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Universum (Talca)

versión On-line ISSN 0718-2376

Universum vol.37 no.2 Talca dic. 2022

http://dx.doi.org/10.4067/s0718-23762022000200399 

DOSSIER

Explotación y transformación de recursos naturales para la fabricación de cerámica y vidrio en el reino de Valencia (siglos XIII-XV)

Exploitation and transformation of natural resources for ceramic and glass production in the kingdom of Valencia (13th-15th centuries)

Luis Almenar-Fernández1 
http://orcid.org/0000-0003-1417-8523

1Departamento de Historia de América, Historia Medieval y Ciencias y Técnicas Historiográficas, Universidad Complutense de Madrid, España. lalmenar@ucm.es

RESUMEN

En este trabajo se aborda el aprovisionamiento de recursos naturales básicos para el desarrollo de la industria cerámica y vidriera bajomedieval, estudiando concretamente la extracción de arcilla, barrilla, leña y, en menor medida, el acceso a algunos minerales como el estaño, el plomo y el cobalto. Se analiza el caso del reino de Valencia entre los siglos XIII y XV a partir de una combinación de fuentes notariales, normativas, judiciales y literarias, sin dejar de lado la evidencia del registro arqueológico.

Palabras clave: arcilla; sosa; leña; cerámica; vidrio

ABSTRACT

This essay addresses the supply of basic natural resources for the development of the ceramic and glass industries in the late medieval period, by exploring the extraction of clay, soda, wood and, to a lesser extent, the access to some minerals like tin, led, and cobalt. The case of the kingdom of Valencia between the 13th and the 15th is analised through a combination of notarial, normative, judicial and literary sources, without leaving aside the evidence of the archaeological record.

Keywords: clay; soda; wood; ceramics; glass

Introducción

La industria cerámica y la industria vidriera experimentaron una transformación muy significativa entre los siglos XIII y XV en el Mediterráneo noroccidental. Durante la alta Edad Media los productos cerámicos y vítreos habían caído en una verdadera ‘edad oscura’. Atrás habían quedado las producciones de terra sigilata o los vidrios de natrón, que inundaban los mercados del Mediterráneo aún durante la época bajoimperial. Entre la mayoría de los miembros de las sociedades de la Europa cristiana alto y pleno medieval estos productos eran minoritarios frente a equivalentes de otros materiales. Se recurría a versiones de madera, por ejemplo, a la hora de utilizar platos o cuencos para comer, o a metales como el hierro para cocinar alimentos. Existían, ciertamente, producciones cerámicas en algunos lugares, pero su distribución apenas sobrepasaba el ámbito local, tenían un carácter muy doméstico, y difícilmente podían convertirse en productos estéticos. Esto último, el aspecto decorativo de la cerámica, era muy difícil de desarrollarse en la Europa cristiana altomedieval por una cuestión tecnológica. Las producciones altomedievales solían recubrirse de vidriados basados en el plomo, lo que resultaba en una apariencia traslúcida verdosa que resultaba incompatible con la aplicación de pigmentos para obtener colores y reflejos que las dotara de una apariencia más llamativa. Los elementos decorativos consistían normalmente en hendiduras, surcos y otros recursos muy sencillos, que estaban lejos de convertir las piezas cerámicas en enseres verdaderamente llamativos. De hecho, primaban las producciones de carácter funcional, como las ollas y las ánforas (Amorós Ruiz, 2020; Hess, 2004).

Esta situación, propia de la Europa cristiana alto y plenomedieval, poco tenía que ver con otras sociedades europeas, mucho más prósperas en la época, que eran aquellas bajo el dominio político del islam. Y es que los musulmanes fueron capaces de mantener en funcionamiento una rica industria de la cerámica y del vidrio, en buena medida heredada de la civilización romana, pero a la que contribuyeron decisivamente desarrollando técnicas novedosas. No ha de olvidarse la extraordinaria vitalidad que el mundo de la cultura, la ciencia y la tecnología experimentó en el mundo islámico. En ese contexto, cabe situar el desarrollo de la técnica del vidriado estannífero, es decir, basado en el óxido de estaño, que se extendió desde Oriente próximo al norte de África y, también, a al-Ándalus, nombre con el que las sociedades musulmanas denominaban a la península ibérica. Al contrario que los vidriados basados en el plomo, estos sí que podían dar lugar a producciones ricamente decoradas y pintadas. Los musulmanes, incluso, fueron capaces de ir un paso más allá, logrando que estos vidriados brillaran como el propio oro, recurriendo a la técnica conocida como el ‘reflejo metálico’, que suponía la adición de ciertos minerales a los óxidos de estaño. El vidrio, mientras tanto, se producía en esta época en enormes cantidades en Siria, Egipto y Túnez, desde donde se exportaba por todo el Mediterráneo occidental, conviviendo con talleres más modestos, aunque no por ello poco importantes; por ejemplo, en la propia al-Ándalus, en Córdoba, Sevilla, Murcia o Almería (Cressier, 2000; Hess, 2004).

A la altura del siglo XIII, pues, la producción de cerámica y vidrio se concentraba fundamentalmente, en lo que refiere al contexto mediterráneo, en el mundo islámico. Esta situación, no obstante, empezó a cambiar gracias a diversos factores. Quizá el más fundamental, entre otros, fue la necesaria transferencia del conocimiento técnico de estas industrias de Oriente a Occidente, del mundo islámico al feudal. Los contactos cada vez más intensos entre el islam y la cristiandad propiciaron el descubrimiento y asunción del saber, del know-how, necesario para el desarrollo de estas industrias, que los cristianos asumieron y orientaron hacia sus propios intereses. En el espacio geográfico de la península ibérica, la técnica del vidriado estannífero fue adquirida por artesanos de los reinos cristianos, dando lugar a producciones como las cerámicas verdes y manganeso, primero, y más tarde, a la técnica del reflejo metálico (Coll Conesa, 2011). En el caso del vidrio, los benedictinos ayudaron a la transferencia del conocimiento técnico de esta industria, que durante la alta y plena Edad Media se desarrolló de manera muy importante en Oriente próximo. A la influencia benedictina se suele atribuir el desarrollo de centros de producción en la isla veneciana de Murano, y otros menos conocidos como Altare y quizá también Barcelona, aunque en este último caso, en combinación con la propia influencia de la interacción con el mundo andalusí (Juárez Valero, 2013).

Todo ello permitió que durante los siglos XIII y XV las sociedades cristianas gozaran cada vez más de enseres como platos de cerámica, ollas de barro cocido, tinajas de transporte, ladrillos y tejas para la construcción, botellas, copas, vasos y garrafas de vidrio. Algunos objetos, fueran estos de cerámica o de vidrio, contaban con un importante componente ornamental; con decoraciones, en definitiva, que convertían estos bienes en objetos estéticos, en algunos casos verdaderamente ostentosos, capaces de atraer la atención de consumidores muy privilegiados.

La elaboración de los productos de estas dos industrias requería del abastecimiento continuado, y en ocasiones, masivo, de recursos naturales estratégicos, sin los cuales el desarrollo de estas manufacturas resultaba inviable. El medio natural se convertía así en un escenario sobre el que artesanos, mercaderes e intermediarios de todo tipo ponían la mirada con el fin de obtener arcillas para las pastas cerámicas, barrillas y arenas para las pastas vítreas, y minerales como el plomo, el estaño y el cobalto. Esto por no hablar de la leña, el combustible básico de la época, que debía llegar de manera constante a los hornos. En este sentido, hay que decir que los historiadores e historiadoras han prestado una atención escasa a estas primeras fases del proceso de producción de estas manufacturas, a pesar de lo importante que era seleccionar, por ejemplo, buenas arcillas para realizar cerámicas de calidad. Identificar y obtener recursos naturales apropiados resultó, pues, tan fundamental para asegurar la viabilidad de estas industrias como el resto de los procedimientos posteriores, que han sido los más estudiados.

La extracción de estos recursos naturales es, ciertamente, un tema muy difícil de trabajar. La riqueza de la documentación referente al reino de Valencia, uno de los territorios integrantes de la antigua Corona de Aragón durante la baja Edad Media, permite arrojar luz sobre cómo se desarrollaron las primeras fases del proceso de producción de estas industrias. Así pues, en este trabajo se aborda la naturaleza desde una perspectiva integrada en el campo de la historia económica y social, que pretende ayudar a comprender esa compleja y a menudo conflictiva relación entre el ser humano y el medio natural. En concreto, se presenta una primera aproximación de conjunto a la explotación y transformación de los recursos naturales necesarios para el funcionamiento de ambas manufacturas. El objetivo es mostrar hasta qué punto la vitalidad y complejidad que alcanzaron estas entre los siglos XIII y XV llevó a movilizar una extracción continuada y diversificada de las materias necesarias para asegurar su funcionamiento, involucrando a sectores sociales muy diversos. Todo ello permitió una producción sostenida y masiva de enseres de cerámica y vidrio que, a pesar de estar fabricados a partir de materias sencillas y, en principio, baratas, podían llegar a considerarse de verdadero lujo y distinción.

Del clot al forn d’obra de terra. La extracción de arcillas para la fabricación de cerámica

La llegada de los pobladores cristianos de Cataluña y Aragón al recién creado reino de Valencia en 1238 fue seguida de una proliferación de centros de producción cerámica por todo el territorio. El nuevo reino disponía ya de una cierta cantidad de hornos cerámicos heredados de época islámica, pero parece ser que estos fueron sustancialmente sustituidos por otros de nueva creación. Puede considerarse, así, que los conquistadores feudales desarrollaron una nueva red de centros productivos, adaptada a sus intereses, que en todo caso se benefició del conocimiento experto (know-how) de los musulmanes, quienes, reducidos a servidumbre, pasaron a trabajar en nuevos talleres para sus señores cristianos (Martí et al., 2007). Esta red estaba formada en el siglo XV por al menos veinte centros de producción, que cubrían las diferentes regiones del reino, meridionales, septentrionales y centrales, así como aquellas más montañosas o de interior. Muchos se concentraban especialmente en el hinterland inmediato de la ciudad de Valencia, la huerta (horta), llamada así por la presencia notable de tierras de regadío. Aunque en esta zona hubo más centros de producción cerámica de los que a menudo suelen identificarse, como Foios, Quart, Mislata y Alaquàs, los más famosos fueron Paterna y, especialmente, Manises, dos pequeñas villas a escasos diez kilómetros de la gran urbe que era la Valencia de la baja Edad Media (Coll Conesa, 2009, pp. 55-56).

Las cerámicas valencianas producidas en la villa de Manises se exportarían por toda Europa hasta bien entrado el siglo XVI, estando presentes en las cortes de los reyes y nobles europeos, así como en el palacio de los papas en Aviñón, llegando a lugares tan lejanos para la época como Inglaterra, los Países Bajos o Rusia. La ingente capacidad productiva de Paterna y, especialmente, de Manises se explica significativamente por la implicación de sus señores en el negocio cerámico, así como por el alto grado de especialización socioprofesional de la población local, en gran parte olleros musulmanes y, desde luego, por el peso de la demanda urbana procedente de la capital (Almenar Fernández y Furió, en prensa; Furió y Almenar Fernández, en prensa; Llibrer, 2014). Paterna estaba centrada más en manufacturas de carácter funcional, como tinajas de almacenamiento de aceite y vino, así como en ollas, jarros y cántaros. Manises fue conocida desde el siglo XIV por su cerámica decorada, por vajillas de lujo de muy alta calidad que eran capaces de atraer la atención de nobles y de reyes. En la introducción de una de sus obras más famosas, escrita hacia 1383, el franciscano Francesc Eiximenis describía las más bellas maravillas del reino de Valencia, entre las cuales destacaba la cerámica producida en la villa de Manises:

Més sobretot és la bellesa de la obra de Manizes, daurada e maestrívolment pintada, que ja tot lo món ha enamorat, en tant que lo papa e los cardenals e los prínceps del món per especial gràcia la requeren e estant maravellats que de terra se puixa fer obra així excel·lent e noble. (Eiximenis, 1927, pp. 32-33)

Este pasaje, mencionado con mucha frecuencia en todo tipo de estudios sobre la industria cerámica valenciana, revela algo que suele pasarse por alto, y es que lo que sorprendía a papas, cardenales y reyes no solo era la estética de estas lozas doradas, sino que algo tan elegante pudiera fabricarse a partir de terra. En esto jugaba un papel fundamental, desde luego, la pericia técnica de los artesanos, pero también la calidad de la terra, es decir, de las arcillas utilizadas, que en el este de la península ibérica eran especialmente buenas para la producción cerámica. Así lo percibió el viajero alemán Jerónimo Münzer cuando, en su periplo por Iberia, pasó por la huerta de Valencia a finales del siglo XV. De esta, no solo le maravillaban sus exuberantes cultivos, sino también la calidad de sus arcillas, a las que le atribuía parte del éxito de la industria cerámica local:

Y, sobre todo, [se encuentra en la huerta] una clase de tierra arcillosa que no se halla en ningún otro sitio, con la que fabrican ollas de tal tamaño que parecen tinajas (en algunas caben tres y cuatro medidas de las que nosotros llamamos eimer), escudillas, platos, jarros y demás vasijas, trabajadas y pintadas de un modo singular, porqué hacen el efecto de estar decoradas con oro y plata; naves enteras se envían cargadas de este producto con destino a Venecia, Florencia, Sevilla, Portugal, Aviñón, Lión, etc., por lo cual los alfareros dedicados a esta labor son numerosísimos: ¡Mirabilis in terris Dominus! (Münzer, 1924, pp. 65-66)

Esa tierra arcillosa que se encontraba en el entorno rural de la ciudad de Valencia, tan singular “que no se halla en ningún otro sitio”, como afirmaba el alemán, comenzó a ser extraída por los alfareros del reino de Valencia desde el momento de la fundación del mismo en el siglo XIII. Ya desde entonces, las arcillas se extraían mediante hoyos (clots), que eran cavados por los alfareros y los miembros de su familia. Lo ideal era que esta extracción se realizara cerca de los centros de producción, fueran sencillos rajolars (obradores para fabricar rajola, es decir, ladrillos) o talleres alfareros más complejos, en los que trabajaban diversos operarios. Así lo reflejan diversas excavaciones arqueológicas, en las que se evidencia cómo las primeras canteras de extracción se sitúan cerca de los centros de fabricación, para alejarse progresivamente para continuar cavando allá a donde se pudiera.1 Este sistema, que buscaba el abastecimiento rápido y asequible de la materia prima básica para la producción en los hornos, ha dejado un rastro muy escaso en la documentación notarial. Es posible que, en buena medida, esto se deba a que los hornos y las tierras donde se hallaban estos fueran propiedad del artesano, de manera que este pudiera autoabastecerse. Un fuero del rey Jaime I, ya del siglo XIII, establecía que quien quisiera podía libremente hacer y dejar que se hicieran en sus patios, campos, o posesiones en general ollas, cántaros, tejas, ladrillos y cualquier tipo de cerámica, y también, todo tipo de vidrio, como redomas y copas.2 Es posible que esta disposición se refiriera no solo a la fabricación de estos productos, sino también a la extracción de arcilla de estos lugares con estos fines, dadas las producciones mencionadas (ollas, cántaros, tejas y ladrillos), que requerían arcillas menos exigentes. Ciertamente, se hace más difícil encontrar una explicación análoga para la producción de vidrio, cuyas arenas óptimas eran las de playa. De manera más satisfactoria, Antoni Llibrer ha podido mostrar cómo durante el siglo XV algunos de los linajes más exitosos implicados en el sector cerámico en Paterna y Manises disponían de varias parcelas de tierra, que el autor interpreta que serían para asegurar un suministro propio de arcilla. Así pues, Jaume Eximeno de Manises disponía de cuatro hanegadas de tierra repartidas en dos parcelas, mientras que Pere Guillem, de Paterna, poseía siete hanegadas entre tres parcelas (Llibrer, 2014, p. 225, n32).

Cuando el autoabastecimiento no era viable, los alfareros hubieron de llegar a acuerdos con los propietarios de las tierras donde deseaban cavar sus clots. Esto podía llevarse a cabo con la connivencia de los intereses de estos últimos, que podían tener la intención de comercializar parte de la producción cerámica. Esto puede documentarse ya desde finales del siglo XIII en un contrato de arrendamiento realizado en la ciudad de Valencia en mayo de 1299. En este caso, Gerau de na Guilssen, un ciudadano de la capital, reconocía ante notario ceder en arrendamiento a Pere Pereç, a su mujer, Sança, y a Gonçalbo, este último rajoler (fabricante de ladrillos), residente en la parroquia de Sant Martí de la misma ciudad, cuatro hanegadas y media de tierra de su huerto.3 Este se encontraba en la partida de Raïosa, en una zona de la huerta situada al suroeste de la capital. El tiempo de cesión de la parcela estaba condicionado a la calidad de la tierra extraída, de manera que, en lugar de fijar una duración determinada, se establecía como periodo todo aquel durante el cual la tierra tomada del huerto fuera buena y apropiada para la fabricación de ladrillos y tejas: “totum illud tempus quo terra bona et util () cavari et abstrehi ad faciendum et operandum rajolas et tebulas”. Es destacable la precisión esperada por parte del artesano a la hora de identificar qué arenas serían óptimas para este tipo de producción cerámica, en principio de entre las menos exigentes, así como el hecho de que el propietario de la parcela no actuara como un mero rentista. Entre las cláusulas del contrato se establecía que él recibiría una décima parte de la producción, quedándose los arrendatarios las otras nueve. También se especificaba que la calidad de los ladrillos y tejas no solo debía ser buena, sino también de unas condiciones comercializables (“que sint bone et mercantille”) y, aún más, que habían de producirse dos tipos concretos de ladrillos a partes iguales, unos “blancos” (rajolarum albarum) y otros “pequeños” (rajolarum mediocrium).4

En otros casos, se arrendaban parcelas de las que extraer arcilla junto al horno que iba a ser abastecido, a pesar de que ambas cosas no se encontraran próximas físicamente. Así puede observarse en el caso de otro rajoler, Bernat Moya, quien arrendaba en 1411 junto a sus dos hermanos, ambos agricultores de la ciudad de Valencia, un horno en la villa de Manises, el cual era propiedad de un mercader llamado Arnau Sanç.5 Parte del acuerdo de arrendamiento implicaba que Bernat se comprometía a cavar ocho clots en una parcela de tierra que Arnau tenía en el mismo lugar que el anterior contrato, Raïosa. Se establecía además que los ladrillos fabricados en el horno se secarían en las eras de las tierras de dicho lugar, y que el rajoler rellenaría los hoyos excavados con las cenizas y escorias sobrantes de la fabricación de los ladrillos, de forma que el campo pudiera seguir usándose a posteriori. Contratos similares a este, y al mencionado caso de 1299, se pueden encontrar entre los protocolos notariales del siglo XV, llevándose a cabo en zonas puestas en plena explotación agrícola, en huertos y en viñas, mostrando como lugares de extracción de la arcilla, fundamentalmente, los suburbios de la ciudad de Valencia, como Ruzafa (Coll Conesa, 2009, pp. 62, 100). También existen referencias al aprovisionamiento de terra en zonas de secano en otros lugares del reino. En 1380, el consell de la villa de Castelló, una de las ciudades más pobladas del norte del territorio valenciano en la época, pagó a un rajoler por medio quarter de terra extraída de las parcelas de un tal Joan, situadas en el secano (sequer) del término de la villa de Castelló, con el fin de hacer ladrillos y pavimentar azoteas (“aterrar terrats”) (Roca Traver y Ferrer Navarro, 2004, p. 284).

Las tierras comunales (emprius) eran también zonas de realización de canteras para la extracción de la arcilla. Esta debía de ser una opción ideal, especialmente para los grandes centros productivos del momento, cuya necesidad de disponer de arcillas de manera constante hubo de ser imperiosa. De hecho, los señores de Manises tuvieron que situarse, en ocasiones, en defensa de sus vasallos por el exagerado uso que hacían de los comunales de las zonas vecinas para cavar hoyos en la búsqueda de arcillas. En agosto de 1392, el señor de Alaquàs, Antoni de Vilaragut, denunciaba a Felip Boïl, señor de Manises, ante los jurados de la ciudad de Valencia por lo que consideraba un uso abusivo de estas zonas para “prendre e levar terra per a obrar obra de terra”, es decir, para tomar arcillas y llevárselas para fabricar cerámica (Osma, 1912, p. 10, n1). No sabemos si la acusación se debía a que en Alaquàs existía una producción cerámica local o a que la sobreexplotación de la tierra dejaba el baldío inoperativo para otras finalidades. Esta extracción quizá indique que las tierras del señorío de Manises se mostraban ya insuficientes para cubrir las necesidades de arcilla para la fabricación local de cerámica, en un momento en el que la industria estaba llegando a su máximo esplendor. Casi un siglo antes del pleito con el señor de Alaquàs, desde luego, ya se documentan en Manises áreas que se identificaban como apropiadas para la extracción de tierras para fabricar cerámica, y que seguramente eran ya explotadas. En 1304, la localidad disponía en su término de unas colinas (cabeços) para este fin, como consta en otro pleito, este con el señor de Riba-roja, por los límites entre ambos señoríos. El conflicto se resolvió acordando que estas colinas, llamadas los “cabeços d’Alhetx”, las cuales proveían arcillas para la fabricación de tinajas (“hon és la terra de les alcolles”), permanecerían dentro del señorío de Manises (“sien y romanguen a la senyoria de Manizes”) (López Elum, 1985, p. 49). Alcolles era una palabra de origen islámico con la que se definía a tinajas de almacenamiento de gran tamaño, de cientos de litros, para el vino, el aceite y el agua. La expresión “terra de les alcolles” muestra, pues, que la arcilla de dicho montículo resultaba particularmente útil para la fabricación de esta cerámica de carácter más tosco y funcional.

La capacidad de identificación de los artesanos de la época, que ya desde el siglo XIII, como hemos visto, tenían la pericia necesaria para determinar qué terres eran ideales para cada tipo de producción -fueran ladrillos, tejas, tinajas o lozas más refinadas- formaba, desde luego, parte de un saber experto fundamental para lograr productos adecuados al mercado. La buena selección de arcillas y su mezcla con otros componentes minerales (fundentes, desgrasantes, etcétera) era una condición indispensable para que los utensilios fabricados pudieran ser utilizados y fueran plenamente funcionales. La arcilla para hacer un ladrillo no podía ser igual que la necesaria para fabricar una tinaja, o una olla de barro, o un plato de comer. De esto eran plenamente conscientes los contemporáneos. En la Murcia del siglo XV, un maestro alfarero llamado Alfonso Sánchez de Castro, fabricante de ollas, cántaros, escudillas y otros productos cerámicos, denunciaba ante el concejo local a sus compañeros en 1455 por estar tomando arcillas erróneas. De manera bien explícita, explicaba que antiguamente las ollas se fabricaban con “buen barro para ello”, pero desde hacía un tiempo, sus compañeros utilizaban “barros que no son buenos para ello, de tal guisa que de la primera vez que llegan al fuego con ellas, por el barro no ser fiel, se rompen e quiebran” (Torres Fontes, 1988, p. 188).

Fuera cual fuera su procedencia, en los grandes centros de producción cerámica como Manises toda esta terra era trasladada a balsas, situadas cerca de los talleres de los artesanos. Allí se mezclaba con agua y otros productos, como arena y cal, batiéndola para lograr una pasta base. De esta, se tomaban las capas superiores para producir platos hondos y llanos, así como jarros, cazuelas y, en general, piezas de paredes finas. Las capas del fondo de la balsa eran las destinadas a la elaboración de objetos toscos de paredes gruesas, como las tinajas orientadas al transporte y almacenamiento de vino y aceite. De una forma u otra, de esa pasta salían las pellas de barro, que se amasaban y reservaban para el momento del torneado, cuando se daba forma a la pieza buscada. Tras ello, se sucedían las diversas cocciones que llevarían a la apariencia final de las piezas. Las cocciones tenían lugar en hornos de convección, grandes estructuras de adobe de base rectangular, compuestas de dos cámaras, una encima de la otra. En la cámara inferior o caldera se introducía el combustible, y en la superior o laboratorio las piezas a cocer, a las cuales el calor llegaba a través de diversos orificios. El número de cocciones dependía de la pieza y de la decoración final. Las piezas no vidriadas se cocían solo una vez, mientras que las vidriadas, al menos dos. Para lograr la apariencia dorada que mencionaba Eiximenis, de hecho, resultaba necesaria una tercera cocción en un horno pequeño especializado en este fin. Allí, las piezas se cocían a muy baja temperatura durante más de siete horas. Durante este tiempo tenía lugar la reducción de un líquido denso aplicado previamente sobre la superficie de las piezas, que era el propio reflejo metálico. Este estaba conformado por minerales diversos, como el cobre y la plata, fundidos previamente en un crisol. El resultante se cubría con azufre, se dejaban enfriar y, cuando estaba sólido, se molía con bermellón y almagre. El resultante se amasaba con agua, se calentaba y se aplicaba a las piezas antes de su introducción en este tercer horno (Coll Conesa, 2009, pp. 58-64).

Aparte de las arcillas, pues, eran necesarios varios productos minerales, con los cuales se elaboraba el dorado, pero también los óxidos requeridos para los vidriados y pigmentos. Sobre el suministro de todos estos productos minerales es muy poco lo que sabemos, y ha sido en general un aspecto poco estudiado desde una perspectiva documental. Las materias fundamentales para hacer la loza estannífera eran, desde luego, el plomo y el estaño. En Manises y Paterna, eran los mismos mercaderes que encargaban las piezas de cerámica a los artesanos alfareros los que entregaban estos minerales, cuyo origen inicial desconocemos. Conocemos los nombres de algunos de estos suministradores gracias a los estudios recientes de Antoni Llibrer (2014) y a las transcripciones clásicas de Guillermo Joaquín de Osma (1908): Joan Bellshoms, mercader de Valencia (1411), Joan Reboster, mercader de Barcelona (1440), Felip Francesc, notario de Valencia (1446) que poseía botiga en el Grao; Raimon Giner, mercader de la misma ciudad (1447) y Vicent Berencasa, especiero también de Valencia (1500). Personajes, pues, asociados a la capital del reino, que muestran un interés en invertir en una potente industria cerámica desarrollada en el medio rural. Existe también el caso de un operador local, Pasqual Requení, mercader de Paterna, que distribuía estos productos entre sus vecinos. Una excepción que se ajusta al importante emprendimiento de la familia Requení en el negocio cerámico, tanto en Manises como en Paterna (Almenar Fernández y Furió, en prensa; Llibrer, 2014, pp. 226, 230).

Un caso aparte es el del óxido de cobalto, llamado çafres en la documentación en catalán medieval. El suministro de este producto hubo de ser primordial desde finales del siglo XIV, tanto para la industria cerámica como para la vidriera, dado que en ambos casos tuvo lugar una creciente producción de piezas decoradas en tonalidades azules, las cuales se lograban a partir de este mineral. Con el óxido de cobalto se realizaban los pigmentos azules con los que se decoraban las lozas vidriadas en azul y blanco, y con el mismo producto se lograban pastas de vidrio azul o morado (Almenar Fernández, 2021, pp. 27-28). El cobalto era un producto que únicamente podía obtenerse comercialmente, de fuera del reino de Valencia, dado que las minas en explotación en el periodo bajomedieval se encontraban en la actual Alemania, desde donde se llevaban a Venecia, siendo reexportadas desde allí por todo el Mediterráneo (Gratuze et al., 1995; Gratuze et al., 1996; Porter, 1997).

Arena y barrilla para los forns de vidre

El vidrio es, en esencia, óxido de silicio o sílice, que no deja de ser arena fundida. En ese sentido, la geografía mediterránea característica del reino de Valencia posibilitaba un suministro constante y sencillo de arenas para esta industria y, además, de muy buenas características. Las arenas hispánicas eran conocidas desde la Antigüedad por su excepcional calidad para la manufactura vidriera, algo que en el siglo VII destacaba San Isidoro de Sevilla (Juan Ares y Schibille, 2017, p. 199) y, ya a finales del siglo XV, Jerónimo Münzer. Este viajero alemán, conocido por sus descripciones de la península ibérica realizadas en 1494 y 1495, se sorprendía enormemente de la finura de la arena mediterránea, “más fina que la que emplean en Nuremberga para hacer los relojes” (Münzer, 1924, p. 75). No disponemos de información sobre cómo se realizaba la extracción de este tipo de arenas para la producción vidriera. Es posible que la sobrada disponibilidad de esta materia en el medio natural condujera a un autoabastecimiento continuado, o a sistemas de explotación que no han dejado rastro en la documentación notarial.

El otro producto imprescindible para la manufactura vidriera era el carbonato cálcico, que en época bajomedieval se obtenía a partir de la quema de plantas halófilas, muy abundantes en los suelos arenosos de las costas. Las tipologías más utilizadas eran el salicor, planta muy apreciada por posibilitar la fabricación de vidrios de gran finura y transparencia, y, sobre todo, la barrilla, la planta de uso más habitual en la industria (Bonafè, 1978; véase también Girón-Pascual, 2018, p. 216). Las cenizas de la barrilla se hidrataban y amasaban para producir la sosa. El uso especializado y común de la barrilla en la fabricación de sosa ha hecho que a menudo ambos términos, tanto el de ‘barrilla’ como el de ‘sosa’, se hayan utilizado popularmente para referirse a la planta (barrilla) al igual que al producto ya elaborado (sosa). Así lo hacía el mismo Münzer al destacar la abundancia de estas plantas en las costas de Valencia y Cataluña, afirmando que “la hierba sosa nace por allí en tanta copia como la grama en Alemania”, donde “hacen con ella hermosísimos vidrios” (Münzer, 1924, p. 75).

La abundancia y buena calidad de la barrilla valenciana llevó a que esta pudiera exportarse a otros lugares de la Corona de Aragón, al menos, desde el siglo XIV. Las fuentes valencianas, en realidad, hablan siempre de ‘sosa’, que ya hemos visto que podría ser tanto la planta como la masa ya elaborada con sus cenizas. Uno de los principales destinos de esta sosa valenciana, el más estudiado para el periodo medieval, eran las islas Baleares y, en concreto, la ciudad de Palma, cuyos vidrieros eran provistos por mercaderes valencianos, quienes llevaban la sosa desde el sur del reino e incluso de Villena, ya en Castilla. Disponemos de diversas referencias a este comercio de sosa valenciana gracias a los estudios de Miquel Àngel Capellà Galmés (2014) de la documentación notarial mallorquina, que revelan las compras de sosa llevadas a cabo por diversos vidrieros mallorquines a mercaderes valencianos. Los ejemplos se multiplican sobre todo durante la segunda mitad del siglo XV, y revelan un traslado muy significativo de toneladas de este producto. Así pues, en 1448 Joan Amades reconocía en Palma deber a un mercader de origen valenciano el precio de 73 quintales y 80 libras de sosa (3093,2 kilos), una cantidad superada por Bartomeu Ribers, quien en 1491 compraba a Joan Marco, del reino de Valencia, 100 quintales de sosa (4070 kilos) (Capellà Galmés, 2014, p. 780). De manera significativa, el vidriero mallorquín Antoni Sala confesaba deber, en 1545, 24 libras al mercader Llorens Cerdà, también de Mallorca, por 12 quintares de barrilla de Villena (504 kg) (Capellà Galmés, 2015, apéndice documental, p. 95).

Otro lugar de destino de la sosa valenciana en época bajomedieval seguramente fue Cataluña y, en concreto, Barcelona, el principal centro de producción vidriera de la Corona de Aragón. Esto fue así al menos en Época Moderna, como se desprende de la Historia natural de Cataluña (1600) del jesuita Pere Gil i Estalella. En esta obra se detallan los diferentes tipos de vidrio producidos en Barcelona, señalando que la barrilla valenciana se utilizaba para la producción de vidrio barcelonés y, además, destacando su uso para obtener vidrios de calidades altas. Gil i Estalella distinguía, de hecho, entre tres calidades de vidrio en función de la planta utilizada para la aportación de carbonato cálcico. El vidrio más basto, común y barato fabricado en Barcelona se realizaba a partir de “una hierba llamada sosa”, recogida en el llano del Llobregat, en Tortosa. Una segunda calidad, más traslúcida y más cara, se realizaba a partir de la “hierba llamada barrella y se recoge en el reino de Valencia” o con la “hierba conocida como salicorn en Francia”. El vidrio más lujoso y transparente, finalmente, se producía a partir de “tarta, que es el poso que hace el pósito que hace el vino en las botas”, a partir del cual se lograba un “vidrio cristalino, clarísimo y perfectísimo”.6

Esta sosa valenciana, desde luego, era utilizada primero y antes que nada por los trabajadores y trabajadoras del vidrio del propio reino de Valencia. La circulación de este producto dentro de las fronteras del territorio valenciano resulta un tema por explorar en profundidad, sobre el que una investigación sistemática de los protocolos notariales de la época arrojaría información sustantiva. Josep Sanchis Sivera rastreó algunas compras de sosa entre la documentación notarial en su estudio sobre los trabajadores de las vidrieras de la catedral de Valencia. Así se detectan las compras de Miquel Pasqual, un vidriero valenciano que adquirió este producto en diversas ocasiones, al menos en 1449 (Sanchis Sivera, 1918, p. 25) y en 1469 (Sanchis Sivera, 1909, p. 568). Unos años antes, en 1425, Joan Alvespí reconocía deber cierta cantidad por 70 quintales de sosa (Sanchis Sivera, 1909, p. 567). Otras adquisiciones de este producto se encuentran entre los registros judiciales de la ciudad de Valencia desde finales del siglo XIV, entre aquellos del justícia civil por causas inferiores a trescientos sueldos. Así observamos el caso de Pere Siurana, quien se obligaba ante el magistrado en 1388 a pagar a Berenguer Camporells, procurador de Salvador Dezpuig, 12 florines de oro comunes de Aragón, en concepto de una cantidad no determinada de sosa que le había comprado.7

Las fuentes notariales valencianas distinguen entre vidre blanc y vidre bru, es decir, entre vidrio blanco y vidrio gris. Ese vidrio blanc debía corresponder al realizado a partir de la sosa de las plantas anteriormente mencionadas, haciendo referencia, más que a un color, a su mayor transparencia. El término bru o gris seguramente se relacionaría con objetos producidos a partir de barrillas más comunes o, desde luego, fragmentos de vidrio viejo reciclado, proporcionando una mayor opacidad. El vidriero Joan Garcia de Valencia disponía en su casa de un orón de esparto repleto de “vidre trencat” (roto), seguramente para su futura refundición.8 Las piezas recicladas podían ser de calidades diversas, incluso de las altas, y emplearse para la producción de vidrio de fines muy diversos, no solamente doméstico, sino también arquitectónico. Los maestros de vidrieras de la catedral de Valencia fueron en ocasiones a trabajar al forn de vidre de Morvedre (Sagunt), como en 1460, cuando Joan Castellnou acudió con seis lliures (unos 2,4 kilos) de vidrio roto de salicor, con cuya refundición se elaborarían lunas nuevas para el araceli de la catedral (Sanchis Sivera, 1909, p. 44).

Hay que decir, finalmente, que la sosa de la que hablan las fuentes medievales era empleada en otras industrias, particularmente en la producción de jabón (Girón-Pascual, 2018). En 1386 se afincaba en la ciudad de Valencia Joan de Burgos, maestre de sosa, en la parroquia de Sant Andreu, dando fianza del avecinamiento, precisamente, un jabonero llamado Bernat Mestre (Cabanes, 2008, p. 96). La comercialización de la sosa resultaba fundamental, pues, para el desarrollo de la industria vidriera y de la jabonera, ambas en una situación de expansión durante este periodo, hasta el punto de que, al menos en Época Moderna, existieron cultivos de secano plantados de barrilla en Alicante, Murcia y el Campo de Cartagena (Girón-Pascual, 2018, p. 216).

Leña para los hornos

Los hornos de cerámica y de vidrio eran auténticos devoradores de leña, y su abastecimiento suponía una inversión de calado. Juan Vicente García Marsilla y Teresa Izquierdo han estimado recientemente el coste que podía suponer el abastecimiento de leña de un forn de rajolar (horno de ladrillos). En 1478, el rajoler de Valencia Alfons d’Úbeda llegó a un acuerdo con un maestro azucarero (sucrer), Francesc de Cas, para el abastecimiento de leña de su forn de rajolar durante un año. Esta estructura producía 18 hornadas en un año, tres cada dos meses. Para cada hornada, Cas se obligaba a proporcionar 70 càrregues de leña. Esto supondría, en el conjunto del año, 189 toneladas, por lo que el precio final de alimentar el horno, teniendo en cuenta los precios de la leña del momento, sería de 2520 sueldos. Una cantidad enorme que equivaldría ni más ni menos que al valor de tres casas en la ciudad de Valencia en aquel momento (García Marsilla e Izquierdo, 2013, p. 137). El rajoler, además, se comprometía a entregar los pagos siempre durante los 15 días posteriores a cada entrega de leña (García Marsilla e Izquierdo, 2013, pp. 135-137). En el caso de centros de producción cerámica como Manises y Paterna, los más activos y conocidos, la cantidad de leña consumida debía de ser verdaderamente monstruosa. En Manises existieron al menos 24 hornos de cerámica durante el periodo bajomedieval (Furió y Almenar Fernández, en prensa), donde se cocían cientos de piezas de todo tipo, sencillas y también vidriadas, en unas estructuras cuyas dimensiones se han mostrado enormes, como en el mencionado caso de Paterna.

Este tipo de contratos son, en realidad, muy excepcionales de encontrar entre la documentación notarial, lo que resulta sorprendente teniendo en cuenta el abastecimiento constante de leña del que requerían los hornos de cerámica, especialmente en casos como los recién mencionados de Manises y Paterna. El registro ante notario de la transacción anteriormente mencionada podría explicarse porque el compromiso adquirido entre el rajoler y el suministrador de la leña era de larga duración (de un año). Es posible que la mayor parte de las compras de leña se llevaran a cabo de manera más irregular e informal, obteniéndola de lugares diferentes (zonas comunales, mercados urbanos) y a través de medios diversos (recurriendo a intermediarios o accediendo a los recursos de manera directa). Los proveedores serían personas que trabajarían a jornal y seguramente tendrían otras ocupaciones. Es lo que puede deducirse del testamento de un rajoler vecino de Valencia, Nicolau Martí, en el cual se menciona una compañía que había suscrito con Jaume Martí, tabernero también de la capital, para la elaboración de azulejos. En el testamento se menciona que Jaume Martí había estado pagando a los suministradores de leña para la compañía y a los artesanos, trabajadores informales que el documento identifica como obrers, manobrés y ayudants, denominaciones que aluden a una mano de obra plural, informal y no cualificada (Llibrer, 2014, p. 235).

Los hornos de vidrio requerían igualmente de un suministro inmenso de leña. No es una casualidad que las referencias más antiguas sobre estos hornos en los reinos hispánicos medievales suelan aparecer en documentos de carácter normativo. En estos se pretende restringir el acceso que los vidrieros tenían a la leña en los mercados urbanos, por miedo a la carestía y al desabastecimiento general de la población. Así se ha podido observar en el caso de Cataluña (Cañellas i Martínez y Domínguez Rodés, 2008, p. 612) y, de nuevo, en la ciudad de Valencia (Almenar Fernández, 2021, p. 19). La referencia más antigua a uno de estos hornos en el reino de Valencia procede de 1373. En este caso, se trataba de limitar la compra de madera que el senyor o maestre de un forn de vidre (horno de vidrio) hacía en los mercados de la ciudad de Valencia. Según se explica en la normativa, el horno de vidrio en cuestión estaba en funcionamiento constante y a diario, operando de día y de noche, consumiendo una “infinida quantitat de lenya” que provocaba escasez y disparaba los precios de la leña. El consell de la capital prohibía al vidriero comprar madera en la ciudad, y le forzaba a que la obtuviera de fuera de esta, transportándola con animales de carga propios (“ab ses pròpies bèsties se’n proveesca”).9 Sin la opción de acceder a la leña disponible en los mercados de la ciudad, los vidrieros se veían obligados a recurrir a la intermediación de mercaderes, quienes, a su vez, involucraban a campesinos del entorno rural de la ciudad de Valencia para que les aportaran la leña. Un ejemplo lo presenta el mercader valenciano Gil Pérez, quien en 1421 abastecía el que seguramente era el mismo forn del vidre mencionado en la normativa anterior. En ese año, se comprometió ante notario a pagar 58 libras a una pareja de agricultores de Burjassot, una localidad en el entorno rural de la ciudad de Valencia, con el fin de comprarles toda la leña de la cual tuviera necesidad durante 15 días, la cual serviría para abastecer el horno en cuestión.10

Conclusión

Las fuentes que hemos expuesto permiten atestiguar la existencia de un sistema complejo y diversificado de explotación de recursos naturales de fin industrial, en el que se involucraban sectores sociales muy diversos, como artesanos, campesinos, mercaderes y nobles. Es relevante insistir en la idea de que los recursos para el desarrollo de estas industrias fueron, en general, abundantes en las áreas del Mediterráneo quizá desde la Antigüedad, pero ello no aseguró siempre un desarrollo equivalente de estas industrias. La disponibilidad de recursos, por tanto, no parece explicar por sí misma los periodos de éxito o fracaso de estas manufacturas en la larga duración, al menos no más que otros factores mucho más decisivos. La transferencia cultural del saber técnico de la civilización musulmana a la cristiana representó un paso básico para que hubiera alfareros y vidrieros que supieran identificar las arcillas y arenas para cada tipología productiva, para saber crear talleres, tornos y hornos, en definitiva, para disponer de la tecnología y de la técnica necesaria para sacar adelante estas industrias.

El redescubrimiento de la técnica por parte de los reinos cristianos occidentales pudo aprovecharse por un contexto social, económico y político favorable al despegue de estos negocios. El mundo artesanal estaba mucho más organizado y activo en el siglo XIII que en épocas pretéritas, y lo mismo puede decirse sobre el nivel de desarrollo de los mercados y de las redes comerciales. Todo ello tejía unas estructuras económicas y sociales que no solo permitieron que estas industrias se desarrollaran, sino que se establecieran de forma permanente y definitiva en el tejido industrial de la Europa mediterránea durante el resto de la Edad Media, así como también para la Edad Moderna. Fue, seguramente, esa combinación de factores decididamente ‘humanos’ los que permitieron, más que los ambientales o naturales, la consolidación de estas dos industrias en el Mediterráneo noroccidental entre los siglos XIV y XV.

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1Véanse algunos casos peninsulares en Martínez González (2013), pp. 100-101 y Lafuente Ibáñez (2011), p. 2.

2Cascun pusque francament e liurà fer en sos patis, e en sos camps, e en ses possessions, olles, cànters, teules, raioles, e tota altra obra de terra; e vidre e redomes, copes, e tota altra obra de vidre”. Arinyo (1482), Del rey en Jacme, libre iv, rúbrica xxxv. Citado en Almenar Fernández (2021, p. 17, n15).

3Arxiu del Regne de València (ARV), Protocolos, Jaume Martí, 2811, 24 de mayo de 1299, fol. 48r-49r.

4Sobre el mercado del ladrillo y sus diferentes precios y tipologías, véase García Marsilla e Izquierdo (2013, pp. 138-141).

5ARV, Protocolos, Vicent Saera, 2412, 5 de agosto de 1411.

6Referencias textuales citadas en Juárez Valero (2013, p. 100).

7ARV, Justícia de 300 sous, 15, 31 de agosto de 1388.

8ARV, Protocolos, Martí Doto, 790, 24 de agosto de 1427.

9Arxiu Municipal de València (AMV), Manual de Consells, A-16, fol. 139r.

10“… tota illa lenya quam necesse habebitis ad oppus vetri clibani sive forn vocati lo Forn del Vidre”. Arxiu de Protocols del Corpus Christi de València (APCCV), Jaume Venrell, 14 418, 29 de marzo de 1421.

Recibido: 15 de Marzo de 2022; Aprobado: 22 de Abril de 2022

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