puede advertirse cuán lejos estaba el liberalismo decimonónico de las aseveraciones con que, durante el siglo XX, se proclamó con tanta ligereza que en derecho público no existían los derechos adquiridos55.