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Revista chilena de derecho
versión On-line ISSN 0718-3437
Rev. chil. derecho v.36 n.1 Santiago abr. 2009
http://dx.doi.org/10.4067/S0718-34372009000100010
Revista Chilena de Derecho, vol. 36 N°1, pp.189 - 192 ]
RECENSIONES
D’Agostino, Francesco (2006): Lezioni di Teoria del Diritto*, **(Torino, Giappichelli), pp. 198.
LESSONS IN THEORY OF LAW
Gonzalo Letelier Widow*
Profesor Filosofia del Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile.
El autor de este libro simplemente no requiere presentación. Pero eso no significa que podamos entrar directamente en su análisis. Si es cierto que los escritos de carácter pedagógico, por la amplitud de los temas que se deben tratar y por la imposibilidad de detenerse en discusiones exhaustivas, son los que mejor permiten hacerse una idea del pensamiento global de un académico, entonces podríamos llevarnos una sorpresa. En efecto, esta obra no corresponde en absoluto a esa apología de la filosofía del derecho clásica que los prejuicios respecto de la figura de Francesco D’Agostino podrían hacernos esperar. Por el contrario, es un libro profundamente actual, cuyo principal objetivo es precisamente proponer una relectura de las categorías modernas partiendo del hecho de su crisis actual.
El autor declara desde un comienzo que desea encarar los problemas centrales de la filosofía del derecho tal como se dan hoy, en plena posmodernidad, con toda su complejidad, y con toda la ambigüedad de los desdibujados límites entre el Derecho y sus disciplinas auxiliares (informática jurídica, sociología, filosofía política, etc.). Enfoque que, según reconoce, obliga a renunciar a una obra sistemática para presentar, en cambio, una serie de ensayos breves sobre algunos de los temas más relevantes, a modo de imágenes parciales; fragmentos más o menos acabados del boceto de una obra que resta inconclusa, porque es imposible de concluir. Lo ilustra la elección del criterio metodológico: “ir a las cosas”, aun cuando signifique la imposibilidad de agotar los temas. Los temas son en verdad variados y amplios: la noción de derecho, el estado de derecho, la sanción jurídica, la interpretación, la laicidad del derecho, e incluso la corrupción, problema trágicamente actual en Italia.
Pese a todas estas prevenciones, el libro tiene una estructura unitaria y es profundamente coherente en su contenido. Así, por ejemplo, nociones que en el primer capítulo son definidas de modo instrumental, como la de “Política”, entendida como un juego de fuerza entre intereses particulares de grupos cerrados y mutuamente excluyentes que exigen lealtad, o la noción opuesta de “Derecho”, entendida antitéticamente como fuerza unitaria y conciliadora de la sociedad, conservarán un idéntico significado en todos los ensayos. De hecho, esta contraposición será uno de los ejes centrales de la obra, que bien puede ser considerada como un único ensayo sobre la “juridización de la política” (p.178). Por supuesto, queda abierta la discusión sobre la eficacia de las definiciones elegidas, y, más de fondo, sobre la misma correspondencia de esta elección con el criterio de “ir a las cosas”.
Dadas estas premisas, D’Agostino deduce en modo claro y lineal su concepción del fenómeno jurídico y político. A diferencia de la política, cuya virtud propia es la prudencia (concebida como habilidad práctica), es propia del derecho una intrínseca referencia a la justicia, que el autor define, citando a Kant, como la virtud referida a otro por la cual se hace posible la coexistencia de libertades en potencial conflicto. Por eso, la justicia es coextensiva a la ley (p.14). Su concepción de la justicia es, por lo tanto, “estructural”, o bien, diríamos, formalista “a la Kant”, en cuanto renuncia (y critica) la concepción “contenutística” del “iusnaturalismo tradicional”. Según esta tesis, la justicia (y la ley) solo restringen la libertad si los derechos naturales se entienden de modo “contenutístico”; en sentido “estrictamente estructural”, en cambio, lo natural del derecho son solo las condiciones que hacen posible la libertad, tal como las reglas del juego son condición para jugarlo. El mismo bien común se definirá más adelante en estos términos, como “la possibilità stessa di vivere in comune” (p.52). La tercera propiedad de la justicia (junto a la alteridad y el orden) es la igualdad, propiedad clásica entendida en modo moderno, como igualdad ante la ley, ausencia de privilegios y excepciones. Así, respondiendo con nociones clásicas a los problemas que surgen de oposiciones modernas (como aquella entre “ley” y “libertad”) se llega a una inusual conclusión por la cual se funda el derecho en el bien común, tal como lo hacen Aristóteles o Santo Tomás, pero esta vez a partir de Kant.
La oposición entre política y derecho, asumida como verdadero protocolo hipotético, es un eje que atraviesa y articula toda la obra. Desde ella, por ejemplo, se deduce con claridad geométrica que la esclavitud es una relación estrictamente política (de poder), no jurídica (porque opuesta a la igualdad) (p.36); en realidad, dadas las premisas, el problema estaba resuelto antes de plantearse.
La oposición se hace radical al comparar la noción de soberanía entendida de modo político, que conduce indefectiblemente al Leviatán de Hobbes, o de modo jurídico, como la autonomía propia de cada uno de los ordenamientos jurídicos coexistentes, por la cual no reconoce un ordenamiento superior, propiedad sin la cual ni siquiera se puede hablar de un verdadero ordenamiento (p.38). Tesis que, evidentemente, pone en entredicho toda la estructura jurídica imperial propia del bajo medioevo, verdadero “ordenamiento de ordenamientos” que con tanta lucidez delineara Paolo Grossi.
Además de constituir los conceptos básicos que funcionan como premisa del resto de la obra, el modo de construirlos muestra con claridad su particular cariz. A lo largo de todo el libro, D’Agostino toma las nociones fundamentales de la ética y la filosofía jurídica de corte clásico (diríamos estrictamente escolástico), y las reinterpreta en clave moderna, modificando su contenido de modo de conservar el lenguaje pero, al mismo tiempo, hacer posible el diálogo con las iusfilosofías contemporáneas. El ejemplo de las nociones de alteridad, igualdad y orden como propiedades de la justicia, y de las mismas ideas de justicia o de bien común, resulta paradigmático. Al mismo tiempo, en un procedimiento inverso, toma nociones estrictamente modernas y las reinterpreta de modo de hacerlas conciliables con el pensamiento clásico. El principio parece ser el transar en todo lo transable, dando incluso pasos positivos de acercamiento, para poder no tranzar en lo fundamental. Enorme desafío, en efecto, que exige una precisión conceptual quirúrgica, si consideramos que el uso secular de esas categorías ha llevado a a la filosofía jurídica moderna a conclusiones exactamente opuestas.
Ejemplo de esto es el capítulo II, que presenta una segunda clave del esquema de la obra. En él se expone esquemáticamente la historia del “novecento giuridico”, distinguiendo en él tres etapas. La primera de ellas, se caracteriza por la pretensión de superar el estatalismo del siglo XIX, para “ridurre in modo compiuto la giurisprudenza a vera e propria scienza”, autónoma respecto de todo otro poder y, sobre todo, neutral respecto a los valores (p.19); su exponente paradigmático es Kelsen. La segunda, de signo contrario y encarnada en Schmitt, constata la imposibilidad de una ciencia jurídica avalorativa, y reduce el derecho a epifenómeno de la política. La tercera, por último, que es la nuestra, consiste en una sabia (a fuerza de experiencias traumáticas) y consciente perplejidad, que busca evitar las catastróficas consecuencias de ambas perspectivas, pero que no es capaz de construir un sistema completo y coherente, lo cual se refleja en la diversidad, fragmentariedad, y consiguiente fragilidad de su reflexión. Su rasgo característico, por lo mismo, es el énfasis en un tópico olvidado por las escuelas jurídicas del siglo pasado por su “irreducibile matrice giusnaturalistica” (p.26), el cual hace las veces de una verdadera “póliza de seguros” de la civilización contemporánea: los derechos humanos, “unico universale etico materiale della fine del secondo millenio” y único elemento “forte” en el marco de tanta teorización “debole”. El autor presenta el punto directamente como un deber moral, no teorético: nuestra época exige de los juristas una verdadera “lucha por los derechos”, que consolide su cuestionado estatuto epistemológico. Es cierto que la empresa propuesta es teorética, pero el fin es operativo, según el modelo de la reflexión científica moderna; su carácter es ideológico, o incluso apologético, pero no propiamente filosófico. Por eso, quizás deba leerse en esta misma línea la inquietante relevancia que el autor atribuye a la fe al momento de fundamentar el derecho y el ejercicio de la actividad jurídica (p.191-198); una fe en la cual Dios bien puede estar ausente, pero que presenta como indispensable para el objetivo propuesto: superar la intrínseca limitación humana del derecho.
Una aplicación concreta particularmente luminosa de estas premisas lo encontramos en el capítulo III: “Lo stato di diritto”. La tesis básica, por supuesto, es que este problema es jurídico, no político. O, mejor dicho, la misma noción de “estado de derecho” significa el primado del derecho sobre la política, lo cual, dado el significado asignado a los términos, se concreta en el primado de la libertad. Esto permite, por ejemplo, “juridizar” (o, lo que es lo mismo, “despolitizar”) la soberanía de modo que no se reduzca a mera fuerza, sino que sea la encarnación de los principios del “primado de la ley” y de la “separación de poderes” (p. 39), principio este último que, tal como afirma el art. 16 de la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, es condición de posibilidad de la constitución de la sociedad. El Rule of Law anglosajón es la más precisa encarnación histórica de este modelo, al cual lentamente retorna la tradición continental después de la aventura racionalista de la modernidad. Según este libro, Estado de derecho y estado justo, en el fondo, se identifican; da allí la idealización del concepto, mediante la cual trasciende la historia, pues se refiere a principios estructurales de toda experiencia jurídica humana, y no a dinámicas históricamente contingentes (p. 33).
La intención principal del autor parece ser dibujar una neta distinción entre Estado y Derecho, pues confundirlos ha sido en buena parte la causa de los totalitarismos del siglo XX. Su crítica a esta confusión es particularmente consistente. Pero todo esto supone, obviamente, identificar instancias fundantes del derecho que sean diversas al mero poder estatal; esta es precisamente la función de los derechos humanos.
La conclusión de su razonamiento es que el principio del “estado de derecho” no es necesariamente moderno, sino la encarnación moderna de principios comunes a todo ordenamiento jurídico. En el fondo, D’Agostino procede aquí de un modo semejante a como la había hecho con los “derechos humanos” reinterpretando una noción cara a la modernidad de modo que pueda trascender las categorías propiamente modernas y transformarse en un puente entre la filosofía clásica y la mentalidad contemporánea. Con la noción de justicia, en cambio, la operación fue idéntica, pero inversa. En este misma línea, en varias ocasiones se citan autores modernos como Weber (p. 34), Kant o Rawls (p. 135) para afirmar ideas clásicas. El riesgo de tal operación, evidentemente, es que una vez redefinidas, lo único que nos quede de ellas sea el prestigio de la palabra.
Condividible o no, el mismo D’Agostino da respuesta a esta última objeción. Dado que “i diritti umani altro non sono che il modo in cui si ripresentano nel nostro tempo –e in una forma particolarmente aguerrita– le istanze più profonde del giusnaturalismo”, se puede concluir que “se il prezzo che la dottrina del diritto naturale deve pagare ai gusti lessicali del presente, per mantenere la propria identità al di là del variare delle etichette, è quello di rigenerarsi come dottrina dei diritti dell’uomo, bene non si tratta certamente di un prezzo troppo alto” (p. 89; con variaciones mínimas en la voz “Diritto naturale” de Dizionario delle idee politiche, E. Berti y G. Campanili (ed.), Roma 1993, p. 225. El destacado es mío). La diferencia es simplemente de palabras; la identidad del derecho natural clásico sobrevive intacta en los derechos humanos. La tarea pendiente, como reconoce el mismo D’Agostino, es encontrarles una fundamentación acorde a nuestros tiempos; mientras tanto, resulta absolutamente válido (al menos para el jurista) el famoso principio enunciado por Bobbio: “il problema di fondo relativo ai diritti dell’uomo è oggi non tanto quello di giustificarli, quanto quello di proteggerli” (destacado en el original).
Un tópico permanente de la obra, en línea con estas premisas, es el cosmopolitismo jurídico de corte kantiano, correlativo a la idea de un bien común planetario; noble expectativa respaldada por el hecho de que, hoy por hoy, la cooperación internacional es la única solución a no pocos problemas internos de los estados. Evidentemente, su fundamento son los derechos humanos, los cuales “appaiono oramai con grande evidenza come (…) un indizio – di impressionante rilevanza – della possibilità di una nuova fase nell’unificazione spirituale dell’umanità” (p.135).
Igualmente característica de la perspectiva adoptada es la tendencia a rescatar el aporte y los elementos positivos de las más dispares escuelas o autores, muchas veces directamente antagónicas (como sucede, por ejemplo, respecto del iusnaturalismo moderno y del historicismo), sin que esto signifique renunciar a tomar partido y criticar las posiciones que le parecen incorrectas o dañosas: caso paradigmático es la permanente crítica a Kelsen.
Como se ve, la obra del profesor D’Agostino es profundamente optimista, tanto respecto del futuro de la humanidad, como respecto de la posibilidad de un entendimiento recíproco en el fragmentado y polémico panorama de la filosofía jurídica contemporánea, sin que esto signifique negar la profundidad y urgencia de los problemas jurídicos que plantean nuestros tiempos. La suya, es una confianza en el hombre y en su libertad.
En términos puramente formales, son grandes méritos de esta obra la notable claridad con que plantea los problemas, y el agudo diagnóstico de la situación histórica presente (notoria, por ejemplo, en la breve pero profunda crítica de la modernidad de las pp.127-128), lo cual permite ponderar y contextualizar dichos problemas en toda su dimensión.
Al mismo tiempo, el libro constituye un notable esfuerzo por superar ciertos principios y lugares comunes de la tradición iusfilosófica de la modernidad que han demostrado su esterilidad, hasta llegar a transformarse en verdaderas lacras de la teoría del derecho. Los límites de una noción de justicia puramente procedimental, que si bien explica las reglas del juego, no explica por qué jugarlo; la insuficiencia de una teoría de la pena que excluye su dimensión retributiva; las funestas consecuencias del monopolio estatal de la producción del derecho, y la reducción de este último a la ley; la mezquindad de una teoría de la interpretación concebida como mera técnica aséptica y avalorativa, y, en fin, podríamos sintetizar siguiendo a Francesco Gentile, la debacle generalizada de todas aquellas doctrinas que, en vez de reconocer la centralidad de la persona en la experiencia jurídica, la reducen a sujeto abstracto, centro de atribución de derechos y deberes en permanente conflicto con todo otro. En este sentido, es particularmente valiosa (e ilustrativa del carácter general del libro) su crítica al positivismo jurídico, al cual no le niega valor doctrinal, sino que le delimita un ámbito propio, al cual debe restringirse. Pues si bien es verdad que el iuspositivismo explica perfectamente el derecho positivo, deja abierto el problema de un derecho no positivo cuya inexistencia es incapaz de demostrar y que, hoy por hoy, al margen de anacrónicos intentos de seguir justificando el derecho por su mera validez formal, resulta difícil no reconocer (p. 101).
Lo curioso es que inmediatamente después de esta objeción, el autor intenta fundar la obligación jurídica en el respeto a los derechos humanos, los cuales, si bien no están sujetos al juego democrático de las mayorías, en último término dependen igualmente del consenso de quienes deben definirlos y hacerlos respetar. Pero esto, nos dice D’Agostino, lejos de amedrentarnos, debería darnos confianza. Porque si bien es cierto que la causa de su vigencia fue, y sigue siendo, una decisión estrictamente política, su defensa ha sido asumida ahora por juristas. En sus propios términos, la proliferación de cartas de derechos a partir de la de 1948 manifiesta al mundo la absoluta vigencia jurídica de la doctrina de los derechos humanos; y aunque la tarea sigue inconclusa respecto a su vigencia política y sociológica, ganada aquella, estas resultan secundarias (p. 122). Quiera Dios que así sea.
* El título de este libro y su contenido no cuentan con traducción oficial al inglés. Se sugiere la siguiente sobre el título: LESSONS IN THEORY OF LAW.
** El título de este libro y su contenido no cuentan con traducción oficial al español. Se sugiere la siguiente sobre el título: LECCIONES DE TEORÍA DEL DERECHO.