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Revista chilena de derecho
versión On-line ISSN 0718-3437
Rev. chil. derecho v.36 n.1 Santiago abr. 2009
http://dx.doi.org/10.4067/S0718-34372009000100009
Revista Chilena de Derecho, vol. 36 N°1, pp.185 - 188 2009]
RECENSIONES
Domingo Oslé, Rafael (2008): ¿Qué es el Derecho Global?* (Pamplona, Thomson-Aranzadi, 2ª edición) y 260 pp.
What is Global Law?
Salvador Rus Rufino*
Universidad de León Profesor Titular Filosofía del Derecho
Antes de entrar en el contenido del libro hay que advertir que la reseña crítica está realizada sobre un ejemplar de la primera edición. A la hora de escribir estas líneas, no he tenido la oportunidad de ver físicamente un ejemplar de la segunda edición. El texto que el profesor Rafael Domingo Oslé nos presenta es el final de un largo proceso formativo, informativo y de reflexión que comenzó hace años, tomando como base su formación jurídica clásica, su contacto con el mundo anglosajón y, por tanto, con el Common Law, la otragran tradición jurídica, y de sus muchas conversaciones y amplias lecturas sobre una realidad evidente: el mundo en el que vivimos y conocemos que está cambiando, está sometido a un proceso acelerado de mutación que dará lugar a otro nuevo. El libro es un paso más en la búsqueda de una solución a los problemas humanos, políticos y jurídicos de un mundo donde no hay paz, sino una apariencia de paz, un equilibrio inestable y frágil de fuerzas enfrentadas. En él encontramos un resumen de unos años dedicados por el autor a la búsqueda de una nueva comprensión del derecho dentro de un mundo cada vez más globalizado y que desborda los esquemas, muchas veces demasiado rígidos e inflexibles, de una concepción del derecho instrumental, anclada en conceptos caducos e inservibles en un entorno antropológico, en su sentido más amplio del término, que exige nuevas instituciones en tiempos de cambio y de incertidumbre. Nietzsche decía que el hombre a veces se encontraba a la intemperie. Los tiempos actuales son momentos en los que se necesita una profunda reflexión teórica que, en el caso del derecho, debe superar el proceso de positivización. No sirve una filosofía jurídica que se detenga en el ejercicio intelectual, en el debate académico, es necesaria que esa tarea salga a la calle y se inserte en el torrente circulatorio de la sociedad, en la vida misma, en el ser y en el estar de las personas, que son en definitiva los sujetos activos, que no pasivos ni pacientes, del derecho, de cualquier ley, de todo ordenamiento jurídico. El derecho global es una manifestación y una respuesta al fenómeno de la globalización que ha supuesto un avance espectacular de bienestar para todo el mundo, por tanto, pese a las muchas críticas que se puedan hacer sobre sus métodos y sus resultados, la globalización se puede considerar, en términos generales, un fenómeno positivo ya que permite aplicar en el ámbito mundial una mejor asignación de recursos y transferir en un tiempo breve y con costes muy bajos las mejoras técnicas y los conocimientos de unos países a otros, para su aprovechamiento. Pese a todo, la globalización que hoy se vive es todavía parcial e incompleta, por esta razón muestra su lado más negativo, sus errores son fruto de que el proceso todavía no se ha concluido, o está en una fase de desarrollo parcial, porque puede que estemos todavía hoy solo en sus primeros balbuceos. Subsisten multitud de obstáculos, trabas jurídicas, diversidad de sistemas, etc. que impiden, por ejemplo, la libertad de comercio, la libre circulación de las personas, la participación política plena. Están en vigor toda una panoplia de limitaciones y de barreras a la movilidad de capitales, incluso en la modalidad de inversión directa, que impiden que podamos hablar de una economía global, como también ocurre con el derecho. Sin embargo, el próximo nivel de desarrollo del derecho tendrá que ser global, o no será, como plantea el libro, es decir, o se convierte en derecho de todos y para todos en cualquier lugar, o será un instrumento al servicio de unos poderes limitados en el tiempo y en espacio, unas ideologías políticas que dominan con intensidad, a veces con extensión, pero que acaban muriendo de inanición y de falta de recursos, como nos muestra la historia con los imperios. Para un amplio sector de la humanidad, la aseveración de que globalización es igual a pobreza, dominación y sometimiento para el llamado Tercer Mundo o, si extendemos la propaganda, para los países en vías de desarrollo, se ha convertido en un axioma que no requiere demostración, se repite una y otra vez y con eso basta para convertirlo en dogma que no exige la más mínima demostración. Seattle, Génova, Barcelona, Evian, Niza, Salónica... son hitos en la presencia pública de los movimientos antiglobalización. Allí donde celebren una cumbre los grandes del mundo, sean los 7+1 o los presidentes de la UE, las calles se llenarán de manifestantes para echarles en cara que globalización es equivalente a pobreza, incluso expolio, para los que ya son pobres, en tanto que engorda las arcas de los opulentos. Para los concentrados, todo cuanto se dice en Porto Alegre es casi dogma de fe y algunos personajes que forman parte de este movimiento, también globalizado, son considerados oráculos de la verdad. En paralelo, cualquier estudio del WEF de Davos o informe del FMI son rechazados a priori, o han de pasar una dura prueba en el crisol de sus críticos, de sus enemigos, para ser mínimamente reconocidos. Estamos globalizando la división dicotómica entre verdad y mentira. Verdad es lo que unos dicen o admiten, mentira es todo lo que otros investigan o exponen. Y esta división recorre también toda la faz de la tierra. Cuestionar tal estado de opinión resulta políticamente incorrecto. Hace años, el profesor Juan José Toribio Dávila, siguiendo a Joseph Schumpeter en su visión del desarrollo, afirmó que la globalización representa un proceso de “destrucción creadora” que “genera incertidumbre, vértigo social y, en ocasiones, considerable resistencia al cambio, especialmente por parte de aquellos cuya vida se desenvolvía al amparo de los parámetros en fase de extinción”. Recordó que muchas empresas han basado sus negocios en las protecciones arancelarias, sin olvidarse de que el paradigma del actual proteccionismo lo exigen los agricultores de la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y Japón que defienden a capa y espada sus privilegios, y no siempre de forma pacífica. El autor llegó precisamente a la conclusión contraria a la de los antiglobalizadores: a más globalización más riqueza para todos. Es cierto que los ricos son cada vez más ricos, pero no que los pobres son cada vez más pobres. Al contrario, en la mayor parte de los casos, con la globalización, los pobres son cada vez menos pobres, aunque sigan manteniéndose a mucha distancia de los ricos y a menudo el ritmo de confluencia entre unos y otros no sea el adecuado, y en muchos países del mundo –49 en concreto– la velocidad de crecimiento sea desesperadamente lenta. Datos aportados indican que desde 1950 la renta se ha multiplicado por cinco, y a ello han contribuido las mejoras tecnológicas, pero también la globalización. Además, los países que se han abierto al exterior han obtenido mayores niveles de desarrollo que los que no lo han hecho. Por ejemplo, algunos estados asiáticos que a mediados del siglo XX estaban en niveles de renta similares a los africanos hoy han alcanzado elevadas cotas de desarrollo. La falta de desarrollo de muchos países pobres no procede tanto de la apropiación de sus riquezas por parte de los ricos, como la gestión en manos de políticos corruptos –es lo que muchas veces cuesta admitir– que aplican políticas económicas contrarias a la idea del libre mercado. “África ha recibido ayudas, pero no ha participado realmente en el proceso de globalización. No es el volumen de ayuda lo que cuenta, sino el sistema de incentivos vigente en los países receptores. De nada sirven unas ayudas cuya administración y gestión queda en manos de gobiernos corruptos, que aplican políticas económicas contrarias a la idea del libre mercado”. La aportación de las ONGs es positiva por el componente ético que incorpora y por ayudar a los sectores más necesitados, pero tampoco es decisiva para cambiar la estructura económica. Finalmente, Juan José Toribio propuso que para que muchos países puedan salir del subdesarrollo es necesaria “más globalización”. Se trata de una receta práctica frente a los eslóganes. Ante este panorama, la propuesta del profesor Domingo Oslé es audaz. Parte de la evolución del derecho como instrumento para organizar la convivencia y cómo este derecho se ha ido convirtiendo en un enemigo del ser humano que quiere organizar su vida en común. El derecho, como instrumento al servicio de una fuerza, de un poder, de un partido, de una ideología, es incompatible como el modo de ser humano y acentúa, paradójicamente, la incomunicación entre los hombres. El hombre es un ser capaz de ser investido por la norma, por eso la ley establece de suyo la distinción entre el poder y la debilidad en términos de naturaleza, no solo física, sino también social y humana. La debilidad del hombre deja de serlo en virtud del carácter verbal y activo de la norma, es decir, el normar: organizar el plexo humano de una manera que beneficie a todos y establezca la armonía entre todos. Las sociedades que son capaces de generar el derecho son las que aumentan la capacidad de medida de la ley. Si se llega a este extremo, la distinción entre fuertes y débiles –que genera una dialéctica sin sentido– es biológica: se refiere a la fuerza en términos constantes y sonantes, que queda anulada con un derecho que fortalezca la condición humana misma. Así la persona que tiene el derecho dispone de un poder del que ni la biología, ni la acumulación de recursos materiales pueden dotarle. Por eso, la tan extendida idea de olvidar ese poder, y atenerse a los recursos inmediatos, es una presuntuosa renuncia, una pérdida neta. Por tanto, la pregunta sobre la capacidad de la ley remite al modo propio de ser del hombre y la destaca de la animal. Los hombres, recuerda Aristóteles, no se reúnen para comunicarse con aullidos sentimientos de placer o disgusto, sino para algo más. Este algo más, que desborda la biología, culmina en la normatividad. Sin duda, es digno de ser cuestionado el origen de la ley, así como su contenido. Sin embargo, el problema de principio es la función de la norma en la naturaleza humana. Si la ley significa un incremento de capacidad, su encaje en la vida del hombre depende no tanto del imperio de la ley como de su asimilación. Con otras palabras, el imperio de la ley no proporciona tan solo beneficios externos, premios y castigos, sino que faculta para el advenimiento de un futuro propio. El futuro en cuanto que propio es el fin, télos, del hombre. De ese fin dice Aristóteles que trasciende las elecciones humanas: “El hombre es principio de las acciones, y la deliberación tiene por objeto lo que él mismo puede hacer, y las acciones se hacen a la vista de otras cosas. Pues no puede ser objeto de deliberación el fin, sin los medios conducentes a los fines”. Por eso la ley y el derecho han de distinguirse del simple decreto que tiene su origen en los votos, y de la orden proclamada a viva voz, o publicada por quien tiene la autoridad suficiente. Ni los votos, ni la proclamación, aseguran la validez intrínseca del normar. El derecho no es ajeno a la naturaleza por cuanto que es inseparable de un normar. El pleno actuar de ese valor verbal exige la correspondencia con otra naturaleza en la cual se reproduce en la forma de un hábito, o al menos, costumbre. El normar en el hombre es la virtud. Esto es lo que los grandes pensadores alcanzaron a formular. No hay ley sin hábito o costumbre, ni hábito sin querer llegar a un fin. Y en ello reside lo peculiar del modo de ser del hombre. El antiguo prestigio de la ley y de la virtud debe ser rescatados por la inspiración filosófica y la política, para que luego los juristas den el contenido y la forma que exige el modo de ser humano. Se trata de un nuevo humanismo que da razón de una ilustración que se agota en palabras, que carece de hechos y que ser pierde en múltiples ideas que suenan como un eco que se extingue. El libro muestra que los intentos precedentes –a la tercera va la vencida– han fracaso porque desbordaron las organizaciones políticas en los que se gestaron, o no respondieron a las expectativas de los hombres. Un ejemplo muy claro una de las primeras declaraciones de universalidad con tintes de globalidad: el helenismo. En efecto, trasplantado al espacio imperial el pensamiento y la vida de los griegos adquiere rasgos extravagantes. Recordemos a los cínicos, a Epicuro y al estoicismo, así como el olvido de Platón en la Academia y de Aristóteles en el Liceo. Puede describirse la situación a que responde la llamada filosofía helenística como una existencia desocupada y a la defensiva. El alejamiento de los puntos de referencia no permite organizar un conjunto unitario y con sentido de asuntos, un mundo propio. Al monopolio imperial de la política se responde declarándose cosmopolita, pero tal declaración no es más que un eco que se extingue, una defensa ante algo que no se aprecia, y que no puede vencerse.
La propuesta del Prof. Domingo Oslé es osada, es inteligente y es atractiva. Jurídicamente es viable y serviría para acabar con muchos de los lastres que estamos sufriendo en este mundo que nos ha tocado vivir. Y sobre todo tiene una virtualidad: vuelve sus ojos al hombre, a la persona como protagonista de su vida, del despliegue de su existencia, dueño de sus actos, causa de conducirse a un fin querido y deseado que debe estar orlado por un derecho que no lo embista, lo arrolle y lo ahogue, sino que lo invista, lo capacite, lo proyecte hacia la plenitud absoluta de sus posibilidades dentro de un marco de convivencia con otros en una comunidad global que supere los estrechos límites de una sociedad de naciones, de un derecho internacional.
*El título de este libro y su contenido no cuentan con traducción oficial al inglés. Se sugiere la siguiente sobre el título: What is Global Law?