Presentación
Los montes y bosques castellanos tienen un papel relevante en la dinámica económica y la vida cotidiana de las comunidades bajomedievales.1 La diversidad que caracteriza a estos ecosistemas favorece su tratamiento como “un extenso almacén de recursos” (Hinojosa Montalvo, 2020, p. 3) para las múltiples actividades rurales y urbanas. La sistemática extracción de insumos para los hogares, como la madera y la leña, así como de combustibles vegetales, resinas y tintes demandados por los talleres artesanales señala la importancia nutritiva y estratégica de estos términos (Corvol, 2004). Sin embargo, durante décadas el interés por la explotación forestal ha sido relativamente escaso (Sánchez Rubio, 1983), en contraste con la profusa producción de la historia rural sobre los usos agrícolas y pastoriles (Martín Gutiérrez, 2014; Rey Castelao, 2004). Parte de este vacío obedece a las limitaciones documentales, en la medida en que las prácticas silvícolas, profundamente imbricadas en las costumbres comunitarias, dejan una huella menos sistemática en el registro escrito (Bourin, 2015; Rey Castelao, 2004; Sancho Planas, 2021). No obstante, desde comienzos del siglo XXI, la creciente influencia de la arqueología, la geografía histórica y los estudios paleoambientales (Calonge Cano, 2003; García Fernández, 2004; Izard, 2008; Pèlachs y Soriano, 2003; Rotherham, 2013) ha renovado el panorama historiográfico,2 reconociendo la multifuncionalidad y el carácter integral de estos aprovechamientos (Madrazo García, 2010).
La perspectiva ambiental orienta la reflexión hacia los efectos de los diversos usufructos sobre el medio en el que se realizan (Clemente Ramos, 2021; Martín Gutiérrez, 2014). En este sentido, las numerosas ordenanzas que sancionan los poderes locales bajomedievales constituyen las fuentes más próximas para abordar este problema (Rey Castelao, 2004). Su estudio ha motivado interpretaciones divergentes; mientras algunos especialistas advierten en ellas un sentido ecológico que reconoce la fragilidad de los bosques (Hinojosa Montalvo, 2020; Ramos Santos, 2005; Rubio Recio, 1985); otros consideran que “todavía no existe una conciencia de conservación del monte quizá porque el deterioro no es aún alarmante” (García Díaz, 1987, p. 74).
En el marco de este dossier sobre la naturaleza en la Edad Media, nos proponemos analizar la gestión forestal a partir del significado que asumen las nociones de conservación y sostenibilidad en los ordenamientos castellanos sobre esta materia. Para ello, hemos concentrado la atención en las disposiciones procedentes de las comunidades extremeñas junto con las que emanan de aquellas situadas al sur de la Sierra Morena. La heterogeneidad geográfica y jurisdiccional del conjunto de reglamentaciones seleccionadas contribuye a la identificación de tendencias generales que permitan ampliar las conclusiones de los estudios de caso.
Si bien las normativas dan cuenta de realidades ecológicas y sociales particulares, ¿existen orientaciones comunes? ¿Qué límites se imponen a los diversos aprovechamientos? Y, por último, ¿cuál es el objeto que se procura proteger? Estos interrogantes guiaron nuestra pesquisa y ordenan el desarrollo de sus resultados.
Ordenar, controlar y restringir
El interés por el estado de los términos forestales alcanza a la propia monarquía, tal como se advierte en las sucesivas provisiones, pragmáticas y leyes de Cortes que se dictan entre los siglos XV y XVI. Sin embargo, como señala Cerrillo Torquemada, los soberanos “dejan en manos de los gobiernos locales la legislación en esta materia”, en tanto son estos la “instancia administrativa más cercana al bien que se pretende proteger” (2009, p. 231). De este modo, las ordenanzas nos acercan a la imagen que los poderes locales proyectan del estado de estos espacios y de cada uno de sus recursos.
La detallista descripción del medio físico y de los respectivos aprovechamientos que ofrecen las reglamentaciones constituye un aspecto valioso para reconocer tanto las singularidades como los rasgos comunes (Ramos Santos, 2008). En este sentido, las disposiciones exhiben una uniformidad general, más allá de su procedencia geográfica y de la naturaleza jurisdiccional de la entidad que las redactó (Allué-Andrade, 2001; Cerrillo Torquemada, 2009; López Rider, 2016; Rubio Recio, 1985); uniformidad que se traduce en la identificación de los usos comunitarios considerados abusivos. El potente esfuerzo ordenancista que se observa desde el siglo XV se asocia con la intensa explotación de las superficies forestales, producto del crecimiento agrario y demográfico (Clemente Ramos, 2005). Sin embargo, el cuadro general de los montes castellanos no parece responder ni a la “explotación devastadora”, ni a la “explotación irracional” que observan algunos especialistas (García Fernández, 2004, p. 14; Sánchez Rubio, 1983, p. 310). Como veremos, detrás de la preocupación de los legisladores por una acción antrópica rapaz subyacen otros intereses.
La tendencia de largo plazo hacia la conversión del bosque en monte (Madrazo García, 2010)3 responde tanto a la progresiva antropización y agrarización del paisaje (Clemente Ramos, 2021), como a un conjunto de factores más amplio, entre los cuales sobresale la actividad pastoril de las oligarquías locales. La predominante orientación ganadera de estas elites aumenta la presión sobre las masas forestales (Clemente Ramos, 1986); a la que se suma la que resulta de la expansión de la producción artesanal en los dos últimos siglos medievales. De este modo, la extensión de las superficies cultivadas y el incremento poblacional no son elementos suficientes para explicar las transformaciones que reflejan las normativas (Bourin, 2015; Clemente Quijada, 2014).
Si bien la gestión forestal debe contemplar la articulación entre dedicaciones y actores diversos, las medidas adoptadas no afectaron a todos los sectores sociales por igual, ni tampoco apuntan de manera unívoca al cuidado del medio. En este sentido, la labor legislativa no obedece estrictamente a la búsqueda del equilibrio entre los aprovechamientos y los recursos disponibles. La consolidación del sistema concejil importa la subordinación de la Tierra a los núcleos villanos, cuyas elites dirigentes imponen sus propios criterios de explotación, en la búsqueda de modelos rentables que ofrezcan beneficios (Clemente Quijada, 2020). Las tensiones entre los dos niveles de la organización municipal se agudizan; mientras que las aldeas intentan elevar la protección de sus propios montes para facilitar su regeneración, las ciudades las responsabilizan de los usos abusivos en los términos compartidos (Clemente Ramos, 2021). Estas contradicciones se advierten con claridad en las ordenanzas de Cuéllar, en las que, a propósito del estado del pinar del lugar de San Martín, se señala que “por darse por común fallamos que era todo estruydo” (Cuéllar, p. 33). Detrás del argumento proteccionista se encuentra el ataque de las villas contra la propiedad comunal de las aldeas.
Se trata de la fricción entre dos lógicas de aprovechamiento: por un lado, las costumbres comunales, expresadas en acuerdos mutuos no siempre formalizados entre vecinos y moradores, que permiten un acceso más fluido a los términos (Martín Viso, 2021); por otro, el régimen más restrictivo, que los regimientos procuran imponer a través de sus ordenanzas (Clemente Ramos, 1999). Pinares abiertos que permiten las prácticas de subsistencia más elementales del campesinado, frente a pinares y montes acotados cuya explotación está sujeta a estrictos condicionamientos.4 En el fondo de estas disputas se advierte la oposición entre dos modalidades de mancomunal (Martín Viso, 2020; Monsalvo Antón, 2012-2013), que expresan a su vez una estructura social desigual. Por ello, consideramos que el análisis de las distintas regulaciones debe contemplar la dimensión ecológica y socioeconómica, pero también la política y jurisdiccional, tal como sostienen los recientes aportes de la arqueología histórica (Stagno y Tejerizo García, 2021).
Los montes no solo satisfacen las diversas necesidades locales, sino que constituyen una fuente de ingresos significativa; en la medida en que la comercialización de sus recursos y los monopolios sobre su explotación nutren a las distintas haciendas locales (Oliva Herrer, 2003). Detrás de una medida de preservación ambiental, como la que pretende corregir la costumbre aldeana de echar fuego en los montes, se observa el interés fiscal. En las ordenanzas de la villa señorial de Cartaya de 1516, su titular señala que “por cabsa de sacar la çepa y haser carbon” resulta “en perjuysio de mis rentas y montes” (Quintanilla Raso, 1986, p. 249). Por su parte, las ordenanzas segovianas de 1514, que autorizan a vender “qualesquier rrobles y pinos de los pinares y rroblares que tubieren para sus neçesidades” -aunque establecen que “el suelo y la propiedad dellos que no lo puedan bender” (Riaza, 1935, p. 479)-, anticipan la tendencia privatizadora que se fortalecerá en las centurias siguientes. De este modo, los espacios forestales se caracterizan por la combinación de aprovechamientos rentísticos y vecinales (Madrazo García, 2010), no siempre compatibles; de allí que los usos comunitarios concentren la atención de las normativas.
Las disposiciones bajomedievales no son una creación ex nihilo; más bien precisan, amplían o reforman las regulaciones más tempranas, (Madrazo García, 2010; Rey Castelao, 2004). En 1521, en la sierra de Alcaraz se endurecen las penas para el que corte árbol con fruto, ya que “no obstante la dicha ley del fuero, siempre se an atrevido e atreven a façer las tales talas e cortas” (García Díaz, 1987, p.111). Así como los fueros originales habían modificado, pero también recuperado, las normas comunitarias que organizaron el aprovechamiento de los bosques durante siglos, las nuevas ordenanzas intentarán alterar de manera significativa las costumbres más permisivas del campesinado (Clemente Ramos, 1999), aunque, como veremos, también deben apoyarse en ellas.
Si bien la explotación de productos fundamentales como la madera y el carbón “no fue un fenómeno desordenado”, sino que estuvo continuamente reglada por las distintas jurisdicciones (Martínez Carrillo, 1997-1998, p. 73), la idea de usos indiscriminados y abusivos producto de la percepción del bosque como un bien abundante (Clemente Ramos, 2005) está presente en los fundamentos de los distintos ordenamientos. En 1519, la villa de Talavera de la Reina pretende enmendar el daño causado por la ordenanza antigua “así por la forma que da en el cortar por la pequeña pena de ella”, reconociendo que en “el tiempo que se hizo la dicha ordenanza pudo ser buena y por la muchedumbre de monte que había en aquel tiempo”, (Sánchez González, 1992, p. 106). También las ordenanzas jiennenses de Baeza incrementan las penas para los que “hazen talas”, dado que “siendo la pena de la hordenança antes de ésta tan poca e el interese grande que de la tala se sigue a los que la hazen, e los enzinares se destruyen” (Argente del Castillo y Rodríguez Molina, 1983, p. 51).
Pese a que el contenido de las normas depende del marco jurisdiccional de las respectivas comunidades, así como del grado de autonomía de sus elites, la descripción de los peligros y el esfuerzo por reducirlos están presentes por igual en las villas de realengo y de señorío (Clemente Ramos, 1999). Se trata de una política que se inscribe “dentro de un proceso general de mayor regulación y control” (Clemente Ramos y Rodríguez Grajera, 2007, p. 739), que da cuenta del desarrollo de un “proteccionismo que presentaba una base estructural en todo el Mediterráneo europeo” (Martínez Carrillo, 1997-98, p. 74).
Las distintas autoridades identifican los mismos usos perjudiciales y sobre ellos actúan para condicionarlos, restringirlos o prohibirlos. La poda y la tala, el encendido de fuegos, el ramoneo del ganado y la recolección de frutos y de leña son señalados como los responsables del menoscabo de la riqueza silvícola. Dentro de esta evaluación compartida, las reglamentaciones otorgan un lugar destacado a las ventajas potenciales de cada monte (Madrazo García, 2010). Su contenido expone la casuística de las prácticas y detalla el estado de los respectivos recursos para establecer las condiciones de los aprovechamientos (Ramos Santos, 2008). Junto con la habitual prohibición de permanecer en ellos durante la noche, los términos forestales también se acotan durante un periodo del año, en el cual se vedan ciertos usufructos. Así sucede en Talavera de la Reina cuando se habilita “el comer de la bellota del monte de Guadalupe […] desde un día después de San Lucas en adelante”, siempre que se respete el tipo de instrumento empleado para varear los frutos: “desde este día hasta ocho días siguientes se pueda avarear con varas de a cuatro varas de medir en largo […] y dende el dicho día después de Todos los Santos en adelante puedan varear con aleros” (Sánchez González, 1992, pp. 111-112).
La descripción de las prácticas y del deterioro que provoca el desarrollo artesanal están presentes en las ordenanzas del concejo abulense de Mombeltrán: “Anse arrancado, cortado y descortezado en esta villa […] tantos nogales grandes y frutíferos y muy buenos que en ella havía para hacer madera y sacar la corteza de ellos para teñir que han quedado muy pocos” (Barba Mayoral y Pérez Tabernero, 2009, p. 67). Asimismo, las ordenanzas de Cartaya aluden a los daños que provoca el modo en que “cortan las matas donde naçe la dicha grana por no la coger con la mano” (Quintanilla Raso, 1986, p. 225); mientras que el concejo de Murcia “manda que no se coja la grana mientras esté verde”, estableciéndose que “no se ronpa fasta el segundo dia de San Marcos” (Acuerdos concejiles [1478-1479], p. 164). La industria textil, con su demanda de tinturas vegetales y la producción vinícola y naviera, que requiere de resinas para los impermeabilizantes, inciden significativamente en la pérdida de los ejemplares. Por ello, se acotan las labores de extracción, ordenando en el caso de la explotación resinera “que los pegueros puedan labrar e hacer la dicha pez en los dichos montes baldíos” solo entre los meses de junio y noviembre (Barba Mayoral y Pérez Tabernero, 2009, p. 38).
Las sanciones se justifican por la necesidad de revertir los usos que degradan los recursos. Las penas se gradúan de acuerdo con el tamaño -si la madera fuera “del grueso de media vara para arriba, dos mil mrs”-, pero también según el destino que se le dé a la materia extraída -“no tenga pena ninguna si fuere cortada para horcas y jarpas, y no siendo para esto tenga cada rama un real de pena” (Barba Mayoral y Pérez Tabernero, 2009, p. 38). Todas estas restricciones procuran evitar un uso excesivo y favorecer el crecimiento de la cubierta vegetal (Martín Viso, 2021).
Las regulaciones ponderan la racionalidad de las distintas acciones dentro de un régimen de aprovechamientos integral. Las mencionadas ordenanzas de Cuéllar dedican especial atención al perjuicio que provocan ciertas prácticas en relación con sus potenciales beneficios. La obtención de pequeños trozos de madera para carpintería y construcción provoca que en los pinares “por se fazer enellos madera menuda por que un obrero en un día puede de roçar quarenta e cinquenta pinos e aun mas el ynterese que dello se sigue es poco” (Cuéllar, p. 36). Respecto de los pinos que se cortan para almuérdagos advierten que “los que los cortan no sacan dellos otro provecho alguno mas que una rama o dos de almuérdago y todo lo otro se pierde” (Cuéllar, p. 21). El descortezamiento también genera daños que no se justifican por el “muy poco provecho al que lo fase” (Cuéllar, p. 35). Se trata de una nueva racionalidad que apunta contra los usos campesinos inmemoriales.
Las distintas medidas no se limitan a los términos comunales, sino que involucran a las heredades particulares, cuya protección importa también la de sus dueños (Hinojosa Montalvo, 2020). Sin embargo, la reiterada fórmula “por que cada uno fuese señor de lo suyo” y que “non se atreviesen a ir a fazer daño alguno en lo ajeno” (Morollón Hernández, 2005, p. 360) no implicaba el reconocimiento de derechos absolutos. Como se observa en las ordenanzas abulenses, “en quanto al deçepar de los montes” se ordena “que ninguno los deçepe, aunque sea suyo el monte” (Monsalvo Antón, 1990, p. 99); también en la sierra de Alcaraz las restricciones alcanzan a “cualquier que cortare pino donçel aunque lo corte en su eredad”, (García Díaz, 1987, p. 136). Lo mismo sucede en Mombeltrán con la prohibición de la actividad resinera, “aunque sea en su propia heredad sin licencia de la justicia” (Barba Mayoral y Pérez Tabernero, 2009, p. 41).
El cumplimiento de las disposiciones requiere de un sistema de vigilancia basado en el nombramiento de agentes encargados de realizar visitas periódicas para informar acerca del estado de los términos (Ortega Cervigón, 2013). Este mecanismo de supervisión complementa el procedimiento de control más relevante que se generaliza en la baja Edad Media. La solicitud de licencia para habilitar los usos, aunque es una práctica preexistente cobra en estos siglos otra significación, en la medida en que “indica la autoridad que el concejo ejercía sobre el término” (García Díaz, 1987, p. 75). Los permisos de explotación son semejantes en las distintas comunidades y se inscriben en una política centralizadora de la gestión de los aprovechamientos forestales (Clemente Ramos y Rodríguez Grajera, 2007, p. 734). Así, las ordenanzas para la guarda del Campo de Murcia disponen que “los logares de la comarca non corte madera nin leña nin fagan carbón en el termino de Murçia nin tengan colmenas sin liçençia del conçejo so pena de perder la madera et el carbón et las bestias et ferramientas” (Torres Fontes, 1985, p. 274). Sin embargo, se trata de un instrumento legal que no genera una adhesión absoluta. La obligación de desplazarse hacia las villas no solo resulta costosa para los aldeanos; fundamentalmente, se percibe como una imposición extraña a sus costumbres. Los recurrentes incumplimientos -“personas que cortare sobre su rebeldía e sin liçençia del conçejo” (Sáez, 1951-1952, p. 1148)- señalan las dificultades que enfrenta el proceso de subordinación y control de los usos campesinos.
La concesión de esta autorización requiere conocer la necesidad que la motiva -“que no se pueda dar la dicha licencia sino es precediendo ynformación de la utilidad” (Barba Mayoral y Pérez Tabernero, 2009, p. 67). Son las autoridades quienes evalúan la pertinencia de la solicitud; de allí que la opacidad del proceso de otorgamiento se presente como la “mayor causa por donde hallamos que se non guarden las hordenanças” (Cuéllar, p. 37). Los acuerdos privados fuera del ámbito formal del consistorio son habituales, así “las licencias que la justicia y regidores dan, las no dan en día viernes e estando en regimiento antes las dan donde se fallan dos juntos solamente con la justicia” (Cuéllar, p. 37). Para enfrentar estas conductas discrecionales se impone la publicidad del acto. A mediados del siglo XVI, las ordenanzas aldeanas de Viloria establecen que el vecino “que despidiere madera en el conçejo, que sea obligado a lo despedir en público conçejo estando junto a canpana tañida, e señale los pinos quantos an de ser”, jurando ante los regidores que no cortará más de lo solicitado (Olmos Herguedas, 1999, p. 281).
Pese a su insoslayable relevancia social, política e institucional, las licencias no resultan un medio eficaz para concretar la enunciada voluntad de protección del medio. Así se observa en Cartaya: “quando algunos alcançan liçençia para cortar çierta cantidad de madera cortan demasyado a los dichos montes e madera que enellos ay se han disminuido” (Quintanilla Raso, 1986, p. 226). Las prácticas fraudulentas son una constante en todas las comunidades. Las exhaustivas ordenanzas del monte castañar de Béjar reconocen que “muchas personas sin tener necesidad y fraudalosamente, piden maderas que las quieren para un efecto y no las gastan para aquello que las piden” (Muñoz García, 1940, p. 70). Frente a las restricciones impuestas a la comercialización, los vecinos se valen de las licencias para obtener los insumos forestales y destinarlos subrepticiamente a la venta; “de esta manera los montes se destruyen” (Muñoz García, 1940, p. 70). Por ello, se exige al solicitante que jure ante el escribano del concejo “que la madera que pide la ha menester y la quiere para la dicha obra y reparo”, designando veedores para que declaren “que edificio que aposentos y la forma de la obra que la parte quiere hacer y la madera que les paresçe que es menester para ello” (Muñoz García, 1940, p. 67).
El seguimiento del uso de los productos concedidos es una práctica generalizada tanto en los concejos más grandes como en los más pequeños, donde el control resulta más sencillo. En Cuéllar, el interesado es obligado a jurar “que lo quiere para fazer su casa e no para vender ni para dar a otra persona”, contando con el plazo de un año para que “lo muestre puesto o por poner” (Cuéllar, p. 32). Del mismo modo, en la villa salmantina de La Alberca se dispone que “quien demandare madera en los montes del conçexo para ofiçios e rreparos de casas, que la traiga e ponga en su casa dentro de un año y día de como la cortare”; pasado ese tiempo “sino ubieren puesto u traído” pierde el derecho a una nueva concesión (Berrogain, 1930, p. 419). No obstante, las infracciones son reiteradas, por ello se apela al compromiso comunitario para impedirlas.
Del mismo modo, usos campesinos arraigados como la realización de rozas para ampliar la superficie cultivada, el clareo de la vegetación para el pastoreo del ganado y la producción de carbón también ponen en peligro la preservación de los recursos, de allí que las regulaciones sean estrictas y los castigos extremadamente severos. Para hacer efectivas las sanciones se exige a los propios vecinos que participen de la reparación y represión de estas conductas: “que los pueblos cercanos del fuego salgan a lo matar e prendan a los que lo pusyeron” (González Jiménez, 1975, p. 258); llegando incluso a penalizar a quienes no denuncien a los autores (Muñoz García, 1940, p. 51). La apelación a la comunidad se observa también en La Alberca, donde se prohíbe el ramoneo de los castaños “en el tiempo que tienen fruto”; las disposiciones establecen que el “vecino que allare el tal ganado haya el mismo derecho que tienen las guardas”, siempre que fuera “persona de crédito y buena fama” (Berrogain, 1930, p. 393). Se trata de un rasgo habitual de las normativas forestales bajomedievales, que expresa tanto la imposición de los poderes concejiles sobre la Tierra, como la necesidad de contar con su apoyo.
Hasta aquí hemos analizado el contenido restrictivo de las ordenanzas. Las prácticas campesinas son acotadas y sometidas a procedimientos de control por parte de las autoridades. Sin embargo, el aumento de las penas, el sistema de vigilancia y el involucramiento de la propia comunidad no suponen un cambio radical en las formas de explotación (Clemente Ramos, 2005, p. 64). Antes de evaluar el significado de estas normativas en el contexto de las transformaciones políticas, sociales y productivas bajomedievales es necesario detenernos en su aspecto proactivo.
Protección y regeneración forestal
Frente a una explotación del bosque que no ha permitido la regeneración equilibrada del arbolado (Clemente Ramos, 1999), las autoridades impulsan una política activa para revertir la situación. En este sentido, las ordenanzas procuran la mejora y ampliación de las superficies silvícolas dentro de un sistema de prácticas “semiagrícolas” (Sancho Planas, 2021, p. 196).5 La creciente incompatibilidad entre el ritmo de la explotación y el ritmo biológico de crecimiento de las especies vegetales estimula el perfeccionamiento de las técnicas forestales, como los trasmochos y las podas selectivas (Aragón Ruano, 2009), para que los “arboles se tornen a hacer y criar en pocos años” (Sánchez González, 1992, p. 109). De igual modo, es habitual la limpieza de los montes para favorecer el desarrollo de los ejemplares (Sánchez González, 1992, p. 107). En Mombeltrán se señala que “los encinares y robledos están muy espesos y ay en ellos carrascales y malezas que impiden la cría de dichos robles y encinas”, motivo por el cual consideran que “de quitarse y limpiarse […] los dichos robles y encinas que quedaren serán mexores, mayores y de más fruto” (Barba Mayoral y Pérez Tabernero, 2009, p. 65).
El compromiso de los aldeanos con estas labores de mejora pone de manifiesto la existencia de una cultura comunitaria de cuidado del medio en el que habitan y producen (Monsalvo Antón, 2012-2013, p. 145). Las ordenanzas de Béjar establecen que “cada un año se monde y limpie con seguron todo aquello que mas necesidad tuviere, así para que se críe la madera como para que lleve mas fruta” (Muñoz García, 1940, p. 75). Esta experiencia campesina es sometida al control de las villas, repartiendo “suerttes en los dichos monttes para escamondar o aderezar el montte” (Diez de Salazar, 1983, p. 407). Una vez más, el mecanismo es el de las licencias: “pedida la licencia […] puedan maherir cada lugar sus vecinos para limpiar los dichos robles y encinares […]) y cortar los carrascales que no son de provecho y hacen daño el dicho monte”; todo bajo la estricta supervisión de los oficiales concejiles -“no se pueda hacer sin asistencia de un Alcalde o rexidor”- (Barba Mayoral y Pérez Tabernero, 2009, p. 65).
Junto con la mejora de los montes existentes se estimulan los nuevos arbolados, dando lugar, ya en los siglos bajomedievales, a una suerte de precoz ensayo de un modelo sostenible (Aragón Ruano, 2013). La ampliación de estos espacios constituye una política “necesaria e ineludible” (Clemente Ramos, 2021, p. 65) que favorece la provisión de materias primas fundamentales y de ingresos para los poderes locales. La plantación de ejemplares se efectúa de acuerdo con las características de las distintas especies y la orientación productiva de las respectivas comunidades (Martínez Ruiz, 1998). Mientras las especies de crecimiento rápido que garantizan un suministro abundante y regular de madera, como los pinos (Clemente Ramos, 2021), se fomentan en los municipios que presentan una mayor especialización productiva; los concejos con una dedicación ganadera predominante alientan una reforestación más diversificada. Así, “porque los términos de esta villa sean mas honrrados e aya mas arvoles para pastos y abrevaderos”, en Cazorla de la Sierra se otorga licencia a todos los vecinos “para que puedan plantar qualesquier árboles que quisieren” (García Guzmán, 1999-2000, p. 48).
La incorporación de castaños, avellanos y pinos estimula aprovechamientos económicos más rentables, contribuyendo al dinamismo económico de las localidades que emprenden estas políticas repobladoras (Oliva Herrer, 2003). En La Alberca se dispone la plantación de un castañar mediante el reparto de suertes -“ponga cada vecino diez castaños e mas si mas quisiere”-, siempre “que ninguno ponga castaños fuera de lo amoxonado” (Berrogain, 1930, p. 433). La ya mencionada desavenencia entre los objetivos jurisdiccionales y los estrictamente vecinales se aprecia en el siguiente capítulo: “algunos vecinos se quieren escusar, diciendo que ponen en sus heredades los castaños e olivas que se contienen en el mandamiento del duque, nuestro señor”. Por ello se ordena que “no sea esento de dexar poner los castaños en su suerte” (Berrogain, 1930, p. 434).
Una mirada de conjunto de las normativas nos permite reconocer dos aspectos centrales. Por un lado, la incidencia de la mayor complejidad de la estructura socioproductiva en la intensificación de la explotación forestal. Por otro, el condicionamiento de la gestión de estos recursos por los intereses sociales y político-jurisdiccionales locales. En este sentido, abordar la cuestión ambiental, y con ella el problema de la sostenibilidad importa no solo describir el contenido proteccionista de las ordenanzas, sino también, reconocer el significado histórico que asume esa protección.
Conservación forestal, desigualdad y sostenibilidad social
La preocupación por la preservación de los bosques, influenciada “por la profunda huella de la Ilustración y también, en aparente paradoja, por el romanticismo que le sucedió como paradigma cultural” (Esteve Selma, 2015, p. 45), se consolida como problema a partir de la dramática deforestación que provoca el proceso de industrialización en Europa occidental. Si bien se reconoce la presencia de ‘paradigmas antiguos’ de conservación forestal (Elliot, 1996), que en la Edad Media se expresan en las regulaciones que aquí estudiamos, su contenido no puede interpretarse “como producto de la existencia de una política conservacionista de acuerdo con los criterios actuales, que en ningún caso es anterior al siglo XIX” (Rodríguez Grajera, 2000, p. 177; Soriano Martí, 2003).
Llegados a este punto es necesario analizar el significado de la idea de conservación en un contexto en el cual, pese a que aún la degradación no es alarmante, los efectos de la acción humana y la creciente complejidad socioproductiva estimulan la conciencia del carácter finito de los recursos forestales y de su valor para la reproducción de las comunidades (Cerrillo Torquemada, 2009; Rodríguez Grajera, 2000). “Por que los montes de esta villa se conserben, e no se disipen como al presente estan” es una fórmula reiterada. Si el daño y la destrucción son los tópicos habituales que justifican la intervención normativa, el cuidado, la guarda y la conservación se presentan como sus objetivos fundamentales. ¿Hasta qué punto la imagen de deterioro que transmiten las ordenanzas es reflejo de la realidad? Como hemos señalado, las políticas de preservación forestal permiten consolidar la potestad de los concejos principales sobre la Tierra, ya sea prohibiendo los usos considerados lesivos, o bien, autorizándolos pero sujetándolos a su autoridad y obteniendo beneficios de ellos. Las licencias que hemos analizado dan cuenta del control que se pretende ejercer sobre las prácticas campesinas. La limitación de la extracción de las materias primas no responde unívocamente al menoscabo del paisaje, sino a la falta del permiso correspondiente por parte de los usufructuarios. De este modo, ciertas costumbres que no representan riesgo alguno para los ejemplares también son obstaculizadas, como sucede con la recolección de leña seca “que no la puedan llevar syn liçençia del conçejo” (Quintanilla Raso, 1975, p. 504); mientras que la realización de rozas, que afecta significativamente el paisaje, es permitida siempre que los concejos de la Tierra la vayan “a demandar a esta villa al consistorio e que el consistorio nombre dos ombres para que la vayan a ver e si ellos dieren la licencia que la fagan” (Cuéllar, p. 34).
Las medidas restrictivas están condicionadas por las transformaciones de las relaciones sociales y de poder de las diferentes comunidades. Por lo tanto, el contenido de las ordenanzas no responde directamente a un afán de cuidado del medio, de allí que deban evitarse las interpretaciones anacrónicas derivadas del empleo acrítico de la idea de conservacionismo (Hernando Ortego, 2020). Así como cada etapa histórica crea su propio régimen de explotación forestal, cada organización social produce su propio modelo de conservación; por ello, la noción de sostenibilidad que reconocemos en las normativas bajomedievales debe ser historizada. Los estudios ecológicos postulan que un régimen de aprovechamientos sostenibles implica la proyección temporal del equilibrio entre producción y ambiente. Sin embargo, frente a la dominante concepción productivista actual, que procura garantizar recursos renovables para abastecer a las actividades comerciales e industriales (Rojas Briales y Schmithuesen, 2013), la preocupación por la sostenibilidad forestal de los poderes locales bajomedievales responde a otras determinaciones. Tal como pudimos observar, los ordenamientos no apuntan a garantizar la disponibilidad de insumos comercializables, pero tampoco se limitan a la preservación del medioambiente. Las reglamentaciones responden a la propia reproducción de las entidades comunitarias; reproducción que importa una compleja articulación entre los intereses de los sectores de poder y las prácticas campesinas consuetudinarias.
La construcción de la imagen de un campesinado rapaz e indolente que durante centurias fue degradando los espacios y agotando sus recursos permite a las elites locales presentar su modelo de gestión como el único verdaderamente proteccionista. Ahora bien, si la sostenibilidad y la conservación son los argumentos empleados para legitimar unas restricciones que recaen principalmente sobre la Tierra, no es aventurado pensar que estas ideas no resultaban extrañas; a su modo, los campesinos participaban de ellas. La planificación y optimización de los aprovechamientos forman parte de la cultura productiva de los aldeanos (Sancho Planas, 2021). Lejos de los usufructos indiscriminados, las comunidades poseían una fuerte tradición forestal fundada en un conocimiento ancestral (Stagno y Tejerizo García, 2021), que también implicaba limitaciones. Estos saberes, transmitidos de generación en generación, serán recuperados y modificados por el esfuerzo ordenancista que se despliega desde el siglo XV. Así, las ordenanzas concedidas por el concejo de Burgos contemplan el uso que tiene la villa de Lara de degollar un animal por cada diez cabezas de ganado que ingresen cuando el monte esté acotado: “mandamos se guarde la dicha costunbre […] desde primero de avril fasta que se cogido el fruto en cada año” (Bonachía Hernando, 1985, 15, p. 540).
Si para los habitantes de la Tierra disponer de términos forestales abundantes es clave para garantizar el acceso a productos críticos para sus economías, para los poderes locales, controlar los aprovechamientos y privilegiar aquellos que satisfacen los intereses de los sectores prominentes constituye un objetivo fundamental (Rey Castelao, 2009). En un caso, se trata de conservar los usos consuetudinarios que sostienen la reproducción de las unidades domésticas dentro del entramado comunal; en el otro, se trata de proteger la dinámica interna de una comunidad desigual, mediante la afirmación de la potestad jurisdiccional y el fortalecimiento fiscal de las villas principales.6 Más que una voluntad conservacionista, en el sentido ecológico que le asignan las sociedades contemporáneas, las ordenanzas expresan la preocupación por conservar los fundamentos económicos, productivos e institucionales de una forma social diferenciada.
Así como se enuncia el objetivo de corregir aquel uso que “redunda en muy grand perjuicio de los pobres y de los ricos” (Sánchez González, 1992, p. 106), también se advierte el sesgo clasista de las medidas adoptadas, tal como se observa en la sistemática ofensiva sobre las prácticas de recolección. Cuando sobre la “leña que derriba el aire […] quando ay nieves o grandes vientos” se dispone “que ninguno no lo pueda traer e si lo trajiere lo pague como si lo cortasse” (Ballesteros Caballero, 1974, p. 335), no se está cuidando un recurso, sino atacando un derecho. Como señala Clemente Quijada a propósito de las restricciones a las prácticas silvícolas que se imponen en el maestrazgo de Alcántara, no se intenta “preservar el medio natural, sino rentabilizar su uso mediante la privatización y racionalizar su explotación de acuerdo a unas pautas que garanticen la continuidad y viabilidad del recurso” (2020, p. 195).
Los usos consuetudinarios no son ignorados por las normas, pero se subordinan a las necesidades de los sectores propietarios. Así, la prohibición de podar y talar los árboles se explica porque “los vecinos no tienen casi donde criar ni sustentar sus ganados”, aunque también se contemple que los pobres no encuentran “donde ir a coger bellota para su sustentamiento como lo solían hacer” (Sánchez González, 1992, p. 106). La ambivalencia de los ordenamientos forestales decantará en favor del despojo de los aprovechamientos vecinales, como resultado del esfuerzo por limitar el libre disfrute del espacio común (Clemente Quijada, 2014). La alteración de las costumbres comunales que importan las nuevas reglamentaciones supone un progresivo ataque a las prácticas de subsistencia, cuya penalización afecta a los grupos más débiles (Ramos Santos, 2008, p. 240).
No obstante, el modelo forestal que exhiben las ordenanzas no es solo la expresión de la supremacía de las elites. Al mismo tiempo que defienden esos intereses sectoriales, las normativas dan cuenta del vigor de la comunidad como agregado sociopolítico fundamental. El llamado al compromiso colectivo para sancionar a los infractores y emprender las tareas de mejora que hemos analizado, así como la férrea protección de los términos frente a las intromisiones foráneas, señalan la importancia de esa “territorialidad local” que actúa como soporte de las organizaciones comunitarias (Martín Viso, 2020, p. 239). Una comunidad desigual y jerarquizada que promueve su propia conservación y sostenibilidad.
Breve reflexión final
Si una gestión sostenible implica “permitir que un recurso limitado subvenga de modo continuado a necesidades diferentes y contrapuestas” (Clemente Ramos, 2005, p. 64), las normativas forestales bajomedievales ¿lograron este objetivo? “El monte se destruye en el siglo XVI, pero también se conserva y se amplía”, afirma Ramos Santos (2005, p. 107), a propósito de las transformaciones del paisaje forestal en la cuenca del Duero. Es en esta clave que puede explicarse como, a la vez que l'homme se comporte souvent comme un prédateur de la forêt, il sait aussi être un exploitant soucieux d'assurer son renouvellement (Clément, 1993, p. 122).
¿Cuál es el objeto que se procura proteger?, nos preguntábamos al comienzo de esta colaboración. El paisaje forestal, su gestión y regulación “responden a la lógica del sistema social que lo ha creado más allá de las condiciones del medio físico” (Furió, 2001, p. 103). Desde esta perspectiva, la prioridad de las comunidades es alcanzar la “sostenibilidad social” (Hernando Ortego, 2020, p. 196). Se trata de un concepto más rico que el que reduce la sostenibilidad a una relación cuantitativa entre población y masas vegetales disponibles, en la medida en que permite advertir la ambivalencia del proceso. En un contexto de subordinación de la Tierra y de creciente desigualdad social, el cercenamiento de los derechos consuetudinarios configura el contenido más crítico de las ordenanzas; en el largo plazo, esta transformación no solo afectará la subsistencia de los vecinos, sino a la propia comunidad y a los lazos invisibles que el trabajo conjunto de las generaciones crea entre sus miembros (De Moore, 2015, p. 2). Las quejas llenarán el frondoso bosque y la resistencia y el conflicto irrumpirán en escena. Pero esa cuestión excede los límites de esta colaboración en la que esperamos haber contribuido a la reflexión colectiva sobre la naturaleza en la Edad Media.