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Atenea (Concepción)

versión On-line ISSN 0718-0462

Atenea (Concepc.)  n.494 Concepción  2006

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-04622006000200005 

 

Atenea N° 494– II Sem. 2006: 67-82

ARTÍCULOS

 

"Carísimo padre mío y toda mi estimación en nuestro Señor": obstinación y afecto por el confesor en el epistolario de Josefa de los Dolores Peñailillo (Chile, s. XVIII)*

 

Bernarda Urrejola*

* Departamento de Literatura, Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile. Santiago, Chile. E-mail: bernarda_ urrejola@yahoo.com


RESUMEN

Las cartas autógrafas de sor Josefa de los Dolores Peñailillo (Chile, s. XVIII), conservadas inéditas hasta el día de hoy en el Monasterio de dominicas de Santa Rosa de Lima de Santiago de Chile, dan cuenta de la especial relación que se produjo entre la religiosa y su director espiritual, el jesuita Manuel Alvarez. La distancia, la prohibición de ser dirigida oficialmente por el padre que ella había elegido, así como las disposiciones que marcarían en 1767 la expulsión de la Compañía de Jesús, determinarían el cariz especial de estas misivas, en que abundan las muestras de afecto hacia el sacerdote, a quien Dolores considera el único refugio de su alma.

Palabras claves: Literatura de monjas, época colonial, relación confesor-confesada.


ABSTRACT

The unpublished letters that Sister Josefa de los Dolores Peñailillo, a Chilean Dominican nun from the XVIIIth Century, addressed to her father confessor, the Jesuit Manuel Alvarez, are housed in the Archive of the Dominican Monastery of Santa Rosa of Lima in Santiago, Chile. These letters show the remarkable relationship between the nun and the father confessor. The physical distance, the prohibition of being officially guided by the Father that Sister Josefa had chosen, as well as the dispositions that in 1767 would mark the expulsion of the Company of Jesus, determine the special tenor of the missives in which we can see abundant expressions of affection towards the priest who Dolores considered the only refuge of her soul.

Keywords: Nuns' literature, colonial period, nun and father confessor relationship.


 

Las 65 cartas que se conservan de la religiosa dominica sor Josefa de los Dolores Peñailillo (1739-1882)1, escritas de su puño y letra y enviadas por ella misma a su director espiritual, el jesuita Manuel Alvarez, y que se extienden desde una fecha anterior al 15 de marzo de 1763 y posterior al 7 de marzo de 17692 (sólo algunas están fechadas), constituyen una excepcional muestra de escritura de monjas de la Colonia. La situación que rodeó la producción de estas cartas fue bastante especial: si usualmente las religiosas eran obligadas a escribir por mandato de sus confesores, quienes les exigían hacerlo para poder dirigirlas espiritualmente y someter a juicio las vivencias extraordinarias que ellas les contaban en el confesionario3, sor Dolores, en cambio, no solo no fue obligada a escribir, sino que ella misma decidió hacerlo después de haber elegido sin permiso de la priora al sacerdote, que, según ella, debía ser su confesor, decisión relacionada implícitamente con un acucioso _y aunque quizá subconsciente, no por eso menos petulante_ proceso de autodescubrimiento de las peculiares características de su temperamento sensible y complicado, rasgos difícilmente comprensibles, a su juicio, por un confesor común. De este modo, estamos en presencia de una mujer que, por sobre las rígidas normativas conventuales del Chile de la Colonia, elige a su propio guía espiritual y persiste, contra viento y marea, como veremos, en mantenerse comunicada con él, pese a que la misma priora del convento ordenara lo contrario y pese también a todos los obstáculos que habrían de alzarse para continuar comunicándose con él. Estas mismas dificultades irán promoviendo un clima de complicidad y afecto entre la religiosa y su confesor que no es comúnmente hallable en textos de monjas, casi siempre muy controlados y expurgados por varones4. Establezcamos primero la situación de enunciación o contexto de producción que rodeó el inicio de este intercambio epistolar, para luego poder observar la especial relación que se iría produciendo con el tiempo entre los interlocutores. En sus primeras cartas, Dolores confiesa a su padre Manuel que, desde el minuto en que lo vio y lo pensó como posible guía para su alma, nunca más podría imaginar siquiera que otro sacerdote cumpliera este rol, lo que constituirá la primera y fundamental transgresión a la norma de obediencia y humildad que presentan estas misivas, puesto que, como veré, su insistencia en conservarlo como director espiritual irá mucho más lejos de lo conveniente a su estado. Esta primera transgresión de Dolores se concretó en un par de cartas anónimas que le hizo llegar al padre antes de pedirle definitivamente que dirigiera su alma _y pese a tener ya un confesor designado para ella_, quizá en un secreto intento por comprobar si era tan buen director espiritual como ella pensaba, pues le consultaba sobre temas de esa índole. El jesuita, por lo que revelan las cartas de Dolores _no se cuenta con las que él le enviaba pues ella debió quemarlas_, satisfizo con creces sus inquietudes espirituales, lo que la impulsó a pedirle al padre que fuera su director, a lo que el sacerdote accedió de buen grado; sin embargo, ello habría de llevarse a cabo de manera extraoficial, pues él estaba encargado de las almas de otras hermanas del convento. Así, se inicia un intercambio epistolar secreto, que no responde al tipo de comunicación usualmente permitida entre un guía espiritual y su dirigida, pues al tratarse de textos íntimos y secretos _el resto de las religiosas no debía enterarse_, estas cartas escaparían al dominio oficial:

Lo que me ha movido a no entregar mi alma a otro confesor es que, aun
antes de saber el trato y gobierno de su reverensia, se me deshasía mi
alma por ansias de tratarle y ponerme toda yo en su disposisión, algunos
años ha de esto (…); y teniendo yo mi genio contemplativo, y por esto
opuesto a dar disgustos, me dejé estar con el confesor que tenía (…)
sabiendo yo que ya estaba en la casa su reverensia, pretendí entregarle
mi alma, que quisás tendrá presente su reverensia que luego le escribí
una carta sin nombrarme, tratándole varias cosas y, habiéndome sasiado
sus letras mi alma, asegundé otra por mano de la madre, y, siéndome
pre
guntado qué intentaba en esto, le dije a la madre que mi alma clamaba
por su reverensia; y que, por no pareser desagradesida al confesor que
me gobernaba y que porque no fuese medio éste de que perdiese su fama
ni darle que sentir, perseveraba, pero con violensia en mi interior, y que lo
que pretendía era entregarle a su reverensia mi alma y gobernarme por su
disposisión, y que para evitar cuentos y sensuras, proseguiría confesándome
con el confesor que tenía, pero que su reverensia había de ser mi director,
a quien le había de dar cuenta de mi consiensia (Carta 3).

Evidentemente, la priora del convento no aprobó la elección voluntariosa de Dolores, que implicaba abandonar al confesor encargado de su alma, y por ello le prohibió ser gobernada por el jesuita, quien, como decía, ya había sido asignado a otras religiosas. Sin embargo, Dolores insiste, pues está tan segura de que su opción por el padre Manuel es adecuada (para ambos), que llega al extremo de pedirle al mismo padre que convenza a la abadesa para que reconsidere la decisión de no permitirle tenerlo por confesor. Nótese en la siguiente cita cómo le pide primero, y luego casi le exige al padre que hable con la priora, fingiendo que obedecerá si él, no pudiendo gobernar su alma, le aconsejare tomar a otro confesor. Por lo demás, le pide incluso que guarde silencio ante la madre sobre esta misma (atrevida) petición:

Yo le estimaré a su reverensia que hable con la madre sobre el punto ya espresado, porque me está ejecutando con instansia a que coja confesor, y sin grandísima violensia no lo puedo haser con tanta prontitud, y también hasta saber cuál sea la voluntad de su reverensia en esto, y si no puede hablar con la madre, escríbale en la determinasión que se halla su reverensia, que yo todo lo que le escribo en ésta, en orden a esto último que le trato, todo se lo tengo comunicado y me sierra las puertas del todo en [lo que respecta a] su reverensia, y pienso que se le ofrese a la madre que yo pienso quitarles el tiempo a otras almas (…) por esto propongo, si se puede o no, si puede su reverensia, dígaselo a la madre, y si no puede, también, y le dirá qué confesor puede ser al propósito para el asierto de mi alma, para que lo pida, y esprésele la suma nesesidad que tengo desto, y no me dilate mucho la respuesta (…) Si habla con la madre sobre lo dicho, no se dé por entendido que yo se lo he pedido; no presuma que yo quiero ir contra su voluntad, pues no pretendo esto, y el suplicárselo acá, es porque no quede de mi parte poner el último medio. Esto le advierto que lo trate con la madre, si puede (Carta 1).

Digo con seguridad que finge obediencia, pues Dolores no está realmente dispuesta a acatar lo que le manden, prueba de lo cual es que la madre, convencida de que Dolores debe desistir de su propósito, le propone cuatro sacerdotes _ninguno de ellos es el padre Manuel_ como posibles confesores, a lo que ella responde diciendo:

De los 4 padres, a los 3 he tratado menos al padre Cordero, y de todos, a quien se inclina mi alma, es sólo a mi padre Manuel Alvares, y así se lo tengo dicho a la madre priora, pero me dise que es un imposible el que yo pretenda esto; por la cortedad del tiempo que dejan las religiosas que tiene a su cargo; después, porque me dise que yo nesesito de asistensia en el confesonario, y que su reverensia no puede por sus sumos embarasos venir a particular, para mí… (Carta 2).

El desacato de Dolores es claro. No tiene ninguna intención de aceptar a otro confesor, aun sabiendo que las condiciones no son óptimas para ser dirigida por el jesuita y debiendo sufrir cada vez que le toca presenciar cómo el padre Manuel asiste en el confesionario a sus propias hermanas religiosas, sin poder acercarse. Pese a lo que se pudiera pensar, lejos de ser castigada por la abadesa, ésta terminó cediendo a regañadientes frente a tanta insistencia, permitiendo provisoriamente el intercambio epistolar entre ambos, aunque sin dejar nunca de repetir la necesidad de que Dolores regularizara su situación, puesto que, según la normativa religiosa, no puede haber dirección espiritual cabal, ni menos confesión, si no se lleva a cabo _por lo menos en un porcentaje mayoritario_ en presencia tanto del sacerdote como de la religiosa, e idealmente en el espacio legitimador del confesionario, puesto que se necesita de ambos participantes para que puedan realizarse con éxito los enunciados performativos del caso: fundamentalmente declaración de arrepentimiento y otorgamiento de perdón5. Entra entonces la priora, casi sin darse cuenta, en un circuito de complicidad basado en el ocultamiento de la verdadera situación frente al resto de las religiosas, para lo cual tendrá que aceptar un atrevimiento como el que Dolores despliega al decidir introducir su correspondencia en los sobres de las cartas dirigidas a la primera autoridad del convento:

Habiéndome puesto la madre los atajos que hay para no conseguir mis deseos, tropesando yo también en eso, aun antes de que la madre me lo dijera, le dije que, entre tanto se dolía nuestro Señor de mí, me permitiese el gobernarme por escrito con su reverensia para mis dudas y temores; a esto me respondió que sí, pero que había de ser encubierta a su reverensia, con que, aunque no venga mi carta en otra cubierta aparte, la puede su reverensia echar [en] el sobre escrito a la madre, que yo se lo advertiré que se lo he suplicado así a su reverensia para evitar ese trabajo y pensión; y, viniendo el sobre escrito para la madre, la puede su reverensia despachar en cualquier día, para no privarme a mí deste consuelo, que no tengo otro después de Dios, y así lo espero de la caridad de su reverensia (Carta 2).

Hay que reiterar que si la priora aceptó este intercambio epistolar secreto fue en el convencimiento de que sería temporal, puesto que el jesuita, por estar impedido de ver a Dolores corrientemente en el confesionario, sólo podría servirle como un cuasi guía espiritual (la idea de un director de almas era que pudiera asistir con frecuencia a la dirigida), pero en ningún caso como dispensador del perdón divino, por lo que Dolores se vería obligada a escoger confesores provisorios para poder reconciliarse con alguna frecuencia y comulgar. El deseo de Dolores de ser dirigida por el padre Manuel era tan grande, empero, que no lograba entregar su alma con sinceridad a ningún otro confesor, pues consideraba que era una "pérdida de tiempo" hablar con personas que la conocían tan poco. Esto no quiere decir que "su reverencia" la conociera en realidad mejor que los demás; se trata, más bien, de un empecinamiento basado en la idea de que sólo el jesuita podría llegar a conocerla y entenderla bien. Esta misma insistencia en el padre Manuel provocará múltiples problemas al interior del claustro, en especial con los distintos confesores que accederán a tratarla, pues ella declara no tener ganas de contarle su vida a ningún otro que no sea el jesuita: "ir aonde otro confesor, no lo pienso ni en tal ánimo estoy" (Carta 19):

… no se inclinaba mi alma a otro confesor más que a su reverensia; y, habiéndome salido el atajo de que se hiso cargo su reverensia de sor Nicolasa, no lo puse por obra, aunque con harto dolor de mi corasón, y habiéndoseme frustrado mi intento en su reverensia, no quise coger ni entregar mi alma a otro, y así he perseverado con el confesor que tenía 7 años, pasando lo que Dios, nuestro Señor, sólo sabe, porque ni su genio ni su espíritu han sido conformes con el mío; y así, aunque le he debido harta caridad en su puntual asistensia y en el deseo de mi mayor bien, trabajando en mi adelantamiento; pero como yo soy la que soy, ha ido todo perdido y, llegando esto a estado de no entenderme el padre ni menos entenderle yo (…) Viendo, pues, el poco adelantamiento que tenía mi alma en este modo de trato, me resolví a dejarlo (Carta 1).

Esta actitud será interpretada como soberbia por los distintos confesores, quienes muchas veces perderán la paciencia con ella, de lo cual Dolores se quejará constantemente ante el padre Manuel. Pese a los múltiples problemas con los sacerdotes, las distintas abadesas y las hermanas religiosas, la resistencia a hablar de sí con otros confesores se mantendrá hasta el final, llevándola incluso a hacer confesiones parciales o incompletas:

… y le aviso que, de que le hablé para mi confesor, me hiso haser confesión general de toda mi vida; me asiste con gran frecuensia, tres días a la semana; me atiende con mucha caridad, así en lo espiritual como en lo temporal; tres mese[s] ha que me confieso con él y ya me está preguntando de las cosas que pasan a mi alma, y quier[e] que de lo pasado, presente y por venir, de todo le informe: pero de todo no sabe nada, y le estoy entreteniendo el tiempo, en lo que acaese de dudas y temores, aunque bien me está apurando, diciéndome que así conviene, que no le reserve nada, para proceder con asierto, y que bien conosida me tiene en lo poco que le he tratado; a esto le respondo que si ya me tiene conosida, para qué quiere más informe, que no soy más de los que ha experimentado y sabe, etcétera (Carta 57).

Con su actitud, Dolores desobedece la estricta norma que mandaba obediencia a los confesores designados para ella, y, más grave aún, no respeta el sacramento de la confesión, pues no cuenta toda la verdad. Esta resistencia a entregar su alma a otros sacerdotes, sin embargo, nunca se hará manifiesta de una manera confrontacional, sino a través de distintos recursos de ingenio o de retórica; por ejemplo, aceptando formalmente a algún confesor provisorio, pero asegurándole al padre Manuel, con rebeldía y desolación: "yo no me [he] de descubrir a ningún confesor, ni hay quién me entienda, ni hallo sujeto a quien ir" (Carta 62). Esto nos revela a Dolores con una conciencia de sí en cuanto individuo diferente del resto, que se considera especial y que por lo mismo está convencida de que no puede ser guiada por cualquiera. En una oportunidad, uno de sus confesores provisorios llegó a persuadirse de que sus continuas enfermedades se debían a que estaba endemoniada, y ella, considerando que tal opinión era una "bufonada", se la explicaba displicentemente diciendo que "es porque no le trato todas mis cosas, porque, de puntos de confesión no paso ni pasaré, con la grasia de Dios, aunque más preguntas y repreguntas me ha hecho" (Carta 60).

Todo lo que Dolores ocultaba a los demás confesores se lo confiaba al padre Manuel. Esta honestidad a la hora de comunicarse con el sacerdote iría conformando una red afectiva entre ambos que volvería cada vez más difícil para Dolores la posibilidad de elegir nuevo confesor, y que haría transitar la relación desde la formalidad de la norma hacia una intimidad que difícilmente habría sido permitida en un ámbito de mayor regularidad. Si para Dolores el padre Manuel se transformaba en el único consuelo de su atribulada alma, la situación del jesuita no era menos apremiante _sobre todo cuando debe viajar, se enferma o se acerca su expulsión6_, todo lo cual comenzaría a dar un matiz muy particular a estas cartas, entre otras cosas por el hecho de que la debida relación asimétrica que tenía que establecerse entre un confesor y su confesada, entre un guía espiritual y su dirigida, se verá tensada por el formato epistolar, puesto que, si se daba por supuesto que nadie leería lo escrito además de su destinatario directo y si no había una instancia oficial que vigilara que el trato entre ambos se ajustara a las normativas, nada impedía que Dolores se dirigiera a su confesor con muestras inequívocas de confianza y afecto.

Señalaba al comienzo que la forma más tradicional de escritura religiosa es la autobiografía. ¿En qué se diferencian las cartas de la autobiografía? Asunción Lavrin (1995) divide las cartas conventuales entre aquéllas concernientes a la espiritualidad y las propias de lo cotidiano; entre las primeras, más escasas, se encontrarían las de sor Dolores: "escritos confesionales que hacían las monjas a sus confesores de modo periódico, bajo su instancia y por un periodo considerable de tiempo" (44). Para Lavrin, característico de este tipo de comunicaciones era el dar cuenta de la "salud del alma" por orden del confesor, manifestando la emisora una repulsión a escribir en virtud de la autoconsideración de su poca valía y reducido entendimiento. Además, estas cartas actuarían como una confesión por escrito _rasgo que comparten con la autobiografía de monjas_, pues en ellas se va contando con detalle la relación entre el yo enunciante y su espiritualidad, a la espera de un "juicio" o dictamen que determine la validez de las experiencias o su grado de peligrosidad, dependiendo del caso. Debemos recordar, empero, que Dolores no comenzó a escribir por orden de su confesor, de modo que sólo manifestará rechazo a la escritura cuando se sienta muy enferma y deba escribir pese a ello, pues la comunicación epistolar es el único medio por el cual logra obtener alivio a sus penurias espirituales y físicas. Uno de los aspectos fundamentales en que se diferencian las cartas de Dolores de los relatos autobiográficos tradicionales es que, a diferencia de éstos, en que la narración se hace mirando hacia atrás, en un movimiento que va desde la infancia hasta el momento en que se está contando la historia _con el que en general se da por cerrado un ciclo_, las cartas corresponden a un día a día; esto es, son un reflejo bastante más vívido, si bien parcial, de los procesos experimentados por quien escribe a través del tiempo: las religiosas que hacen confesión general en formato de relato autobiográfico cuentan su vida situadas en un momento posterior a los hechos, a diferencia de Dolores, cuyas cartas acompañan su devenir existencial situándose en aquel presente desde el cual ella enuncia y que se deja traslucir a veces en las pocas cartas que tienen fecha. De esta manera, las cartas no despliegan una comprensión global de la existencia, pues no se plantean como un relato definitivo acerca de la propia vida, sino que se disponen a manera de diálogo, en medio del cual se introducen fragmentos autobiográficos. Esto da una riqueza excepcional a las cartas, sumado el hecho de que, generalmente, los relatos autobiográficos eran intervenidos por los confesores (quienes cambiaban y mejoraban el estilo, por ejemplo), proceso por el que las cartas de Dolores no pasaron, pues se trata de los escritos originales.

En cuanto género, la carta tiene una característica especial y es que "tiene como supuesto una ausencia" (Morales, 2003), esto es, quien escribe se dirige a alguien de quien lo separa "una distancia insalvable" (26), que no es sólo física. Esta distancia insalvable, en el caso de Dolores, estaba dada por la obligada lejanía respecto del padre Manuel, a causa de que éste no era su confesor oficial, por lo tanto rara vez podía encontrarse cara a cara con él en el confesionario; además, dicha distancia pronto se vería agravada por su traslado al sur como rector del Colegio jesuita de Concepción, y por las disposiciones generales que marcarían la expulsión de los jesuitas del reino, lo que haría aún más dificultoso el contacto. Ahora bien; si desde el punto de vista de la teoría literaria, siempre se escribe en ausencia del receptor, al que se figura como lector posible, ¿cuál sería entonces la especificidad de la carta en relación con otros géneros escriturales? Lo especial de este tipo de comunicación es que mediante ella, el sujeto que escribe se representa al otro ausente como si estuviera frente a sí, y "a la manera de un conjuro", como señala Leonidas Morales (2003), pareciera conversar con ese otro en un diálogo que es _o simula ser, según el caso_ muy íntimo. Así, la escritura epistolar se "construye" sobre la ausencia del otro, al que se le da "un rostro", y con el cual se entabla una secreta complicidad. La autobiografía, en cambio, es un relato mucho más ensimismado, centrado más bien en la disposición lógica y cronológica de los acontecimientos pasados de la vida de un sujeto que se mira en el espejo de su propia trayectoria, a sabiendas de que escribe un texto que será sometido a examen, en el caso de las religiosas. Será precisamente la libertad propiciada por la instancia epistolar la que permitirá a Dolores ir efectuando una serie de transgresiones a la norma, que la intimidad e informalidad propia de las cartas admite. Pese a que Dolores considere con mucha seriedad las cartas del padre como parte de su particular y solitario proceso de dirección espiritual (las respuestas del sacerdote podían tardar meses), de todas maneras la situación de comunicación de las cartas promueve en ella una inevitable relajación del discurso, pues la estructura de este tipo de textos no responde a un orden establecido, como es el caso de la autobiografía, en que el orden para lo dicho es cronológico. De esta manera, Dolores podrá referirse con bastante libertad a lo que quiera, y de ahí que a veces comience hablando de sus malestares físicos _"díseme su reverensia que le dé informes de mis habituales quebrantos" (Carta 4)_, o bien decida dar cuenta de lo que él le ha ordenado en los escasos encuentros en el confesionario _"Paso a obedecer a su reverensia en lo que me dejó mandado en el corto instante que logré oírle con gran consuelo de mi alma"(Carta 6), "paso a otro punto por darle respuesta a lo que me preguntó en el confesionario" (Carta 13)_, en un anhelo de dar coherencia a un género que se resiste a un ordenamiento estricto.

A la espera de la normalización de su situación, Dolores comenzaría a contar al padre Manuel episodios de su vida pasada y presente, dando inicio a un proceso de dirección espiritual sui generis que se prolongaría por bastante tiempo. Con mucha preocupación porque el padre Manuel no creyera que a él también le escatimaba información, sor Dolores intentará dejarle muy en claro la diferencia entre él, su auténtico director espiritual, y el resto de los sacerdotes, simples confesores circunstanciales, procurando casi con exageración decir al jesuita toda la verdad de los hechos:

He procurado hablar con claridad, verdad y sinseridad, para que su reverensia disponga de mí, en cuya disposisión me dejo, y por esto digo mis deseos, y lo que se me ha permitido y lo que no, y hasta cuándo, y en qué tiempos ha sido lo que ha sido pesado, y lo que [he] hecho con repugnansia, y lo que me ha causado indisposisión, para que así caminemos libres de engaños, y se me permita lo que su reverensia hallare conveniente delante de Dios (…) He procurado hablarle y tratar mi interior con la mayor claridad y sinseridad que me ha sido alumbrada, con suma llanesa y confianza, sin el menor vensimiento, cosa estraña en mí, porque por otros confesores he sentido repugnansia, y la fuersa de la rasón sola me ha obligado, y siempre que le he tratado he sentido esto en mí, como si hablara o tratara con quien me conose y entiende mi alma, así es la libertad que tengo en mi interior… (Carta 4).

Esta repugnancia a obedecer los dictámenes de los otros confesores y su altanería soterrada poco a poco irán haciéndose más conscientes en la misma Dolores, quien lo confesará al padre en repetidas ocasiones: "me parese más fácil meterme en una hoguera de fuego que rendirme y sujetar mi juicio y voluntad" (Carta 25), sin que por confesarlo pueda dejar de hacerlo, pues su inteligencia le entrega mil razones que la convencen de que la autoridad se equivoca:

Padesco, pues, grande oposisión a lo que se me manda, horror a todo lo que es obedeser; a esto se acompaña proponérseme en el entendimiento variedad de discursos y rasones, por donde casi creo que aquello no está, según rasón, bien ordenado; parese que la voluntad abrasa creyendo todo lo que ocurre a la imaginasión, esto me mueve a faltas de caridad para con las superioras, y casi me pone esto en términos de crer que operan por pasión [más] que por rasón, y que todo es nasido de antipatía o poca cordura (…) De sólo pensar el poner en obra lo que se me ordena, me tiembla el cuerpo, toda la naturalesa se me conmueve para reprimir esto en el interior, para que no se conosca en las agsiones que me cuesta lo que no es desible; al fin, se va reventando contra la corriente con tal tedio, repugnansia, odio y aborresimiento, que casi retrocedo; y si lo hago lo que se me manda es con millares de faltas (…) Déjolo al discurso de su reverensia, porque yo no le hallo comprensión (Carta 25).

Ya decíamos que la condición íntima y secreta propia de las cartas propiciaba inevitablemente un acercamiento no del todo ortodoxo entre la religiosa y su confesor; cercanía mucho mayor a la que podría alguna vez llegar a producirse en un relato autobiográfico corriente. Esto no debe llevarnos a error, pensando, por ejemplo, que en estas cartas habría un despliegue de amor erótico o de algún tipo de relación pasional; muy de otro modo, si las cartas de Dolores que tenía en su poder el padre Manuel fueron regresadas al convento _no todas, pero buena parte_, donde fueron conservadas por las religiosas hasta el día de hoy, es debido a que en ellas no puede apreciarse a simple vista ningún contenido transgresor propiamente tal. Las cartas no rompen con el límite impuesto para una relación espiritual entre un confesor y su dirigida, pero sí puede verse en ellas un acercamiento poco común entre ambos, dado por el afecto y por las condiciones difíciles en que se constituyó el vínculo, situación exacerbada por el necesario secreto que ambos debían guardar respecto de la comunicación que se había establecido entre ellos.

Así, me interesa destacar cómo, con el correr del tiempo, Dolores comenzará a tratar al padre con evidentes muestras de cariño y preocupación: "Carísimo padre mío y toda mi estimasión en nuestro Señor" (Carta 24), "Mi muy venerado padre, único consuelo de mi alma" (Carta 37), "por amor de Dios, quien me lo guarde muchos años en su santo amor" (Carta 53). Por lo demás, su vínculo con el sacerdote era ideal para ella, pues él no le exigía, como los otros, que explicara hasta la extenuación sus vivencias, cosa que le provocaba mucho tedio; muy por el contrario, el jesuita le permitía comunicarse con un lenguaje casi cifrado, que sólo ellos entendían, lleno de implícitos: "por el peligro que pueden correr mis cartas de aquí allá, (…) le advierto que me esplicaré sólo de modo que su reverensia me entienda" (Carta 24). Dolores sabe que el padre llenará los "vacíos" de su texto, porque la conoce y sabe además que la escritura es insuficiente, pues "todo no se puede remitir a la pluma" (Carta 19): "Mi Señor dará luses abundantes a su reverensia para que conosca y supla lo que a mí me falta de esplicasión, que bien sabe mi Señor que no es defecto de mi voluntad, sino de mi incapacidad" (Carta 34). De este modo, teniendo mucho tiempo para estar a solas con su alma, cuestión que le agradaba mucho, pues solía tener "grande odio asérrimo a todas las gentes" (Carta 25), Dolores comenzará a reconocer en el padre Manuel a un interlocutor excepcional, lo que, unido a la separación cada vez mayor entre ambos, la llevará a olvidarse de las formalidades debidas y a expresar sin tapujos su gran afecto, incluso enviándole regalos como muestra de agradecimiento o para hacerle más liviana su enfermedad, cuestión absolutamente prohibida por los manuales de confesores:

Remítole 3 dosenas de bizcochos para el camino: perdone, su reverensia, la cortedad, que su pobre Dolores pidió lisensia para aviar a su padre de otro modo, y no sólo me la negaron, sino que me dijo mi buena madre, como que tan conosida tiene a esta mala hija, que era una soberbia, que me humillase… (Carta 23).

Remítole un cordobán para que mande haser sapatos; no se los mandé haser, porque no sé qué punto calsa, y el pañuelo de vicuña que va, déjelo para su uso o para que se abrigue el estómago con él (Carta 54).

De su salud no me dise nada ni cómo le va en su curación, ni si le falta algo que yo le pudiera aliviar. Le remito una fuentesita de peros en almíbar, que creo no le harán daño por ser fruta sana (Carta 58).

No sólo manifestará su cariño por el padre a través de regalos, sino mediante expresiones de aliento destinadas a apoyarlo frente a la dura noticia de su cercana expulsión. Sacando fuerzas de flaqueza, pues ella estaba enferma y además le era muy difícil conformarse con las disposiciones del rey, le escribe al padre como sigue (nótese cómo ella se traslada de su papel de dirigida al de confortadora):

En fin, aliente, esfuerse y dilate su corasón en sólo Dios, y en este punto no me esté pusilánime, que en estas últimas [cartas] suyas noto escaesimiento de ánimo, lo que ha contristado mucho mi alma y corasón, y por esto me ha hecho salir de mis casillas en ésta. Esto no se ha de conseguir por medios humanos, ni menos por causas naturales, pues si sólo se ha de esperar en Dios, de quien resulta todo nuestro bien, qué hay que acobardarse por que se vayan ejecutando las órdenes de nuestro rey, a quien, pido le haga el Señor muy santo, santo, santo (Carta 52).

Si bien en este corto espacio no podemos hacer un análisis más profundo, baste lo visto para comprender que las características particulares del epistolario que sor Dolores escribió a su padre Manuel dejan entrever a una sujeto-mujer inquieta por su propia alma y por la conformación especial de su personalidad; distinta, según su propia opinión, del resto, lo que la llevó a proyectar en aquel "otro" que era el jesuita la imagen de un interlocutor ideal (el único posible, a su juicio) para encargarse de un alma tan compleja como la suya. El debido secreto que se alzaba sobre su relación epistolar, así como las distancias y las dificultades que tuvieron que vivir cada uno en su respectivo contexto, fueron factores que contribuyeron a fortalecer el vínculo afectivo entre ambos, pasando por sobre las normativas planteadas, por ejemplo, en los múltiples manuales de confesores, que señalaban fehacientemente la prohibición de tal cercanía entre el sacerdote y su dirigida. Quizá textos como este epistolario debieran hacernos suponer que el mundo colonial _y específicamente el conventual_, tan rígidamente caracterizado a veces, presentaba muchas más fisuras a la norma de las que se pueden observar a simple vista; intersticios en que, como vemos en este caso, los lazos afectivos entre dos seres humanos y la necesidad de contar con otro que comprenda los avatares de la propia conciencia superan cualquier prohibición y doctrina, llegando incluso a subvertir los roles establecidos. Dolores, en efecto, lejos de ser dócil y resignada, lucha por su objetivo tenazmente hasta que lo consigue, olvidando el mandato de obediencia y humildad que rige a toda buena religiosa.

NOTAS

1 Este texto forma parte de los estudios que actualmente se realizan en el contexto del proyecto DI SOC 05/23-2 de la Vicerrectoría de Investigación y Desarrollo de la Universidad de Chile, del cual soy investigadora responsable. El corpus de misivas de Josefa de los Dolores Peñailillo fue recopilado y fijado definitivamente el año 2003 por el equipo dirigido por Lucía Invernizzi Santa Cruz, en el marco del proyecto de investigación Fondecyt 1010998. El Epistolario aún no ha sido publicado, y continúa siendo estudiado en el proyecto Fondecyt 1040964, que también dirige Lucía Invernizzi y del cual participé como tesista el año 2005. Por esto sólo puedo referirme al número de carta (no a números de página) cuando corresponda citar a esta religiosa. Conservo, además, la ortografía original.

2 Ver, para mayores detalles acerca del proceso de fijación y ordenamiento de las cartas, el texto de Lucía Invernizzi (2003). Resulta de especial interés la división que se plantea en este artículo para las cartas de Dolores, dispuestas en tres etapas: la primera, desde que comienza el intercambio epistolar (1763) hasta septiembre de 1765, en que empieza una segunda etapa, determinada por el traslado del padre Manuel como rector del Colegio jesuita de Concepción, y una tercera etapa, posterior a 1766, que se relaciona con los dictámenes reales de expulsión de la Compañía de Jesús, en 1767, y que se extiende, muy esporádicamente (hay poquísimas cartas relativas a este periodo), hasta aproximadamente 1769 ó 1770.

3 "El género que se adoptaba para este propósito [examinar la experiencia de la religiosa] solía ser el de la historia de vida que, para los confesores, tenía la ventaja de situar en un contexto estas oleadas de éxtasis y organizarlas como la historia de una conversión. Estas historias les permitían a los confesores juzgar si estaban tratando a una mujer que había sido señalada durante mucho tiempo por Dios para recibir sus favores, o si se trataba de casos aislados de "ilusiones". Estas historias de vidas, que con frecuencia la monja mística asentaba por escrito o dictaba con renuencia, utilizaban una serie de metáforas consagradas por la tradición: fuego, sed, herida, sangre. Este lenguaje muy convencional sólo permite algún acento original cuando se trata de los asuntos cotidianos de la vida del convento. El lenguaje rústico de la mujer, muy distante del lenguaje de los letrados, se quedaba sin embargo en manuscrito. En los casos en que se publicaba, el manuscrito tenía que ser editado y pulido por un sacerdote". Franco (1993, p. 37).

4 Recordemos que infinidad de relatos de monjas eran editados por sacerdotes y reutilizados para construir relatos hagiográficos en los que muchas veces omitían el nombre de su autora, pues solían estar constituidos por retazos de historias de distintas religiosas probas, jerarquizadas en torno a una figura central. Ver el tratamiento de un tema similar en De Certeau (1993).

5 La confesión, doctrinalmente hablando, forma parte de uno de los siete sacramentos de la Iglesia: el perdón de los pecados. Este sacramento habría sido establecido por Jesucristo al resucitar, y ha sido nombrado de diversas maneras a lo largo de su historia _penitencia, confesión o reconciliación_, según el énfasis que se le haya dado a alguno de sus componentes. Su sustento teórico es el siguiente: a causa del pecado mortal los humanos rompen su amistad con Dios y perjudican al resto de los cristianos, miembros todos del Cuerpo Místico. Para restablecer la armonía, sólo queda recurrir a la "conversión", que implica volver a Dios con el corazón arrepentido, detestar el pecado, manifestar firme voluntad de no volver a cometerlo y dar una "satisfacción" adecuada, destinada a reparar la falta. Es así como se conforma este sacramento, usualmente conocido como "reconciliación", destinado a la mencionada conversión de los penitentes, y que se compone de tres partes: contrición, confesión y satisfacción, a las que se agrega la absolución sacramental otorgada por el confesor en nombre de Cristo y de la Iglesia. Con respecto al primer paso, el de la contrición, que para algunos es simplemente un sinónimo de arrepentimiento sincero, en un principio hubo grandes discusiones teológicas respecto de si podía haber contrición sincera o si en general se trataba de simple "atrición", más vinculada con el miedo al castigo eterno que con el verdadero arrepentimiento. Distintas escuelas teóricas han determinado su disimilitud o equivalencia a lo largo de la historia, cuestión de énfasis más que de definición. Después de la preparación viene la confesión, que equivale a la manifestación verbal de los pecados, sobre todo los graves y aquellas circunstancias que podrían cambiar su carácter. La satisfacción de las faltas supondrá, de este modo, un cambio profundo en la actitud del sujeto respecto de Dios, considerando una compensación del error por medio de acciones concretas impuestas como pena por el confesor _penitencia, que es la expresión práctica del arrepentimiento. Es necesario subrayar que el proceso de la confesión no está completo con las solas palabras del penitente: requiere todavía de la absolución que entrega el confesor, quien, en tanto ministro de la Iglesia e intermediario, debe extender ambas manos _o por lo menos la mano derecha_ sobre la cabeza del penitente, y pronunciar las palabras rituales _esta necesidad de la presencia fue muy recalcada en los manuales para confesores, según los cuales no se podía dar la absolución por escrito a una religiosa_, diciendo: "Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén" _sólo la parte en cursiva es insoslayable. De esta manera, una vez que el sacerdote traza la señal de la cruz sobre el penitente, quien responde "amén", queda sellada la reconciliación con Dios y con los semejantes en su dimensión individual y también social, la que no se hará efectiva completamente sino hasta que el penitente cumpla la tarea de satisfacción encomendada. Mayor información en: Delumeau (1992), Canitano y Gómez de Canitano (1993), Foucault (2001, 2003).

6 El 2 de abril de 1767, el rey Carlos III de España mandó la expulsión absoluta y definitiva de los jesuitas de todo el territorio hispano, tanto peninsular como ultramarino (el mismo día y a la misma hora bajo amenaza de muerte, con 24 horas de plazo), sin que el Papa Clemente XIII pudiera evitarlo. Pese a que fueran enviados a Roma, donde supuestamente contaban con el favor papal, allí tampoco fueron acogidos: "En cuanto sabían que los barcos iban cargados de jesuitas, nadie los quería recibir" (Torres de Castilla, 1865, p. 127). Sería Clemente XIV, en 1773, quien finalmente firmaría (en un esfuerzo inútil, puesto que después se restablecería), la disolución de la Compañía de Jesús, aduciendo, entre otras razones, que en el Concilio de Letrán ya se había establecido que no debían crearse nuevas órdenes, y que la Compañía se había desviado de sus normativas originales, entrometiéndose en política.

REFERENCIAS

Canitano. R. y Gómez de Canitano, N. 1993. Breve diccionario de liturgia. Buenos Aires: Bonum.

De Certeau, M. 1993. "Una variante: la edificación hagiográfica". En La escritura de la historia (2ª ed.). Santa Fe: Depto. de Historia, Universidad Iberoamericana, pp. 257_269.

Delumeau, J. 1992. La confesión y el perdón. Madrid: Alianza.

Foucault, M. 2001. Los anormales. México: FCE.

Foucault, M. 2003. Historia de la sexualidad. Buenos Aires: Siglo XXI.

Franco, J. 1993. Las conspiradoras. México: Fondo de Cultura Económica.

Invernizzi, L. 2003. "El discurso confesional en el Epistolario de sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo (siglo XVIII)". Historia (PUC), vol. 36, Santiago, pp. 179-190.

Lavrin, A. 1995. "De su puño y letra: epístolas conventuales". En M. Ramos Medina (coord.): El monacato femenino en el Imperio español. Memoria del III Congreso Internacional sobre monjas, beaterios, recogimientos y colegios. México: Centro de Estudios de Historia de México Condumex.

Morales, L. 2003. Carta de amor y sujeto femenino en Chile. Santiago, Chile: Cuarto Propio, p. 26.

Torres de Castilla, A. 1865. Historia de las persecuciones. Barcelona: Imprenta y librería de Salvador Manero, tomo IV.

Recibido: 06.06.2006. Aceptado: 02.11.2006.

 

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