Introducción: la interioridad de lo cotidiano y la exterioridad del arte
En una nota de trabajo anotada al margen de su ensayo “Totalidad mundana y mundo del hombre” y fechada en torno a 1972, el filósofo checo Jan Patočka consigna la siguiente reflexión -tan lacónica como virtualmente fecunda- acerca de la esencia de lo artístico: “El arte revela la esencialidad del contenido que, en la cotidianidad corriente, fascinada por la acción operante, por la causalidad, no viene a sí mismo: color, sonido, otras cualidades…” (Patočka, 1995, p. 157). Se dan aquí, en el marco de una declaración tan escueta, al menos dos rasgos fundamentales. Por un lado, el arte consistiría en esencia un tipo peculiar de “revelación”, de mostración, en un particular modo o régimen de “fenomenalidad” que permanece velado de ordinario. Por otro, tal revelación propiciaría el aparecer de “lo esencial” del fenómeno así puesto de manifiesto, es decir, el sustrato “auténtico” que late de manera habitual tras los aspectos utilitarios y pragmáticos propios del objeto en cuestión.1 Esta inicial y tangencial toma de contacto con las posibles ideas “estéticas” de Patočka pone ya de relieve el hecho de que este atribuye al fenómeno artístico -muy en consonancia con las conocidas tesis expuestas por Heidegger en Der Ursprung des Kunstwerkes- una función sobre todo “alética”, esto es, un sentido ligado al “desvelamiento de la verdad” de las cosas. De hecho, el propio Heidegger menciona de manera explícita ambos aspectos (el nexo entre “arte” y “alétheia” y la referencia de lo artístico a lo “indisponible” desde el punto de vista práctico) en las palabras finales de su conferencia Die Herkunft der Kunst und die Bestimmung des Denkens, pronunciada en Atenas en abril de 1967:
El misterio de la renombrada luz griega se basa en el desocultamiento, en el des-encubrimiento que prevalece en ella por completo […]. ¿Acaso la seña hacia el misterio de la alétheia todavía impensada apunta quizá, a un tiempo, al ámbito de la proveniencia del arte? ¿Viene de este ámbito la apelación al traer aquí delante que es propio de las obras? ¿Acaso la obra, en cuanto obra, no debe apuntar a lo no disponible para el hombre, a lo que se oculta, a fin de que la obra no diga tan sólo lo que ya se sabe, se conoce y se hace? ¿No debe silenciar la obra de arte aquello que se oculta, aquello que, en cuanto se oculta, despierta en el hombre el recato ante lo que no se deja ni planificar ni controlar, ni calcular ni hacer? (Heidegger, 2014, p. 167).
Sin embargo, en “El arte y el tiempo” -conferencia pronunciada en 1966 y cuyo texto constituye el más acabado documento de su autor en materia de “filosofía del arte” - Patočka distingue de manera cuidadosa este modo de concebir el objeto estético -ligado a lo que él se refiere como “arte tradicional” -y la mirada que el “arte moderno” arroja sobre la obra de arte. En efecto, conforme a la perspectiva adoptada por el arte “pre-contemporáneo”, toda manifestación de orden artístico halla su esencia en presentarse como indicador sígnico que, al igual que todo signo, remite, o señala hacia un referente distinto a él mismo. De este modo, la obra de arte tradicional comparece bajo la investidura de “lugar de tránsito” a través del cual circula una intencionalidad que apunta a la esencia de las cosas; un paso propiciado por la propia y constitutiva naturaleza “transparente” que caracteriza a tal obra. La transparencia del producto estético se muestra aquí, pues, como vehículo susceptible de materializar la mediación entre la intención subjetiva propia del artista creador y la función alusiva en la cual el quehacer estético hallaría su más acendrada significación, dado que “el arte tiene por función poner al descubierto un más-allá del arte” (Patočka, 1990a, p. 349).
En contraposición a ello, la obra artística “moderna”, en directo paralelismo con los principios generales alumbrados por la modernidad filosófica también en otros ámbitos, se define en virtud de una radical e irreductible autonomía. Se muestra, pues, como una instancia autorreferente, replegada sobre su simple y nuda epifanía ante la mirada de un virtual sujeto contemplador. Emancipada, en suma, de toda hipotética acción indicadora más allá de su propia y soberana presencialidad. Desde el punto de vista moderno, por tanto, la obra de arte es observada en cuanto tal, per se, “en tanto que producción del arte” mismo, al margen de supeditación alguna a ningún tipo de exterioridad. Así, merced a la irrupción en escena del arte moderno tiene lugar una crucial inversión relativa a la relación entre la obra y el mundo al cual se refería de modo tradicional, dado que ahora es más bien el mundo el que remite a la obra y no al revés como sucedía -acabamos de verlo- en el marco de la estética histórica canónica. El producto artístico moderno se muestra, pues, como un elemento consumado en sus posibilidades, muy bien acabado en y por sí mismo, habida cuenta de que en él se cumple tanto la intención del artista creador como la del espectador receptor.
Esta división entre las dos variantes fenomenológicas que escinden, de modo también dúplice, la dimensión de lo estético redunda, al decir de Patočka, en una paralela cesura que fracturaría “la historia espiritual de la humanidad en dos grandes épocas vinculadas por un período de transición. Una era caracterizada por el dominio del arte y otra determinada por el predominio del concepto abstracto y formal”.2 La primera, descrita por Patočka como “más bien artística que estética”, presenta la actividad del artista sobre todo como contemplación y posterior representación de formas captadas por vía sensible y tamizadas a través del pensamiento creativo. El arte, entendido como plasmación de tales formas visibles determinadas, devendría, pues, cauce natural conducente a la cercanía del mundo, a la proximidad de las cosas. Se tornaría, en definitiva, “signo” o instrumento susceptible de propiciar el acceso a algo en esencia diferente al propio fenómeno artístico. Así pues, la llamada por Patočka “cultura artística” -aquella definida por el carácter “referencial” atribuido al objeto estético- contempla al arte en términos de modo específico de pensar y experimentar de forma afectiva cuestiones relativas a ámbitos en principio ajenos a él mismo, a saber: aquellos representados por la religión, la fe y los ritos externos a ella asociados, la ética personal y colectiva, la organización social y económica y otros semejantes. De modo palmario, la obra de arte no es aquí considerada y valorada por sí misma, en virtud de sus facultades inmanentes, sino que, conforme a la aguda descripción patočkiana, se revela como “algo que da acceso a la cara oculta del mundo, a su dimensión solemne, extraordinaria, sobre-potente, divina. Por estilizado que sea, cualquiera que sea la brecha que separe su lenguaje formal de la realidad cotidiana, un arte de esta especie es necesariamente una interpretación del mundo extra-artística” (Patočka, 1990a, p. 352)3.
La segunda época, calificada por el filósofo checo ya de modo explícito como “estética” -a la par que “intelectual y volitiva”-, se define de forma inversa por su afán de dominio sobre los objetos dados en la exterioridad natural mediante el uso de la racionalidad conceptual y analítica. Se trata de modo claro de la típica voluntad racional galileana y cartesiana tendente a enseñorearse de lo real a través de la razón matemático-científica que habrá de convertir a los integrantes del género humano en “señores y dominadores de la naturaleza” (maîtres et possesseurs de la nature), conforme al célebre dictum cartesiano. Entre esos objetos dados en la exterioridad, la “cultura volitivo-intelectual” encuentra un singular y específico tipo de objeto -el objeto artístico- al cual contempla desde un prisma ligado de manera simultánea a lo estético y a lo histórico. Se trata, según el dictamen emitido por Patočka, de una época “no-artística” en sí misma, lo cual resulta bien atestiguado por el hecho de que resulta a todas luces incapaz de afrontar y resolver las cuestiones planteadas por la producción artística. Bien se trate de problemas relativos a la creación estética en general, bien de cuestiones relacionadas con aquello que ahora llamaríamos “estética aplicada”, el punto de vista adoptado por la cultura “intelectual abstracta” será en todo momento y de forma exclusiva aquel que trata de resolverlos mediante el recurso al análisis concreto de hechos injertado en la esfera de las leyes universales y de los vínculos concebidos en forma abstracta.
Pero es curioso que, cuanto más autónomo y autorreferente deviene el arte, cuanto más profundiza en sí mismo y se contempla en clave especular, cuanto más “traiciona” su supuesto sentido propio consistente en referir a un mundo situado más allá y fuera de sí, cuanto más “moderno” se torna, en suma, de modo más acendrado verifica y brinda cumplimiento a su genuina esencia. Una esencia que, al menos en el marco de las épocas “artísticas” en las cuales el arte adquiere preeminencia sobre el formalismo conceptual, reside en el acto de transmitir al espectador aquello que Patočka designa como “cualidades metafísicas” y conforme a la cual el núcleo constitutivo propio de todo arte genuino radica en “dejar transparentar la otra cara del mundo, la dimensión de la fiesta, por oposición a la cotidianidad” (Patočka, 1990a, pp. 353-354)4. En el caso de las formas artísticas propias de la “cultura estética” moderna, éstas llevan a la luz una pléyade de constelaciones significativas totalmente diversas entre sí, de suerte que en ellas la significación unívoca y la unidad armoniosa son reemplazadas por la disarmonía y la miríada de sentidos susceptibles de serle reconocidos o atribuidos a la obra. A esta decisiva sustitución se debe el hecho, fácil de constatar en el contexto del arte contemporáneo, de que “cuanto más vuelve al arte a sí mismo, cuanto más se encamina hacia el descubrimiento de su esencia propia, más deviene inaccesible al gran público” (Patočka, 1990a, p. 356).
Y ello sobre todo porque el arte producido por la “época intelectual” opera una significativa mutación en lo referente a la consideración de las “cualidades metafísicas” comunicadas, de forma supuesta, por el arte, de tal modo que -como se anticipó más arriba- “no es ya la obra la que pretende decir aquello que domina el mundo, sino más bien el mundo como tal que viene a cristalizar finalmente en un universo de sentido que no existe más que en y por la obra de arte” (Patočka, 1990a, p. 355).5 De este modo, conforme a la perspectiva adoptada por Patočka, la actividad artística admite ser contemplada en términos de prueba concluyente a la hora de atestiguar la libertad espiritual del sujeto contemporáneo desde el punto y hora en que es reconocida como “creación de obras cuya contemplación posee su sentido en ella-misma, en tanto que vivida, en tanto que ella no nos reenvía a otra cosa” (Patočka, 1990a, p. 362).6 Como observa al respecto Daniel Vojtech:
En el pensamiento de Patočka, el arte, al igual que el mito, constituyen aquellas regiones del sentido original y la libertad humana racionalmente intransitables a las cuales la filosofía y el pensamiento objetivo solamente pueden aproximarse como un concepto, esforzándose por dar con el tipo de veracidad (truthfullness) que bastaría para estas regiones sin, al mismo tiempo, degradarlas (Vojtech, 1999, p. 18).
El arte como medium invisible del aparecer: otra mirada sobre lo ya siempre visto
De lo dicho hasta el momento se desprende que la “estética patockiana bascula entre los dos extremos representados por la concepción “artística” tradicional” vinculada al aspecto referencial” propio del arte, y por la postura representada por la “cultura estética” que contempla la obra de arte como un cosmos semántico autónomo y replegado sobre sí mismo. No obstante, si hubiéramos de decantarnos por una de las dos posibles dimensiones de lo artístico a la hora de señalar las “tesis” patočkianas en materia estética, habríamos de hacerlo más bien en favor de la primera. Y ello no a causa de que el fenomenólogo checo secunde en modo alguno “tradición” de ningún tipo, sino en la medida en que -otra vez en conformidad con las posiciones heideggerianas- no deja de considerar la actitud estética como una suerte de órganon en virtud de cuyas facultades “el mundo sale de su anonimato, no ya en el sentido del conjunto de las cosas, sino como juego de la totalidad del sentido surgido de la profundidad abisal con la ayuda y el concurso de un ser finito y mortal” (Patočka, 1990a, p. 287). Así, la obra de arte, el llamado “arte bello”, suscita sobre todo un efecto de “admiración”7 “fascinación” y” maravilla” en el ánimo del espectador. Estupefacción y arrobamiento que no hacen sino enajenarlo del medio cotidiano que de modo habitual lo circunda, para situarlo ante una suerte de “revelación ontológico-estética” gracias a la cual lo existente se da en su significación más nudamente esencial. De hecho, el producto artístico brinda a su contemplador el acceso al núcleo medular de lo real, del mundo percibido y vivido, disipando así las visiones estereotipadas y triviales que de ordinario velan su auténtica significación. Una significación ontológica que no consiste sino en permitir la simple transparencia -o, si se quiere, el advenimiento al primer plano perceptivo- de aquello que hace de las cosas “cosas” en cuanto tales. La diferencia (al modo heideggeriano) de la cosa real con “la realidad pura y simple”, esto es, con el aparecer de las cosas distinto de las cosas mismas.
Patočka -al igual que Heidegger- habla aquí abiertamente de “desvelamiento”8 en referencia a la función específica y propia del objeto estético; un “objeto” muy particular en la medida que ocasiona:
una impresión de asombro, de desvelamiento y una especie de alienación con respecto a la realidad cotidiana, introduciendo una distancia que no es en realidad una fuga lejos de lo real, hacia otro mundo, producto del sueño, sino realmente un desvelamiento del sentido más propio de la realidad, y solamente tal desvelamiento da a ser aquello que ésta es (Patočka 1990a, p. 287).
Hay, pues, un sentido inequívocamente “ontológico” y relativo al desvelamiento de la “verdad” de los objetos que configuran el mundo (es decir, de su aparecer y revelarse) en el más íntimo trasfondo de la teoría patočkiana del arte. Y tal significación ontológica y fenomenológica siempre vinculada de modo explícito o tácito a la presencia del horizonte de lo dado con objetividad, es la que emparenta la posible “estética” apuntada por Patočka con aquella producida en el marco de las llamadas “épocas de dominación del arte” más bien que con la perteneciente a las caracterizadas por el “predominio del concepto abstracto y formal”.
Y, sin embargo, lo advierta a o no Patočka, de su caracterización se desprende la posibilidad de intuir un trasfondo común a ambos tipos de arte, una “desconocida raíz común” compartida por el arte propio de las dos “épocas”, a saber: su condición de medium. En efecto, en cierto momento de su discurso Patočka caracteriza al arte como “un juego absoluto”, es decir, un juego que carece de presupuestos, de datos previos, siendo como es “el juego del ente como tal” (Patočka, 1990a, p. 340). Y tal juego no es sino el movimiento lúdico de la manifestación, el juego de la mera epifanía de lo que es, del simple aparecer, de la pura fenomenalización de los entes mundanos. De modo que si, al decir de Patočka, el fenómeno artístico es “un juego absoluto en tanto que juego de aparición de las cosas”, ello obedece en esencia al hecho de que cuando el sujeto se halla inmerso en la contemplación estética deja “aparecer las cosas en su aparecer” de tal modo que “se convierten en el medium y la ocasión de la aparición del aparecer como tal. Nos encontramos aquí, pues, en el punto fronterizo de tangencia entre el “arte tradicional” y el nuevo “arte moderno” o de forma directa, según el dictamen patočkiano, inmersos ya de manera plena en este último.
Por su parte, el arte desplegado en el contexto de la “época artística” heredada de la tradición oficiaba de igual forma como medium; en este caso a título de cauce expresivo investido de la facultad de exteriorizar y revelar la expresión de la vida espiritual contemplada como un todo. Tendremos ocasión de volver en breve sobre este fundamental carácter holístico del que hace gala el fenómeno estético. Así pues, observado bajo la luz irradiada por la mirada patočkiana, el arte aparece como “un método y un medium invisible en sí mismo que tornaría visible el momento sobrehumano del universo” (Patočka, 1990a, p. 366).9 Con posterioridad, en el marco de la época “estética” dominada por el intelectualismo ligado a los conceptos, el fenómeno artístico adquiere el carácter de un quehacer harto singular. Ello es debido a que arroja como resultado un tipo de objeto (la obra de arte) igualmente específico en grado sumo cuyos rasgos particulares lo distinguen con toda nitidez de los llamados objetos “normales y corrientes” que pueblan de manera profusa la percepción ordinaria. De este modo, el “objeto” estético se muestra como una peculiar modalidad de “ente” a través del cual halla su vía propia de expresión todo un universo de sentido. Una miríada de rasgos semánticos particulares y determinados que admiten no solo ser pensados mediante la reflexión conceptual (es decir, abstracta), sino también vividos de forma directa y espontánea (esto es, concreta). Como resulta apreciable, a pesar de sus palmarios rasgos divergentes, en ambos casos, en ambas concepciones “histórico-epocales”, la esencia del fenómeno artístico radica por igual en su esencial rol mediador: en su constitución como medium susceptible de actuar como puente de conexión. Bien entre las cosas concretas y su propio aparecer (o entre el espectador y el mundo de significados abierto por la obra de arte), bien entre la vida espiritual subjetiva y su “visibilización” en el horizonte de la exterioridad del mundo. Así pues, nos encontramos ya en disposición de interrogar: ¿qué es -o, en qué consiste- el arte contemplado desde la perspectiva de la fenomenología de Patočka? Trataremos seguidamente de pergeñar unas someras pautas susceptibles de actuar a modo de hitos de orientación al respecto.
En primer lugar, la obra de arte aparece, con plena certeza, como una “estructura sensible”, es decir, como un “objeto” finito y relativo situado en plano de igualdad con el resto de los objetos “materiales” que pueblan el mundo, pero a la vez -al modo hegeliano- es algo más que una mera objetividad finita. Ese “algo más”, ese surplus o excedente de sentido específicamente aportado por el objeto estético residiría -siguiendo de nuevo a Hegel- en su capacidad para:
captar y ofrecer una ilustración intuitiva cuya misión consiste no solo en descubrir lo infinito, en ayudar al infinito a iluminarse, en poner al descubierto la puesta al descubierto como tal, sino también en ser una imagen, una aprehensión, una representación y un calco de este proceso (Patočka, 1990a, p. 291).
El arte cumple, pues, en el marco de su economía interna como órgano de desvelamiento de lo dado, la función de revelar aquello que, siendo en sí mismo invisible, revela todo lo demás: hace aparecer lo que, desde la dimensión fenomenológica de la invisibilidad (de lo “inaparente” diría Heidegger) propicia y posibilita la aparición de la totalidad de lo visible. De esta forma, solo gracias a la presencia de ese singular tipo de “objeto” que es la obra de arte nos es concedida la posibilidad de acceder, mediante la propia representación de los objetos determinados y finitos, a ese trasfondo “no-objetual” sino simplemente “acontecedero” que precede a estos y torna efectiva su manifestación. La esencia del arte radicaría, pues, en “hacer aparecer en las cosas concretas el claro, la emergencia de aquello que trasciende toda coseidad y la hace posible, a saber: el mundo omni-englobante en el cual todo lo finito tiene su fuente” (Patočka, 1990a, p. 299).
Ahora bien, en qué piensa con exactitud Patočka cuando habla de ese “mundo omniabarcante” en cuyo seno hunde sus raíces todo lo concreto y visible? ¿Qué significado ontológico adquiere el término “mundo” en este contexto? En su ensayo de 1969 intitulado “El escritor, su objeto. Contribución a la filosofía de la literatura”, el pensador checo aclara la significación última de su concepto de mundo cuando en referencia la subjetividad escribe que “la puesta al descubierto, el desvelamiento de las cosas que es la obra del mundo no puede tener lugar sin ella. Pero aquello que es desvelado a través de esta clave individual, siempre implícitamente bajo el modo de la ocultación, es la totalidad universal de las cosas” (Patočka, 1990b, p. 98). Por “mundo” no se entiende aquí, pues, la suma, el agregado o la totalidad de las cosas existentes de modo efectivo, sino más bien el simple “evento”, el puro acontecer de que estas “sean” y aparezcan ante la mirada de un sujeto. Acontecimiento que, al “fenomenalizar” todo lo susceptible de ser visto, se hurta y sustrae él mismo a la visibilidad. De este modo, el “mundo” desvelado por el fenómeno del arte, lejos de mostrarse como una “cosa” (o aun como un tipo sumamente específico de “cosa”), comparece bajo la modalidad de aparición propia de aquello que:
se relaciona con las cosas que extraen su significación de él y no la poseen más que en su seno, pero las cosas no se relacionan con el mundo que no es ni podrá jamás ser objeto. El mundo no es una realidad, sino el desvelamiento, la aclaración de las realidades, aquello que hace que pueda decirse de cada cosa que ella es (Patočka, 1990a, p. 288).10
La posición de Patočka con respecto a la esencia del arte explicitada en las palabras conclusivas de El arte y el tiempo, admitiría, pues, ser condensada en la tesis conforme a la cual el arte es fundamentalmente un lenguaje. Un lenguaje que logra constituirse como vehículo de comunicación apto a la hora de expresar lo prima facie inexpresable: el advenimiento a la patencia de aquello en principio replegado y oculto, pero en cuyo seno se patentiza y manifiesta todo lo que existe. Una silenciosa lengua cuyo efecto no consiste sino en propiciar la transparencia de lo infinito, de aquello ilimitado que subyace a toda forma determinada y definida. Situándose, tal vez en mayor medida que nunca, en la proximidad de la mirada heideggeriana, Patočka declara en este sentido que:
el arte no puede ser para nosotros un método, parte integrante de un acto mágico, de un rito o de una religión. El arte es para nosotros un estilo, un lenguaje a la vez formal y concreto que expresa la fuerza creadora de la humanidad, es decir, la facultad que tiene el hombre de dejar al ser venir al aparecer (Patočka, 1990a, p. 367).11
Por esa razón habla Patočka de “la importancia capital del arte contemporáneo para toda la tarea que incumbe al docente. No se puede comprender el arte del pasado a menos que se lo vea a la luz del arte de hoy” (Patočka, 1990a, p. 367). Cuando un objeto nos sale al encuentro de tal modo que resulta susceptible de ser reconocido como “bello” o simplemente como “estético”, entonces, según Patočka, pierde aquellas cualidades “materiales” que lo definían como una fuerza finita (esto es, como una “cosa-objeto”), para pasar a interpelarnos en calidad de elemento ya emancipado de todo “juego de fuerzas”. Así, en esta renovada epifanía del otrora “objeto” encarnado en papel,12 piedra o lienzo tiene lugar la revelación del “acto liberal”13 al cual se reduce el verdadero significado de la dimensión estética, dado que:
es el mundo el que nos interpela en este objeto. Es algo con cual no podemos, algo que nos es imposible poner al servicio de nuestros fines teóricos o de nuestros proyectos prácticos. Sin embargo, al mismo tiempo, este objeto nos hace también descubrir en nosotros mismos la misma libertad con respecto al juego de fuerzas. En la actitud estética nosotros devenimos también todo o, al menos, una relación esencial con la totalidad (Patočka 1990a, p. 284).
He aquí el éskhaton de la reflexión fenomenológica de Patočka relativa a la más profunda significación contenida en la obra de arte.
El aspecto holístico de la obra de arte
Quisiéramos, cerca ya de la conclusión, interrogarnos acerca del sentido propio de esa referencia patočkiana al “Todo” y a la “totalidad” (al hólon) que imprime un sesgo inequívocamente holístico a su caracterización de lo esencial del fenómeno estético14. Señalemos, antes que nada, que el concepto filosófico de “totalidad” puede hacer referencia, bien al conjunto o “agregado sumativo” de todos los “objetos” existentes, bien al espacio de apertura general común a todos ellos y que posibilita su aparición como tales; espacio fenomenológico que no es él mismo un objeto, sino, más bien un evento. Patočka se ciñe fundamentalmente a este último sentido del término, como veremos enseguida. Como venimos de constatar al ocuparnos del concepto de “mundo” en la fenomenología patočkiana, la subjetividad individual es aprehendida aquí en términos de “clave” oculta capaz de revelar y conducir a la patencia “la totalidad universal de las cosas”. Pues bien, en el ensayo “La génesis de la reflexión europea sobre lo bello en la Grecia antigua” (1971), Patočka incide de nuevo con particular énfasis sobre esta intuición de la “totalidad”, pero desplazando esta vez la “clave” desveladora de las cosas desde el sujeto hasta el “Todo”: “Y digo a la vez otra cosa aún, algo que caracteriza a esta totalidad, a saber: que no hay solamente las cosas, sino aquello por lo que todas están ahí […], que hay al mismo tiempo, más allá de las cosas, como una clave de las cosas, una clave que nos las abre en una totalidad” (Patočka, 1990a, p. 53). Así pues, el sujeto, en cuanto “clave” configuradora del “Todo”, deviene ahora copartícipe en el acto por el cual se despliega aquello que se halla presente en “la apertura de todas las cosas en tanto que totalidad”. Tanto en cada uno de los objetos determinados y concretos, como en la totalidad que configuran de forma conjunta, dado que unos y otra tienen en común el simple hecho de darse, de ser, de existir y mostrar -como indicamos con anterioridad- su puro aparecer.15
Aquí radica el gozne que articula la epifanía del aparecer de la cual hemos hablado ya (así como la manifestación de la totalidad) con el rol desempeñado por el elemento artístico. En efecto, la totalidad, en cuanto fenómeno holístico, se vertebra merced a la estructuración organizada de las cosas individuales en su seno: de aquellos elementos que a través de esa articulación concertada configuran la propia totalidad en cuanto tal. Así, cada cosa individual se distingue de otra en virtud de su forma o figura determinante y, por tanto, gracias a la posición de un límite que la separa de aquellas cosas que la trascienden: que no son ella misma. No obstante, la relación de franquía que cada cosa mantiene con el Todo presupone aquello mismo que propicia que ella se muestre como un objeto finito, limitado y concreto. Aquello que posibilita la aparición de la totalidad coincide, pues, con lo que preserva la identidad finita propia de cada instancia individual. Ese factor común a lo holístico y lo particular -y ahí reside el nexo esencial que vincula al Todo con la obra de arte- no es otro, según Patočka, que la armonía16.
La armonía es entendida aquí, a la manera heraclítea, como el factor clave que da cuenta del hecho de que los objetos se den en el interior de una totalidad y a la vez admitan ser observados, captados y aun “vividos” de forma individual. El aspecto “holístico” del término deviene manifiesto desde el momento en que se repara en su parentesco etimológico con las nociones de “juntura” y “unidad” (armós, mónos): conceptos vinculados de modo palmario al “Todo” y a la “totalidad”. Así, el efecto armónico se manifiesta bajo la forma de un acto de encaje mutuo por parte de las cosas, de “ensamblaje” (armós) o “concordancia” en virtud de la cual cada cosa presupone la existencia de todas las demás y a la inversa. Una ensambladura que genera precisamente “unidad”. La armonía originaria no es, pues, sino un ensamble y un ajuste. Más allá, por tanto, del sentido tradicional “estético” sensu stricto vinculado al término “armonía” (una suerte de concierto proporcional que suscita efectos emocionales más o menos placenteros en el ánimo del espectador), Patočka se interesa por el modo en que lo armónico, concebido como un particular modo de “saber hacer”, aparece como el elemento responsable de que las cosas “sean” tout court. Es aquí donde, de la inesperada mano de la filosofía presocrática -en especial la pitagórica-, irrumpen en escena tanto las artes plásticas como el arte musical. Y ello porque el número, la instancia capaz de mensurar las magnitudes cuantificables gracias a la cual los pitagóricos intuían el orden armónico en todas las cosas, desempeña a la perfección el papel de elemento investido de la capacidad de arracimar y reunir articuladamente una pluralidad. Esto equivale a considerar la totalidad de lo existente desde el punto de vista de la proporción, el ritmo, la regularidad y la cadencia rítmica sujeta a una determinada legislación.
Pero ¿cómo se sustancia este principio cuando es aplicado a las artes concretas? Desde esta perspectiva, las llamadas “artes plásticas” aparecen como artes que derivan de reglas o leyes específicas y se hallan supeditadas a ellas. De esta forma, tanto la pintura como sobre todo la escultura y la arquitectura dependen de nociones tales como la proporción o la simetría. Patočka piensa sobre todo en el arte escultórico “clásico” cuando ejemplifica esta regulación proporcional apelando a la distribución ideal de medidas anatómicas contenida en el célebre “canon” de Policleto. Conforme a la interpretación patočkiana, puede apreciarse ahí el modo en el que un concepto de orden filosófico (o cosmológico) admite ser aplicado con total legitimidad a una modalidad artística determinada (la escultura, en este caso). Este procedimiento no sólo resulta válido en referencia a las artes plásticas, sino que es asimismo susceptible de ser aplicado al arte musical. En efecto, la música se constituye como tal -al menos desde un prisma “neopitagórico” -, en virtud de relaciones igualmente proporcionales y “numéricas”. No obstante, a la vez que en términos de plasmación del principio numérico en el que radica toda armonía basada en proporciones, la música actúa como vía de expresión de la vida espiritual, de un carácter ético o “modo de ser” humano particular y singular. Es así como “el conjunto de leyes que rigen la música no es solamente una legalidad para la mirada, sino una legalidad que puede y debe disciplinar y guiar al hombre, que tiene un carácter pedagógico-social” (Patočka, 1990a, p. 58). Tal sería, al decir de Patočka, el modo en el cual la noción holística de “armonía” adquiriría concreción efectiva en cada una de las artes particulares.
Conclusión
“En el arte es necesaria la verdad y no la sinceridad”, escribía en 1916 Kazimir Malévich, máximo adalid de la llamada “pintura suprematista” (Malévich, 2010, p. 236). Como hemos tenido ocasión de constatar, la “teoría estética” de Patočka recoge el espíritu contenido en esta sentencia en la medida en que reconoce en el arte de todas las épocas una no siempre explicitada voluntad de dejar al margen en la medida de lo posible los específicos rasgos propios de la subjetividad particular del artista con el fin de permitir ese singular acto de ósmosis fenomenológica en virtud del cual lo ilimitado que alienta bajo toda cosa finita es “impulsado” desde la dimensión de lo inaparente en dirección a nuestra mirada. Más allá, pues, de la distinción establecida por Patočka entre época “artístico-sígnica” y época “estético-intelectual” de la creación artística, el arte propio de ambas épocas converge en su función de medium conductor de la “verdad”. Una “verdad” estética consistente en dejar transparentar lo infinito a través de los medios propios de la representación de lo finito (en la “época artística”). O incluso (en la época “estética”) también de lo no-finito, como sucede de modo palmario en casos como el de la pintura abstracta de Kandinsky y Mondrian o en el propio suprematismo malévichiano ejemplificado de forma canónica por el célebre “Cuadrado negro” de 1915. Las cosas finitas devienen en ambos casos medios “sígnico-aléticos” destinados a la mostración, exposición y revelación de su presupuesto infinito e invisible17. En este acto de presentación tácita del supuesto ilimitado y no-visible de las cosas (del “mundo”, diría Patočka) es donde de modo propio radica, a nuestro juicio, el genuino sentido “filosófico” del fenómeno artístico. Un “sentido filosófico” ligado a un paralelo “sentido práctico” consistente -de manera paradójica- en poner de manifiesto el aspecto “no-práctico” o “indisponible” de las cosas, dado que la transparencia de su trasfondo ilimitado y de su vertiente invisible propiciada por el fenómeno estético muestra su lado puramente “dado” simpliciter. Al margen de toda conexión con nuestros intereses utilitarios y pragmáticos.
En este sentido, el arte, por desligado que se encuentre de la representación más o menos “objetiva”, “realista” o ·figurativa” de lo real visible, nunca deviene del todo arte autónomo. Y ello porque conserva en todo momento esa peculiar, privativa e inevitable “heteronomía” constitutivamente suya que lo liga a la tarea de poner de manifiesto aquello que nunca es visto de modo directo y explícito al contemplar lo ya siempre visto. Así pues, si, conforme al conocido dictamen de Nietzsche, “el arte vale más que la verdad”, en este contexto que nos ocupa habríamos de decir, más bien, que el arte vale en cuanto lleva consigo la verdad, es decir, que actúa como medium, como “mesías” investido del poder de (re)vincular lo infinito y lo finito. Vale decir: de manifestar lo invisible mediante las formas y los colores dados a la visibilidad. Hacia este intersticio en el cual el sentido del arte y la significación última del pensamiento filosófico convergen hasta concordar de manera armónica, es a donde acaso resulta preceptivo orientar la mirada cuando de lo que se trata es de acotar y localizar una posible “estética fenomenológica” en el marco del pensamiento de Jan Patočka. A favorecer esta disposición de la mirada o este encauzamiento de la atención hemos querido dedicar el presente estudio.