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Ultima década

versión On-line ISSN 0718-2236

Ultima décad. vol.19 no.35 Santiago dic. 2011

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22362011000200004 

Última Década, 35, 2011:61-87

CONDICIONES JUVENILES CONTEMPORÁNEAS

Sociabilidad juvenil masculina y riesgo. Discrepancias y acuerdos entre un programa de prevención del delito juvenil y sus beneficiarios

Sociabilidade juvenil masculina e risco. Discrepâncias e acordos entre um programa de prevenção do delito juvenil e seus beneficiários

Sociability male youth risk. Disputes and agreements between a crime prevention program for youth and their beneficiaries

 

Marina Medan*

*  Magíster en Políticas Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Licenciada en Comunicación Social (UBA). Actualmente es becaria doctoral del CONICET/IDIHCS-UNLP. Pertenece al grupo de infancias y adolescencias del CEDEHU, Universidad Nacional de San Martín. Correo electrónico: marinamedan@gmail.com.

Dirección para Correspondencia


RESUMEN

A partir de los años 90 en América Latina se advierte la preocupación estatal por el delito juvenil, que se ha plasmado en programas que concilian intereses de seguridad y de inclusión social. Paralelamente, estadísticas oficiales señalan el sesgo masculino y juvenil del delito y de otras acciones vinculadas con la asunción de riesgos pero sin problematizar la dimensión de género. La asunción de riesgos es, por su parte, una de las prácticas asociadas típicamente con la masculinidad. A su vez, representa el principal cuestionamiento que un programa de prevención del delito juvenil realiza hacia sus beneficiarios varones. Este artículo se centra en que las definiciones sobre lo que se considera riesgoso de la sociabilidad juvenil masculina discrepan entre programa y beneficiarios y se imponen límites a los objetivos de la intervención institucional. La emergencia de tales discrepancias permite discutir, además, el rol de las instituciones en las construcciones identitarias de género y la capacidad de respuesta juvenil desde una posición de subalternidad. Los datos expuestos surgen de un estudio cualitativo sobre un programa de prevención del delito juvenil implementado en la zona sur del Gran Buenos Aires, Argentina. El trabajo de campo se realizó entre 2007 y 2009.

Palabras clave: políticas sociales, interacciones sociales, masculinidades juveniles


RESUMO

A partir dos anos 90, na América Latina, manifesta-se a preocupação estatal com o delito juvenil, por meio de programas que conciliam interesses de segurança e de inclusão social. Paralelamente, estatísticas oficiais assinalam o viés masculino e juvenil do delito e de outras ações de risco, mas sem problematizar a dimensão de gênero. Assumir riscos é uma das práticas associadas tipicamente à masculinidade. Por sua vez, representa o principal questionamento que um programa de prevenção do delito juvenil realiza para seus beneficiários homens. Este artigo aborda como as definições sobre o que se considera arriscado na sociabilidade juvenil masculina são diferentes para programas e beneficiários e impõem limites aos objetivos da intervenção institucional. A emergência de tais discrepâncias permite discutir, além de tudo, o papel das instituições nas construções identitárias de gênero e a capacidade de resposta juvenil a partir de sua posição de subalternidade. O dados utilizados surgem de um estudo qualitativo sobre um programa de prevenção do delito juvenil implementado na zona sul da Grande Buenos Aires, Argentina. O trabalho de campo foi realizado entre 2007 e 2009.

Palavras chave: políticas sociais, interações sociais, masculinidades juvenis


ABSTRACT

From the 90's in Latin America, the state had issued its concern over delinquency, this resulted in programs that reconcile the interests of safety and social inclusion. Similarly, official statistics show male bias and juvenile crime and other actions related to risk-taking but not the gender dimension problem. Risk-taking is, in turn, one of the practices typically associated with masculinity. In turn, this represents the main challenge that a program of prevention of juvenile crime made to male beneficiaries. This article focuses on definitions of what is considered risky for male youth sociability between program and beneficiary disagreements impose limits on institutional intervention goals. The emergence of such discrepancies can be discussed further in the role of institutions in the identity constructions of gender and youth responsiveness from a position of subordination. The data presented here, comes from a qualitative study on a program of youth crime prevention implemented in the south of Gran Buenos Aires, Argentina. Fieldwork was conducted between 2007 and 2009.

Key words: social politics, social interaction, youth masculinity


1.  Introducción

Este artículo surge de una investigación cualitativa en curso que indaga en las relaciones diferenciales según género entre un programa social de prevención del delito y jóvenes de sectores populares.[1] Tanto la investigación marco como este artículo son deudoras de una serie de cuestiones en las cuales nos adentraremos: la juventud de sectores populares en riesgo y en presunto conflicto con la ley, la socialización masculina vinculada a la asunción del riesgo, y la preocupación estatal sobre la participación de jóvenes en el delito que se combina con la necesidad de incorporar a las nuevas generaciones.[2]

Los datos que presentamos en este artículo buscan reconstruir el «diálogo» —pleno de negociaciones— entre algunos varones jóvenes beneficiarios y un programa de prevención del delito juvenil en torno a lo que significa el riesgo. En su devenir, es posible advertir que las discrepancias al respecto imponen límites a los objetivos de la intervención institucional, que se orientan a que los jóvenes se distancien de prácticas consideradas riesgosas como el delito.

Al presentar los resultados como un «diálogo» entre una institución y algunos beneficiarios concretos queremos subrayar que los varones interpelados responden activamente al planteo institucional y negocian las interpretaciones que circulan en dicha relación. Y lo hacen aún desde una posición que aparece como subordinada en términos de generación y de clase social respecto del programa. Desde allí construyen, nutridos también con los presupuestos institucionales, configuraciones heterogéneas y dinámicas de género que en muchos casos utilizan estratégicamente. En este sentido, el artículo adopta una perspectiva de análisis relacional para exponer vínculos de clase, género y generación, en el marco de interacciones entre sujetos e instituciones, producidas en contextos de desigual distribución de poder.

2.  Presupuestos teóricos

Este trabajo recupera y enlaza una serie de supuestos teóricos que enmarcan y permiten discutir los datos que luego se presentan.

a)  Juventud relacional y situada

En primer lugar entendemos a la juventud como una categoría relacional porque se establece en cada sociedad y en cada tiempo de acuerdo a otras condiciones sociales como la adultez y la infancia. En palabras de Bourdieu (1990), la juventud es una de las formas en que se representa la lucha por el poder, en este caso, —entre unas personas más jóvenes y otras más viejas— que también pueden estar representadas por instituciones. A partir de esas luchas resultarán las fronteras, provisorias, que intentarán establecer cierto orden; por ejemplo, entre quiénes, jóvenes o adultos, acceden a tales bienes, tales usos de la palabra autorizada, tales espacios. Y en la misma operación quedarán denegados otros.

Además coincidimos con investigadores especializados (Reguillo, 2000; Criado, 1998; Saltalamacchia, 1990; Chaves, 2006, entre otros) que señalan que la juventud es un concepto construido social e históricamente. Por ello referirse a la «juventud» como un actor o grupo social no sólo no es útil para describir a la heterogeneidad que presenta la condición juvenil, sino que oculta las desigualdades que se producen entre personas jóvenes que pertenecen a diferentes clases sociales, etnias o géneros y que tienen distintas inserciones familiares, comunitarias, escolares y laborales.

En este sentido, es preciso puntualizar que los jóvenes a los que nos referimos en este estudio pertenecen a sectores socio económicamente desaventajados.[3] Sólo a modo de ejemplo, señalamos que datos del 2004 que indican que en el barrio donde se implementa el programa estudiado, el 80% de los hogares presenta condiciones de vida por debajo de la línea de pobreza, que en el 64,3% de las viviendas se registra hacinamiento, y que el desempleo llega al 40%. El máximo nivel educativo alcanzado por los jóvenes considerados en este estudio es la educación primaria, donde solamente el 28% completó los estudios básicos.

b)  Integración social juvenil en sectores populares

Es especialmente en contextos desaventajados en donde la forma en que muchos jóvenes hacen frente a la adversidad es sometiéndose a riesgos, sobre sí mismos y los otros. En este sentido, Mendes Diz (2002) adscribe a la idea de que el riesgo aparece como un factor constitutivo de la sociedad actual —en donde riqueza y riesgos— estarían desigualmente distribuidos. En los sectores con más acumulación de riesgos, algunas personas asumirían ciertos riesgos para evitar otros.

Sin trabajo, sin redes de contención, sin las credenciales educativas exigidas por el mercado y sin oportunidades para lograrlas, muchos jóvenes sienten su seguridad personal y social fuertemente jaqueada [...] Una realidad con tales características ha llevado a los jóvenes a tener menos vocación para intentar cambiar el mundo que para luchar por integrarse a él [...] Ante la ausencia de metas reconocibles como posibles y de medios disponibles para alcanzarlas los jóvenes encuentran en el riesgo una alternativa posible y aún deseable (Mendes Diz, 2002).

La asunción de estos riesgos se realizaría con el fin de no caer en otros; por ejemplo, un estado mayor de marginalidad. Muchos de estos jóvenes, varones y chicas, quieren ser parte, buscan instancias de integración a patrones de consumo o de legitimidad simbólica, a grupos de pares, a prácticas colectivas. En este sentido discutimos el estatuto de carentes de estos jóvenes, o de pasivos en su contexto de la pobreza. La integración y la afiliación se ha concebido tradicionalmente en relación a ciertos espacios, como el trabajo y la escuela. Pero cuando al menos desde hace dos generaciones que estas instituciones están cuestionadas como vehículos de ascenso social, estas juventudes han establecido, de manera no sistemática ni necesariamente razonada, otras instancias de inclusión o socialización. Recuperamos así el planteamiento de Merklen (2005) quien cuestiona que simplemente se den procesos de desafiliación completa. Esto no niega el que efectivamente estos jóvenes estén insertos en circuitos de socialización que en muchos casos ponen en riesgo sus vidas, pero permite pensarlos como sujetos activos.

Pegoraro (2002:311) al explicar la conformación del contexto de los jóvenes beneficiarios de programas de prevención del delito especialmente de los varones, señala que al mismo tiempo que son excluidos materialmente —del mercado de trabajo, por ejemplo— son incluidos culturalmente. En consecuencia, ante la imposibilidad de socializarse en la escuela o el trabajo, pero a la vez sentirse interpelados por la sociedad de consumo, consiguen lo necesario a partir de sus alternancias entre prácticas ilegales, con trabajos precarios (Pegoraro, 2002, Kessler, 2004).

Más aún, varios autores han estudiado la vinculación entre juventud y uso de la fuerza física[4] y la han enmarcado en procesos de construcción identitaria. Estas asociaciones han sido inclusive advertidas en la investigación de la que surge este artículo. El uso de la fuerza física es uno de los atributos que los varones beneficiarios del programa de prevención del delito estudiado consideran propios de un buen ejercicio de la masculinidad (Medan, 2010). Sergio Tonkonoff (2003), adjudica a la violencia desplegada por jóvenes (sin especificar sexo) de sectores populares adquiere una doble función: como un vehículo apto para descargar la furia de verse primero tentados y luego expulsados del campo de las imágenes juveniles exitosas, y, acaso fundamentalmente, como un modo de afirmar la propia existencia. En la misma línea, Daniel Míguez amplía el sentido y afirma: «las condiciones en que estos jóvenes se desarrollan desde su infancia hacen que adquieran un 'habitus' en el que la resistencia y capacidad de violencia corporal es, a la vez, resultado del contexto de crianza y un recurso al que pueden echar mano para subsistir» (Míguez, 2003).

Datos estadísticos disponibles avalan la relación entre la sociabilidad juvenil y la asunción de riesgos, y expresan de modo concreto el sesgo masculino de esta relación, —cuya referencia no siempre es manifiesta en los estudios que mencionamos más arriba—. Si se consultan las estadísticas oficiales sobre el delito[5] y se analiza una variante particular; por ejemplo, robo (sin incluir robos a autos y bancos que son considerados aparte), los datos por género son muy sesgados siendo el 94% varones. Este dato no aparece segmentado por edad, pero si lo combinamos con el hecho de que el 55% de ese mismo tipo de robos es cometido por menores de 21 años, la relación edad y género de varones jóvenes se vuelve significativa. Si bien estos datos no se desagregan por pertenencia de clase social, la literatura especializada coincide en que existe una asociación fuerte —aunque no unívoca— entre delito juvenil y condiciones de pobreza de estas poblaciones (Kessler, 2004, 2010, Míguez, 2004). Nos interesa sumar a estos datos los indicadores de muertes por causas externas aunque tampoco están segmentados por clase social. Al revisar el Informe pnud 2009, los datos indican que de la cifra total de muerte de personas entre 15 y 24 años, el 64,5% son producidas por causas externas (homicidios, hechos de violencia, suicidios u accidentes de tránsito). Pero si segmentamos por género, las muertes por causas externas de este grupo etario, las mujeres alcanzan el 43,7% y los varones ascienden al 72,4%. Para el caso argentino, datos del mismo organismo, pero para 2006, indican que las muertes por causas externas de los varones entre 15 y 24 casi cuadriplican las de las mujeres del mismo rango etario: 73,5% versus 17,6%.[6]

De estos datos, el mayor problema a la luz del conjunto de la sociedad (ámbitos estatales, mediáticos y de la sociedad civil) es el delito juvenil. Y como parte de esta preocupación, por ejemplo, el Estado implementa el programa en el cual se basa nuestra investigación. ¿Cómo se expresa la preocupación por dicho problema social cuando el sesgo de género del delito aparece tan claramente definido en las cifras?

c)  Tensiones en la construcción del género: entre lo individual y lo social

El género, tanto masculino como femenino, supone una construcción cultural y social de sentidos, que se define a partir de la diferencia sexual, pero que la excede ampliamente (Lamas, 2000). Incluye una serie de mandatos sociales diferenciales para hombres y mujeres, que aunque pueden rechazarse, aceptarse o negociarse, influyen de forma profunda en la manera en la que las personas habitan sus cuerpos y se relacionan con los otros (Faur, 2004; Bonan y Guzmán, 2005). En relación especialmente a las masculinidades juveniles, tanto los estudios clásicos como los más recientes (Bourdieu, 2000; Connell 1995; Olavarría, 2003; Mendes Diz, 1997; Faur, 2004) sugieren que los estereotipos sobre lo «típicamente masculino» se relacionan con la fuerza, la virilidad, la predisposición al riesgo, la racionalidad, la función de proveer sustento económico a la familia, etcétera, todas atribuciones que se contraponen a lo que se considera como lo «femenino».

La construcción social del género implica la puesta en tensión de las elecciones individuales de los sujetos y las coerciones sociales del entorno (Faur, 2004). Los programas sociales son parte del entorno disponible y a su vez encaran acciones con ideas y representaciones sobre el género (Guzmán, 2002) aunque parezcan presentarse como «unisex». Lo hacen ya desde el hecho de que sus trabajadores son sujetos imbuidos en el género, tienen sus percepciones y sus representaciones sobre modelos deseables de ser varones o chicas jóvenes, y bajo esas ideas implementan los planteamientos institucionales. En síntesis, las instituciones encarnan algunas, y no otras, las representaciones circulantes sobre lo masculino y lo femenino como regulaciones normativas (Scott, 2000).

A la luz de estos particulares planteamientos actúan los programas sobre sus destinatarios. Faur (2004) señaló que las instituciones definen modelos de sujetos, de identidades y de relaciones (entre masculinidades / o género) acordes a los ideales de sociedad vigentes en cierto período y contexto sociocultural, y podemos agregar también en términos de generación y clase social. Esto es, por ejemplo, qué significa ser joven, varón y pobre. En otros términos pero siguiendo el mismo sentido, Llobet (2009) señala que son las instituciones las que legislan las cláusulas bajo las que se podrá dar la inclusión social y cultural, incluyendo el proceso de adquisición y reconstrucción de características típicas, el manejo de las relaciones sociales y su transformación en posiciones subjetivas singulares. Fraser (1991) ha sido muy explícita en su desarrollo del discurso de las necesidades al puntualizar que las políticas sociales tienen una función relativa a las identidades de los representados, funcionan distribuyendo reconocimiento, y delinean los modos de subjetivación.

No obstante, la acción de las instituciones —por ejemplo, en la definición de modelos de varones— no se ejerce sin encontrar resistencias. Como señalamos, el proceso se encuentra tensionado por las elecciones individuales de los sujetos. Es decir, los programas sociales generan ciertas interpretaciones sobre las necesidades de los beneficiarios y también satisfactores que se prestan a negociaciones, adaptaciones y rechazos por parte de los destinatarios. En síntesis, «el discurso de las necesidades se presenta como un espacio de contienda donde los grupos con recursos discursivos (y no discursivos) desiguales compiten por establecer como hegemónicas sus interpretaciones respectivas sobre lo que son las legítimas necesidades sociales. Los grupos dominantes articulan sus interpretaciones con la intención de excluir, desarmar y/o cooptar las contrainterpretaciones. Por otra parte los grupos subordinados o de oposición articulan su interpretación de las necesidades con las intención de cuestionar, substituir y/o modificar las interpretaciones dominantes» (Fraser, 1991).

Es interesante explorar estas tensiones incorporando la dimensión generacional, porque justamente lo que está en juego en los programas sociales de inclusión de adolescentes y jóvenes —entre los que se encuentra el programa de prevención del delito que estudiamos— es la necesidad de controlar ciertos comportamientos que se consideran contraproducentes para el orden social, y en este sentido propender a su reproducción y al mismo tiempo incluirlos como sujetos necesarios para el futuro (Llobet, 2009).

3.  Referente empírico y metodología

Para abordar la discusión planteada presentamos datos que surgen de un estudio de caso cuyo referente empírico es la implementación del programa de prevención del delito «comunidades vulnerables» en un barrio de Avellaneda (Buenos Aires, Argentina). El programa propone que los jóvenes beneficiarios de sectores populares y en posible conflicto con la ley construyan un proyecto de vida alternativo al delito,[7] de modo de incluirse socialmente sin arriesgar sus vidas o las de terceros. El programa depende de un convenio entre el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social de la Nación (mtss) y el municipio de Avellaneda. Durante el período en que se obtuvieron los datos contaba con cerca de 50 beneficiarios de entre 16 y 30 años que cometieron delitos, que siguen teniendo prácticas delictivas o que están, según criterios del programa, en riesgo de hacerlo. La dinámica de implementación del programa supone reuniones de dos horas semanales entre el equipo técnico y los jóvenes en distintos espacios del barrio. El equipo técnico está compuesto por una trabajadora social (mujer, 32 años) y un estudiante de comunicación (hombre, 31 años) que no viven dentro del barrio y cuyos salarios paga el Municipio de Avellaneda; también por una operadora comunitaria (mujer, 34 años) que sí vive en el barrio en donde se realiza la implementación y cuyo sueldo también está a cargo del municipio. Las reuniones incluyen talleres, charlas o actividades comunitarias sobre cuatro ejes: «vincular» (relacionado con el proyecto de vida), «mundo del trabajo» (emprendimientos, capacitaciones, reinserción escolar), «jurídico» (fortalecimiento de derechos y resolución de causas penales), y «sociocomunitario». Este programa tiene la particularidad de incluir entre sus componentes una transferencia condicionada de ingresos a los beneficiarios, con recursos que provee el mtss ($150 mensuales).

Los datos se obtuvieron mediante técnicas cualitativas: observación participante de la implementación del programa, entrevistas en profundidad a agentes institucionales y jóvenes participantes y análisis de documentos institucionales. Los materiales analizados fueron las observaciones de interacciones cotidianas entre el dispositivo institucional y los jóvenes beneficiarios en el contexto de las actividades propuestas por el programa, y los discursos del programa y de los jóvenes sobre las relaciones entre la masculinidad y el delito. El trabajo de campo se realizó entre noviembre de 2007 y octubre de 2009. Se han cambiado los nombres de los informantes para proteger su identidad.

4.  Resultados

El programa de prevención del delito juvenil «comunidades vulnerables» tiene como objetivo contribuir a que sus beneficiarios, varones y chicas «en conflicto con la ley o en riesgo de estarlo», construyan un «proyecto de vida alternativo al delito».[8] Los lineamientos y acciones que el programa expresa respecto de ese proyecto, suponen diferencias según se trate de chicas o de varones, e incluyen aspectos deseables y cuestionables para las configuraciones de identidades de género de cada uno.

El principal aspecto que el programa cuestiona de la sociabilidad masculina de sus destinatarios varones es su vinculación con el delito, actividad que sitúa como riesgosa tanto para ellos como para terceros. Los jóvenes que aspiran a ser incluidos en el dispositivo institucional y acceder a los beneficios que éste ofrece deberían descartar, entonces, esa exposición al riesgo que implica delinquir. Ante esta propuesta las respuestas de los varones distan de ser unívocas y homogéneas. Algunos reconocen que el delito incluye la asunción de riesgos pero lo aceptan en tanto constituye la forma en la que evitan someterse a otros riesgos —que sí pondrían en jaque sus configuraciones de masculinidad—. Entonces discuten la propuesta del programa o directamente la rechazan y terminan alejándose del programa. Otro grupo de varones, en cambio, pone en circulación definiciones sobre el riesgo a partir de las cuales solicitan la asistencia institucional.

Cuando la propuesta se presenta ante los beneficiarios parece desplegarse la contraposición de dos modelos que incluyen posiciones antagónicas en términos de clase y generación. Uno de los modelos representa el programa como institucional/social y adultocrático. El otro modelo (sobre el cual se pretende intervenir) representa a jóvenes de sectores populares, algunos de los cuales, encuentran en el delito un modo de integración.

a)  Los «riesgos» para los varones, según la mirada del programa y de los jóvenes

En tanto el programa estudiado centra el perfil de los destinatarios en que éstos estén en situaciones de riesgo (Medan, 2010), en este artículo nos preguntamos ¿qué acciones de los jóvenes significan para el programa «riesgos» que deban evitarse? ¿En qué medida los jóvenes aceptan las caracterizaciones sobre lo riesgoso que propone el programa? ¿En qué sentido se distancian de ellas?

La exposición al riesgo es una de las características que se asocian con lo típicamente masculino ya que supone ser capaz de soportar consecuencias desfavorables, o desconocidas, de demostrar valentía y de desmerecer el dolor (Connel, 1995; Bourdieu, 2000; Faur, 2004). En este sentido Mendes Diz (1997) comprobó que los varones «buscan el riesgo», a diferencia de lo que sucede con las chicas a quienes «les pasa» el riesgo. Es posible que en algunos casos los jóvenes que participan del programa se expongan a riesgos para demostrar, sobre todo en sus narraciones, que son capaces de hacerlo. Lo que advertimos en nuestras observaciones es que para estos beneficiarios el exponerse a ciertos riesgos puede ser, cuando es reflexionado, considerado un mal menor si de lo que se trata es de evitar otros riesgos que consideran peores.

i)  Perder la libertad

Cuando indagamos en los jóvenes sobre sus percepciones acerca de lo que les daba miedo o lo que consideraban un riesgo de las actividades delictivas, casi por unanimidad surgía como primera mención el perder la libertad, estar encerrados y el no poder circular libremente. Recordemos que una de las características típicas de la masculinidad es el dominio y la conquista del mundo público. Así ante preguntas sobre desventajas del delito, las respuestas giraron en torno a que el robo fracasara y que eso significara que los detuvieran y los encarcelaran.

En la entrevista con Néstor le preguntamos qué razones justificaban el hecho que hubiera dejado de robar:

Y te pasó algo que dijiste, no voy a afanar más, me da miedo ¿Qué pasó?

Sí, estuve en el Colegio, el San Martín.[9]

¿Estuviste mucho tiempo ahí?

Y tres meses, era re feo ahí, era pibe, no entendía nada…

Y ahí la pasaste mal, ¿la pasaste feo?

No, pero extrañás todo, a mi familia nomás, a mi familia, a mis hermanos (Néstor, 19 años).

El temor a perder la libertad fue para Damián el motivo para solicitar la inclusión en el programa. Le preguntamos para qué le servía asistir, si creía que el programa le podía ayudar en algo:

En la cuestión legal sí, lo que me interesa es poder cerrar las causas, si es mejor antes que el año que viene.

Y eso ¿por alguna razón en particular?

Sí, porque si me dejo estar me salta la captura…

 ¿Por eso estás preocupado?

Sí, no sé si preocupado, sino que sí o sí lo tengo que hacer. Si dejo pasar el tiempo…

¿Tenés miedo?

No, no miedo, más que, por mí no, pero por mi familia que se siente mal, uno está en ese ambiente, la cárcel, pero la familia que sufre está en la casa.

Y vos tenés ganas de hacer borrón y cuenta nueva, cerrar tus causas…

Claro… olvidarme un poco, relajarme un poco que últimamente es todo medio tensionado… (Damián, 26 años).

Para Damián, regularizar el estado de sus causas tenías dos motivaciones: una, dejar de sentirse inseguro ante la posibilidad de estar preso nuevamente; y la otra, no aumentar el malestar que su familia podía sufrir si él caía preso. Él podría soportar la cárcel, no evidenciaba miedo al sufrimiento propio, pero sí al de su familia, a la que presuponemos que querría proteger y de la que debería hacerse cargo.

Como el programa reconocía este temor de los jóvenes a quedar encarcelados, en una de las actividades sobre «valores positivos» los instó a reflexionar sobre la libertad. La intención era que recapacitaran sobre los riesgos que implicaba el delito en relación con la libertad. Se les propuso escuchar la canción de Andrés Calamaro, «La libertad»,[10] leer la letra y pensar cómo podía perdérsela, lo que valía y qué significaba no tenerla. Tal como señalamos, los varones coincidieron en que el mayor perjuicio era estar encarcelados.

Por problemas de necesidades o economía algunos elegimos delinquir, llegamos a no valorar lo más lindo, estar libre. Para mí la libertad es lo más lindo, estar con tus seres queridos, disfrutar los días al aire libre y no el olor a encierro. La libertad significa muchísimo para todas las personas. Para la libertad creo yo que no hay valor, la libertad significa todo en tu vida sobre todo para las personas privadas de su libertad (Mariano, 18 años).

Se puede perder la libertad robando o cometiendo un homicidio (Horacio, 18 años).

Se puede perder la libertad robando, por necesidad. Valor de la libertad: mucho porque perdés tu juventud ahí en ese lugar horrible (horrible fue tachado) (Waldo, 18 años).

ii)  Carecer de lo que se necesita (material o simbólico)

En cierto sentido, los jóvenes acuerdan con el programa en que el delito puede llevarlos a la cárcel y que esa razón debería bastarles para deponer su actitud, aún sin detenerse en el daño eventual a terceros sobre el que el programa sí intenta enfocar. Sin embargo, la concepción de lo que significa el riesgo para estos jóvenes excede el temor a perder la libertad. De hecho, en los ejemplos precedentes ellos señalan que esos robos, que podrían conducir al encierro, podían desencadenarse por «necesidad». La misma necesidad a la que se refieren cuando justifican que, en última instancia, no importan los modos cuando se trata de cumplir con los roles masculinos tradicionales de provisión o de prestigio sobre otros. El riesgo a perder la libertad se asume frente al riesgo de no tener lo necesario, que aparece en los discursos más explicitado como lo material, pero también tiene su costado simbólico: se necesita reconocimiento, poder, y estatus.

Tal como comentamos más arriba, Mendes Diz (1997) señaló que en la sociedad actual negarse a aceptar riesgos sería en sí un factor de riesgo. Los jóvenes pertenecientes a sectores populares están expuestos a ideales de juventud y de masculinidad propiciados especialmente por los medios de comunicación, que suponen acceder a ciertos bienes culturales y de consumo con los que ellos, en general, no cuentan para acercarse a esas imágenes. Ante el riesgo de ser excluidos de esos modelos —a los que ellos dotarán de ciertas características propias—, asumen comportamientos que pueden implicar otros riesgos, que ellos consideran válidos asumir. El riesgo de ser excluidos no aparece para los jóvenes como una alternativa deseable, ni siquiera como una posibilidad de transformar el «estigma» en «emblema» (Reguillo, 2000). Es decir, asumir su condición de excluidos y construir alrededor de dicha situación una figura amenazante para su entorno. Así, la exclusión aquí es una idea de riesgo negativa. Por el contrario, las acciones emprendidas para no caer en el riesgo de la exclusión adquieren un carácter de riesgo positivo, valorado, que amerita asumirse y que si se evade puede connotar cobardía.

Para estos varones es preferible robar aún con la posibilidad de ser apresados, a exponerse a otro tipo de riesgos como prescindir de bienes que necesitan o que quieren tener, como encontrarse afuera del sistema de consumo hegemónico, o no poder proveer lo que su familia requiere de ellos. Uno de los jóvenes entrevistados se mostraba ansioso y se reconocía al borde de perder el control, de incurrir nuevamente en el delito, debido a las situaciones de necesidad que estaba pasando.

Sí, eso [dejar de delinquir] siempre está en mis planes, pero la cosa es que, antes me desesperaba porque no tenía plata, qué sé yo ahora no sé, estoy un poco más paciente…

¿Qué interfiere en esas ganas que tenés de cambiar?

Qué interfiere… lo económico, la desocupación, la falta de dinero, lo principal es la falta de dinero. El tema es que trabajando legal nunca vas a conseguir lo que conseguís robando (Damián, 26 años).

Así, el principal riesgo para ellos no es perder la vida, ni dañar a otros, ni a sí mismos, sino no disponer de dinero en la cantidad y en el tiempo que quieren y necesitan. Y para evitarlo pueden someterse a situaciones cuyas consecuencias sean perder la libertad, aunque la mayoría de las veces esta jerarquización de acciones no sea deliberada.

Ante estas preocupaciones sobre el acceso al dinero, el programa les ofrece un estipendio mensual de $150 en forma de plan social y los anima a conseguir un trabajo legal. De algún modo reconoce como válido el riesgo de exclusión al que los jóvenes se sienten expuestos pero no admite como legítimos los criterios que ellos tienen para jerarquizar dichos riesgos. Más bien les propone que se formen para conseguir un buen trabajo legal que les provea ingresos para los bienes que necesitan. Claro que esta propuesta implica una tarea de mediano plazo.

La tensión entre las propuestas de mediano plazo del programa y las necesidades inmediatas de los jóvenes respecto a la obtención de ingresos se volvió explícita durante «la semana del cobre». Durante esos días, la operadora estaba enojada porque había visto a varios beneficiarios sacando cables de cobre enterrados bajo la calle, entre montañas de barro, para venderlos. Indignada porque estuvieran ocupando su energía en una tarea que daría frutos coyunturales, transitorios y rápidamente consumibles, y absorta por la «frescura» con la que los jóvenes comentaban la cantidad de cobre adquirido en la semana, en la actividad grupal ella les preguntó:

¿Qué pasa que todo el barrio pierde el día así? Ahora esos cables están en desuso pero transportaban electricidad, pueden ser peligrosos... ustedes metidos en pozos, hoy es el cobre, hace unos años era el culetear camiones, y ¿nunca la idea es proyectar a largo plazo, pensar un proyecto de vida, aprovechar este espacio para encontrar otras oportunidades, ir a la escuela o aprender un oficio?» (Operadora principal).

Uno de los jóvenes que había estado participando de la tarea le contestó: «pero no entendés, te encontrás un pedazo así de cobre y de repente tenés $2.000 (Mariano, 18 años).

Es posible advertir en estas secuencias que la propuesta institucional suscribe al ideal de ascenso social propio de las clases medias, que reconoce en el estudio y posterior obtención de empleo un recorrido deseable y lógico para la juventud. Se visibiliza aquí una marca de la tensión de clase entre el modelo institucional propuesto y las posiciones desde las que los jóvenes le contestan.

iii)  El grupo de pares

El grupo de pares es otro de los elementos que la literatura señala como parte de la socialización típica y primaria de los varones (Urrea Giraldo, 2002) y que implica también una relación de dominio entre unos y otros varones del grupo. Este grupo de pares podría ser el entorno propicio para dar cuenta frente a otros de los atributos masculinos que se poseen, y la vez es una instancia en la cual aprender de otros sobre las formas prestigiosas de ser varón. El programa reconoce al grupo de pares como incitador al riesgo para los jóvenes y por ello desmotiva la pertenencia a esos grupos, especialmente a algunos que entiende como muy conflictivos.

Sin embargo, la percepción de los jóvenes sobre el grupo de pares ofrece matices. En otro trabajo (Medan, 2010) señalamos que es objeto de fidelidad y de respeto: no se denuncia al grupo de pares como culpable de algún hecho delictivo o considerado violento. Por otro lado, a partir de verlos llegar al encuentro semanal en grupo, o de avisar que un compañero no podía asistir a las actividades por alguna determinada razón, o simplemente por cruzármelos a varios en el barrio caminando juntos, o echados en alguna esquina, advertimos que para muchos el grupo de pares no es «la banda organizada» con la que salen a robar sino que son su grupo de amigos con los que pasan el tiempo u ocasionalmente amenazan a otros jóvenes. No obstante algunos de ellos sí reconocen que el estar con algunos amigos ha influido en que adopten algunas prácticas ilegales o que hayan comenzado a consumir drogas. Pero explican que esos vínculos son casi inevitables en tanto son los espacios en los que se dotan de referencias y aprendizajes y que además les permiten relacionarse con varones más grandes, y que esto los hace sentirse a gusto.

Humberto, explica así su visión del grupo de pares:

Y otra vez ¿te pasó algo así de robar por necesidad, así sin dañar a nadie?

No, más vale después fue porque yo quise, no por necesidad.

Y ¿porqué fue?

No fue directamente, muchas veces fui con mi hermano Juan, calculo yo que fui por influencia de él [...] porque más que nada yo lo que necesitaba era la compañía, el conocer, no, la calle, no así la vagancia, sino el conocer, pero más que nada por la compañía (Humberto, 31 años).

Humberto acompañaba a su hermano a robar para compartir tiempo con él; no notaba que esa actividad implicara una complicidad en una acción ilegal. El caso de Pablo, de 25 años, es parecido. Contó que a los 17 se empezó a juntar con «pibes más grandes. Ahí me empezaron a gustar los fierros, pero no para matar, para tirar nomás». Enseguida aprendió a usarlos y en uno de los «trabajos», junto con estos pibes más grandes, un robo falló y unos policías le dispararon en la columna. Estuvo varios meses sin caminar y cuatro años con prisión domiciliaria. Al contarme el devenir de la historia, Pablo no cuestionó la relación con estos pibes más grandes que lo habían iniciado en el delito.

Cuando tenían una instancia para reflexionar sobre el tema, en espacios privados como una entrevista en profundidad, algunos de ellos hacían una ponderación sobre costos y beneficios. Estos varones asumían los riesgos de las posibles influencias negativas de sus pares pero encontraban en esa compañía espacios de aprendizaje, de referencia y de reconocimiento de otros varones más grandes. Si lo masculino se define por su oposición a la femineidad y ésta se vincula con lo débil y lo infantil, qué mejor que ser un varón grande para ser un verdadero varón. La propuesta del programa sugería que los jóvenes abandonaran estos modos de socialización y la pregunta que emerge es de qué manera el programa propone reemplazar esas relaciones cuando el conjunto de componentes que ofrece no contempla otros espacios de socialización y referencia prolongados en el tiempo, considerando que ninguna de las propuestas supone una actividad continua de más de dos horas semanales.

b)  Luego de tanto desacuerdo... arreglos para intervenir

Los recorridos contrapuestos sobre las ideas sobre el riesgo para el programa y para los jóvenes nos devuelven una escena poco dócil para la intervención. Así los desacuerdos en torno a los criterios para asumir riesgos podrían convertir a la propuesta de prevención del delito en poco tentadora para los jóvenes.

Sin embargo, aún algunos de los mismos varones que llevan —al menos transitoriamente— las banderas de los desacuerdos se ubican ocasionalmente en ciertas posiciones y con ciertas demandas hacia el programa que hacen posible los espacios para la intervención. Quiero decir que aún los varones que sostienen la legitimidad de conseguir recursos ilegalmente en algunos casos, resolver problemas a las piñas, y caer presos si hay una buena causa que amerite la acción, pueden requerir la asistencia de un programa que busca que cambien totalmente esos criterios de acción. Por ejemplo, cuando reconocen estar frente a situaciones que los angustian y que los vuelven inseguros respecto de lo que esperan de sí mismos y de sus semejantes. Podríamos decir que son situaciones que se presentan como riesgosas para ellos pero que ya no pueden asumir por sí solos. En estas situaciones las negociaciones implican no sólo adecuaciones estratégicas de comportamiento o discurso de los jóvenes, sino momentáneas claudicaciones del programa frente a la imagen ideal del varón propuesto.

i)  No poder decidir, ni controlar sus propias acciones

A algunos jóvenes los inquieta la imposibilidad de controlar ciertas acciones que los pueden perjudicar; los hace sentir inseguros el no poder decidir por sí mismos cómo resolver ciertas situaciones. Por ejemplo, se reconocen vulnerables, al no poder manejar los efectos de las influencias que ejercen sus grupos de pares o su entorno.

Cuando Mauricio me contaba sus intentos de dejar de consumir drogas transmitía, impaciente, una situación de difícil resolución.

Vos sentís que todo este entorno te complica para poder mejorarte? que el fin de semana están todos.

Sí me complica, me complica, me complica porque estoy todo el tiempo expuesto a la situación... ese el tema. [...] Porque están todos tomando y yo no estoy tomando pero mi señora me hace el re kilombo porque me dice que estoy ahí tomando o qué sé yo si vos tomás o no tomás, y ya empiezan los nervios.

Bueno, pero está bueno que vos reconozcas que es una tentación.

Y yo lo sé y lo reconozco, yo me fui de ahí, me aparté de mi señora porque de las peleas que yo tenía con ella me ponía a consumir (Mauricio, 22 años).

Cuando entrevisté a Mauricio, estaba haciendo un tratamiento ambulatorio contra su consumo de drogas. El ingreso al tratamiento había sido posibilitado por la intervención de la operadora a quien Mauricio había recurrido para manifestarle su interés en dejar de consumir. Pasados unos meses el joven ya consideraba que estaba llevándolo bien, o sea, que se estaba recuperando. Sin embargo reconocía que la reinserción en el barrio no le estaba siendo sencilla.

Mariano, de 18, se presentó un día a la reunión grupal después de varias semanas de ausencia. Estaba flaco y dijo que había estado enfermo con gripe toda la semana anterior. A la semana siguiente volvió a asistir a las actividades. Pero esta vez pidió hablar con la operadora en privado. Quería explicarle que estaba con muchos problemas en su casa; que su mamá había salido de estar presa y estaba vendiendo droga. Él reconocía que estaba consumiendo bastante pero lo que más le molestaba era que su mamá le vendiera a los chicos del barrio. Más tarde, una de las chicas del grupo que conocía la situación que Mariano atravesaba nos explicó: «es como que tu mamá se ponga un quiosco».

También después de varias semanas de inasistencias se presentó Horacio, de 18 años, pidiendo hablar en privado con la operadora. Se reconoció atrapado por las drogas. «Bardeé», le dijo. Con todas las intenciones puestas en que no se le diera de baja del plan explicó que justo había empezado la escuela, que llegó a ir dos días y dejó. La causa de la deserción fue, según él, que se juntó con otro de los chicos del grupo y volvió 'al paco'. «Esta villa es imposible, te agarra y te vas con la gilada», explicaba.

Goffman (1994) habría catalogado estas secuencias dentro de lo que describió como los arreglos de posibles disrupciones. Estos varones requerían ayuda del programa, tenían conocimiento de que habían roto las reglas o defraudado expectativas, sabían que la operadora posiblemente se hubiera enterado de las acciones no legítimas de las últimas semanas. Y ellos tenían la doble tarea de, asumir sus «desacatos» y recibir algún reto o llamado de atención, y lograr ser incluidos nuevamente. Goffman explica que «cuando hay disrupciones, hay prácticas correctivas para compensar los casos de descrédito que no se hayan podido evitar». Posiblemente hubieran planeado qué decir y cómo hacerlo para corregir el desequilibrio que, en principio, hubiera generado el período de inasistencias. Y luego, debían convencer a la operadora sobre sus intenciones de cambio o reacomodamiento a los comportamientos esperados.

Tanto la operadora como los jóvenes saben que estas exposiciones de razones y argumentos —independientemente de su veracidad— manifiestan la intención de parte de los jóvenes de ser considerados asistibles y de que se crea que tienen intenciones de cambiar de estilo de vida para adecuarse al propuesto por la institución. De estas intenciones surge el acuerdo de parte del programa de mantenerlos incluidos en el dispositivo institucional y de los jóvenes de adecuarse al menos temporalmente a las normas establecidas. De algún modo, en estas negociaciones se expresa cierta capacidad de maniobra de parte de los jóvenes en tanto logran que se modifiquen las interpretaciones de la operadora. Fraser (1991) explicó que aún dentro de una posición subordinada respecto de la política pública, los actores beneficiarios pueden encontrar resquicios —aunque sea parciales y temporarios— para aceptar la ayuda ofrecida, en este caso lograr acceder al programa, pero resistirse, en mayor o menor medida, a las iniciativas terapéuticas que el Estado tiene destinadas para ellos.

ii)  No saber o no entender

Otra expresión de la falta de dominio que motiva a los jóvenes a requerir y solicitar asistencia de parte del programa es en relación a sus causas penales. Muchos han logrado zafar de ser encarcelados pero tienen procesos judiciales en marcha en su contra. Y como su primera reacción ante la ley o la policía suele ser huir muchas veces no logran enterarse de qué se los acusa. Especialmente los inquieta tener conocimiento de que están en una situación irregular frente a la ley y que, en cualquier momento, aún sin cometer delitos, pueden ser detenidos; esto implica un riesgo según ellos y así es reconocido también por el programa. Una secuencia frecuente es que se presenten a la reunión grupal asustados porque les llegó algún papel proveniente del juzgado, el cual contiene información que ellos no entienden. Temen presentarse en la dependencia judicial y quedar presos: «uno no va por miedo» explicaba con claridad Ernesto, de 22 años. También reconocen que evitan recibir documentaciones provenientes de los juzgados para no tener que hacerse cargo, pero que luego quedan preocupados.

En uno de los encuentros del programa en los que se abordó el eje judicial participó una asistente de la defensoría penal local. Uno de los jóvenes del grupo, Emiliano, le mostró a la asistente el papel de la citación que le había llegado ese día; se lo veía asustado. Ella lo leyó y le dijo que no era una citación sino una notificación de cómo iba la causa y que por lo tanto no implicaba ningún riesgo. Emiliano, de 20 años, no sabía leer.

Otra mañana, Horacio, de 18 años, estaba muy temprano en la unidad sanitaria donde se desarrollaban las actividades. Fue a mostrar una notificación de la policía por una causa de robo en grado de tentativa. No entendía que decía y tenía miedo de que si se presentaba lo dejaran preso. Mientras esperaba que la operadora leyera la comunicación, señalaba a unos pibes que se iban allá a lo lejos, que se juntaban con él: «son recacos yo no quiero terminar como ellos, así». Insistía en que ahora necesitaba ayuda con el papel, que esa mañana había pasado por el polo judicial de Avellaneda, pero que había sentido temor de entrar y que se había ido sin aclarar sus dudas.

5.  Discusión

En este trabajo reconstruimos algunas de las relaciones entre un programa de prevención del delito juvenil y sus varones destinatarios, posibles infractores de la ley. Cuando el programa intenta interpelar a los jóvenes se contraponen, al menos, dos modelos de masculinidad posibles. Uno, el que la institución requiere a los jóvenes para admitirlos en el dispositivo y mediante el cual supone que ellos podrán elaborar el proyecto alternativo al delito; el otro, el que los jóvenes utilizan todos los días para relacionarse con su entorno y desplegar diversos mecanismos de integración social.

El programa postula que para lograr la plena inclusión social, un varón debe prescindir de comportamientos riesgosos como el delito, no sólo para evitar dañar a otros sino para preservar su propia vida y su libertad. Para los jóvenes, el perder la libertad es efectivamente un riesgo que reconocen vinculado al delito. No obstante, es un riesgo al que acuden en aras de protegerse de otro, como lo es la exclusión de un ámbito de consumo que ellos valoran. Esta interpretación sobre la jerarquía de los riesgos no es legitimada por el programa. Ello conduce a que quienes no sientan validadas sus interpretaciones concluyan alejándose del espacio por no poder responder a los requerimientos; por ejemplo, no poder prescindir de comportamientos arriesgados. Así sucede que la propuesta no logra interpelar a algunos jóvenes que cumplen los requisitos que el programa establece para ser destinatarios.

Sin embargo, existen instancias en las que ciertos jóvenes —los mismos que podrían confrontar respecto de otros temas— admiten su incapacidad para lidiar con algunas situaciones que consideran riesgosas. Allí aceptan que la institución intervenga, obtienen los beneficios que ésta les ofrece y se inicia un nuevo diálogo. Entonces confluyen dos procesos; por un lado, los varones, aún desde su lugar subordinado de generación pero también de clase, negocian y disputan con el segmento dominante representado por el programa, algunos intereses bien definidos y logran, por ejemplo, ser incluidos en el dispositivo aún desafiando el cumplimiento de algunos acuerdos como lograr permanecer en el plan social aún reconociendo que cometieron algún delito menor. Por otro lado, el programa flexibiliza algunas de las reglas institucionales para mantener la representación (Fraser, 1991) sobre los beneficiarios.

A partir de aquí nos interesa hacer dos señalamientos. El primero se refiere a los límites del programa para considerar el género de los beneficiarios, que redunda —más directa o indirectamente— en la concreción de sus objetivos de inclusión, que trataremos en el segundo señalamiento.

Hemos advertido en otro trabajo (Medan, 2010) que la propuesta institucional tiene una mirada tradicional sobre el vínculo de los varones y el delito en términos de género. La pregunta acerca de por qué son varones y no mujeres los que encabezan las listas de la delincuencia no se realiza porque, paradójicamente, ya se ha respondido. Los varones delinquirían por una relación que aparece como natural entre su exposición al riesgo como modo de sociabilización y su constitución como varones, con la misión de proveer a mujeres o posicionarse en relaciones jerárquicas respecto de otros varones. Natural en tanto se maneja como un dato dado de la realidad sobre la cual se interviene. Sin embargo, cuando los varones ingresan al dispositivo institucional se espera de ellos que se distancien de esa cualidad que en el inicio aparece como natural, que es la relación con el delito o el uso de la fuerza o la exposición al riesgo. Lo paradójico es que se espera que racionalicen esas actitudes que originalmente el programa naturaliza. La lectura que puede desprenderse de los diálogos entre el programa y los jóvenes respecto a lo que debe ser un varón que intente gestar un proyecto de vida alternativo al delito requiere integrar nuevamente la segmentación de clase social y generación en cruce con el de género.

Habría que preguntarse en qué medida la reflexividad que el programa espera de los jóvenes varones de este barrio está guiada por criterios y valoraciones propias de quienes diseñan e implementan el programa, representantes de lo que, sin entrar aquí en mucho detalle, podemos llamar «clase media adulta». Se les pide que reflexionen y que «crezcan», que «maduren», que se vuelvan responsables, que dejen de lado las actitudes riesgosas, irracionales e infantiles y problemáticas, y que las troquen por proyecciones a futuro. El pedido parece suponer que sus comportamientos «erráticos» obedecen a decisiones individuales, y no que son parte de un modo de socialización masculina tal como crudamente señalan las cifras sobre el sesgo de género del delito juvenil y de las muertes por causas externas que presentamos al inicio de este artículo.

Al mismo tiempo, se yuxtapone una consideración de los jóvenes como sujetos carentes que son guiados por criterios de valoración que deben ser modificados según los que el programa propone. El programa se ubica en una posición dominante sobre los jóvenes, en aquella lucha por el poder entre generaciones. La discusión radica en que los criterios se relacionan con condiciones determinadas y que es dudosa su efectividad fuera del contexto en el que fueron jerarquizados. Con algunos talleres sobre valores, trabajo legal, educación y derechos y un plan mensual de $150 —que reconoce la carencia económica— se pretende que los varones de un barrio pobre sean inmunes a las influencias del mercado del consumo, que indica qué zapatillas tener, cómo manejarse en un grupo de pares, y cómo conquistar a una mujer, y a las necesidades de gestar una identidad propia de género, de clase y generación. Todas acciones que a los varones jóvenes de otros sectores sociales no se les exige.

El segundo señalamiento que nos interesa destacar es respecto de las secuencias que implican desacuerdos entre jóvenes y programa y que pueden derivar en la exclusión de algunos de los beneficiarios. Por ejemplo, cuando algunos jóvenes insisten en que para ellos es preferible robar, aún con los riesgos que implica, antes que carecer de acceso a espacios o bienes materiales o simbólicos.

Valeria Llobet, en el marco de su investigación en programas de inclusión social para niños y adolescentes, ha puntualizado que «las manifestaciones de resistencia de niños y adolescentes dentro de programas sociales con objetivos de inclusión social son muchas veces vistas como rechazo, fracaso, irrecuperabilidad, etc. y no como actos que escenifiquen interpretaciones alternativas en una lógica de subordinación» (Llobet, 2009).

El planteamiento de la autora, en línea con el discurso de la interpretación de las necesidades de Fraser (1991), sugiere que al desestimar como válidas las interpretaciones propias de los sujetos, las políticas terminan colaborando con procesos de exclusión social, ya sea porque los programas los excluyen por incumplimiento o porque los jóvenes no se sienten interpelados. A partir del análisis de los datos obtenidos en la investigación a la que da lugar este trabajo podríamos suscribir en gran medida a la lectura de Llobet. Efectivamente, el que el programa no legitime algunas de las interpretaciones sobre el riesgo de los varones conduce a que éstos no lo encuentren como un interlocutor válido. La dificultad se presenta cuando el ejercicio de algunas de las interpretaciones de los jóvenes sobre el riesgo, por ejemplo, pone directamente en peligro sus vidas. Entonces se vuelve, a primera vista, consecuente con los objetivos de asistencia y cuidado el que el programa no legitime esas interpretaciones, porque de lo que trata, entre otras misiones, es de preservar sus vidas.

Sin embargo, parece pertinente también señalar que el programa, en esta intención de no ser cómplices de acciones que pueden perjudicarlos, finalmente no atiende a los objetivos de cuidado o inclusión pero tampoco a los de control, o de seguridad, porque no hay instancia para lograr ninguno de ellos cuando los jóvenes están fuera del programa. La pregunta que sobreviene entonces es cómo hacer para incluir a estos jóvenes que no se adaptan sin legitimar esas interpretaciones como guías concretas de acción. Quizás sea necesario ensayar canales en los cuales las interpretaciones de los jóvenes puedan ser problematizadas como parte de una construcción social y diferenciadas de aquellas que responden a decisiones personales o a características naturales.

6. Consideraciones finales

La investigación en la que se enmarca este trabajo sugiere que si el programa enfrentara sus acciones con enfoque de género, podría tener más elementos para comprender el sesgo de género del delito, y por qué a muchos varones les es difícil prescindir de él, o del uso de otros códigos y reglas de sociabilidad que el programa discute. Si acaso trataran de reconstruirse los distintos símbolos culturales disponibles que circulan alrededor de los jóvenes, aquellos normativizados por instituciones como el programa, pero también aquellos que quizás éste excluye, —pero otros entornos sí recuperan—, podrían encontrarse algunos indicios. Quizá en la observación de los parámetros culturales que se instalan sobre los varones jóvenes en el barrio (pero también sobre las chicas), en las familias, en los medios de comunicación que los jóvenes consumen, en otros programas sociales, en las escuelas a las que asisten cuando lo hacen, puedan obtenerse datos para reconstruir por qué para los varones pobres la relación con el riesgo les significa beneficios. Y en todo caso ensayar formas para proporcionarles estos beneficios por otras vías pero teniendo en cuenta que eje del problema no se reduce ni a la carencia económica, ni a una determinación natural, ni a una decisión estrictamente personal. Las masculinidades que guían a estos varones no existen como estructuras de carácter establecidas sino que son posiciones usadas por los varones estratégicamente, a veces adoptándolas, a veces distanciándose de ellas, de forma más o menos provisional o permanente (Connell, 2003). Y esto supone que las masculinidades, las configuraciones de género de esos varones concretos, no son un dato dado, fijo, cerrado, a los que no se pueden hacer preguntas ni indagar sobre su formación. Al contrario, advertir y problematizar esas narrativas alternativas sobre la masculinidad puede ser un camino, sino para prevenir el delito juvenil masculino, al menos para comprender un poco mejor sus elementos condicionantes.

Buenos Aires (Argentina), agosto 2011

NOTAS

[1]  Parte de los resultados de esa investigación están expuestos en mi tesis de maestría en políticas sociales (Medan, 2010).

[2]  Si bien no nos detendremos en esta cuestión en el artículo, sí debemos mencionar que de la convergencia entre las preocupaciones del estado sobre la seguridad y la inclusión social de los jóvenes en riesgo se generó a partir de los años 90 en América Latina, la puesta en práctica de políticas contra el delito que se insertan en el enfoque de la nueva prevención (Crawford, 1998). Éste implica la utilización de recursos extrapenales en lo que respecta a la prevención del delito; el programa al que se refiere este artículo se encuadra en este enfoque.

[3]  Una caracterización detallada de los sujetos que contempló este estudio pueden revisarse en un trabajo anterior (Medan, 2010).

[4]  Si bien el vocablo «violencia» es usado en algunos casos por los jóvenes y por el Programa, preferimos a nivel analítico referirnos a «uso de fuerza física». «Violencia» incluye una dimensión valorativa peyorativa del uso de esa fuerza física que no siempre está presente, sobre todo, en los discursos y prácticas de los jóvenes; además porque puede deslizarnos casi subrepticiamente a considerarlos a ellos «violentos», como adjetivo inherente a su pertenencia de clase social, segmento generacional, o de género. También porque «violencia» puede ser materializada como agresión verbal y no física, y de lo que se trata aquí, la mayoría de las veces, es de intercambios físicos y no verbales. No obstante recuperamos autores que se refieren al tema y hablan de «violencia», ya que la riqueza de sus planteos, lo amerita.

[5]  Los datos citados son de «Hechos delictuosos informados. Informe Anual». Sistema Nacional de Información Criminal, año 2008. Dirección Nacional de Política Criminal, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, República Argentina.

[6]  No ahondaremos aquí en el hecho de que el informe de la oms no se detiene ni discute el porqué del sesgo de género de los datos que presenta.

[7]  Este es el objetivo que enuncia el programa en sus documentos de diseño. Más detalle sobre el mismo puede encontrarse en otros trabajos anteriores (Medan, 2010 y 2007).

[8]  Detalles sobre las características y funcionamiento del programa estudiado pueden consultarse en Medan, 2010.

[9]  Se refiere al instituto para menores en conflicto con la ley penal «San Martín» de la ciudad de Buenos Aires.

[10]  Letra de la canción «La libertad»: Creo que todos buscamos lo mismo/ no sabemos muy bien qué es ni dónde está/ oímos hablar de la hermana más hermosa/ que se busca y no se puede encontrar./ La conocen los que la perdieron/ los que la vieron de cerca, irse muy lejos/ y los que la volvieron a encontrar/ la conocen los presos,/ la libertad. /Algunos faloperos,/ algunos con problemas de dinero, /porque se despiertan soñándola,/ algunos que nacieron en el tiempo equivocado,/ la libertad. Todos los marginales del fin del mundo,/ esclavos de alguna necesidad,/ los que sueñan despiertos,/ los que no pueden dormir,/ la libertad./ Algunos tristemente enamorados/ pagando todavía el precio del amor/ algunos que no pueden esperar,/ y no aguantan más, la necesidad./ Algunos cautivos de eso,/ que no saben donde mirar,/ tengo algunos hermanos y una hermana muy hermosa,/ la libertad./ Igual que Norberto, me pregunto muchas veces,/ ¿dónde está? y no dejo de pensar,/ será solamente una palabra, la hermana hermosa,/ la libertad.

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Direción para Correspondencia:
Marina Medan. E-Mail:
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Recibido: agosto 2011
Aceptado: octubre 2011

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