I. INTRODUCCIÓN
En 1936, Georges Ripert refería a un grupo de leyes francesas que habrían consagrado una suerte de “derecho al no pago de las deudas”, orientado a la protección del deudor ante la evidencia de la crisis económica1. En el modelo clásico de la deuda, el pacta sunt servanda se erige como un pilar moral y legal basado en la autonomía individual2, justificando el trayecto del castigo del incumplimiento desde la pena de muerte, la esclavitud, la prisión por deuda y, por último, la afectación patrimonial universal del deudor3. De ahí que en el ordenamiento civil, solo por una insolvencia derivada de accidentes inevitables, el deudor pueda obtener el beneficio de competencia y así retardar el pago hasta mejorar su fortuna4. Por ello, llama la atención que, a la época de Ripert, en Chile la Ley Nº 4.558 (1929) ya había incorporado una medida más extrema: la posible extinción del saldo insoluto de las obligaciones al término de un juicio de quiebra, en un universo en que ello parecía totalmente ajeno a un ordenamiento ceñido a la matriz continental. Solo en este siglo XXI, los relatos de una exoneración inmediata o mediada por un plan de pagos han inundado las discusiones académicas5, especialmente como resultado de la crisis sub-prime y el efecto contagio en las economías europeas a mediados de la década pasada. La predilección de la medida del descargue de la deuda (discharge), impulsada por diversas instancias internacionales para aliviar la posición de emprendedores y consumidores sobreendeudados6, reposa en un evidente quiebre de paradigma para los sistemas continentales y de ahí las dificultades que ha significado su reconocimiento como medida de “segunda oportunidad”.
En este escenario nos interesa repasar el tortuoso camino del reconocimiento del discharge en el Common Law, en particular, en la experiencia inglesa y norteamericana. Las dudas sobre el abuso del sistema, especialmente con la incorporación del concurso voluntario desde la segunda mitad del siglo XIX, y los escasos dividendos obtenidos por los acreedores como resultados de las quiebras, han sido siempre una sombra que ha rondado a todo discurso en torno a la figura. Hoy por hoy, constatados los fenómenos del consumerism y la democratización del crédito7, se elevan voces que defienden el modelo de protección del deudor y de la economía en general8, viéndolo como un instrumento necesario en una sociedad dependiente de la deuda9. Sin embargo, estas aseveraciones jamás han puesto punto final a la discusión sobre los efectos sociales del discharge, siempre en clave de necesarias restricciones ante la posibilidad de abuso10, aun cuando el modelo se sostiene en la medida en la que la responsabilidad limitada del consumidor se transforma en una red de apoyo social (safety net), que, en otras latitudes, aún es ofrecida por medio de los Estados de bienestar11.
La razón de la búsqueda de los orígenes y la evolución del discharge en los ordenamientos mencionados se encuentra en que no caben dudas de su influencia en el legislador de 1929. Pero lo anterior una vez superado su fundamento original como forma de tutela del acreedor y plasmado ya como un mecanismo de protección del deudor y un medio de fomento al emprendimiento. La propuesta que ofrecemos no se detiene en este punto, sino en apreciar que la adaptación del descargue en el ordenamiento patrio siempre ha presentado algunos vacíos e inconsecuencias, poco apreciables ante el escaso uso de las herramientas concursales dispuestas en dicha ley y en la que la sucedió en 1982 (Ley Nº 18.175). Problemas que no solo no fueron resueltos por la última reforma concursal (Ley Nº 20.720), sino exacerbados por motivos que nuestra doctrina y jurisprudencia no han tardado en advertir12, haciendo renacer el discurso del abuso que, como se ha dicho, ha perseguido a la figura desde sus orígenes.
II. LA FORMULACIÓN ORIGINAL Y LA EVOLUCIÓN DEL MODELO INGLÉS: EL DISCHARGE COMO MEDIO DE PROTECCIÓN AL ACREEDOR Y SUS POSTERIORES MATICES
El título de este apartado parece contraintuitivo porque es difícil entender las razones por las cuales el descargue de las obligaciones podría resultar beneficioso para los acreedores. La explicación se encuentra en la forma en la que se produjo su creación en el reinado de Anna, en la Inglaterra de inicios del siglo XVIII, como una herramienta incrustada en un sistema concursal puramente sancionatorio. Para ello debemos dar cuenta del nacimiento y evolución de las reglas concursales en la isla británica, aunque con el enfoque centrado en el tema que nos preocupa. Al efecto, la primera legislación inglesa que introdujo normas propiamente concursales fue dictada en 1542 [1543]13 (“An act against such men as do make bankrupt”, 34 & 35, Henry VIII, c. 4), tomando partido por una visión punitiva de la quiebra. Esta normativa, como se desprende de su título y preámbulo, solo se pretendía abordar aquellas prácticas fraudulentas de quienes consciente y premeditadamente evadían el pago de sus deudas, perjudicando a sus acreedores. Las normativas que le sucedieron en 1570 [1571] (13, Elizabeth I, c. 7), 1604 (1, James I, 15) y 1623 [1624] (21, James I, 19), siguieron basándose en los mismos supuestos fraudulentos, objetivados mediante un creciente listado de los llamados “actos de quiebra” (“acts of bankruptcy”), aumentando también su tono sancionador y, con ello, los poderes asignados a los acreedores respecto a los bienes y a la persona del sujeto infractor14. En suma, estas normas concursales se fueron consolidando como mecanismos que buscaban superar las insuficiencias de las herramientas individuales de cobro existentes a la época, identificando a los deudores que utilizaban los vacíos de dichas legislaciones para esquivar el pago15. Por ello solo se advertían como piezas adicionales en la estructura de cobro, sin mayores pretensiones redistributivas16, sino como un reflejo de las frustraciones de los acreedores ante la incapacidad de recuperar sus créditos por medio de las cada vez más terribles amenazas17.
Toda esta visión justificaba que ninguno de los estatutos mencionados contemplara la extinción de la deuda al término del procedimiento, sino al contrario, como se expresaba en la sección décima de la ley de 1570, los acreedores conservaban los remedios generales para el cobro de la deuda impaga. De ahí que cualquier activo que ingresase al patrimonio del deudor, sin importar cuan temprano o tarde lo hiciera, quedaba expuesto a la incautación de los acreedores. La idea detrás de toda esta estructura, concluye Kadens, era amenazar al deudor con las peores infamias, de modo de dirigir su comportamiento a la cooperación, especialmente en tiempos en que los poderes públicos no se encontraban aun lo suficientemente afianzados para garantizar mecánicas procedimentales que facilitaren la búsqueda, la incautación y el pago18. Por ello, estos concursos se formularon con el carácter de involuntarios, en especial si se observa que subyace en ellos la pretensión de protección de los acreedores, sin referencias a una preocupación posición desventurada (forzada o azarosa) del deudor19.
Respecto al deudor honesto, se suponía que las reglas generales del cobro de pesos (debt collection) serían suficientes, o, alternativamente, que se podría llegar a un acuerdo colectivo con sus acreedores para aliviar su situación (composition)20. Desde el enunciado de la ley de 1542 [1543], y sus revisiones posteriores, quedaba claro que la voz “bankrupt” quedaba delimitada por el tono propio del tratamiento de un “delincuente”, de modo que ninguna de sus disposiciones era aplicable a quien solo se encontraba en situación de insolvencia. El problema se encontraba en la delimitación de los supuestos de honestidad y deshonestidad21, algo que fue denotando un criticable uso de las herramientas concursales para el ataque a los deudores inocentes22. Como las reglas generales de cobro y composición, escasas y dispersas, tampoco favorecían a los acreedores, se fueron buscando formas de ampliar la aplicación de las leyes de quiebras para obtener las ventajas que ellas ofrecían a modo de amenazas para obtener un pronto pago23.
Esta línea divisoria, o, al menos, aquella tendiente a un tratamiento más benigno al deudor inocente, fue llenando los discursos de los siglos XVII y XVIII24, destacando las ideas contrarias a la prisión por deudas por parte de Dekker, Petty y Defoe25. Así, se fue abriendo un relato en que se suponía que la mayoría de los deudores se encontraban insolventes por meros infortunios, de modo que debían ser protegidos de la sed de venganza y de la avaricia de los acreedores. La imagen del acreedor comprensivo de la situación desgraciada del deudor se fue reemplazando por aquella en que este invocaba la calificación de la conducta como deshonesta para el solo efecto de amenazar con la aplicación de las leyes de quiebra, lo que fue de la mano de la constatación de cárceles abarrotadas de deudores incumplidores en tiempos en que aún se formulaba la necesidad de la prisión por deuda como mecanismo de apremio, más que de sanción26. Los reformistas del siglo XVI ya habían propiciado por una nueva mirada, señalando que la reacción en contra de los deudores, incluso defraudadores, debía dirigirse a su patrimonio y no a su persona27. Una respuesta que tardó en llegar ante la fuerte noción de prenda corporal que suponía el encarcelamiento, configurando con ello una fórmula para evitar el escape y la pronta entrega del patrimonio para la recuperación de la libertad.
Sin embargo, en el periodo del interregnum, el Parlamento inglés aprobó una serie de normativas de alivio a la posición de los deudores pobres, destacándose la paradigmática Five Pound Act, oficialmente, “An Act for discharging Poor Prisoners unable to satisfie their Creditors”, de 4 de septiembre de 1649. Conforme a ella, los deudores prisioneros pudieron recuperar la libertad bajo el juramento de no haber dispuesto fraudulentamente de sus bienes y de que estos no valían más de 5 libras, juramento que podía ser controvertido por sus acreedores hasta 7 años luego de haber sido prestado, para ser nuevamente encarcelado y condenado por perjurio; normativas que luego se repitieron en 1649 y 1652, pero con la especial motivación de liberar las atestadas cárceles, más que, al menos inicialmente, reformular el modo de abordar la situación del deudor insolvente. Estos estatutos se fueron ampliando hasta que en 1671 se aprobó una regla general que, con similar estructura, agregaba que el acreedor que negase la libertad del deudor debía pagar una suma semanal para su mantención en la cárcel, con lo que se limitaban las desgracias por las que el deudor debía pasar para procurarse mantención28 (22, Charles II, c. 20)29. En 1678, se añadió la liberación de esta clase de deudores si no se comprobaba la existencia de bienes en un plazo de 3 meses, siempre que llevasen a los menos 6 meses en prisión, adeudaren menos de 500 libras, no fuesen extranjeros y hubiesen informado completamente de sus activos y créditos en contra de terceros. En esta última parte, se enuncian los primeros indicios para configurar mecanismos tendientes a la cooperación del deudor basados en beneficios, mas no en tormentos, como había sido la tónica de la época.
En esta línea temporal, recién a inicios del siglo XVIII parece llegarse al convencimiento de que la ley concursal debía efectivamente abordar la situación tanto del deudor deshonesto como del honesto, y otorgar una “zanahoria” al deudor cooperador, que compensara tanto “garrote”30 que tan pocos resultados había conseguido en las leyes anteriores31. De ahí que en el “Act to prevent frauds frequently committed by bankrupts” de 1705 [1706] (IV & V, Anne, c. 17) la quiebra fraudulenta, entendida como la que revelaba a un deudor reticente y falto de cooperación, empezó a ser castigada con la pena de muerte (considerando al quebrado como un “fellon, without the benefit of clergy”)32, al tiempo que la norma prodigaba sendos beneficios a quien se entregaba y cooperaba con el esclarecimiento de su situación patrimonial. Por una parte, se le otorgaban 5 libras por cada 100 que se obtuviesen del producto de la realización de los bienes incautados, sin llegar a superar las 200 libras; por la otra, veían extinguidas todas las deudas existentes al tiempo del “acto de quiebra”, de manera que ya no podría ser arrestado ni enjuiciado por deudas previas, identificándose aquí el primer reconocimiento del discharge de las obligaciones en el ámbito del derecho concursal33.
Para obtener estos beneficios era necesario que el deudor hubiese colaborado compareciendo y entregado toda la información necesaria para el embargo de sus bienes (disclosure)34. En el modelo original, la consideración de tal conducta fue entregada a la certificación estricta de la mayoría de los comisionados35 y a la confirmación por parte del Lord Chancellor, el Lord Keeper, los comisionados a quienes se le había confiado el sello real o a dos jueces del Queen’s Bench, Common Pleas o Exchequer. Por su parte, los acreedores solo tenían derecho a audiencia, tanto para favorecer o repudiar la mentada calificación, lo que fue prontamente modificado al año siguiente [1707] (5, Anne, c. 22) a efectos de que el certificado de conformidad (“certificate of conformity”) fuese aprobado discrecionalmente por cuatro quintas partes de los acreedores, en cabezas y participación del pasivo, como reacción a los abusos reclamados ante el Parlamento36. En efecto, la facilidad para el descargue de la deuda en el modelo inicial propició un elevado número de procedimientos (726, entre 1705 y 1706), cifras que descendieron radicalmente con la nueva medida, evidenciado la posibilidad de que deudores honestos no vieran extinguidas sus deudas al término del procedimiento.
Las razones para la incorporación del discharge no se encontraban centradas en las argumentaciones basadas en calificaciones humanitarias37, incesantemente propuestas por Defoe, ni en formas de atajar las inescrupulosas acciones de los acreedores denunciados constantemente por este. En primer lugar, la historia nos informa de otras vicisitudes que hicieron necesario un cambio de enfoque a inicios del siglo XVIII, y que ponen una nota de duda sobre las reflexiones relativas a la necesaria limitación de responsabilidad de los comerciantes para el fomento de su actividad, jamás documentada al tiempo de su discusión original38. Al contrario, parecen haberse sumado hechos tales como la inestabilidad del comercio de ultramar a partir de la Gloriosa Revolución de 1688; el catastrófico invierno de 1703, en que el río Támesis se congeló, provocando un caos en el transporte y el abastecimiento; la crisis financiera derivada de la sucesión española y la batalla entre las antiguas y nuevas compañías de las indias orientales; como asimismo, la masiva quiebra de Thomas Pitkin, un mercero de lino en Londres39, que defraudó a más de 150 acreedores por más de 50.000 libras40.
Sin embargo, el mayor debate se produce al graficar la figura como una regla que consagraba una cierta protección al deudor honesto caído en la desgracia de la insolvencia, o si acaso se trata esta de una construcción que solo podemos hacer con la mirada actual41. Si bien hay autores que sugieren que la incorporación del discharge obedeció a la constatación de la necesidad de construir con mayor eficacia una sociedad basada en los avances del comercio y, con ello, en el reconocimiento de sus riesgos42, esta línea argumental se advierte débil por las razones que ahora indicaremos.
Debe recordarse que, a la época, esta clase de procedimientos eran solamente aplicables a los comerciantes (traders), siempre que debiesen al menos 100 libras a un acreedor, 150 si eran dos o 200 si eran tres o más, y, además, cometieren “actos de quiebra”43. Lo anterior quedó especialmente claro a partir de la ley de 1570 [1571] (13, Elizabeth I, c. 7) y se mantuvo hasta 1861, en que las leyes concursales inglesas ampliaron el presupuesto subjetivo de la quiebra (34 & 35, Victoria, c. 134). De ahí que se comprendan las posteriores explicaciones de Blackwell, para quien las leyes concursales debían basarse en el beneficio del intercambio (trade) y, en consecuencia, no solo debían conceder ciertos privilegios a los acreedores, sino también a los deudores, “tomando en consideración los súbitos e inevitables accidentes a los cuales los hombres de negocios se encuentran expuestos, a condición de que entreguen todos sus bienes para ser divididos entre sus acreedores”44. Para estos efectos, se deben tener presente los cambios evidenciados por la economía inglesa desde fines del siglo XVII, con la expansión del comercio45, pero también del endeudamiento y de la inversión como motores del nuevo modelo tendiente (aunque más tarde) a la industrialización46. Por ello Jones sugiere que la introducción del discharge, aunque más su permanencia, sea también el resultado de la creciente influencia política y social de los comerciantes e industriales47.
Empero, de la lectura de las normas de 1705 y 1706 aparece con sugerente claridad que el descargue de la deuda se formuló como un medio (no un fin), promovido para beneficiar a los acreedores en la mejor satisfacción de sus créditos, y de ahí que estuviese supeditada a la cooperación del deudor48, y, luego, a la discrecional aprobación de la mayoría de los acreedores. Por eso Kadens señala que, siendo la primera vez en que la legislación concursal inglesa parecía tomar en cuenta los intereses de los deudores, podría estimarse que ella fue una reacción débil y no realmente intencionada49. Como agrega Jones, denotando un escaso aprecio por la figura, es una forma de lograr aquello que los acuerdos (compositions) tan difícilmente conseguían, como era lidiar con la responsabilidad sobreviniente, hasta configurar el concurso como una especie de composición forzada, en que se obtenía la extinción de la deuda (una suerte de remisión impuesta) a cambio de la entrega de todos los bienes del deudor50. McCoid parece preferir una posición intermedia, en el sentido que la introducción de la regla del discharge obedecía parcialmente a la atención al deudor honesto, pero desafortunado, como también al propósito de alentar la cooperación con los acreedores para facilitar el éxito del procedimiento51. Algo que, sin embargo, se presenta como impreciso si se atiende, por una parte, que la obtención del descargue de la deuda solo podía lograrse en el ámbito de un procedimiento concursal, a la sazón, únicamente involuntario52, y, por la otra, porque al introducir implícitamente la distinción entre deudores honestos y deshonestos, la ley no reformó los “actos de quiebra”, todos los cuales suponían una cierta reticencia al pago, de manera que la regla presenta una inconsecuencia normativa53.
Ahora bien, respecto a los estatutos ingleses posteriores, solo nos interesa destacar algunos aspectos puntuales para los efectos del presente discurso. Lo anterior porque, como veremos, la legislación patria de 1929 parece haber seguido el modelo incorporado en la ley de quiebras norteamericana de 1898, y no el sistema inglés, aun reformulado en varias oportunidades para tal fecha. No obstante, algunas referencias parecen necesarias, precisamente porque al otro lado del Atlántico siempre se tuvo a la vista la evolución de los sistemas concursales de la isla, de modo que alguna interacción es apreciable en relación con la formulación del descargue.
Comenzamos con las normas que fueron tratando de la necesidad de consentimiento de los acreedores para la obtención del discharge, como había quedado fijada en la ley de 1732. En 1842, se dicta un “Act for the amendment of the law of bankruptcy” (5& 6, Victoria, c. 121), y, con ella, se observa un cambio radical, aunque poco duradero. Al efecto, se declaró expresamente que, a los efectos de la obtención del certificado de conformidad, solo se daría audiencia a los acreedores, pero que ya no sería necesaria su firma54, y, con ello, bastaba la verificación de los antecedentes por parte de la Corte55. Decíamos que este revolucionario sistema, sustentado únicamente en la revisión judicial, duró poco puesto que, si bien sobrevivió la ley de consolidación de 1849 (12 & 13, Victoria, c. 106), decayó con la de 1869 (32 & 33, Victoria, c. 71). En su sección 48, se reinsertó la necesidad del consentimiento de los acreedores, atestado por una resolución especial anterior a la petición del certificado por parte del deudor. Adicionalmente, se indicó que el discharge no podría ser otorgado a menos que se comprobase que un reparto de al menos 10 chelines por libra o, en caso de haberse recibido un pago menor, se entendiera que el quebrado no podía ser consignado como responsable de su infortunio y así los acreedores manifestaren su deseo para la emisión de una orden de discharge.
La vuelta final se dio recién en 1883, con la Bankruptcy Act (46 & 47, Victoria, c. 239), en que, con una regulación bastante más detallada de la materia, se eliminó nuevamente el requisito del consentimiento. El nuevo modelo destacaba porque la solicitud podía ser presentada en cualquier momento por el deudor, debiendo el tribunal instruir al official receiver para la emisión de un informe sobre su conducta y para la citación a una audiencia pública en la que se decidiría sobre la solicitud, previos comentarios del mentado official receiver, el trustee y cualquiera de los acreedores. Además de prever múltiples razones por las cuales no procedía la emisión del certificado56, la regla destacaba por dar facultades bastante discrecionales al tribunal en el sentido de conferir o no el discharge, o, incluso, condicionarlo en cualquier sentido a eventuales ingresos ulteriores que podrían ser recibidos por el deudor; como asimismo se le facultaba para revocar la orden correspondiente si acaso el deudor no cooperaba con el trustee en todo lo que fuese necesario para la realización y la distribución de los bienes.
Por su parte, respecto a la posibilidad del inicio voluntario del procedimiento, en tierras inglesas ello se admitió para los traders en la ley del 9 de agosto de 1844 (“An act to amend the Law of Insolvency, Bankruptcy, and Execution”, en 7&8, Victoria, c. 96), con una redacción más clara en la sección XCIII de la ley de consolidación de 1849 (12 & 13, Victoria, c. 106). La atenuación del fin sancionatorio del concurso se hizo aún más evidente cuando, ampliado el presupuesto subjetivo por medio de la ley de 1861 (24 & 25, Victoria, c. 134), se permitió el concurso voluntario a todo deudor. Para los efectos de este discurso esta variación es muy trascendente pues el concurso ya no era observado como una herramienta más dentro del sistema de cobro57, significando, junto a la posibilidad del discharge, una técnica para la obtención del beneficio conducente a lo que, hoy por hoy, denominaríamos fresh start.
III. LA PERMANENTE REFORMULACIÓN EN EL MODELO ESTADOUNIDENSE: EL DISCHARGE COMO MEDIO DE PROTECCIÓN AL DEUDOR
En el apartado anterior indicábamos que la ley inglesa de 1732 no incidió mayormente en el esquema inglés en el aspecto del que tratamos, sino a efectos de consagrar una detallada regulación del procedimiento y requisitos para la obtención del discharge. Como cuerpo normativo concursal más completo, tal regulación resulta también relevante porque constituye el punto de referencia de la legislación estadounidense, que, a partir de la independencia, prontamente detectó la naturaleza crucial de la quiebra e incorporó la denominada “bankruptcy clause” en su Constitución a efectos de asegurar una normativa federal (1787)58. Sin embargo, no fue sino hasta el 3 de abril de 1800 que se logró tal propósito, y, aunque originalmente la ley tendría una vigencia de cinco años, solo la tuvo por algo más de tres59. Como esta primera legislación concursal propiamente americana siguió de cerca la estructura de la ley inglesa60, no podemos sino replicar las conclusiones a las que llegábamos en el apartado anterior respecto al sentido original del discharge, especialmente si se constata que estamos ante una norma solamente aplicable a los comerciantes (merchants), sin admitir más que concursos involuntarios ante la evidencia de un acto de quiebra. Respecto al modelo de cooperación del deudor, también se conservó la idea de la recompensa para quien se presentase oportunamente ante la comisión y se conformase totalmente a las disposiciones de la ley, como asimismo la extinción de las deudas anteriores a la quiebra, limitándolo en caso de haber obtenido el certificado del que trataremos a continuación con fraude o por haber ocultado bienes por un valor de al menos 100 dólares.
Para estos efectos, la regla también replicaba la necesidad de obtener un certificado (ahora “certificate of discharge”) de parte de los comisionados, una vez evidenciado ante el juez de distrito que se efectuó un completo discovery de los bienes y que el deudor se conformó a todas las instrucciones legales. Se destaca, no obstante, que la entrega del certificado requería la suscripción de acreedores que solo representaran dos tercios, en número y valor de la masa pasiva, y la referencia expresa a que la extinción no beneficiaba a los socios del deudor quebrado, ni a otros conjunta o solidariamente responsable de las deudas, siguiendo aquello que ya se había aclarado en la ley inglesa en 1711 (X, Anne, c.15).
Sin embargo, fueron precisamente las críticas por la eventual conducción del discharge hacia comportamientos desordenados o irresponsables de los deudores, las que llevaron a la derogación de la ley de 1800, sin que Estados Unidos contase con una nueva legislación hasta 184161. Otra razón, agrega Countryman, fue la escasa recuperación de los créditos para los acreedores, especialmente si se considera que, en la mayor parte de los casos, los deudores ya se encontraban en prisión al inicio del procedimiento62.
La Ley de 1841 tuvo un tono conscientemente diverso63, lo que significó que debieron superarse las reticencias que veían en cualquier fórmula protectora del deudor una promoción de una conducta reprochable. Esta nueva lectura fue consecuencia los reveses la economía norteamericana como efecto del “Pánico del 1837”64, una recesión que se extendió hasta mediados de la década siguiente. Así, la nueva legislación disponía de un sistema uniforme de quiebras, no solo en relación con el ámbito territorial de aplicación, sino por su disponibilidad para cualquier clase de deudor, merchant or not. La voz bankrupty dejaba de tener el cariz criminal de los antecedentes ingleses, y pasó a designar al procedimiento completo, del mismo modo como la palabra bankrupt simplemente indicaba al deudor que se había visto sometido a este. Adicionalmente, disponía de un concurso voluntario, restringiendo el involuntario únicamente a los comerciantes, circunstancia que denota la distancia entre el instituto concursal con las herramientas de cobro de la deuda, especialmente si se atiende que, conforme al bankruptcy clause constitucional, la potestad legislativa estaba radicada en entes gubernamentales diversos, federales y estatales, respectivamente65.
Así, a diferencia del sistema británico, las leyes de quiebra de las colonias americanas se empezaron a formular como mecanismos de tutela, cuyas principales finalidades se encontraban en la protección de la comunidad de los daños que pudiesen devenir de momentos críticos (pérdida de cosechas, guerras, turbulencias financieras y políticas), disminuir las actitudes fraudulentas de los deudores, distribuir la masa activa de forma equitativa de manera de disminuir los efectos en cadena y reconocer intereses humanitarios, como el otorgamiento de una segunda oportunidad y la inembargabilidad de los bienes futuros para la satisfacción de obligaciones pasadas. El punto de partida de este último aspecto se basaba en la ausencia de objetivos económicos o sociales derivados del encarcelamiento o del impedimento de la rehabilitación por parte del deudor insolvente, los que solo le llevaban a convertirse en un lastre de la sociedad66.
Reorientadas estas ideas al discharge, resulta que este podía conseguirse mediando la mera solicitud de protección por parte del deudor en el mentado concurso voluntario, satisfaciendo los requerimientos legales (principalmente, el comportamiento bona fide en la entrega de sus bienes y la completa obediencia a la ley), aunque manteniendo la idea de la aprobación (ahora) de la simple mayoría de los acreedores para su obtención. Para estos efectos, era necesario que el deudor presentase una solicitud a la corte para la obtención del certificado de discharge, solicitud que debía ser publicada para que cualquier acreedor o interesado presentara objeciones fundadas. De ello se sigue que, a diferencia del modelo anterior, ya no era necesaria una certificación oficial por parte de los comisionados, ni que se requiriese del consentimiento previo de los acreedores, sino su disentimiento causado presentado por escrito ante el tribunal. Por su parte, se establecieron ciertas limitaciones legales para su obtención, como el haber otorgado una ventaja indebida para el pago al acreedor de mala fe (preference), evidencias de fraude, ocultamiento de bienes, desacato a las órdenes e instrucciones judiciales, suposición de deudas inexistentes, uso de fideicomisos (trusts) para fines propios, o, en el caso de mercaderes y otros comerciantes, no haber llevado correctamente sus libros.
Nuevamente, esta ley cayó en el fragor de la discusión política, especialmente ante las voces que afirmaban que el “bankruptcy clause” de la Constitución se refería a mecanismos tendientes a la protección de los acreedores, como los vigentes a la época de la independencia, al tiempo que la ley de 1841, especialmente al admitir el concurso voluntario, era una “ley de insolvencia” más que de bancarrota67. La discusión también se centró en las dudas que siempre han perseguido a la figura del discharge en cuanto a la incitación al comportamiento irresponsable de los deudores. Los altos números relativos al uso de los procedimientos (33.739) y a la obtención del discharge (donde solo 765 fueron negados), despertaron nuevos resquemores para los acreedores escasamente pagados68, de modo que esta ley tuvo, otra vez, una vida llamativamente breve, siendo derogada el 3 de marzo de 1843.
El tercer intento de ley federal llegó el 2 de marzo de 1867, en un contexto condicionado por los avances que paralelamente se habían presentado en la legislación inglesa y a las duras consecuencias económicas de la guerra civil. En esta normativa, el discharge obtuvo una regulación todavía más detallada (e, incluso, un propio capítulo), evidenciando la creciente importancia que fue adquiriendo con el curso de los años. En este caso, resultado de una negociación entre los intereses de los acreedores y deudores69, el sistema suponía que el descargue no se producía de manera automática, sino que requería de una solicitud presentada por el deudor ante la corte, transcurridos 6 meses desde la adjudicación en la quiebra, pero solo hasta un año a contar de tal fecha. Se replicó el modelo anterior, en el sentido de que, sin mediar constatación oficial del cumplimiento de los requisitos, simplemente se notificara a los acreedores para una audiencia en la que se discutiría la eventual (im)procedencia del beneficio previo a la emisión del certificado judicial que, ahora, tenía un texto expreso en la propia ley. Aquí, las causales de improcedencia se extendieron sorprendentemente, obedeciendo a un comportamiento probo del deudor antes y durante el concurso, en un amplísimo catálogo de conductas reprochables que ahora incluían también la falsedad de las declaraciones presentadas ante el tribunal, la falta de cuidado respecto a los bienes que debían entregarse al assignee, la realización de actos revocables (voidable transferences), el pago a alguno de sus acreedores para obtener su favor (preferences), entre otros, destacando la fórmula general de la condena por cualquier infracción a la ley en razón de una acción fraudulenta70. Se observa, sin embargo, que el sistema innovó radicalmente en el sentido de que no siempre se requeriría del consentimiento de los acreedores sino a partir del primer aniversario de la ley, de modo que se podría obtener por mero cumplimiento de los requisitos legales siempre y cuando se pagase al menos el 50% del valor de los créditos verificados. Solo en caso contrario, se necesitaría contar con el consentimiento de la mayoría de los acreedores, tanto en cabezas como en porcentaje del pasivo.
Respecto a la necesidad de contar (o no) con el consentimiento de los acreedores, Tabb explica cómo las normas sucesivas fueron dándole mayor beneplácito a la posición de los deudores: primero, postergando la entrada en vigor de la regla que lo requería (por medio de las leyes de 1867 y 1868); luego, entrada en vigor, aclarando que ella no aplicaba a las deudas anteriores al primero de enero de 1869 (ley de 1870); y, finalmente, eliminado totalmente la necesidad de consentimiento para las quiebras involuntarias y rebajándolo al pago de un 30% de los créditos verificados en las quiebras voluntarias, o al consentimiento de un cuarto de los acreedores que representaren un tercio del pasivo (ley de 1874)71. Para Noel toda esta discusión se soportaba en la constatación de la “compra” del consentimiento de parte de los acreedores72. A pesar de todo ello, estas reglas fueron derogadas en 1878, producto de nuevas críticas por parte de los acreedores, que veían en el concurso una respuesta ineficiente, con escasos dividendos, dilaciones y costos73.
En razón de lo anterior, pasó casi un siglo desde la independencia hasta lograr un cuerpo legal estable que abordara la relación entre acreedores y deudores en un escenario de insolvencia: la Bankruptcy Act de 1898, la que, sobre la base de varios compromisos políticos74, finalmente incorporó la idea del descargue incondicional de las deudas. Como prontamente notó Newton, uno de los tres pilares sobre los que se construyó la nueva regulación fue “consagrar que los quebrados y los pobres, tuviesen o no bienes, obtuviesen el discharge de sus deudas a un costo nominal, haciendo así innecesario para cualquier hombre en los Estados Unidos seguir cargado con un costal de deudas que no podría pagar”75. Al decir de Noel, el principio de fondo era que ningún deudor deshonesto podría ser aliviado de sus responsabilidades, mientras que el deudor “honesto, pero desafortunado” debía obtener el discharge con toda facilidad76.
Aquí debemos detenernos algo más, dado que, como veremos, se trata este del régimen que se acerca al sobreseimiento definitivo extraordinario dispuesto en nuestra ley de 1929. Con la ley de 1898, el concurso se volvió fundamentalmente voluntario, salvo para las corporations (que, a la sazón, ya contaban con el beneficio de la responsabilidad limitada)77, restringiendo asimismo la posibilidad de la quiebra involuntaria. El descargue de la deuda78 se obtenía previa solicitud del deudor al tribunal, ahora, en el plazo de un mes a partir de la adjudicación (y hasta 12 meses luego de ella), con la posibilidad de oposición de los interesados únicamente fundado en haber cometido un delito sancionado con la privación de libertad; haber tenido intención fraudulenta en ocultar su verdadera situación financiera o, en vistas de la quiebra, destruir, ocultar o no llevar los libros contables a partir de cuales podría haberse verificado su real condición79. Se expresa, nuevamente, que el efecto del discharge no beneficia a terceros, codeudores o garantes de la deuda, ni se extiende a créditos por impuestos, por indemnizaciones por acciones fraudulentas o engañosas, por indemnizaciones por daños a la persona o propiedad de otros (fuesen dolosos o culpables), o resultados de fraude, malversación, apropiación indebida o desfalco, mientras el deudor actuaba como un funcionario (officer) o en cualquier titularidad fiduciaria80. Tampoco quedaban extinguidas aquellas deudas que no habían sido reconocidas en el procedimiento en la medida que el acreedor fuese conocido por el deudor, salvo que se comprobase la noticia del primero de la existencia de la quiebra. Mediante esta formulación, bastante más breve que la de su antecedente inmediato, la obtención del discharge se facilitó considerablemente. Además, se liberó de los requisitos del consentimiento de los acreedores o del pago mínimo de un porcentaje del pasivo para su procedencia, al tiempo en que también se cercenó la discrecionalidad de los tribunales en su otorgamiento, de modo que estos solo debían valorar la prueba ofrecida para sus tasadas restricciones81. De este modo, el descargue de la deuda se consolidó como uno de sus principios fundantes de la ley de bancarrotas norteamericana, expresado con particular claridad en la paradigmática sentencia de Hardie v. Dry Goods Co.82.
IV. LA JUSTIFICACIÓN ORIGINAL DEL DISCHARGE EN EL DERECHO CHILENO: UNA INCORPORACIÓN DISRUPTIVA POR MEDIO DE UN MODELO INSUFICIENTE
La influencia anglosajona en la formulación de la Ley Nº 4.558, de 1929, parece evidente, aunque no se dejó mayor constancia de ella en su mensaje83. Este solo advertía el sentir nacional de la imperiosa necesidad “de reformar la legislación mercantil vigente, para ponerla en armonía con las exigencias de la economía nacional y con la evolución del pensamiento jurídico en los últimos cincuenta años, que se ha acentuado vigorosamente después de la guerra europea de 1914”. No obstante, como se recalcó en el informe de la Comisión Mixta presentado en la sala de la Cámara de Diputados el 3 de enero de 1929, la mirada al mundo sajón fue precisamente la que impulsó el principal cambio de la estructura concursal existente a la fecha, señalando la “conveniencia de someter, absolutamente, a un mismo procedimiento la quiebra del deudor, comerciante o no”84. A fin de entender tal reforma, debe recordarse que esta ley volvió a formular un esquema unitario del concurso85, del mismo modo como ocurría desde el Decreto Ley del 8 de febrero de 1837 y hasta la entrada en vigor del Código de Comercio en 186786. Más allá de las críticas que concita este planteamiento unitario87, se advierte que el principal problema estaba dado por la escasa claridad de las normas concursales aplicables, resultado de una deficiente técnica legislativa del Código de Procedimiento Civil. Con ello, la matriz normativa de los procedimientos fue la quiebra (otrora) mercantil, de modo que las quiebras de los deudores civiles (especialmente, personas naturales) fueron infrecuentes durante toda la vigencia de la Ley Nº 4.558.
Ahora bien, desde la perspectiva del discharge, hemos aclarado como, a la época de la dictación de la Ley Nº 4.558, el discurso había avanzado en Inglaterra y Estados Unidos, con diferentes matices, a efectos de consolidar la extinción de las deudas insolutas como un medio de tutela del deudor, y ya no como un impulso a la cooperación en beneficio de los acreedores. La pérdida de la idea del consentimiento de los acreedores como traba a su procedencia, fuese o no mediada por una decisión por parte de los tribunales, es reflejo de la completa desatención a sus intereses puntuales, además de impedir las acciones fraudulentas tendientes a la obtención de su consentimiento. A su vez, la eliminación del requisito de un porcentaje mínimo de satisfacción del pasivo verificado evidenció que la medida debía sustentarse únicamente en promover la recuperación del deudor honesto, sin centrarse en la magnitud de su debacle financiera ni en los resultados de la contribución efectiva del deudor en la búsqueda y realización de sus bienes para el pago de las deudas. Su formulación no tenía un carácter automático, sino mediado por una resolución judicial, previa audiencia de los interesados, y las limitaciones que cada norma ofrecía, todas relativas al comportamiento del deudor, para configurar la idea del sujeto “honesto, pero desafortunado”88.
Todas estas ideas se encuentran presentes en el artículo 134 de la Ley Nº 4.558, hasta configurar un “perdón legal”89 de la deuda respecto al deudor de buena fe90. Al efecto, llama la atención el lenguaje con el que su mensaje da cuenta de lo anterior, puesto que, aun situados en los vestigios de una normativa con el cariz sancionatorio propio de la época, incorporó la posibilidad del discharge expresando lo siguiente: “[…] el sobreseimiento definitivo irá más lejos y extinguirá en ciertos casos las obligaciones del deudor. Esta novedad, que tal vez parezca atrevida e inconsiderada, responde a un sentimiento de justicia y a un propósito de bien público. La quiebra es un juicio que tiende a favorecer los intereses particulares perjudicados y a satisfacer la compensación que debe al crédito público el deudor que ha faltado al cumplimiento de sus compromisos; empero, es prudente, humanitario y justo no extremar estas medidas hasta el exagerado rigor. No siempre el fallido ha llegado a su infortunio merced a la culpa o al fraude; muchas veces han sido casualidad y los reveses del destino los que han arrastrado al incumplimiento de sus obligaciones. Y entonces, su condición reclama benignidad, porque necesita mirar el porvenir con confianza y estímulo para que pueda emprender de nuevo el camino del esfuerzo y quizá del éxito”91.
Mirando con mayor detalle la historia de la ley, se advierte con claridad que no se trató este de un aspecto particularmente debatido, lo que resulta evidente en un contexto en que toda la reforma fue tramitada con inusual premura92. Aunque vale la pena arrojar algo de luz sobre el tema a partir de las modificaciones incorporadas al texto del mensaje por medio de las comisiones parlamentarias creadas al efecto93, que, por razones de facilidad, ofrecemos en un cuadro comparativo:
Mensaje | Texto aprobado |
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Art. 121. El sobreseimiento de la quiebra puede ser temporal o definitivo. El sobreseimiento temporal suspende provisionalmente los procedimientos de la quiebra. El sobreseimiento definitivo pone fin al estado de quiebra y extingue las obligaciones del deudor. | Art. 128. El sobreseimiento de la quiebra puede ser temporal o definitivo. El sobreseimiento temporal suspende provisionalmente los procedimientos de la quiebra. El sobreseimiento definitivo pone fin al estado de quiebra. |
Art. 127. Se sobreseerá también definitivamente, aun cuando las deudas no se hubiesen alcanzado a cubrir con el producto de la realización de todos los bienes de la quiebra, siempre que concurran los siguientes requisitos: 1º. Que hayan transcurrido cinco años contados desde que hubiere sido aprobada la cuenta general del Síndico; y 2º. Que la quiebra no haya sido calificada de culpable o fraudulenta. | Art. 134. Se sobreseerá también definitivamente, aun cuando las deudas no se hubieren alcanzado a cubrir con el producto de la realización de todos los bienes de la quiebra, siempre que concurran los siguientes requisitos: 1º. Que hayan transcurrido cinco años, contados desde que hubiere sido aprobada la cuenta general del síndico; y 2º. Que, habiendo terminado el procedimiento de calificación de la quiebra del deudor comerciante, por sentencia ejecutoriada, la quiebra haya sido calificada de fortuita y si se tratare de un deudor no comerciante, que no haya sido condenado por alguno de los delitos contemplados en el artículo 466 del Código Penal. |
El sobreseimiento de que trata este artículo extingue, además, las obligaciones del fallido por los saldos insolutos de sus deudas anteriores a la declaración de quiebra, sin perjuicio de distribuirse entre los acreedores el producto de los bienes adquiridos con posterioridad y ya ingresados a la quiebra con arreglo al artículo 62 de la presente ley. | |
Art. 128. La solicitud de sobreseimiento definitivo se notificará por avisos. Dentro del término de cinco días siguientes a la notificación podrán deducirse oposiciones, las que se tramitarán como incidente entre el deudor, el Síndico y el opositor. | Art. 135. La solicitud de sobreseimiento definitivo se notificará por avisos. Dentro del término de cinco días siguientes a la notificación, podrán deducirse oposiciones, las que se tramitarán como incidente entre el deudor, el síndico y el opositor. La resolución será apelable en ambos efectos. |
Art. 131. El sobreseimiento no exime al Síndico de la obligación de seguir adelante el juicio de calificación de la quiebra. | --- |
Art. 181. La quiebra puede ser fortuita, culpable o fraudulenta. | Art. 187. La quiebra del deudor comerciante, puede ser fortuita, culpable o fraudulenta. |
--- | Art. 205. Las disposiciones del presente Título no se aplicarán al deudor no comerciante, quien quedará sujeto a las prescripciones del Código Penal. Si la quiebra del deudor no comerciante fuere declarada por la causal del número 3º del artículo 37 de esta ley, el Tribunal, de oficio, lo comunicará al juez del crimen para que instruya el correspondiente sumario o procederá a formarlo si ejerciere, también, jurisdicción en lo criminal. Se hacen extensión a este caso las disposiciones de los artículos 194 a 197 inclusives, en cuanto sean aplicables. |
Sobre el particular, se observan los siguientes aspectos. El primero, relativo a la distinción para la obtención del discharge entre deudores comerciantes o civiles, cuestión que no se presenta en los precedentes anglosajones. Al efecto, en el Informe CE se destacó que, si bien se pretendía un sistema generalmente unitario, se “[…] ha desechado, sin embargo, la idea de equiparar para los efectos de la calificación de la quiebra y de las penas consiguientes establecidas en este proyecto, al deudor comerciante y al no dedicado al comercio. […] el deudor no dedicado al comercio, no puede tener el volumen de las obligaciones de un comerciante y, generalmente, no goza de crédito personal sino que en forma muy limitada y habida consideración de su fortuna […] Para el deudor no comerciante, la ley contempla hoy día sanciones en casos calificados, como son las consignadas en el artículo 466 del Código Penal”102. Y, con ello, se aprobó la indicación planteada por el diputado Moreno, eliminando a los deudores no comerciantes de las reglas relativas a la calificación de la quiebra103, debiéndose modificar el texto original relativo al sobreseimiento definitivo extraordinario a fin de distinguir, en su segundo requisito, la situación del deudor comerciante y no comerciante, refiriendo a las figuras penales que a cada cual resultaran pertinentes.
En lo que nos interesa, tal reformulación tiene interés por los siguientes puntos: (i) a diferencia de los delitos de la quiebra incorporados en la Ley Nº 4.558, el supuesto típico del artículo 466 del Código Penal no requería del inicio de un procedimiento concursal para su procedencia, aunque si la comprobación de la insolvencia, real o ficta, del deudor104. Así, al menos del modo planteado por dicha redacción, el descargue de la deuda se obstruía por la existencia de condenas no asociadas con la quiebra en cuestión, lo que no hubiese ocurrido en el caso del deudor comerciante105; y (ii) la honestidad del deudor solo refería, en este caso, a comportamientos previos al concurso, especialmente si se contrasta con los efectos del desasimiento producto de la dictación de la sentencia declaratoria de quiebra (artículo 61), restando la idea de cooperación que permeó siempre los antecedentes anglosajones y que, indirectamente, se aplicaba en la ley chilena a los deudores comerciantes, al observar la tipificación del delito de quiebra culpable dispuesto en el art. 189, núm. 5 (“negar a dar al síndico explicaciones sobre sus negocios”). Con ello, la valoración de la buena o mala fe del sujeto se presentaba de modo diverso en atención a la habitualidad (o no) de la ejecución de actos de comercio, aunque siempre utilizando las figuras penales para un doble castigo, penal y civil, calificando este último por la subsistencia del estado de quiebra hasta la (improbable) obtención del sobreseimiento definitivo ordinario106.
En segundo lugar, a diferencia de lo previsto en el texto inicial, en el caso de los comerciantes no bastaba que la quiebra no hubiese sido calificada como culpable o fraudulenta, sino que requería de una sentencia ejecutoriada que la declarase fortuita. Sin perjuicio de que hemos dado cuenta que, tal vez, dicha formulación proviene de la necesaria corrección que debió hacerse en la Cámara de Diputados al texto emanado del Informe CM, la nueva redacción parecía atender a evitar la obtención del descargue de la deuda antes del término del procedimiento de calificación, si acaso este se hubiese extendido más allá de los 5 años desde la cuenta del síndico. La nueva redacción, en cambio, producía el siguiente efecto: al tenor del artículo 194, declarada la quiebra del deudor comerciante, el tribunal debía remitir los antecedentes al juez del crimen para que este instruyese sumario, a fin de indagar si el fallido o cualquiera otra persona eran responsables de algún delito de la quiebra. De tal modo, el único modo de obtener la declaración del carácter fortuito de la quiebra era mediante el sobreseimiento definitivo (en sede penal) de la causa (artículo 198). De este modo, a diferencia de lo que ocurría en los antecedentes anglosajones, la reconducción de la ponderación del carácter “honesto” del deudor a las normas penales implicaba que se debe haber necesariamente seguido todo el juicio de calificación penal, deteniendo, o, al menos, dilatando con ello, la obtención del discharge. Así, se produce una nueva diferencia con el caso del deudor civil, que simplemente requería la falta de condena, precisamente por la ausencia de un expediente de calificación107, sin resolver qué ocurriría en caso de haberse iniciado una persecución penal en razón del artículo 466 del Código Penal o, incluso, de haberse obtenido una condena luego de los 5 años desde la cuenta final del síndico108.
Indicábamos que la forma en que quedaron redactadas estas normas no solo da cuenta de ciertas inconsistencias, sino también de vacíos, especialmente si se compara con los antecedentes anglosajones. De ahí se concluye que el régimen jurídico del discharge siempre se ha presentado en nuestro país de modo incompleto, lo que provino del trasplante parcial de una figura que, a la sazón, llevaba ya doscientos años de historia legislativa, con múltiples formulaciones de prueba y error. A continuación, destacamos aquellos aspectos que nos parecen más complejos para una correcta comprensión de los alcances de la figura.
Por una parte, nada se indica respecto a alguna suerte de catálogo de deudas que quedarían al margen del efecto extintivo de las obligaciones, cuestión que, a la época, había dado lugar a recientes modificaciones en el sistema estadounidense. Aquí, el vacío se presenta porque el ordenamiento priva de una calificación sobre la relevancia de ciertas políticas públicas subyacentes en el tratamiento de las obligaciones, tanto en lo que se refiere a sus fuentes, como a sus modos de extinción. La calificación de una deuda como “non-dischargable” alude a una ponderación de los bienes jurídicos protegidos, los que, en ciertos casos, pueden estimarse superiores a los fines perseguidos por políticas de fresh start109, dando cuenta de los contornos de la figura de modo más preciso. Estos listados, por supuesto, están expuestos a revisión, y pasaron desde la mera indicación de ciertos créditos públicos (especialmente, con la Corona en el ordenamiento inglés), a otros en que se construyen mayores niveles de responsabilidad, especialmente en consideración a la persona del acreedor (como en los créditos derivados de las relaciones de familia o del derecho de daños). En esto, la lectura del legislador de 1929 fue claramente insuficiente, quizás porque, en su mente, la matriz estuvo dada por la figura del comerciante y la necesaria revisión de las obligaciones derivadas de su ejercicio profesional. Por otra parte, tampoco se indicaba la amplitud de los efectos de la extinción, especialmente en lo referente a los casos en que existieren codeudas solidarias o garantías otorgadas por terceros, cuestión que, en los expedientes comparados consultados, había quedado resuelto desde la ley inglesa de 1711. Esta inadvertencia, que, incluso llegó a una jurisprudencia a sostener la extinción de las codeudas solidarias110, impone una consecuencia indeseada, como es la completa traslación del riesgo al acreedor haciendo inoperantes las cauciones, reales o personales, conferidas por terceros en un escenario de insolvencia, que es precisamente uno de los riesgos que se intenta cautelar por su intermedio.
CONCLUSIONES
El cobro de las deudas cuando el deudor es insolvente es una empresa ciertamente difícil, especialmente en los casos en los que no se avistan verdaderos incentivos para que aquel incremente su patrimonio sabiendo, de antemano, que tales esfuerzos solo beneficiarán a sus acreedores. En tiempos en los que la quiebra se formulaba en un contexto claramente sancionatorio, incluso penalizado con la muerte, la emergencia del discharge en el ordenamiento inglés se presenta como una figura contradictoria, solo cobrando sentido si logra ser enmarcada en el diseño de incentivos, positivos y negativos, para que el deudor colaborase a fin de aumentar las posibilidades de pago en este calamitoso escenario. Esta formulación tutelar de los acreedores se justificaba también en la inexistencia de concursos voluntarios y en la necesidad de obtener su consentimiento mayoritario o, al menos, un pago parcial de la deuda. El tono solo cambió en la reformulación propuesta por las regulaciones estadounidenses, en que, dada la necesidad de enfrentar los riesgos del comercio (como asimismo de la conquista territorial), se vio en el concurso un medio de tutela del deudor, considerando al fracaso como parte normal de los procesos económicos. Con ello, el discharge se ofreció desligado de los intereses de los acreedores, permitiéndose, además, el inicio voluntario del concurso y erradicando cualquier consulta previa para su procedencia. El modelo se complementó bajo la idea de dar nuevas oportunidades al deudor honesto, pero desafortunado, de modo que la figura se ofreció con estrictos requisitos de procedencia que miraban a la conducta del sujeto y a la advertencia de ciertas deudas que no podían verse extinguidas al existir una política de protección considerada más relevante que el fresh start.
Del análisis del mensaje, de la discusión y del texto de la Ley Nº 4.558, de 1929, se observa que fue en este segundo espíritu con el que tempranamente se incorporó esta figura en el ordenamiento chileno. Más allá de los antecedentes textuales, se contextualiza en un modelo en que se admitió con soltura el inicio voluntario de la quiebra y en que la participación de los acreedores en la obtención del discharge era meramente reactiva al incumplimiento de los requisitos objetivos establecidos en el artículo 134. Ahora bien, esta formulación pecaba de ciertas inconsistencias en su comparación con los antecedentes tenidos a la vista, especialmente por la imbricación del reproche penal (diferente, además, para deudores civiles y comerciales), y de algunos vacíos derivados de la inadvertencia de la necesidad de acotar los efectos de la extinción de las obligaciones, en especial, en lo referente a deudas no descargables y a las garantías otorgadas por terceros.