Cuando a los oídos de Francisco Pizarro llega la noticia seductora de que el Monarca don Fernando ha concedido una amplia licencia de embarque para las recién descu biertas Indias occidentales, claramente, y por primera vez en su vida, cree oír en su interior la insinuante voz del Destino llamándolo hacia aquel único atajo providencial por donde tantos hombres anónimos habrían de llegar más tarde a la gloria. ¿Qué espero aquí? -se dice acaso-. ¿No ha sonado la hora exacta de tentar a la fortuna mar chando voluntaria y decididamente hacia ella? Y, por mal que le fuera en su aventura, ¿le aguardarían acaso más pe nalidades, miserias y humillaciones que las que le esperan aquí, en este Trujillo hostil, donde no queda ya espacio para las nuevas hazañas extraordinarias? (Rosa Arciniega, Francisco Pizarro)
En América Latina, el segundo tercio del siglo XX representó un mo mento de auge para las luchas emprendidas por las elites intelectua les feministas. Entre 1929 y 19611 las mujeres nacidas en el continen te avanzaron visiblemente en la conquista de su condición de ciudadanía: fueron adquiriendo de manera progresiva el derecho al voto, a ser elegidas como diputadas, a expresar públicamente sus ideas políticas y a organizarse para formular sus demandas. Como consecuencia directa de ello se produ jo un ingreso masivo de latinoamericanas a las universidades y hubo una mayor figuración de las voces femeninas en el campo intelectual.
Aunque hay muchos puntos de diálogo entre las escrituras de las autoras que reivindicaban el derecho de las mujeres a la ciudadanía en las primeras décadas del siglo XX, se puede reconocer como un elemento unificador de sus obras un marcado interés en recomponer el imaginario continental por medio de la producción de ARTÍCULOSs de prensa, obras teatrales, narraciones y ficciones de archivo2; es decir, muchas de estas creadoras intervinieron el pasado desde sus escrituras para construir nuevas subjetividades capaces de renovar las miradas tradicionales dominantes en la sistematización de los acontecimientos originarios latinoamericanos.
Si bien esta tendencia constituye un fenómeno muy extendido en el continente y, por consiguiente, muy complejo, una de sus posibles explica ciones es la necesidad de reescribir el sentido común para proponer nuevos límites nacionales que les dieran cabida a las voces de mujeres intelectuales. Vale la pena recordar a Hernán Vidal (1997) cuando en su libro Política cultural de la memoria histórica afirma que:
las relaciones humanas en la cotidianeidad [tienen] aspectos, lógicas, «sentidos comunes» de enorme variedad, de gran dispersión, actuados por individuos de identidades específicas, inmediatas, legales e ilegales, aparentemente intransferibles pero anónimas. Estas relaciones consti tuyen una especie de "inconsciente colectivo", de "memoria histórica" materializada en el tiempo y en el espacio. Contiene innumerables e insospechadas formas de conducta y expresión, alojadas en espacios a veces inescrutables, en permanente mutación [...] El Estado, a pesar de su cometido racionalizador de las relaciones humanas, también está cargado de la inercia folclórica de los mitos de la identidad nacional que lo legitiman y que el Estado mismo disemina y prolonga a través del aparato educativo (Vidal, 1997, p. 17).
Se podría afirmar, entonces, que la reescritura de la historia que llevan a cabo las creadoras latinoamericanas tiene como función debatir las lógicas impuestas desde el Estado. Pues, como señala Hommi Bhabha al hablar del cierre de la textualidad: "Si [...] cuestiona la "totalización" de la cultura nacional, entonces su valor positivo yace en desplegar la amplia disemina ción a través de la cual construimos un campo de significados y símbolos asociados con la vida nacional" (Bhabha, 2000, pp. 213-214). Es decir, el discurso si bien resulta insuficiente para instituir un marco de funciona miento absoluto, consigue exponer de manera exitosa un modelo de lectu ra de los hechos históricos particular de las mujeres que ayuda a articular fenómenos e identidades.
Esta estrategia, a su vez, les permitiría a las autoras, por una parte, (auto) inscribirse en el campo intelectual y ser reconocidas como subjetividades singularizadas con capacidad de escritura en el imaginario social; y, por la otra, proponer genealogías3 de sujetos excéntricos, que si bien no habían protagonizado los enfrentamientos bélicos fundadores de la nación, sí ha bían detentado un nombre propio y habían ejecutado una serie de acciones relevantes en el marco de estos grandes acontecimientos4.
En el caso particular de Perú, se podría enumerar una buena cantidad de obras escritas desde esta perspectiva, entre las que destacan: Roque Moreno (1904) de Teresa González de Fanning; Tiempos de la patria vieja (1923) de Angélica Palma; El voto (1923) de Amalia Puga de Losada; La Perricholi (1937) de María Jesús Alvarado; o José María Córdova (1799-1829) ensayo biográfico de María Wiesse (1924). En este marco, resulta necesario destacar la escritura de Rosa Arciniega, una limeña ampliamente conocida como narradora, periodista e historiadora durante la primera mitad del siglo XX, leída desde marcos ideológicos muy disímiles y, por tanto, ubicada en un lugar extraño del campo cultural. Sus publicaciones fueron estudiadas y avaladas por investigadores como Maurilio Arriola Grande (1968), Julieta Carrera (1956), Mario Castro Arenas (1967), Delia María Gallardo (1947), Emilia Romero Valle (1966) o Augusto Tamayo Vargas (1977). Entre sus publicaciones más relevantes se cuentan los libros de narrativa Engrana jes (1931), Jaque mate (1932), Mosko Strom (1933), y Playa de vidas (1940). También destacó por haber escrito novelas biográficas sobre Francisco Pi zarro (editada por primera vez en 1936 y, posteriormente, reimpresa en 1941), Pedro de Valdivia (1943) y Pedro Sarmiento de Gamboa (1956).
Precisamente en la escritura biográfica de Arciniega se pueden detectar algunos elementos fundamentales para pensar el lugar que ella ocupaba en la intelectualidad limeña del siglo XX. Por medio de este grupo de obras la escritora no sólo evidencia su posicionamiento feminista y el deseo de autolegitimar su voz, sino que también anuncia una tensión tanto hacia el paradigma historiográfico de orientación hispanoamericanista como hacia el desarrollismo que dominaba las políticas económicas y culturales lati noamericanas en ese período. En torno a esto, es importante recordar a Gonzalo Portocarrero (1983) cuando afirma que "durante la crisis del 30 la movilización popular pone en jaque al estado oligárquico" (18), pues:
Si la República Aristocrática pudo vivir en una ignorancia casi total del pueblo, en las décadas del 30 y 40 se reconoce que es legítimo que en el pueblo existan expectativas de mejora y progreso. Se trata de demostrar que por evolución, desde el Estado se pueden conseguir las reivindicaciones. "Ahora los obreros buscan y encuentran en las leyes lo que antes buscaban y no encontraban en las huelgas". Si la situación económica hacía posible una expansión del Estado, son las circunstancias políticas la causa inmediata de sus nuevas funciones.
Durante los gobiernos de Benavides, Prado y Bustamante se practica esta política de expansión del gasto en función de atender las reivindi caciones de los grupos populares más proclives a la movilización (Portocarrero, 1983, p. 18).
Es decir, buena parte de la escritura de Rosa Arciniega se produce en un momento en que el imaginario social peruano está sufriendo modificacio nes importantes y el mapa de identidades se está ampliando e incluyendo sectores antes omitidos. Se trata de un período de cambios en el que una mujer intelectual, perteneciente a un sector socioeconómico favorecido y, por tanto, vista como excepcional, podía ver amenazada la circulación de su escritura. En otras palabras, una figura como Arciniega, que no formaba parte de uno de los sectores con capacidad de movilización mencionados por Portocarrero, ante esta nueva valoración de "lo popular" que nació en la década de los treinta en el Perú, corría el riesgo de quedar completamente invisibilizada.
Ello explica, al menos parcialmente, por qué su obra se establece en un pasado inamovible en el que se puede reconocer una sustancia invariable del sujeto nacional y, por tanto, un sujeto del presente e, incluso, un sujeto del futuro incuestionable. Se trata de identidades cerradas en las que ella misma, antes que cualquier otro grupo de peruanos, podía reconocerse. Lo que equivale a decir que la narrativa histórica de Rosa Arciniega, si es leída en diálogo con ciertos paradigmas de la historia, constituiría un gesto de inscripción de su identidad en el "sentido común" circulante.
El libro más emblemático para rastrear este diálogo de Arciniega con las políticas de la memoria instituida desde el Estado es, sin duda, Francisco Pizarro5, una ficción histórica donde no se eligen como acontecimientos originarios ni el incanato ni la guerra de independencia, sino la vida del conquistador del Perú. En un juego intrahistórico, la escritora parte de la humanización del conquistador y esboza a un héroe problematizado que no es talentoso ni calculador, aunque la experiencia llegue a convertirlo en admirable. La novela cuenta la historia de un hombre que supera las adversidades y pasa:
De simple y desconocido aventurero -siempre a las órdenes de otros-, [...] a ser caudillo de una gran empresa bélica; de hombre, no ya sin títulos, pero ni aun siquiera con apellido legítimo, a alto personaje que ostentará los nombramientos de Capitán General, Gobernador, Adelantado, Alguacil Mayor y Marqués; de hijo bastardo, desheredado y en la máxima pobreza, a manipulador de los más grandes tesoros áureos de la época, que puede permitirse el lujo de ofrecer dinero a manos llenas al poderoso Monarca de medio mundo; de no ser nada, ni representar nada, en fin, a serlo todo y representarlo todo dentro de un territorio siete veces superior al de la propia España (Arciniega, 1941, p. 6).
Pizarro va a encarnar un modelo de virtud ajeno por completo al ideal republicano. Se podría pensar, incluso, que desde las primeras páginas de su libro, la autora está insinuando su propia posición enunciadora. Hablará desde la creencia de que América es una deriva de España y que debe bus car en los conquistadores la raíz de su identidad, afirmación que desdice la orientación incluyente de los gobiernos de la década de los treinta y, por tanto, muchos de los elementos del imaginario que quieren instaurar. No es necesario leer exhaustivamente este gesto para reconocer el deseo de Arciniega de etnificar a la población peruana. Si, como dice Etienne Balibar:
Ninguna nación posee naturalmente una base étnica, pero a medida que las formaciones sociales se nacionalizan, las poblaciones que incluyen, que reparten o que dominan quedan "etnificadas", es decir, represen tadas en el pasado o en el futuro como si formaran una comunidad natural, que posee por sí misma una identidad de origen, cultura, de intereses, que trasciende a los individuos y las condiciones sociales (Ba libar, 1991, p. 149).
Entonces, la elección de la Conquista como el escenario de fundación nacional cuyos antecedentes, además, no se desarrollan en el territorio americano sino en el español, bien podría estar revelando la voluntad de establecer al sujeto criollo, urbano, mestizo y con tendencia al blanqueamien to como el integrante de esa comunidad natural que acabará por fundar la nación peruana. A pesar de ello, no se debe dejar de lado el largo debate que ha existido desde la década de los 20 en torno a los límites del hispanoamericanismo. El mismo Isidro Sepúlveda, en el año 2005, lo define como un:
movimiento cuyo objetivo era la articulación de una comunidad trasnacional sostenida en una identidad cultural basada en el idioma, la reli gión, la historia y las costumbres o usos sociales; comunidad imaginada que reunía a España con el conjunto de repúblicas americanas, otorgándole a la antigua metrópoli un puesto al menos de primogenitura, cuando no de ascendente, bajo la muy extendida expresión de Madre Patria (Sepúlveda, 2005, p. 13).
En este sentido, si bien la elección de la conquista como acontecimiento originario debería acercar la escritura de Arciniega a esta línea ideológica, se verá en el análisis textual que muchas veces entra en contradicción con la misma. La ambigüedad frente a los límites geográficos, culturales y biológicos del Perú establecidos desde el pensamiento hispanofílico hará que tanto en la recepción de la novela Francisco Pizarro como en la valoración de Rosa Arciniega como subjetividad social sea prácticamente imposible alcanzar el consenso. Por ejemplo, para Augusto Tamayo Vargas esta intelectual: "escribió un tipo de novela nuevo, con espíritu rebelde en que mostraba por una parte motivos sociales y por la otra un estilo depurado muy de acuerdo con las corrientes de la prosa post-primera Guerra Mun dial" (Tamayo Vargas, 1977, p. 839). Muy por el contario, Giovanna Minardi afirma que la narrativa de Arciniega "artísticamente deja mucho que desear, cae en ripios e impurezas sintácticas, en expresiones e imágenes de dudoso gusto [...] Por este excesivo prurito conceptual, los personajes ca recen de autenticidad humana y parecen meros muñecos exponiendo las ideas sociales de la autora" (Minardi, 2000, p. 20). Adicionalmente, Delia María Gallardo (1947) inscribe a la autora en una tradición de escritoras latinoamericanas cuyo signo principal es la construcción del discurso a partir de la emoción6.
Luego, reconoce en la obra Francisco Pizarro el enunciado de una verdad. Concretamente, sentencia:
Una de las mayores novelistas que en el momento actual, nos presenta la literatura hispanoamericana.
En ella está la Mistral, como pensadora y estilista admirable, conocedora de los grandes maestros clásicos, y la Ibarbourou, con su delicada feminidad y ternura.
Ella [Rosa Arciniega] representa la nueva generación dinámica y au daz, como símbolo de la mujer moderna, con todo su optimismo y con todos sus triunfos.
En 1930 principia su colaboración intensiva en periódicos y revistas españolas. Su primer libro llamado "Engranajes" mereció el premio del "Mejor libro del mes", galardón que por primera vez se concedía en Es paña a una mujer (Gallardo, 1947, p. 80).
Respecto de sus biografías sobre Pizarro y Valdivia, indica que son:
obras de profundo estudio sociológico, en donde ha unido la autora su gran intelectualidad y concepto a los numerosos datos históricos que ella misma recogiera en España, Cusco y Chile; trabajo de gran valor y magnífica evocación de la epopeya de la conquista americana, que pone muy en alto el nombre de esta conocida historiadora, novelista, lírica y oradora, que merecidamente recibió numerosos pergaminos de Instituciones culturales del Perú, Ecuador, Colombia, Méjico y Chile, donde la incorporaron como Miembro de Honor.
Su nombre aparece en los diccionarios Who's - who en Latin America y Enciclopédico en el extranjero, sustentando interesantes conferencias (Gallardo, 1947, p. 81).
Es decir, al momento de evaluar la obra de Arciniega surgen comentarios de tinte muy diverso; no obstante, parece haber dos rasgos que atraviesan todas estas lecturas. Según todos los críticos, Arciniega ha concentrado un capital simbólico suficiente como para experimentar y proponer un estilo arriesgado y, a la vez, goza de la credibilidad necesaria como para revisar, analizar y reconstruir la historia continental. Este podría ser otro motivo por el que Arciniega decide deponer la reconstrucción de la Historia político-militar de su país y apostar por una historia de vida, que si bien se acerca eventualmente al tono explicativo del positivismo, termina por convertirse en un gesto de persuasión narrativa, en un relato signado -como insinúa Delia María Gallardo- por una emotividad específica, que interviene en un gran debate acerca de los límites de la nación.
En este sentido, el hecho de que el pasado se reconstruya desde el "estu dio de la verdadera personalidad de Francisco Pizarro, hombre de carne y hueso y no personaje casi mítico como la mayor parte de los historiadores nos lo ha venido dando a conocer hasta ahora" (Arciniega, 1941, p. 7), abre la puerta para la fijación de una nueva retórica, desde la cual se podrán pensar subjetividades e identidades negadas para el discurso de la ciencia histórica y mucho más adecuado para la educación sentimental.
Al respecto, uno de los primeros elementos a destacar es que la heroi cidad del conquistador no tiene vinculación alguna con su masculinidad. Pizarro no toma decisiones importantes sino que es llevado por el destino hacia lugares y escenas que hacen de él una figura historiable. Su origen está entre una familia de alcurnia y una madre jornalera, lo que significa que es rico y pobre a la vez o, lo que es lo mismo, imposible de definir en términos socioeconómicos. Presenta, además, una mezcla de razas en sus orígenes y, en algunas ocasiones, la voz narrativa equipara el devenir de su vida a la historia de España. Al hablar de su infancia, se afirma en la novela:
El pequeño Francisquillo, precozmente impuesto de las terribles dure zas de la vida, también parece aceptar con callada resignación este mandato imperioso de su truncado destino ¡Trabajar! ¡Ir y venir desde la mañana a la noche con los pies descalzos, el cuerpo mal cubierto con unas ropillas corcusidas y remendadas y, a la espalda, el breve zurrón con un negruzco mendrugo de pan!
El futuro conquistador de un vastísimo Imperio; el que, andando los años, ha de manejar las barras de oro en cantidades fabulosas, permitiéndose el lujo de enriquecer a los propios Monarcas de Castilla, no todos los días se acuesta ahora con el estómago satisfecho, ni está seguro, tampoco, al acostarse muchas noches, de si comerá al día siguiente (Arciniega, 1941, p. 15).
Evidentemente, esta novela biográfica contiene un tejido de emociones dirigido a la construcción de una subjetividad colectiva. Desde el momento en que se muestra al protagonista como un niño cualquiera obligado a su perar la adversidad, se está estableciendo el sacrificio como un valor universal que no sólo conducirá al nacimiento de un héroe épico, sino también y, sobre todo, al surgimiento de una nación. Hay, pues, un empleo de la compasión por parte de la voz narrativa que ubica en un plano de equivalencias al protagonista de la biografía y al sujeto peruano del siglo XX.
Tanto las circunstancias externas a la vida del conquistador, como el flu jo de sus afectos son perfectamente equiparables a los de quienes poblaban la nación peruana para la década de los treinta y los cuarenta, de ahí que los orígenes de la "nueva raza"7 peruana puedan reconocerse en un hombre de origen hispánico a quien la pobreza convierte en cercano y admirable. Llama particularmente la atención que, a pesar de lo antes mencionado, al momento de establecer la jerarquía de los afectos, la autora deseche por completo la religión católica como marco de referencia.
Pese a la inclinación hispanoamericanista de la autora, las emociones como la empatía, la compasión o la "simpatía" (Nussbaum, 2014) que se demandan para la construcción de la nación están muy bien diferenciadas de la idea de caridad cristiana. Aún más, cuando se describen los años pre vios a la conquista, la narradora autorial asevera: "difícilmente podrá seña larse en la Historia una época más católica y menos cristiana que ésta [...] Altos y bajos, nobles y plebeyos, aristócratas y eclesiásticos, la misma corte, todos aparecen por igual envueltos en un tosco -y tétrico- epicureísmo" (Arciniega, 1941, p. 22).
Esta posición frente al catolicismo complejiza la relación de la voz enun-ciadora -hasta ahora muy cercana al paradigma hispanoamericanista de la Historia y, por tanto, dispuesta a recluir al indígena en el pasado glorioso de la nación- con los incas como representación simbólica. Arciniega, en consonancia con la Constitución peruana de 19338, considera a los indígenas "los hijos del país"; sin embargo, su tono reivindicador sigue congregando a todos los no occidentales en una masa homogénea sin ninguna capacidad de agencia. A medida que avanza el discurso, se establece que la Iglesia Católica animalizaba a los personajes; no obstante, en un momento determinado, los reconoce como estrategas y admite que de su forma de organización social hay mucho más que aprender que de la impuesta por orden de la corona:
La vida, pues, del Imperio se desenvuelve dentro del sistema comunista. Todo el Tahuantinsuyo era; una familia en tiempo de minoría de edad de todos sus hijos y manteniendo, por tanto, el padre toda la fuerza de la potestad doméstica. No existe moneda; no existe tuyo y mío. Todo es de todos y de ninguno. El padre -el Inca- regula y administra todos los ingresos y todos los gastos. Los hijos trabajan donde se les señala y del modo como se les señala, comiendo luego "comúnmente" del fondo "común".
Una obligación ineludible, severa, inesquivable, pesa sobre todos ellos: la del trabajo. Pero así como nadie puede evadirse de él, así como de ninguna forma se tolera aquí al parásito inútil, tampoco nadie se en cuentra completamente desheredado [...] no hay mendigos, no existen ni el hombre desocupado, ni la prostituta, ni el ladrón, ni el vividor, porque todos tienen lo que necesitan para vivir, ya que el paterfamilias soberano vela por ellos (Arciniega, 1941, pp. 198-199).
Basta con una lectura superficial de este fragmento para notar varias desviaciones propuestas por la autora en torno a la afectividad que rodeaba la fundación nacional desde el hispanoamericanismo. En principio, se hace evidente que si bien se experimenta algo de compasión hacia un colectivo que se ha infantilizado, también se expresa una profunda admiración hacia "el padre" encargado de dirigir a este grupo. Es decir, la "bondad" que se les atribuye a los indígenas y que está mediada por su inocencia va a ser admirable y sólo sostenible por la inteligencia, la formación y la astucia de un individuo que, además, propone el trabajo como eje de la convivencia.
En segundo término, hay un cuestionamiento de la propiedad privada como valor universal, que adquirirá mayor importancia si se piensa en diálogo con el relato de la infancia del personaje central. La desdicha que padece Pizarro en sus primeros años se debe, entre otras causas, a la exis tencia de un sistema económico que no es perfecto ni es el único posible en el mundo. Curiosamente, esto no hace que se piense al indígena en el presente, pero sí que se revalúe la conquista como proceso y se ponga en en tredicho la idea de civilización. Empleando otros términos, si bien la autora no consigue abolir la idea del indígena como sujeto nacional del pasado ni del varón blanqueado como sujeto presente, sí carga con otra afectividad a estas dos subjetividades y, con ello, consigue abrir un pequeño espacio para la inscripción de la mujer intelectual dentro del imaginario.
Ciertamente, las mujeres indígenas son representadas en esta obra como un colectivo que padece de forma pasiva la presencia de los invasores; sin embargo, la posición desde donde Rosa Arciniega evalúa a indígenas y con quistadores, supone la existencia de un territorio claro para la mujer in telectual. Es decir, en la obra no se construyen individualidades de sexo femenino puesto que las mujeres del pasado se muestran como un cuerpo indiferenciado pero, a pesar de ello, en las páginas finales del libro aparecen algunas fotografías de la autora durante su viaje de investigación, lo que au nado a otra serie de estrategias como la inclusión de una lista bibliográfica o la referencia a documentos concretos, consiguen legitimar su voz como historiadora. Asimismo, se aluden en el texto una serie de teorías psicológi cas en boga para el momento de la publicación de la novela que le aportan solidez al perfil intelectual de Arciniega.
Lo que equivale a decir que en el proceso de reconstrucción llevado a cabo en Francisco Pizarro, hay una serie de conocimientos que la autora toma para sí y que les niega a todos los sujetos históricos que evoca, de este modo marca una frontera clara entre qué es un héroe y qué es una mujer letrada. En las páginas finales de la biografía, cuando habla sobre el cadáver del conquistador y la poca trascendencia que tuvieron su muerte y su sepultura en el imaginario nacional, la voz narrativa hace una extensa referencia a la relación entre el poder político y la maldad. Así, se marca el cierre del ciclo emocional en el que este discurso acerca del pasado puede ser leído como un gesto de bondad que justificaría la presencia de una mujer dentro del canon de la literatura peruana. En otras palabras, al convertir el relato de la fundación nacional en la historia de un hombre desdichado y, al mis mo tiempo, cargar emocionalmente el discurso, Rosa Arciniega consigue trastocar las jerarquías étnicas y sociales establecidas por la historiografía oficial, con ello, modifica el objeto de la historia para acercar esta ciencia a las formas de conocimiento no racionales que podían encontrarse en subjetividades raras como las que ella encarnaba.