Serviços Personalizados
Journal
Artigo
Indicadores
Links relacionados
-
Citado por Google
-
Similares em SciELO
-
Similares em Google
Compartilhar
Ultima década
versão On-line ISSN 0718-2236
Ultima décad. v.11 n.19 Santiago nov. 2003
http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22362003000200006
Última Década, 19, 2003: 83-92
CIUDADANÍAS JUVENILES
Ciudadanía Juvenil: Exclusión-Inserción*
Juan José Cañas Restrepo**
** Historiador, asesor de proyectos juveniles en la Escuela de Animación Juvenil de Medellín y en la Fábrica de Proyectos Juveniles, de la Corporación Región, Medellín, Colombia.
Dirección para Correspondencia
Cuando me refiero a los jóvenes, persisten
en mi mente dos o tres imágenes
Libardo Porras, escritor colombiano
Frente a unas vitrinas ricas en recursos, diversiones, creaciones en ciencias, artes y tecnologías, paisajes y lugares paradisíacos, cuerpos sanos y bellos y llenas de las más amplias posibilidades de disfrute; en unos espacios urbanos cada vez más restringidos y ariscos; crece un buen número de personas, de nuevas generaciones en medio del hambre y la miseria, la persecución, el desarraigo y el luto por la muerte violenta de familiares y personas queridas, con la imposibilidad de acceder a bienes y recursos. En una sociedad a la que ya le es imposible ocultar a través de controles ideológicos o religiosos los niveles de inequidad y de injusticia; donde se resquebrajan las hegemonías religiosas y políticas, pero donde la sociedad de consumo y mercado impone su tiranía, con la complacencia de unas élites convencidas que el proyecto moderno sigue vigente, y que no le queda otra salida que echar mano del poder desnudo de la fuerza para el control y el sometimiento de comunidades enteras, y de seres humanos concretos.
Este es el legado que nos deja el milenio anterior: «el incremento de la desigualdad social, inmoralidad y corrupción política, desempleo, pérdida de prestaciones sociales, ruptura de las formaciones tradicionales de resistencia gremial o sindical, daño ecológico, concentración de la riqueza frente a una enorme masa depauperada que vive en condiciones de extrema pobreza, crecimiento de la violencia y del narcotráfico con sus secuelas de muerte e impunidad» (Valenzuela, 1998:13).
Las promesas de la modernidad, anheladas desde el siglo xviii hasta finales del siglo XX: la libre realización individual, el incuestionable mejoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de la población, la igualdad en derechos y deberes, la convivencia y la fraternidad, el respeto a la vida y a la dignidad humana, aunque siguen siendo los contenidos básicos de una ciudadanía por conquistar, y ahora más que nunca los valores instalados en un buen número de jóvenes, son promesas que no se han cumplido, ni al parecer se cumplirán. El proyecto de modernización e industrialización, que prometió democracia y equidad, se encuentra hecho pedazos. Con el agravante que todos y en todo momento somos testigos de tales acontecimientos desde los más diversos confines de la tierra, porque al igual que el número de pobres y miserables, aumenta de manera escandalosa y permanente la calidad y la cobertura de los medios de comunicación global.
Esta situación viene generando grandes trastornos que la sociedad tardará en resolver, y que apenas comienza a comprender, pero a los que las nuevas generaciones son particularmente sensibles. Situación problemática que se torna más compleja en los países pobres, donde los contraste de inclusión y exclusión, de abundancia y pobreza son más notorios, y donde la miseria para cada vez más habitantes avanza con la misma fuerza y velocidad que la producción de riqueza, la explotación de los recursos, las conquistas tecnológicas y la acumulación en cada vez más pocas personas. Paradójicamente, los políticos y las autoridades económicas pregonan a diario a través los medios de comunicación que la riqueza es cada vez más escasa, y que nuestra sociedad y su modelo de desarrollo no dejan recursos para enfrentar tal situación.
La gravedad de estos problemas requieren cambios profundos y de una gran inversión social, además de la participación de todos, incluidas las nuevas generaciones. Se requieren las más diversas iniciativas y cambios en los procesos de participación ciudadana, de socialización y educación. Analizar históricamente los contextos sociales, económicos, políticos y culturales nos ayuda a no caer en interpretaciones apresuradas o en salidas fáciles o milagrosas.
1. Ambientes cotidianos y violencias
Además de la guerra entre ejército y paramilitares, contra la guerrilla, y entre paramilitares, como en el caso de Colombia, y además de la violencia generada por el hambre y la exclusión, existen otros tipos de violencias que tienen sus máximas expresiones en la cotidianeidad, la familia, la escuela, los espacios de socialización, las fábricas y los distintos lugares de trabajo; manifestaciones y comportamientos bien arraigados, que tienen implicaciones directas en la manera como nos constituimos como sujetos y como ciudadanos, y que no son enfrentados con la intensidad y la conciencia que se requiere. Los discursos y las propuestas de participación formal y de mecanismos jurídicos de concertación y convivencia, muchas veces aplazan y ocultan este nivel de nuestra realidad, haciéndose pocos esfuerzos por abordarlos en los diversos espacios de participación e interacción social cotidiana, en los barrios, instituciones, empresas y organizaciones sociales.
Explicar la violencia como parte de la naturaleza de nuestra cultura, y no como el producto de la actitud y la conducta de personas en interacciones concretas y en contextos sociales específicos, es evadir un elemento central de las causas y de la formulación de alternativas. En nuestros países, la responsabilidad social de los individuos y de los grupos es atribuida todavía por grandes mayorías a factores etéreos y espirituales, señalando como causa de sus males lógicas y agentes por fuera de este mundo.
Otro elemento histórico que nos marca en esta forma de concebir el mundo tiene que ver con una tradición católica no reformada a la que pertenecemos. El hecho que nuestra cultura no haya recibido una influencia reformada, nos dice el historiador Germán Colmenares, ha hecho que mantengamos separadas nuestras vidas del hecho de asumir las responabilidades de nuestros actos, porque delegamos nuestros juicios morales en una autoridad, una autoridad eclesiástica, adulta, blanca o poderosa, a la que le pedimos decidir por nosotros; o, en el caso contrario, nos coloca en el lugar de asumir decisiones por otros, y en nombre de ellos.
Un correlato de esta característica de nuestra cultura es la existencia de un país real y un país formal, cado uno con su propia lógica y por caminos diferentes,[1] que se relacionan por otras vías diferentes a las institucioanales, a partir de negociaciones donde el Estado y las instituciones públicas presentan, además de un rostro diverso y una dispersión en múltiples sub-instituciones, rasgos de patrimonio privado de grupos económicos, familias, gremios;[2] y donde parecen gobernar un país que no existe, mientras por el otro lado, los más diversos actores mantienen otras dinámicas de convivencia, confrontación y negociación, con criterios y valores muy distantes de los institucionales. Todo esto ahonda una crisis institucional, un descrédito y una falta de confianza en el Estado, un desarraigo y una desolación en donde las drogas o las armas o el suicidio son una salida más o menos cercana y posible, incluso para las nuevas generaciones.
Colombia es uno de los ejemplos más claros de todo esto: ¿qué confianza puede tener en el ejército una persona cualquiera, que ha pasado por el servicio militar y le ha tocado hacerle «cruces» a los narcotraficantes?, ¿o que ha visto cómo se relevan y se coordinan la presencia y las operaciones antiguerrilla, militares y paramilitares, en el campo como ahora en los barrios populares de Medellín?, ¿o que ha «comprado» a médicos y funcionarios la libreta militar de su hijo para que no preste el servicio militar obligatorio?, ¿o que ha visto cómo algunos agentes de policía cobran su impuesto, de manera personal, en expendios de droga?, ¿o cómo otros agentes golpean a jóvenes por sospecha o les decomisan marihuana que nunca es entregada a la institución?, ¿o qué se puede pensar ante las noticias que han implicado de manera directa a militares en masacres de población civil indefensa, con el argumento de la sospecha de ser colaboradores de un bando enemigo?
Son la combinación de las más diversas expresiones de autoritarismo «disimulado» que se impone en todos los campos de la vida social, en lo público como en lo privado, en pueblos y ciudades, tanto en la esfera de la educación laica como religiosa, en las instituciones públicas como en la empresa privada. Éstas son las percepciones que mantienen en un dilema permanente a las nuevas generaciones, jóvenes que se debaten a diario entre sumarse a las lógicas de una sociedad individualista, mercantil, violenta y edonista; o ejercer una ciudadanía democrática, pluralista, con autonomía, donde se erijan como valores fundamentales la equidad y la libertad, bajo amenaza de muerte.
Es como si viviéramos en una sociedad salvaje, donde el ideal de democracia, de ley, de justicia, de respeto a la vida y a los derechos humanos fuera una nueva religión sólo para los sectores marginados y populares; o como si asistiéramos a un momento de la historia donde confluyen a su vez y de manera simultánea las más diversas expresiones de inequidad, injusticia, irracionalidad y violencia. ¿Se trata acaso del desequilibrio y la convulsión social de los fundamentos de un mundo moderno, y que tiene como destino constituirse en la renovación de un pacto social mundial, o por donde se rompen los paradigmas de la vida en sociedad actualmente vigentes?
2. Bajo todas las presiones
Gran parte de la lectura que hacemos de la realidad de nuestra sociedad, de este pesimismo y este clima de angustia, nos la da nuestro trabajo permanente con jóvenes de bajos recursos, una población marginada, que nos confronta a diario. Porque el lugar de la juventud, y en especial la que se encuentra en situaciones de pobreza, una gran mayoría, está justamente allí, frente a los paradigmas, las incertidumbres y los retos de insertarse o marginarse, de incorporarse o rechazar estas realidades.
Nos referimos a jóvenes incorporados o que tratan de incorporarse a dinámicas organizativas de diversa índole, que pertenecen al grueso de la población de la ciudad, de estratos socioeconómicos bajos y medios-bajos, que intentan, a través de proponerse unos proyectos colectivos, incorporarse a una sociedad paradójica: que por un lado, los rechaza desde sus dinámicas económicas, políticas, educativas y culturales, y por el otro, los presiona para que se incorporen a las filas militares de los distintos bandos, o a las más denigrantes formas de consumismo.
Y en medio de esta situación, buscan crear, mantener y afianzar unos vínculos sociales, defender la libertad y la autonomía, cultivar sueños y esperanzas, encontrarse un lugar en el mundo, y no sin dificultades con su familia, sus pares, sus vecinos, las organizaciones sociales, el gobierno y la ciudad. Un sector poblacional que refleja, padece y observa, consciente o inconscientemente, las actuales lógicas sociales, en todos los niveles, en lo macro y lo micro, desde las más diversas geografías.
Porque estos jóvenes conviven con la delincuencia; se ven presionados permanente por diversos grupos armados, legales e ilegales; porque chocan a diario con otras organizaciones barriales, con quienes se disputan los recursos y su reconocimiento; porque son rechazados de manera reiterada por las ofertas y los servicios de la ciudad, la educación y el trabajo; porque se relacionan con una variada, dispersa, puntual e ineficiente cantidad de ofertas institucionales y adultas, que también se los disputan, la mayoría de las veces para reproducir su ideal salvador, sus compulsiones paternalistas, sus proyectos mesiánicos, o conservar sus puestos burocráticos. Es decir, mantener el estado de subordinación e inequidad.
Es una población que la gran mayoría de los adultos ve como un grupo de individuos a los que hay que dar órdenes, a los que no se les deben dar y justificar las explicaciones, porque sí, porque los adultos, por el lugar que han ocupado históricamente, «merecen respeto»; porque hay que conservar la autoridad, porque todos a alguien tienen que obedecer, y porque siempre alguien tiene que mandar. Y como los adultos obedecieron sin cuestionar y, la mayoría de las veces, sin saber por qué, piden de las nuevas generaciones que hagan lo mismo, y no soportan que se les pidan razones. Claro, no las tienen, no las conocen, no las cuestionan, incluso cuando éstas tengan algún sentido.
Habría que preguntarse seriamente sobre las condiciones de vida que tuvieron estas generaciones que ahora son los adultos dominantes; habría que cuestionar la rigidez y el autoritarismo y la intimidación que han sido víctimas a través de su historia; el lugar tan difuso que ocuparon la libertad, la felicidad y la autonomía en los procesos de socialización en que crecieron y se formaron. En la actualidad, estas diferencias «generacionales» son cada vez más grandes, sobre todo si las comparamos con las que existieron entre los actuales adultos y sus padres y abuelos.
¿Cuándo y cómo harán conciencia de que lo único que hacen es reproducir a diario unos criterios de autoridad y obediencia a la que hay que acostumbrarse y frente a la que no se debe dudar, haciéndonos así cómplices de perpetuar el círculo del despotismo y del autoritarismo? ¿Seguimos considerando acaso que es incoherente, en nuestro rol de adultos, dudar, reconocer que somos seres humanos, que nos equivocamos, que podemos pedir disculpas también ante los menores, que podemos rectificar, que nosotros también estamos en construcción, que hay nuevas verdades, que hay otras que han entrado en cuestión?
A los adultos nos cuesta todavía mucho considerar al otro como a un igual, como ser humano, como individuo único e irrepetible, como sujeto; no parecemos tener las condiciones, los valores y los hábitos suficientes para mirarnos como facilitadores y acompañantes, como forjadores de un nuevo país y de una nueva ciudadanía; porque en nuestras prácticas continuamos en la labor de dictadores, y nos cuesta mucho dejar de reproducir, frente a los jóvenes y a las nuevas generaciones, nuestro rol de amos, y todavía consideramos que esta «fragilidad» puede llevarnos al desorden y al caos. Como si no viviéramos ya en él.
3. De la estigmatización total a las esperanzas
Aunque la juventud de Medellín estuvo muy marcada desde finales de la década de 1980 y la primera mitad de los 90 por su vinculación a las bandas delincuenciales y a los carteles de las drogas, en particular bajo la figura del sicario y del no-futuro, esta imagen se viene atenuando, en particular para un puñado de profesionales que trabajan con jóvenes; aunque por el otro lado aumenta la percepción social del joven como consumidor de drogas.[3] Igualmente, aumentan lentamente las visiones positivas sobre los jóvenes; se les destaca su creatividad, sus ganas de vivir y de transformar el mundo, aunque no faltan las opiniones pesimistas (para unos) o realistas (para otros). Se viene gestando entre el sector académico y el de varios profesionales que trabajan con jóvenes un mayor acuerdo sobre la diversidad que éstos representan, sobre la dificultad de definirlos desde un solo punto de vista o de generalizar, y hace carrera el criterio de que «existen muchas formas de ser joven».
Una buena cantidad de estas apreciaciones siguen estando muy referidas a un sector juvenil minoritario, a la población juvenil organizada, a los que participan de actividades deportivas o artísticas; o, por otro lado, se hace énfasis en las minorías que hacen parte de las bandas delictivas, a los jóvenes de los barrios más marginados, o a los consumidores de drogas; y se hace referencia al ámbito cultural, a sus expresiones y opiniones sobre el mundo y los valores, a las nuevas formas de expresión simbólica. Pero pocos hacen referencia a sus condiciones socioeconómicas, a la manera tan particular como los índices de pobreza, desempleo, desnutrición o desescolarización los golpean. Además, se hace referencia de manera casi exclusiva a la población juvenil masculina; poco o nada se pregunta por las mujeres jóvenes y sus niveles de participación en la industria, en el comercio, en la sociedad, en los ámbitos públicos, en la construcción de ciudad; es decir, no se hace referencia a ellas en las respuestas sobre los imaginarios o representaciones que se tienen sobre la población juvenil. Existe aquí un gran vacío, sabiendo que una pregunta por las mujeres jóvenes arrojaría opiniones e imaginarios bien diferentes.
Los jóvenes, su realidad y su situación como espejo y reflejo de la sociedad, también es un concepto que se repite, y por esta vía, los profesionales que trabajamos con ellos y con ellas aprovechamos la oportunidad para hacer una crítica a una sociedad que les ofrece pocas alternativas para vivir dignamente y desarrollar sus proyectos de vida, y para plantearse una sociedad con un futuro incierto. Llama la atención la opinión de quienes citando algunas cifras aseveran que asistimos, durante la última década, a un genocidio de la población juvenil masculina y que con a las actuales condiciones políticas, no parece avizorarse su fin.
4. Que se los deje ser
La juventud reclama que se le deje buscar, ensayar, acertar y equivocarse, que se les deje vivir la vida; que se les den herramientas, conceptos y elementos para que ellos y ellas mismas tomen sus propias decisiones y asuman sus propios riesgos. Se consideran a sí mismos con la capacidad de argumentar, de criticar, de proponer y de participar. Le piden a los adultos que los dejen realizar sus propias búsquedas. Piden que se les den las condiciones para que nos descubramos nosotros mismos. En dos sentidos: en la búsqueda de sí mismos, de sus aptitudes, gustos y deseos; y en la búsqueda de un lugar en el mundo, un lugar único, como la irrepetibilidad de seres humanos que somos.
Si algo caracteriza a los hombres y mujeres jóvenes es su parecido con la actualidad, porque son, de manera privilegiada, más hijos de nuestro tiempo que nosotros mismos, los adultos. Reflexionar actualmente sobre la juventud nos enfrenta con la contemporaneidad, actualidad que cada vez se nos hace más difícil de aprehender frente a la velocidad y a la magnitud de las transformaciones sociales, tecnológicas, políticas y culturales. Nos remite a pensar en las anacronías, en la diversidad de tiempos históricos que cohabitan nuestras sociedades, en la coalición de valores y superposición de poderes, en las instituciones y los funcionarios, en los seres humanos adultos y ancianos, hombres y mujeres, con los que cohabita la juventud, los nuevos habitantes del planeta. Las nuevas generaciones se han convertido en la ventana por donde mejor podemos avizorar un presente y un futuro, que parece escapársenos de las manos.
La grave situación por la que atraviesan los jóvenes y las jóvenes de nuestra ciudad no es ni exclusivamente de ellos, ni exclusivamente por ellos. Los jóvenes y las jóvenes hoy no son ni la causa ni la consecuencia de lo que sucede en nuestras ciudades ni en nuestro país. La grave situación por la que atraviesa la juventud tiene muy poco de conflicto generacional. Es decir, es así como se expresa la crisis social que atravesamos, que puede convertir a la problemática juvenil en un chivo expiatorio, un lugar mítico y recurrente que oculta más de lo que muestra. Hacer de la problemática juvenil uno de los principales problemas de nuestra sociedad, y que así se denuncie de manera reiterada, le resta esfuerzos a nuestra sociedad para enfrentar sus verdaderos problemas.
Miradas míticas que hablan de la maldición y la desgracia a que hemos sido sometidos por un poder inmenso, sobrenatural, una amenaza que nos deja atónitos y mudos, que nos paraliza e imposibilita cualquier respuesta y acción humana, que nos deja atados a una queja permanente, que se retroalimenta en los inconscientes colectivos y en las representaciones sociales de nuestras sociedades. Estamos renunciando así a cualquier alternativa política, es decir, humana, y nos vemos sometidos a seguir siendo sometidos.
Tenemos, entonces, que el problema juvenil no es propiamente juvenil; que la crisis social que vivimos no es de otro mundo; y que los adultos y las instituciones también somos responsables del mundo que le dejamos a ésta y a las próximas generaciones. Pensar la juventud en nuestras sociedades, en la actualidad, se vuelve contra nosotros mismos y nos hace un llamado a asumir las responsabilidades ciudadanas y a tomar parte en los cambios políticos, sociales y culturales que están a nuestro alcance.
5. Un enfoque propio
Desde una perspectiva juvenil, se hace urgente e impostergable un salto cualitativo en nuestras maneras de interacción económica, social, política y cultural, basadas en una ética de la libertad, la igualdad, la diferencia y el respeto; en una perspectiva de la co-responsabilidad y de la confianza en el otro y en la otra, y mucho más allá de la simple esfera formal. Es imprescindible abordar los espacios cotidianos de socialización permanente, revisar las cotidianeidades domésticas, las rutinas en la escuela, los más diversos hábitos y gestos con los demás en los espacios públicos, el tránsito y el uso de la ciudad.
Entender al joven y a la joven como sujetos y como ciudadanos (y a todos los seres humanos en general) implica, sobre todo, plantearnos un lugar propio como adultos, instituciones, organizaciones y actores sociales y políticos, como ciudadanos democráticos. Hacernos a nuevos oídos para escuchar lo que ya no escuchamos, reconstruir nuestro tacto y nuestro olfato, para volver a sentir lo que ya no sentimos. Lograr el re-aprendizaje, la ingenuidad, la paciencia y la sabiduría para comprender (ver, escuchar, sentir, tocar, oler y saborear) lo que nunca tuvimos oportunidad de conocer.
Para interactuar con la juventud es imprescindible que los reconozcamos en sus propios contextos, en su distinta condición, en sus diferentes valoraciones y apreciaciones del mundo, desde sus incertidumbres, miedos y temores; pero también desde sus potencialidades, capacidades, sueños y expectativas; desde sus utopías, proyectos de vida y proyectos políticos. Es el único camino para llevar a cabo aquello que denominamos construcción de sujetos ciudadanos, individuales y colectivos, capaces de interactuar con los demás, de expresar sus afectos y tejer lazos de intimidad, con capacidad de decisión, opinión y participación, para que juntos volvamos a soñar que otro mundo es posible.
Medellín, Octubre 2003
* Este texto está basado fundamentalmente en la información que nos han proporcionado los jóvenes y las jóvenes con los que hemos trabajado desde 1995 en diferentes procesos: Fábrica de Proyectos Juveniles en Medellín y su Área Metropolitana (1997-2002); la Escuela de Formación, en el proceso de capacitación del Consejo Municipal de la Juventud de Bello (1996-1997); y la Escuela de Animación Juvenil, de Medellín (1999-2002). Muchas de estas memorias se encuentran en los archivos de la Corporación Región, Medellín.
NOTAS
[1] Daniel Pecault, historiador francés, experto en asuntos colombianos.
[2] Al respecto, ver María Teresa Uribe (2001): Nación, ciudadano y soberano. Medellín: Corporación Región. En particular el capítulo I: «Nación, territorios y conflictos», p. 196.
[3] Ver el video Juventud en el espejo. Serie: Actas del 2000-Mirada Joven. Medellín: Corporación Región, 2001.
Dirección para Correspondencia:jcanas@region.org.co