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Atenea (Concepción)

versión On-line ISSN 0718-0462

Atenea (Concepc.)  n.500 Concepción  2009

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-04622009000200023 

Atenea N° 500- II Sem. 2009: 303-319

 

500 NÚMEROS DE REVISTA ATENEA

 

REALISMO Y CULTURA EN HISPANO-AMÉRICA POR MARIANO PICÓN SALAS*

REALISM AND CULTURE IN HISPANIC-AMERICA BY MARIANO PICÓN SALAS

 

MARIANO PICÓN SALAS
Destacado escritor, ensayista y crítico venezolano (Mérida, 1901 - Caracas, 1965).


RESUMEN

La discusión se inicia observando las diferentes percepciones de la palabra escrita que muestran los círculos dirigentes del continente, formas de percepción que se podrían distinguir entre quienes confían en lo que se podría llamar ilustración y los que creen en la importancia de desarrollar la cultura. Luego el texto reflexiona sobre los caudillos que pueblan nuestra historia, y la lucha que éstos representan en contra de la reflexión y el alto pensamiento. Reflexión y pensamiento que, por otro lado, no deben olvidar las voces de los hombres de la tierra, pues un simple gesto de éstos derriba los sueños de la razón. Sueños construidos sobre una quimera, pues volviendo a la distinción inicial, tales sueños nacen de una confianza ciega en la ilustración y olvidan el carácter integrador de la cultura. Consideraciones que llevan al texto un esbozo de estrategia para desarrollo cultural de nuestras naciones.

Palabras clave: Metrópoli, Hispanoamérica, cultura, política, integración.


ABSTRACT

The discussion begins by observing the different perceptions of the written word on the part of the leading circles of the continent, forms of perception that can be distinguished between groups that confide in what could be called the enlightenment and those who believe in the importance of developing culture. Then the text reflects on the caudillos that populate our history and the struggle that these represent against reflection and thought. Reflection and thought that, on the other hand, should not forget the voices of the men who work the land, since one simple gesture from them can bring down the dreams of reason. Dreams that are constructed on a chimera since, returning to the initial distinction, such dreams are born of a blind confidence in the enlightenment and forget the integrating character of culture. These considerations bring to the text an outline of development strategies for our nations.

Keywords: Metropolis, Spanish-America, culture, politics, integration.



QUIERO justificar el hecho a primera vista amenazante que es una conferencia, con la tentativa sincera, que tal vez no resulte eficiente, de transmitirles un sentimiento personal de problemas, hechos y actitudes de la presente hora americana. Hay en nuestro tiempo y con mucha más razón en nuestros países nuevos, que para ciertos aspectos de la cultura son todavía informes, un ansia profunda de definición, y hasta pensamos que de esa como psicoanálisis de vida nacional pueda resultar una orientación más certera de nuestros problemas, un destino interno que nos exprese con más actitud y eficacia que las formas de política y de cultura que hasta ahora nos vistieron sin adaptársenos. Me parece útil contribuir con nuestra intuición o experiencia a este análisis de nuestra realidad, y mis palabras de hoy no serán sino un modesto y provisorio tributo a esa Diosa de la claridad americana que todos avistamos en el horizonte.

Pensé –ignoro si con buen tino– que esto era mejor que venir a repetir lo que Uds. pueden conocer en mejor prosa y maduros conceptos en cuantos libros excelentes circulan ahora por el mundo. Cada conferencia tiene algo de confesión; la palabra se parece a “confidencia”, y esto tan personal y subjetivo es lo que hoy intentaré.

SITUACIÓN FRENTE A LO AMERICANO

Aun surgirá de mis palabras cierta reacción contra el criterio libresco cuando él no fluye o empalma con la personalidad; cuando lo literario suplanta a lo vital, y no se realiza la necesaria armonía entre el mundo real y el mundo imaginado. Si en este punto estuviésemos de acuerdo, yo formularía un programa que apartara de nuestra consideración al hombre libresco y al hombre de un solo libro, reservándonos para aquel en quien el pensamiento es la forma más depurada de su vida.

El primero –el hombre libresco que en muchas ocasiones pronuncia, como yo, conferencias– suele moverse entre valores que no tienen con él ninguna correspondencia vital, no se expresa, no se individualiza, y adquiere ideas como trajes que lo desfiguran, en las tiendas de ropa hecha.

El segundo –el hombre de un solo libro– es el que le pone a la realidad el biombo de su prejuicio, y se repliega y aconcha en su idea simple, como el caracol en su calcáreo. Cierra este hombre toda posibilidad de intuición o realismo. Como en ciertos países de América cuyo desorden se ha explicado por el clima, por la mezcla de razas, el caudillismo, el vómito negro o los gobiernos militares, con el hombre de un solo libro siempre estamos haciendo constituciones. Es el hombre que vive en tensa actitud constituyente. Para él el libro es un talismán, un objeto mágico que contiene las fórmulas de la buena suerte. Lee poco el hombre de un solo libro, pero con su librito se amarra a la espalda un salvavidas. Al hombre de un solo libro debemos en América el eterno proyectismo, la copia servil de formas extranjeras, la incapacidad de situarnos directamente frente a nuestra realidad.

La vida civilizada se distingue, entre otras circunstancias, de la vida primitiva porque ha superado el proceso mágico, ha llegado a un estado de confianza, de familiaridad con las cosas. Se conforma con las cosas tales como ellas son, sin agregarles una segunda naturaleza, un segundo espíritu. Pero ante ciertas modalidades de la cultura conservamos una mentalidad mágica: pedimos a un libro que sea más que un libro, una panacea para todas las circunstancias. Naturalmente que el libro puede ser un punto de partida, la raíz de un estímulo o una inspiración, siempre que entre el motivo y la acción se interponga la fuerza plástica de una personalidad. Pero he aquí que en nuestras crisis americanas han sobrado a veces los libros, pero faltaron las personalidades.

El hombre que busca la relación entre lo real y lo imaginado, entre el pensamiento y la vida; el hombre que crea y que aplica, sería una fórmula aprovechable. Si me permitís ese poquito de necesaria autobiografía que uno necesita para objetivar los conceptos, os diría que éste es uno de los ideales que nos agrupó recientemente a varios hombres de mi edad en torno de la aun infante revista Índice, revista que más que a nuestra realización individual en la literatura y en la crítica para la cual hay ya revistas de tan excelente calidad como Atenea que enaltece a la Universidad que la mantiene, busca un campo diverso de orientación ante los problemas de nuestra tierra americana, y decimos de América, porque el problema particular de cada una de nuestras naciones no es sino una parte de un vasto problema continental.

Tal afán de realidades en la gente americana de nuestra generación suele producirnos, como es natural, cierta duda transitoria y escepticismo metódico ante las cosas. No somos escépticos, ni pueden serlo mozos que tienen el panorama promisor de estos países nuevos, pero queremos limpiar nuestras conciencias de todo lo que es superstición adquirida, fórmula mágica, dogma o prejuicio. Hace falta en América recobrar esta objetividad ante las cosas. Porque, como lo explicaré más adelante, teníamos ideas antes que realidades, aquéllas naturalmente obtenidas por préstamo, importación y herencia. Las abstracciones y nomenclaturas románticas (otra manera de magia), no nos han permitido durante un tiempo largo buscarnos y fijarnos objetivamente. La Cultura no ha existido por sí misma, sino siempre en función, en servicio de algún tótem político. Ha existido en América, por ejemplo, la historia liberal y la historia conservadora, pero no lo que era mucho más interesante: la historia. Nuestra determinación nacional ofuscada por el prejuicio no ha podido precisarse. Así esa corriente de historia que se llama la tradición, no es propiamente en América la tradición nacional, ecuménica, como la de un francés de cualquier campo político o religioso que contemple una catedral gótica, sino una tradición particular de clan o de horda. Cada clan defiende su tótem, su dios tutelar, aunque sea muy semejante al del clan del vecino.

En Chile del siglo XIX, por ejemplo, hubo historiadores carrerinos y o´higginistas, como en Colombia se dividieron los partidarios de Bolívar y los de Santander. Faltaba la perspectiva nacional, la perspectiva histórica en que Carrera y O´Higgins, Bolívar y Santander, no son sino los artífices de un mismo conjunto.

NOMBRES EXTRANJEROS Y POLÍTICA AMERICANA

Un doctrinarismo precoz venido con el correo de Europa trajo a nuestros países las luchas ideológicas de nacionalidades ya maduras y vistió la realidad criolla con el velo de fórmulas extranjeras. El campo de discusión y explicación americana pasó de lo interno, de la propia verdad y estructura de la tierra, a lo externo: la fórmula, la etiqueta importada. Estas ideologías, como luego veremos, no sirvieron sino para nombrar (como en las drogas falsificadas) un contenido diametralmente distinto. La historia americana es, de esta manera, una historia de paradojas. Rosas que realizaba en Argentina con el ciego impulso de su voluntad bárbara una labor unitaria, se decía federal, y la idea federalista norteamericana descendiendo en grados de latitud hasta el trópico, hasta Venezuela, sirvió para dar una ocasional bandera a los subvertidos instintos de las masas rurales y mestizas, en lucha contra la población urbana. La consecuencia de estas luchas falsamente llamadas “federales” fue el caudillismo impenitente que aún sufre ese desgraciado país. “Si los contrarios hubieran dicho Federación, nosotros hubiéramos gritado Centralismo”, era la cínica declaración de uno de los inspiradores de esas luchas. Así el sistema federal, producto en Estados Unidos de una realidad histórica (la diferencia de núcleos colonizadores, la lenta conquista del continente por grupos diversos, la economía industrial del Norte opuesta a la economía agrícola del Sur), sirvió en cambio en Venezuela para retrogradar las formas políticas a una etapa de primaria organización pastoril. ¿Qué es un caudillo como Juan Vicente Gómez, que se ha mantenido en el poder más de veinte años en la Venezuela de hoy? Dándole su objetiva denominación histórica, excluyendo toda pasión, es sencillamente un jefe de horda que gobierna con los hombres de su clan. (En estos países que aun no llegan a una segura estratificación nacional, el regionalismo pre-nacional, el “nomo” o el cantón individualizado por la geografía o la economía natural, son los únicos determinantes históricos, y en estos caudillos actúa una fuerza regionalista. Así, Gómez, por ejemplo representa en Venezuela cierto primitivo regionalismo montañés, hosco, conservador y reservado, opuesto al espíritu comunicativo del litoral.)

Ahora bien, como las primarias formas políticas que esos hombres representan deben sufrir por el carácter de nuestra época (tráfico mundial, capitalismo, imperialismo) el contacto de lo exterior, caudillos como Gómez en Venezuela actúan en extraña dualidad interna y externa.

En relación con lo interior son justamente esos jeques o jefes de horda primitivos de que he hablado. El intelectual bajo estos regímenes representa lo que esos letrados chinos que seguían a Gengis Khan con la única misión de iluminar manuscritos. El intelectual es el amanuense, el hombre que encuentra la retorcida perífrasis o la expresión ampulosa para velar o estilizar la torva voluntad del jefe. No puede haber pensamiento, alta cultura intelectual, libre de explicación de los fenómenos, porque la simple estructura ideológica del caudillo demanda también ideas simples. Cada uno de estos hombres como Porfirio Díaz en Méjico y Juan Vicente Gómez en Venezuela han tenido su sofística o pseudofilosofía oficial que intenta justificarlos o explicarlos. La historia nacional se pone en función de ellos y es como el prólogo que los aclara o el escenario donde destacan. Tanto Gómez como Díaz han disfrutado en sus países de una Sociología ad usum delphini, Sociología que del caos de nuestra vida americana puede tomar los hechos, deformarlos y servirlos a beneficio del caudillo. El papel que éste ejerce en el interior es diametralmente opuesto al que cumple en relación con lo exterior, por ejemplo con el imperialismo norteamericano.

La bárbara energía que despliega en sus relaciones con los nacionales se torna por contraste en ciega sumisión cuando entra en contacto con la fuerza externa más poderosa. Sabe que sólo ese halago a los intereses del imperialismo puede sostenerlo, y el jefe de horda se transforma así en dócil administrador de la penetración imperialista. Hay de parte a parte –caudillo e imperialismo– un tácito contrato bilateral de muy claro contenido. Así la fuerza de Gómez en Venezuela no serían ya tan sólo las masas rurales en que se afirmara, sino su docilidad ante la presión del capitalismo extranjero. Pronunciaremos la palabra “petróleo” que en la política actual de Venezuela como en la política mejicana de los últimos días del porfirismo y del huertismo nos aclara muchos problemas.

Entonces al cuadro político se superpone un cuadro social y económico. Surge en esos países una burguesía de estructura nueva que no llegó al grado burgués por evolución interna o desarrollo natural, sino por circunstancias casi providenciales: amistad con el caudillo, juego de intereses externos como los del imperialismo, que volcándose en un medio de economía natural improvisaron antes de que se realizara el tránsito de la agricultura a la industria, una riqueza mágica, brotada del suelo, como la del petróleo.

Enriquecimiento desapoderado de unos pocos (los palaciegos que utilizó como agentes el imperialismo) y empobrecimiento de otros (la vieja gente nativa que mantuvo la tradición agraria de la tierra), es el panorama económico que ya se observa en dichos países. Huelga decir la dificultad de una conciencia para levantarse con su verdad, en medios como esos donde la estructura aún bárbara de la organización social se complica con las fuerzas corruptoras, silenciadoras, del imperialismo.

Si el pensamiento liberal del siglo XIX repudió al caudillo como producto improgresivo de nuestra realidad, y cada gran escritor americano del pasado siglo vivió frente al caudillo que simbolizaba la tierra inculta, la hora épica y encendida de un Sarmiento o de un Montalvo, hemos visto circular por América en los últimos años cierta ideología de circunstancias que eleva aquella forma primaria casi a la categoría de arquetipo político. Ya obliga a desconfiar que toda la crítica que hagan a la política liberal escritores americanos como Lugones, Ballenilla Lanz, etc., dé por establecido que la función de autoridad sea la esencial en el Estado. El examen de lo que es la autoridad considerada objetivamente y lo que fue para los caudillos bárbaros de América, nos llevaría a un terreno de Filosofía política que sobrepasa las fronteras que quiero imponer a esta conferencia. Pero una simple consideración de la Historia nos enseña que la idea de autoridad se exagera hasta absorber todas las demás funciones políticas, en los estados incapaces de expresar adecuadamente a la Nación; es decir, donde la conciencia nacional está en germen o en decadencia. Hay exceso de autoridad en la Argentina de Rosas, estado balbuciente, inexpresado aún, como en el Imperio romano después del siglo III, estado que se disgrega. Entonces la autoridad como símbolo primario del Estado, y sobre todo la autoridad informe, arbitraria, subjetiva, que pueda representar el caudillo, no constituye precisamente un ideal político; se explica como una transición entre las bellas leyes con que soñaron los ideólogos de la Independencia y la cruda realidad americana que seguía viviendo, pero no alcanza a constituir una meta, un imperativo, algo que convenga o se imponga después de que el medio social que lo originó haya sido superado. En el más sólido libro que escribiera esa mente fervorosa, sensiblemente dispersa que fue la de José Ingenieros, La evolución de las ideas argentinas, éste llama “época de la Restauración” la de los caudillos surgidos después de la Independencia, suponiendo que en la América del siglo XIX se operó un proceso –que a pesar de la diversidad del medio social- puede compararse con el de la Europa post-napoleónica de la misma época. Un retorno a la realidad pre-revolucionaria, una revancha de los intereses afectados con la revolución; la estática colonial que quería imponerse de nuevo ahogando el principal bien efectivo que nos trajera la emancipación: la conciencia cultural, la conciencia política, el noble anhelo de superar el embotamiento y la inercia de los días coloniales. De aquí se explica esa voluntad de colonia, ese empecinamiento en la no transformación, esa supervivencia de formas coloniales bajo la estructura republicana, que caracterizó a cierto tipo de caudillos de América como el Dr. Francia o García Moreno. En todos se nota un temor a la cultura que puede elevar al hombre sobre la necesidad o las circunstancias presentes: es cuando más la política del detalle, la política que afronta en forma simplista los más graves problemas, que no quedan resueltos naturalmente, sino se van proyectando hacia el porvenir en perspectiva amenazante. Esto explica las crisis que siguen en dichos países al derrocamiento del caudillo. Como el Estado se ha hecho doméstico y personal al servicio del Jefe, rompe su transitorio equilibrio, torna al caos, cuando aquél le falta. Es la ventaja de la ley, de la norma, de la política que trasciende, de la necesidad inmediata al espacio más vasto de los grandes problemas. Es la relación necesaria entre la Política y la Cultura. Si los trastornos de nuestras democracias americanas fueron tan hondos, es porque no supimos remontarnos, de los intereses pequeños y eventuales que personifica el caudillo, a la política que perfora el porvenir y va creando la realidad del futuro, la política con que soñaron hombres de genio como Bolívar y como Sarmiento. Si es efectivo que el liberalismo romántico del siglo pasado ha hecho crisis y no se ajusta a la realidad americana, no lo sustituyamos por ese empirismo vestido de filosofía política que, en alabanza de los caudillos nos representan teóricos a la inversa como Ballenilla Lanz y recientemente Leopoldo Lugones. Tratemos de fijar nuestra realidad, de orientarla, de expresarla en formas creadoras de cultura, pero no nos extraviemos más buscando en el alma primaria de un Rosas, de un Melgarejo, de un Juan Vicente Gómez, designios o ideas políticas que quiera inventarles nuestra interpretación subjetiva. Aceptémoslos, porque el hombre no puede detener el fluir de la historia, como etapas de transición en nuestro desenvolvimiento democrático; no les busquemos otro fin trascendente, otro significado.

Encuentro en un ensayo hermosísimo de Alfonso Reyes las siguientes palabras sobre Porfirio Díaz, palabras puestas en una serena perspectiva histórica, que nos aclaran en mejor prosa algunos de los problemas anteriores. Veamos cómo Reyes hace el balance del caudillismo porfirista:

Paz, estabilidad y bálsamo adormecedor para las heridas de la patria. Concentración del poder y de toda la administración en una sola voluntad absoluta. Dogmas porfirianos: 1º La paz ante todo, la paz como fin en sí, caiga quien caiga. Si hay sublevados, “mátenlos en caliente”. Si hay inquietos, jóvenes entusiastas y oradores, capaces de convertirse en jefes de opinión, “apuntarles a la barriga” o sea, traducido del caudillo al vulgar: desarmarlos a tiempo con buenos empleos. 2º. Poca política y mucha administración, es decir: adormecer lo más posible el sentido político del pueblo y que los negocios anden bien. El pueblo ha nacido para ser gobernado por los financieros, por los “científicos”, como ellos se llaman. 3º. La noción del extranjero como idea fuerza: que el extranjero nos vea con buenos ojos, que el extranjero se sienta a gusto entre nosotros y nos dé su crédito y su confianza. Es la teoría de que la patria se debe modelar por sus contornos, y no nacer de sus propias entrañas. Es la teoría centrípeta y centrífuga de la patria. Es el concepto del positivismo evolucionista, que privaba en las escuelas públicas de entonces: el ser es un producto del medio; en consecuencia el signo de que el ser posee las condiciones de vida consistirá en que el medio ambiente le otorgue su aprobación; consistirá en que el mundo extranjero se deslice y circule en torno al país como acariciándolo. Los capitales extranjeros acuden, el crédito del país se levanta y, más o menos vinculadas con la oligarquía de los científicos, las clases privilegiadas de todo el país –que son las que dejan oír su voz, porque el pueblo gruñe en voz baja o no cree que sus males vengan de ningún error político– comienzan a disfrutar de una era de bendiciones. Y todos olvidan que la primera necesidad de un pueblo es la educación política. El gran caudillo, héroe de cien batallas, y ahora héroe de la paz, se encarga de las conciencias de todos. Hasta la moral de los individuos va a apoyarse en sus decisiones. Los padres le llevan el hijo calavera para que lo asuste o, si hace falta, lo mandan a la campaña del yaqui. Los Estados de la República vienen a ser circunvoluciones de su cerebro. “Me duele Tlaxcala”, dice, y se lleva la mano a alguna región de la cabeza. Y una hora después, como traído por los aires, el Gobernador de Tlaxcala está temblando frente a él.

¿Cómo puede haber –termina preguntándose Alfonso Reyes–, cómo puede haber después de este ejemplo –magno y asombroso si los hay, porque Porfirio Díaz era hombre de talla gigantesca–, como puede haber quien todavía predique entre nosotros doctrinas políticas fundadas en el materialismo histórico? No se conoce caso más puro de riqueza que un capital extranjero. El capital extranjero es una fuerza operante de exclusivo materialismo histórico, no contaminada de noción sentimental ninguna. No le importa el bien del pueblo, sino el rendimiento eficaz de sus esclavos. Es una energía irresponsable y mecánica. Y ella deshace a las naciones y entristece el trabajo1.

CULTURA, PUNTO DE PARTIDA

Advertimos, pues, y de ello es un testimonio concluyente la cita anterior, que no basta en América una política paternal de buenas intenciones como la que Porfirio Díaz quiso establecer en Méjico, si la política que trasciende de la persona del gobernante no emerge hacia fuera en viva realidad cultural. Quiero ver en estas crisis de América, y ello más que el extraño panorama anterior es la finalidad de la presente conferencia, quiero ver crisis de cultura (dando a esta hermosa palabra, tan trajinada en nuestro tiempo, el sentido de integración y armonía vital que debe tener).

La cultura es la forma que extrae y elabora de su propia existencia histórica cada pueblo, cada raza; comienza en el momento en que lo que fue inorgánico se torna orgánico, lo informe adquiere forma y sube a la luz de una conciencia radiosa hasta lo que fue instinto u oscuro retorcer subconsciente. Los pueblos como los hombres se introspeccionan; deben como el artista descubrir su temperamento, fijar de una manera consciente, y sobre todo posible, su relación con el mundo. De aquí que el hecho de la cultura es, como diría Simmel, vida y más que vida, forma que se adentra en la raíz de la personalidad, armoniza todo dualismo, da a los grandes hombres como a las grandes naciones un tono vital. La cultura comienza cuando cada pueblo tiene la revelación de su propia potencialidad; entre esas dos fuerzas que el desorbitado filósofo lituano llama Eros (lo caótico e indiferenciado, materia germinante, subsuelo y umbral de toda vida) y Logos (lo razonado y elaborado), se establece una circulación vivificadora. Cada cultura saca posibilidades de sí misma, irradia en ellas su propio destino.

Pero la idea de Cultura como algo que trascienda de nosotros mismos, adaptado a nosotros como el árbol importado de Europa recibe la cualidad diferenciadora del suelo americano, no se ha planteado todavía o a lo menos no ha tenido eficacia realista en nuestra vida hispanoamericana.

Claro que al liberarnos de España debíamos buscar, urgidos como niños precoces, las formas de política, administración u organización social que desconocíamos. En la vida americana, como en toda vida, debió existir ese período caótico en que nuestro instinto de ser buscaba molde o acomodo propicio. Era ese despertar de vocación que en la psique del adolescente se expresa en anhelos y pasiones encontrados, en desmesurada exaltación de la persona como enervante desesperanza. Mas después de ese período de excitación ante lo desconocido, de exploración del mundo debió llegar la hora de síntesis, de asimilación de lo adquirido, la hora de personalidad en una palabra.

Si pensamos un poco en los contrastes de la vida americana, en el dualismo criollo que representan individuos de realidad tan primaria, tan próximos al Eros indiferenciado, como esos caudillos de que antes hablé, e ideólogos sin raíz en su tierra, quiméricos, desorientados, advertimos esa fundamental desarmonía. Falta ese nivel medio, que en la cultivada Francia o en la sabia Alemania es precisamente el nivel de cultura. Porque si son las grandes personalidades las que suscitan las peripecias de la Historia, son los pueblos conscientes los únicos que pueden conservarlas. En nuestra América española, el ideal de un hombre de genio como Bolívar cae roto por las fuerzas híspidas, anárquicas, de la barbarie. El hombre superior en nuestro continente arrastra ese tremendo destino de incomprensión. De aquí el permanente pathos de la vida americana; somos pueblos de biografía más que de historia. Nos parecemos a esos semitas de los primeros milenarios de la historia antigua, pueblos en perpetua movilidad y nomadismo, entre los cuales despuntaba de pronto un profeta. Y precisamente porque ese profeta hablaba palabras extrañas, venía cargado de un destino profundo, se erguía sobre su pueblo de pastores como una voz sobrenatural, pasaba al relato oral o al folklore religioso, transfigurado. Un análisis de la concepción americana de lo heroico nos revelaría semejante actitud de espíritu. La historia no puede aparecer ante nuestros ojos sino como maravillosa biografía; la concepción de fuerza social nos es muy abstracta, y preferimos ver pasar por el horizonte –aunque este después se nuble– el rastro fulgurante de una personalidad. Así por una de esas paradojas de nuestra morfología social, el pueblo donde nació Bolívar, donde el culto de Bolívar tiene todos los caracteres de la biografía romántica, es el pueblo donde ahora gobierna Juan Vicente Gómez. La historia como contemplación, alarde y espectáculo, más que como fuerza reguladora.

La cultura como la vida social requiere permanencia. Empieza la historia cuando el cazador prehistórico se sedentariza por la invención de la agricultura, el perfeccionamiento del útil y la habitación fija. El hombre se detiene en un punto del Universo, edifica su límite geográfico; a la vida incierta y errante del primitivo opone su clara determinación de ser y estar. Estos son los dos primeros verbos históricos. Y en la tensión del ser y la fijeza del estar (la fuerza de cambio y la fuerza de tradición), se sitúa la cultura. La cultura equilibra, pues, las fuerzas externas de cambio o transformación (en la técnica, en la economía, en la vida política) con la personalidad permanente que se revuelve en el fondo del ser histórico.

Este equilibrio cultural es el que nos falta. Nuestras crisis de política y de educación son crisis de formas que pugnan por adaptarse a una realidad en que no se ven soldadas ni correspondidas. Ello da a la vida hispanoamericana su tinte de permanente impresionabilidad, de indecisión e inconstancia semejantes al del adolescente incapaz de seria concentración. Un temor a ser, a afirmar la personalidad, a diferenciarse en la lucha vital o la era histórica. Si el liberalismo americano ha pecado de irrealidad, y los caudillos surgieron como fuerzas plutónicas de la tierra precisamente porque los ideólogos no supieron advertirlos, lo que llamaríamos nuestros conservadores pecan por el extremo contrario: por miedo al porvenir, por estancamiento. Las clases conservadoras de América creyeron, como casi todas las clases conservadoras del mundo, pero con menos razón porque no había detrás de ellas una auténtica fuerza tradicional que las amparara, creyeron que bastaba para resolver el problema de nuestras democracias con las reformas políticas, inscritas en el lenguaje abstracto de los libros de Derecho Público. Que estos románticos derechos de nada sirven si no están correspondidos por una realidad social equivalente y justa, si no son más que un disfraz de las oligarquías, nos lo ha advertido la subversión social de nuestro siglo. Torno al ejemplo de Méjico que está más próximo y nos es más comprensible –por ser más simple- que el ejemplo ruso. Toda esa estupenda máquina de la oligarquía urbana que, como hemos visto, Porfirio Díaz engrasaba con positivismo científico, con el prestigio mágico de los técnicos, los profesionales, los hombres nutridos de libros y útiles europeos, esa como república darwinista que los diarios mejicanos anunciaban haber ya realizado hacia 1909 ó 1910, se vino al suelo cuando un indio melancólico pero cargado de fe religiosa anunció una simple verdad a los simples indios: los abusos del latifundismo, la injusticia social de la oligarquía. Porque no hay ciencia ni técnica que logre detener la rebelión contra la injusticia. Y el deber de toda política no es velar la realidad con bellas frases ni intangibles derechos, sino afrontarla valientemente, prever el porvenir, tener la conciencia y sobre todo el sacrificio que demande la hora.

Por ello toda política reclama un contenido cultural que se alce sobre lo transitorio de los hombres y las necesidades, que esclarezca la realidad, integre lo que está disperso y sea capaz de trascender en perspectiva de porvenir y de historia. ¿Tenemos en Hispano-América esta cultura? ¿Nos remontamos sobre lo eventual de los hombres y las circunstancias, con clara conciencia nacional, con responsabilidad histórica? Mucho me temo que sobre la idea de cultura, idea que expresa integración y destino, haya prevalecido entre nosotros la idea más falsa, quimérica e intelectualista de ilustración.

CULTURA E ILUSTRACIÓN

Opongo estos dos conceptos de cultura e ilustración porque ellos pueden servirnos para fijar nuestra relación con las ideas y la distancia americana entre realidad y teoría. La idea de ilustración es hermana gemela de la idea de progreso y ambas corresponden a esa superficial filosofía de las luces, filosofía muy del siglo XVIII que partía de la unidad de la especie humana, no distinguía bien las razas ni las temperaturas históricas y pensaba que la clara y laborada raison de un francés era la misma que determinaba la conducta de un japonés o un chino. La naturaleza humana podría ser modelada según ese contenido racional y el hombre ilustrado, que almacenó datos como el bibliotecario guarda libros, era su principal producto. El libro y el instrumento técnico eran como obras de magia que según la concepción del progreso podrían transformarnos ilimitadamente, superar nuestras posibilidades. Tomando las formas externas de la vida intelectual europea sin darnos cuenta del impulso interno que colmó su contenido, llegamos nosotros a pensar que progresábamos. Podíamos conocer, por ejemplo, con tanta destreza memórica como la de un estudiante francés los detalles de la guerra de Cien Años o las luchas entre Luis XI y el Temerario, y pensábamos que esas noticias constituían la cultura. Nuestra educación no hizo sino yuxtaponer informaciones sobre pueblos o culturas exóticas que repetimos sin comprender, sin adherirlas a nuestra personalidad. La mayor crítica que merezca la educación vigente en casi todos los países hispanoamericanos es la de ser una educación invertebrada, que se ha ido formando con las sueltas piezas de museo que nos mandaron de Europa. Con esas piezas de museo superpuestas o flotantes sobre una realidad muy distinta, no hemos hecho la síntesis, la ocupación que reclama toda cultura. A la calidad de la cultura, preferimos la cantidad de la ilustración. Cambiábamos de programa y derrotero como esos impresionables países pequeños que, según fueran las influencias que soplaran en la política mundial, trocaban las voces de mando, la táctica y los uniformes de sus ejércitos. Así los mismos soldados se cubrían sucesivamente con el kepi francés, el casco prusiano, el ancho sombrero yanqui. La realidad criolla bajo las aparatosas formas extranjeras seguía su arbitrario curso. Teníamos ante lo venido de fuera la boba sumisión y el impersonal sometimiento de la factoría. De esta manera nos manteníamos culturalmente pobres como esas naciones que importan más de lo que exportan.

Más que una conciencia social, la cultura suele parecernos aislado ornamento individual. Es privilegio de unos pocos que alardean de sus informaciones, o gozan de sus secretas búsquedas con mero designio decorativo –he dicho en otra parte. El libro que les llegó por el último correo es para ellos hermoso como buen artículo de París; le extrajeron una metáfora o una paradoja con que enriquecieron su dandismo intelectual. Llevarán durante algún tiempo esa metáfora o esa paradoja como flor en la solapa, o irisará a la luz de sus cónclaves exquisitos, como una corbata del ingenio2. Acentuamos de esta manera el tremendo desnivel americano entre el hombre ilustrado, que asume para nosotros el carácter esotérico de un mago en una sociedad primitiva, y el pueblo –nuestro sagrado pueblo de los himnos nacionales y las declamaciones patrióticas– que está sumido aún en muchos países del continente en oscura e inexpresada vida vegetativa.

No hay que ilusionarse pensando como cierta crítica materialista y a ras del suelo que este problema esencial del espíritu americano puedan resolverlo la técnica y los hombres prácticos. Debemos desconfiar de eso que mi compañero Gómez Millas llamaba en un penetrante artículo de Índice la “paradoja del progreso”; es decir, que los cambios externos produzcan una nueva psique, que el movimiento en la técnica colme una apetencia del alma. El progreso quiere ir de afuera hacia adentro, la cultura irradia de adentro hacia afuera. La técnica es necesaria, pero el espíritu es anterior a la técnica. Aún en los países que surgieron bajo la égida alucinante de la técnica como los Estados Unidos, se invoca hoy la necesidad de un nuevo humanismo. Toda la literatura yanqui de los últimos años –Dreiser, Lewis, Sherwood Anderson, Dos Passos, Waldo Frank– revela la tragedia de esa concepción instrumental del hombre y clama desesperada –en el país más rico de la tierra– por un humanismo integrador. El hombre no puede ser solamente un instrumento de producción. Debe educársele no sólo para dotarlo de un útil en la lucha económica, sino también para que su espíritu trascienda, para suscitar en él todas las posibilidades. Para la armonía y el orden del mundo Kant y Shakespeare son tan necesarios como Edison y Ford. La realidad del mundo está primero en el cerebro del filósofo que en las manos del hombre práctico.

Jamás podrá una mente estrecha y unilateral abarcar la complejidad de los sucesos e insertar una acción trascendente en ellos –dice un joven y agudo ensayista mejicano, Samuel Ramos–. Nuestro más grande anhelo es situarnos por encima de las oposiciones, no para evadir el campo de la lucha sino porque sólo desde la altitud se ensancha la comprensión, y lo que abajo parecía discordancia y enemistad, arriba se muestra como matices diversos de la misma cosa. Queremos que nuestro punto de vista nos permita comprender la identidad de los contrarios en el sentido hegeliano de esta idea. Sólo así puede el hombre con el entendimiento conocer y dominar con eficacia la corriente del devenir histórico3.

EL NACIONALISMO EN RELACIÓN CON LA CULTURA

Debía suspender con este elogio del espíritu filosófico el curso de mi conferencia, ya extensa, si no me quedara el escrúpulo de esclarecer algunos detalles. Reclamo para la cultura y como consecuencia para la política de América una idea en el sentido hegeliano, porque es lo único que pueda hacernos salvar esta etapa de pequeños intereses, de pequeñas necesidades, la política miope en que se debate sin espacio, perspectiva ni ámbito histórico la vida criolla. La lucha por la cultura fue en nuestros países más difícil, porque sobre el ideal ecuménico de un Bolívar prevaleció el interés aislador y regionalista de los caudillos. Estamos en el momento de recobrar con criterio realista, con sentido totalizador, ese ideal inicial de la América española.

Llegaremos a ese método realista sin sobrestima y sin desdén, con conocimiento justo que no excluye la crítica sino que más bien se fundamenta en ella. En la primera parte de esta conferencia oisteis una homilía contra el desdén. Negando lo propio, sometiéndonos indolentemente a nuestro carácter de factorías de la cultura europea, no afirmaremos nunca nuestra autonomía espiritual. Estaremos avistando siempre las naos que vengan de Occidente. Nuestras universidades repetirán sin agregarles ningún contenido, moviendo como un cuerpo extraño, las ideas llegadas de Europa. Nuestra literatura y nuestro arte expresarán tal vez la última moda surgida en los cenáculos de París, pero en ningún modo la esencia y la verdad de la tierra. Pero hay que defenderse también de la sobrestima y el nacionalismo rabioso, que nos cantan una canción optimista y nos ungen ya de un destino mesiánico. El optimismo sin crítica y la boba confianza no constituyen filosofía. El espíritu filosófico es ante todo análisis y vigilancia. Para el hombre que tiene espíritu filosófico siempre hay algo que enmendar, algo que puede ser mejor. Esta tensión del espíritu sobre la cosa es la primera fuerza de cultura. Nuestra condición de países nuevos que llegaron a la luz de la cultura cuando ésta ya ascendía al alto zenit, nos impone y nos impondrá durante mucho tiempo cierta dependencia espiritual de los viejos países que pueden suministrarnos los útiles y las formas de que carecemos. La personalidad nuestra se revelará no recorriendo el proceso de técnica o de ciencia que necesitó el europeo, para llegar a los productos actuales, lo que nos significaría retardo y absurda economía cultural, sino aplicando aquella ciencia y aquella técnica como método para explorar nuestro propio destino. Lo que urge es, pues, no crear un método americano que no podría ser sustancialmente distinto del método europeo, ya que fuimos países de conquista y estamos en la ruta de la civilización occidental, sino cargar ese método de nuestra propia sustancia, hacerlo nuestro expresando nuestro contenido. Método europeo, contenido americano parece por el momento la fórmula conciliadora de nuestro supranacionalismo cultural. Daré un sencillo ejemplo de la manera cómo concibo el problema.

Hace unos meses se debatía en los círculos literarios de Santiago la cuestión de si podía existir una literatura chilena, absolutamente diferenciada de las otras literaturas de habla española. La revista Letras abrió una encuesta cuya primera pregunta se expresaba así: “¿Puede existir la novela genuinamente chilena?” Invitado a responder, formulé las siguientes reflexiones: “La expresión genuinamente chilena me parece que limita el concepto. Los pueblos hispanoamericanos aún no pueden aspirar a una cultura y una vida tan propias en el sentido en que lo serían por ejemplo la vida inglesa, la vida rusa, la vida china. Las ideas y los hombres son en nuestras tierras productos aclimatados. Además, el mundo contemporáneo tiende a ser cada día más un mundo ecuménico, según la palabra grata al Conde Keyserling. Pero creo que dentro de lo general y universal (la manera de nuestro tiempo), es posible (y aún más es necesario) exaltar una modalidad chilena. Esto no podríamos realizarlo poniéndonos a espaldas de Europa. No podemos crear formas con nuestra sola voluntad. Necesitamos la técnica europea, puesto que no existe una técnica mapuche. No podemos prescindir de lo general europeo puesto que no hemos inventado nada con que reemplazarlo, pero dentro de ese imperativo general (que es el de nuestro tiempo), podemos ser particulares de nuestros países e individuales de nuestro propio sentido estético. No creo que estemos en situación de prescindir de la relación con lo extranjero. Las naciones sólo son naciones cuando entran en el activo juego de la concurrencia universal. El nacionalismo no es una fuerza estática. La cultura como la economía tiende a ser universal. Eso sí que como en los grandes mercados del mundo se cotiza el producto típico: salitre de Chile o víveres coloniales, lo que se buscará en nosotros dentro de la gran circulación humana es aquello en que nos diferenciamos. Los productos de nuestro clima espiritual que, siendo propio, se rige por las leyes universales del clima”.

Con las palabras anteriores expresé lo que pensaba del nacionalismo en literatura. Pudiera extenderlas a otras formas de la realidad como la economía o la política. Pero sería abusar de ustedes. La Universidad de Concepción, que alienta el más caluroso hogar de cultura que existe en Chile, no me ha llamado a resolver problemas. Simplemente, sencillamente, quise revelarles la sensibilidad de un hombre joven ante imperativos vitales de la tierra y la raza. Como las circunstancias nacionales y el proceso cultural en el continente tienen más de un punto de contacto, me atreví a hablar no de un país exclusivo sino de toda América. No lo hice por alarde ni tendencia a la generalización. Creo que se nos aclaran las circunstancias peculiares de cada país cuando lo comparamos con otros. La historia es hoy ante todo historia comparativa. Todos nuestros pueblos, con más o menos grados de progreso o de conquista técnica, viven en las mismas inquietudes espirituales, reaccionan ante los mismos estímulos. Por otra parte, nuestra comprensión aumenta, nuestro destino se hace más responsable, cuando sobre las fronteras de nuestros países, que no son fronteras espirituales, tendemos una mirada de totalidad. Hace falta, por circunstancias que todos sabemos, no perder esa ecuménica posibilidad hispanoamericana. El hispanoamericanismo si no se queda en las vanas fanfarrias y los discursos de las fiestas de la raza, si no es un pretexto para hacer retórica, si se apuntala en un firme método crítico, puede darle a la presente y a las próximas generaciones del Continente, una conciencia de raza y de cultura que sería lo mejor que nuestra América española ofreciera al mundo. Desgarrado por las crisis más dramáticas que conozca la historia de Occidente, óyense en el mundo contemporáneo clamorosas voces que piden unidad. El espíritu rebalsa las fronteras. Los pueblos de la misma tradición, del mismo origen, quieren agruparse. Ven venir peligros comunes y como ovejas perdidas en los despeñaderos, al atardecer, retornan al valle a apretar el rebaño. Hasta la misma Europa dividida y nacionalista pide unidad. Recientemente Ortega y Gasset cerraba las páginas del libro más conmovido y más lleno de sustancia moral que haya escrito – él que siempre danzó sobre las ideas- con ese clamor de unidad. Por los otros confines del mundo se oyen el llamado hindú, el llamado islámico, el llamado hispanoamericano. Los pueblos sueñan en las anfictionías de razas y culturas que por sobre sus ambiciones nacionales y pequeños odios los purifiquen y les abran con mayor fe las puertas obstinadas del porvenir.

Vuestra Universidad no carece de ese sentimiento de la hora. Véola abrir generosamente, a diferencia de otras instituciones emparedadas en la rutina y el prejuicio, véola abrir una ventana al futuro. Prever el futuro es la más alta política. Y por ahí, en letras grandes, en la excelente revista que publica esta Universidad, leo las palabras claras de una Encuesta sobre la Independencia económica de la América Española. El que vuestra Universidad se plantee problema tan esencial para la vida de nuestros países, me indica que de aquí podría irradiar por todo Chile la luz de una nueva conciencia: conciencia de cultura, firme conciencia de realidad.

NOTAS

1 Alfonso Reyes. “Méjico en una nuez”. Ensayo publicado en la revista Méjico. Septiembre de 1930.

2 Véase Índice, Nº 1. Santiago de Chile.

3 Samuel Ramos, Nacionalismo y cultura.

 


* Conferencia pronunciada en la Universidad de Concepción. En Atenea, año VII, tomo XIV, Nº 70, diciembre de 1930.

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