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Ultima década

versão On-line ISSN 0718-2236

Ultima décad. v.8 n.12 Santiago mar. 2000

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22362000000100007 

Última Década, 12, 2000:91-102

PANEL CIUDADANÍA Y JUVENTUD

 

Reflexión sobre la experiencia de política de juventud en Chile

 

Mauricio Rodríguez Vásquez*

* Sociólogo, MIDEPLAN.


Esta ponencia es una reflexión basada en la experiencia concreta de diseño, dirección, análisis y asesoría nacional e internacional a las llamadas «políticas de juventud». Pretende un alcance general a partir de algunas observaciones personales y someras sobre la experiencia chilena. El planteamiento central tiene dos aristas primordiales: una de ellas es la posible validez de la distinción ciudadanía para el rediseño conceptual de la acción pública en juventud, mientras la otra dice relación con los aspectos institucionales de ese eventual rediseño conceptual. Siendo ésos los dos aspectos centrales de la presentación, he organizado la exposición en tres partes; las siguientes: i) Contexto, desarrollo y evaluación de la política de juventud en el período 1990-1997; ii) Una perspectiva actual de la política de juventud; y, iii) A modo de conclusión: el desafío de la integralidad.

Antes de empezar, debo adelantar que me referiré básicamente a la experiencia de gestión pública en juventud correspondiente a la década de los noventa, que he separado más o menos arbitrariamente en dos períodos: uno más extenso, que va desde 1990 hasta julio de 1997, y otro posterior, que parte en julio de 1997 y llega hasta el día de hoy. Es bueno comentar, y ya se entenderá la relevancia del dato, que en julio de 1997 el hasta entonces Instituto Nacional de la Juventud de Chile, en gran parte inspirado en la experiencia ibérica de «institucionalidad pública en juventud», y a su vez modelo para varios países de América Latina, experimentó una crisis severa que casi significó su desaparición.

Otra advertencia necesaria es que en esta exposición no se detiene en cifras y detalles acerca de lo realizado «concretamente» durante estos años. He preferido explicar la experiencia chilena reciente en términos procesuales, tratando de resaltar algunas ideas y reflexiones que, tras ser compartidas, pudiesen servir a otros.

I. Contexto, desarrollo y evaluación. 1990-1997: deuda social e integración

1. Contexto y desarrollo

La situación económica y política existente durante el régimen militar generó una severa exclusión socioeconómica, especialmente en jóvenes de sectores populares urbanos (fuertemente marginados del trabajo, pese a haber alcanzado unos niveles relativamente altos de escolaridad). Dicha situación fue representada o dicha como «deuda social con los jóvenes» por parte de los actores que en ese momento asumieron la tarea de diseñar políticas de juventud.

La exclusión traía además comportamientos desintegrativos. En ese registro, algunos incluso llegaron a temer que dichos niveles de exclusión alimentaran prácticas juveniles de violencia política. Asociada a esta idea de «deuda social» con los jóvenes surgió la consabida imagen de la juventud como «un problema» o como una amenaza a enfrentar. En las claves de dicho esquema discursivo se generó un conjunto de «ofertas programáticas» especialmente dirigidas a los jóvenes, un Servicio Público, el INJ, una agenda legislativa y un marco presupuestario. A estas iniciativas se les denominó «política pública de juventud» y se les presentó, en su momento, como PROJOVEN.

En lo programático, la principal apuesta estuvo dirigida a la integración social de los jóvenes rezagados o más excluidos a través de su inserción laboral, para lo cual se estimó necesario capacitarlos a fin de que tuvieran mayores posibilidades de ingresar al mercado de trabajo. Para ello se creó el Programa Chile Joven. También se desarrolló un conjunto de programas de tipo recreativo y sociocultural, destinados a satisfacer las necesidades de participación y expresión creativa juvenil, como fueron los Centros de Desarrollo Juvenil, los Fondos de Iniciativas Juveniles, los Programas Locales de Desarrollo Juvenil y otros. Una línea programática -de menor envergadura- estuvo dada por algunos programas de prevención del consumo de drogas y de educación sexual.

En lo institucional, se legisló para la creación del Instituto Nacional de la Juventud. Entre las funciones de éste figura la de asesorar al Ejecutivo y coordinar los esfuerzos del conjunto del Estado en materias de juventud. Según el diseño institucional que se desprende del proyecto de Ley que lo crea, el INJ, actual INJUV, debía cumplir un rol esencialmente técnico, de alto nivel en la asesoría al Ejecutivo, más que darse a la tarea de ejecutar programas y de representar a los jóvenes o su sensibilidad en el Estado o ante él.

En lo normativo, se discutieron y promovieron numerosas iniciativas legales, como por ejemplo el proyecto de Ley de Asociacionismo Juvenil, que buscaba facultar y formalizar a las organizaciones juveniles de diverso tipo para participar formalmente en el juego social. Otras, relativas por ejemplo al Servicio Militar Obligatorio, no prosperaron, figuraron en la agenda de algunos grupos juveniles, promotores sociales y parlamentarios, sin que se tradujeran en una diversificación real de los mecanismos sociales para el cumplimiento de los deberes cívicos de los jóvenes.

2. Elementos de evaluación

Durante el período comentado se estimaba y decía que con el PROJOVEN por primera vez existía en Chile una política pública de juventud, afirmación que es conceptualmente discutible, pues por definición el Estado tiene una política dirigida a los jóvenes. En Chile, esto es una realidad de larga data, a través de instituciones como la educación o la conscripción obligatoria. Por lo demás, ya en la década del sesenta y principios de los setenta se empezaba a reconocer al joven como foco de acciones estatales específicas. Así lo demuestra la existencia del Plan Sexenal de Participación de la Juventud Chilena en el Desarrollo, diseñado por el Gobierno de Salvador Allende, o la propia política articulada en torno a la Secretaría Nacional de la Juventud, vigente durante el gobierno militar.

Con todo, a lo menos desde que empieza a explicitarse la categoría «juventud» en los programas gubernamentales y en las políticas públicas, la diferencia entre unas políticas y otras está dada por el significado y la definición del ser joven que en cada época o período político existe, convirtiéndose ella en práctica institucional en cada administración.

Así, la «política pública de juventud» de los noventa mostró, durante gran parte de su primera época (1990-1997), una definición «aproblemada» de la juventud sobre la base de que los jóvenes, por su alto nivel de exclusión social, eran de suyo, como se dijo, un problema y podrían, eventualmente, convertirse en una amenaza. Pese a eso, y a diferencia de la estrategia de disciplinamiento del gobierno militar, inspirada en una representación cultural del joven como futuro de la patria (estudiante-consumidor) o como sospechoso (subversivo-delin-cuente), la primera época de la transición a la democracia buscó «integrar a los excluidos» al particular proceso de desarrollo y modernidad vigente en ese período y engendrado antes, autoritariamente.

Sin embargo, importa insistir en que la representación social de los jóvenes presente en la agenda conceptual del Estado fue dual: entendió lo juvenil como un problema que debía abordarse con base en una concepción dicotómica del tiempo social, que en verdad es siempre unitario e integrado en las identidades socioculturales concretas. Esto se expresó en la propia estructura programática de la política pública de juventud en:

  • Unos programas que propendían a la integración y puesta al día pronta de los jóvenes excluidos y rezagados, por medio de la capacitación laboral a nivel de semicalificación en oficios, entendiendo a la juventud en la dimensión futura del tiempo social y, por lo tanto, como una promesa pendiente o postergada.
  • Otros programas que buscaban generar espacios para la participación y la construcción de identidades juveniles, entendiendo al joven como un sujeto actual, con necesidades y realidad en el tiempo social del presente.

Durante bastante tiempo estas dos clases de programas corrieron por carriles separados, operando sobre una concepción parcial o fragmentaria del sujeto joven, que en la vida real es una entidad global y compleja, de lo que la «política de juventud» del período 90-97 no dio cuenta.

Por último, la fragmentación del sujeto joven y la no integralidad de los programas no sólo se generó desde el interior de la propia política de juventud, sino que ella formaba (y forma) parte de una política social mayor, fragmentadora del sujeto, que reconoce a los jóvenes como un «grupo prioritario», al cual aborda de un modo análogo a como se ha tratado históricamente a los sectores tradicionales (por ejemplo trabajo, vivienda o justicia). En síntesis y como conclusión, durante este período se «fragmentó» a la juventud y a otros colectivos sociales, respondiendo a su singularidad mediante una lógica sectorial que los concibió, en última instancia, como «demanda», como agregado estadístico.

II. La perspectiva actual: de la deuda social a la ciudadanía integral

1. Un paradigma de gestión renovado para un nuevo concepto

Con pocos cambios pero con una creciente y sostenida inquietud ante la persistencia de la exclusión social y la desventaja de numerosos jóvenes, además de un declarado pasotismo juvenil respecto de las ofertas institucionales provenientes del mundo político, el año 1997 marcó un hito en la historia de la política pública de juventud.

Ese año el modelo chileno, fuertemente inspirado en la experiencia ibérica hizo crisis: las tensiones internas del modelo institucional y las debilidades en la gestión del mismo facilitaron la emergencia de una descomposición institucional largamente incubada. Se inició entonces un proceso de cambio que ha intentado el reordenamiento de la forma de hacer gestión pública frente a los jóvenes.

Así el nuevo proyecto institucional reformula su imagen corporativa y, lo más importante, su rol. Se realiza un severo proceso de rediseño institucional donde el INJUV se definió como el optimiza-dor de la política pública para la realización integral de la condición ciudadana de los jóvenes, proceso que ha sido vivenciado internamente como una experiencia intensa de modernización del Estado.

En esta nueva definición el INJUV tiende a recuperar su rol original, dado por Ley, de asesor del Ejecutivo y coordinador de la acción del Estado en materia de juventud. Ahora el INJUV se reorganiza para contar con la idoneidad, el prestigio y la información técnica necesaria que le permita influir en la orientación del conjunto de las acciones públicas referidas a los jóvenes, tanto a nivel del contenido de las ofertas programáticas sectoriales y multisectoriales, como en las decisiones presupuestarias de la Hacienda Pública, la política comunicacional del gobierno y la labor de los legisladores...

Esta definición tiene, entre otras exigencias de realización, las siguientes claves:

  • El INJUV no debiera priorizar la ejecución directa de programas ni proyectos de intervención nunca más, salvo en la medida que sea necesario validar nuevas experiencias a escala piloto o probar ciertas clases de metodología específica de intervención, cosa que fácilmente puede hacerse en colaboración con organismos externos.
  • En el nuevo rol el INJUV requiere contar con personal técnico de primer nivel, altamente calificado y motivado.
  • El INJUV requiere estar, en el organigrama público, en la órbita o en la triangulación de la «macrocoordinación técnica», política y financiera.

Con todo, dado que la redundancia sectorializante del trabajo con «grupos prioritarios» tal como se ha venido dando, ha constituido y constituye un «ambiente de política social» o «contexto mayor» para la acción pública en juventud, el cambio descrito más arriba debiera darse en un marco de modificaciones globales de la gestión pública en el área social, tanto a nivel de la gestión como del paradigma general de ciudadanía.

Este cambio se basa en la maximización de la racionalidad y eficiencia de la gestión, más que en la creación o crecimiento de servicios públicos, respuesta clásica del paradigma sectorializante de las políticas sociales tradicionales. En este caso, y hablando estrictamente del campo de la gestión, organismos temático-sociales como el INJUV pueden adquirir más sentido práctico si se orientan a la generación de una autoridad interna al Estado, constituida sobre la base de un adecuado «gerenciamiento intelectual del proceso de construcción, desarrollo, implementación, evaluación y rediseño» de las políticas públicas. Vale decir, apostando más a la influencia por medio de la orientación y cohesión orgánica del conjunto de la oferta pública, con base en el concepto de «inteligencia institucional», más que en la influencia o autoridad por medio del rango institucional formal, el volumen organizacional o el peso presupuestario. Entonces, se trataría de saber y ser capaces de trabajar con los sectores, siendo oferta para ellos, más que de parecerse organizacional o formalmente a los mismos.

En este nuevo esquema, un organismo como el INJUV debe disponer de:

  • La mejor y más completa información y conocimiento sobre los jóvenes y su realidad.
  • Un sistema integrado de evaluación de programas públicos relacionados con los jóvenes.
  • Un vínculo expedito con el área de comunicaciones del gobierno y con el parlamento.
  • Equipos técnicos y humanos, como se dijera antes, del más alto nivel y con la más alta motivación.

Se estima que a través de este paradigma de gestión el Estado puede contribuir mejor a la realización de la condición ciudadana de los jóvenes y de todos los chilenos. Es decir, los criterios de gestión señalado no son formulados de manera inocua, sino en función de que el sector público cumpla un rol claro en función de la ciudadanía y la democracia. Tal cosa puede marcar tendencia, y en ese sentido puede llegar a ser sociológicamente relevante.

2. Un concepto complejo para generar un cambio

En este punto es donde hay que decir algo sobre ciudadanía: todo lo anteriormente señalado pasa por dar el salto cuántico, a nivel de la reflexión política chilena, consistente en asumir que en nuestro país existe un serio «déficit de ciudadanía», expresado en que los Derechos Ciudadanos y los Deberes Cívicos:

  • En algunos casos están bloqueados para toda la población (por ejemplo, algunos derechos culturales como la posibilidad de elegir libremente la formación y la información a la cual acceder).
  • En otros, unos ciudadanos pueden realizar más Derechos que otros (por ejemplo, los derechos sociales y económicos que son irreales para los segmentos pobres y excluidos de la población, en el marco de un esquema de desigualdad severa).
  • Por último, hay chilenos que tienen más responsabilidades que Derechos (por ejemplo, la atávica sobreexigencia de responsabilidad que afecta a los jóvenes y las mujeres, cuya particular práctica cívica ha sido muchas veces el eje social de procesos de adelanto cultural y político de nuestra sociedad).

También hay que decir que el concepto de ciudadanía circula en la conversación pública de un tiempo a esta parte y de un determinado modo.

Los actores de esa conversación son la política práctica (hoy en dinámica eleccionaria), el gobierno (hoy en etapa de cierre), la academia y las ongs. El ciudadano poco político, no académico, no gobernante y socialmente poco activo está en la vivencia real concreta del «déficit de ciudadanía», pero no en la conversación pública «sobre ciudadanía».

Dicha conversación se ha intensificado en la segunda mitad de los noventa, bajo el influjo del proceso de globalización y la conformación de nuevos bloques estratégicos, donde la unificación europea y el dilema de las identidades nacionales en ese proceso ha motivado una fecunda producción teórica. Pero también a nivel local han operado tendencias socioculturales como la acumulación de malestar social, tan bien registrada por el PNUD el 98, el ciclo político-electoral iniciado en diciembre del 97 y la revitalización, en sincronía con la acusación constitucional a Pinochet y la posterior detención de éste en Europa, del más primordial tema cultural y moral de este país: los Derechos Humanos.

Con todo, en el espectro institucional de esta conversación, los significados particulares van desde las pobres definiciones demográficas (la ciudadanía es la gente), pasando por las definiciones reduccionistas o formalistas (la ciudadanía está dada por una declaración constitucional, de tipo normativo jurídica), hasta definiciones más elaboradas y pertinentes (la ciudadanía está en construcción «por abajo»). Por ello, para contribuir a esa conversación diversa, por ahora confusa o confundidora, aportando en ese acto quizás más a la confusión que a la claridad, uno debe aprovisionarse de alguna herramienta conceptual.

En este caso dicho «aprovisionamiento» pasa por asumir que ciudadanía es un concepto clásico de la teoría y la filosofía política, creado en occidente y formando parte de la impronta universalizante de «lo occidental». Pero también pasa por reconocer que la época actual muestra que dicha impronta no responde a la realidad, pese a lo cual el concepto de ciudadanía mantiene validez en el marco de los múltiples particularismos que hacen a la historia. En este desplazamiento de una pretensión universalizante a una constatación de la diversidad dada por el fracaso del metarelato fundante de «lo occidental», se produce un desplazamiento también en el entendimiento teórico de la ciudadanía, yendo de una concepción unidimensional centrada en lo político y en el derecho, a otra concepción multidimensional abierta a una pluralidad sistémica de ámbitos de autonomía. Se pasa de una ciudadanía únicamente centrada en el derecho, a una ciudadanía de la responsabilidad. De un ciudadano como objeto de derechos y sujeto de deberes, a un ciudadano sujeto tanto de derechos como de deberes.

En este giro parece importante observar que la ciudadanía es un dispositivo complejo más que un concepto simple. Es decir, un complejo donde opera una dimensión semántica, como un elemento, pero donde el significado refiere a unos componentes constantes y a otros variables, ambos concretos y prácticos. Constante es la existencia de un marco normativo e institucional que religa a la sociedad, aunque dentro de dicho marco hayan variaciones que den «un carácter» al propio marco normativo (tradicional, moderno, democrático, autoritario, individualizante, socializante). Variable es, de todos modos, la condición que se desarrolla en el campo de las prácticas sociales y las identidades socioculturales como «condición ciudadana».

Por otra parte, hay ciudadanía cuando en el continuo de la condición ciudadana se observa una participación real de los agentes sociales en las decisiones sobre la distribución de los satisfactores materiales y simbólicos que permiten, en un determinado contexto cultural, atender a las necesidades esenciales. Esta condición de ciudadanía no depende exclusivamente del marco normativo, pero está imbricada con él como condición de posibilidad: el marco normativo es estructurado y estructurante frente a la condición ciudadana. En tanto elemento discreto del complejo, su estructuración democrática es resultado y productora de una condición de ciudadanía integral.

Hay entonces diferentes grados de ciudadanía posibles, y diferentes grados de democraticidad en la sociedad. La condición de ciudadanía integral habla de un ciudadano pleno, donde el sistema de necesidades esenciales humanos está equilibrado, y de una sociedad democrática, donde en los diferentes campos sociales hay equidad en el acceso al juego social y en la distribución de los capitales. Por tanto, llamamos «déficit de ciudadanía» a un esquema de vida donde la condición ciudadana está reducida a algunos ámbitos o a ninguno, imperando el autoritarismo o la democracia restringida a unos pocos campos de la sociedad.

El aprovisionamiento conceptual señalado nos ha permitido pensar que así como la sectorialización de agregados estadísticos -como son en políticas sociales las categorías joven, mujer y otras- genera «encasillamiento» institucional y fragmenta al sujeto, la creación de «Derechos de Ciudadanía» especiales para segmentos especiales de población no genera necesariamente autonomía, sino en la medida que dichas convenciones sean la operacionalización o especificación correctiva del déficit que afecta a los grupos excluidos al nivel de su vida cotidiana. Operacionalización o especificación normativa que representa la extensión concreta de las garantías y responsabilidades cívicas al conjunto de la sociedad. En otros términos, implica legislar y gestionar las instituciones de un modo tal (participativamente, por ejemplo) que la condición de ciudadanía integral sea una realidad en todos los segmentos de la sociedad, en este caso las personas jóvenes.

El adelanto de asumir la perspectiva de la ciudadanía en políticas públicas y profundizarla es efectivo y valioso, y consiste en que:

  • Expresa el deseo construir una sociedad más democrática, de ciudadanos plenos.
  • Considera que el Estado tiene un rol que cumplir en esta materia, a través del conjunto de políticas públicas, del momento en que la sociedad chilena sigue siendo una sociedad extraordinariamente desigual.
  • Se estima que en esta tarea es clave también la sociedad civil, sujeto de la participación ciudadana, y que el Estado debe ayudar a sentar las bases sociales dañadas, el capital social, pero no producir la participación ni reemplazar el rol y responsabilidad cívica en la tarea de hacer de la sociedad chilena una sociedad más integrada y, por cierto, más equitativa y justa.

III. A modo de conclusión: el desafío de la integralidad

Se vuelve al inicio: propender a la realización plena de la condición ciudadana implica un serio desafío para la gestión pública. Si bien el modelo de «inteligencia institucional» o de «institucionalidad de segundo orden» rompe con la sectorialización primigenia, pudiendo crear intersectorialidad, no asegura que de su aplicación surja la integralidad que requiere el objetivo de coadyuvar a hacer una sociedad de ciudadanos.

En efecto, la sectorialización tradicional parte de la confusión conceptual entre necesidades y satisfactores, mientras que la intersectorialidad trabaja con agregados estadísticos y no con sujetos sociales reales. Así, trabaja con jóvenes, mujeres, indígenas, entre otros, sin considerar en el diseño de sus ofertas programáticas que los sujetos jóvenes se realizan en un marco de relaciones que los definen como lo que son: familia, amistad, vecindad, consumo, género, etnia, por nombrar algunas vinculaciones e identidades sociales básicas. No hay jóvenes que se relacionen y se definan sólo por ser jóvenes: todos están en redes de relaciones concretas, que definen su identidad, su posición y su situación.

Por tanto, nuestra política social tendrá que darse a la tarea de diseñar un modelo de gestión que desde la intersectorialidad construya un efecto o resultado transectorial, integral. Que reconozca a los jóvenes, en este caso, como individuos que viven y se realizan en redes sociales que hay que potenciar para generar autonomía y sinergia, es decir, un efecto combinado que predisponga a las personas jóvenes a la participación, a sentirse con poder, con deseos de participar y promover la ampliación de sus garantías y responsabilidades cívicas, como son la igualdad ante la Ley, el derecho a reunirse, a no ser discriminados, a contar con oportunidades reales de educación, trabajo, salud y vivienda, a circular libremente por el territorio nacional, a no ser discriminados por sus creencias o apariencia, a elegir un estilo de vida y un consumo cultural propio, a contar con información sobre la gestión pública y a elegir y ser elegido, entre otros derechos políticos, socioeconómicos y socioculturales que deben llegar a todos los habitantes de Chile.

En síntesis, la experiencia chilena reciente de institucionalidad pública en juventud enseña por defecto que la construcción de un Estado orientado a la ciudadanía y el surgimiento de una ciudadanía activa requiere de una voluntad política mayor, articulada como proyecto que rebasa las situaciones particulares de organizaciones y grupos. Debe trascender la singularidad de los términos específicos que hacen a la relación entre el Estado y la sociedad civil, para instalar un vínculo construido inductivamente, no deductivamente. Parece técnicamente pensable ¿será políticamente viable?

Concepción, Octubre de 1999.

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