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Atenea (Concepción)
versión On-line ISSN 0718-0462
Atenea (Concepc.) n.493 Concepción 2006
http://dx.doi.org/10.4067/S0718-04622006000100003
Atenea N° 493 - Primer Sem. 2006 ARTICULOS
Ramón Latorre*, María Elena Moreno** * **Socióloga. Estudiante del Doctorado en Lingüística y Humanidades, Universidad Austral de Chile, Valdivia, Chile. RESUMEN
CIENCIA Y HUMANIDADES
Así como la hermandad pitagórica puso a la ciencia junto a la música y la religión, la ciencia como la entendieron los renacentistas no era sino otra rama de la filosofía: la filosofía de la naturaleza. Koestler (1959) mira esta revolución como una que “en su búsqueda cósmica derriba las murallas del mundo medieval, cambia las jerarquías y los valores morales y transforma el paisaje europeo tan completamente como si una nueva especie hubiera aparecido en nuestro planeta”.
Esta “mutación” de la mente de los europeos en el siglo diecisiete introducida por el Renacimiento es un claro ejemplo del impacto de las ciencias en las humanidades y nos ilustra el gran error que se comete cuando se erigen barreras académicas y sociales entre estas dos actividades que ennoblecen a los seres humanos. Y “humano” es precisamente la palabra correcta cuando nos damos cuenta que todos los sistemas cosmológicos, desde los pitagóricos a Copérnico, reflejan prejuicios inconscientes y las posiciones filosóficas o políticas de sus autores. Desde la física a la fisiología, no hay rama de la ciencia que no esté influenciada por algún tipo de metafísica.
Pierde entonces la ciencia ese barniz racional con que se la tiñe usualmente y vemos que está constantemente influenciada por el medio cultural en el cual se desenvuelve. Sostenemos que las humanidades y la ciencia en nuestra civilización occidental, esa que nace en el mediterráneo, son hermanas siamesas quizá con diferentes cerebros, pero con un solo corazón. Tan unidas están las ciencias de las otras expresiones del intelecto que cuando una se detiene se inmovilizan todas. No hay puente que una el milagro griego con el surgimiento del Renacimiento. En este oscuro periodo lleno de santos y cruzadas se pierde el deseo de leer el Libro de la Naturaleza y se denigra toda manifestación cultural. El tercer volumen de las Instituciones divinas de San Lantacio se titula “Acerca de la falsa sabiduría de los filósofos” y niega la existencia de las antípodas con argumentos tan cándidos como que la gente no podría caminar con los pies sobre la cabeza o que la lluvia no puede caer hacia arriba. San Jerónimo, el traductor de la Vulgata, la versión latina de las Sagradas Escrituras, realiza una batalla de toda la vida en contra de la tentación de leer los clásicos paganos: “Señor, te niego al poseer libros llenos de palabras o si de nuevo llego a leerlos”. Refiriéndose a la literatura clásica Einstein (1982) nos dice:
Teorizar, generalizar y establecer un marco conceptual en un campo de trabajo determinado es considerado por los científicos como parte integral de su trabajo. Sin embargo, muchos epistemólogos consideran que teorizar y la formación de conceptos a la manera de Aristóteles queda dentro del dominio de la filosofía. El primero que marcó esa diferencia entre la filosofía y la ciencia como la conocemos hoy en día fue Galileo Galilei. Con él se inicia la ciencia moderna, siendo el primer investigador del que tenemos noticias históricas. En una sola cita podemos apreciar cómo este gigante intelectual puso patas para arriba el universo aristotélico. Esta cita la encontramos en la Carta a la Gran Duquesa Cristina de Lorena:
Muy a menudo escuchamos que la separación entre la ciencia y las humanidades es una consecuencia de la incapacidad de los científicos de apreciar el “elemento humano” cuando realizan sus investigaciones. Sin embargo, no creemos que podamos hacer recaer toda la responsabilidad en los hombros de los científicos. Uno de los más grandes biólogos evolucionistas del siglo pasado Ernst Myer (Myers, 1997) comenta al respecto:
Así como la física pone su ojo escudriñador en partículas esquizofrénicas como el electrón, quien en su doble personalidad puede ser una onda o una partícula, la biología investiga desde la conducta de las macromoléculas que contienen toda la información que define a los seres humanos hasta el comportamiento de los millones de neuronas que componen nuestro cerebro. En este proceso de averiguaciones no tienen cabida el autoritarismo, los dogmas, la deshonestidad o la falta de independencia en el pensamiento. La ciencia que perdura es la que crea un nuevo paradigma y rompe de manera revolucionaria con los arquetipos anteriores (Kuhn, 1990), lo que implica un acto creativo y es por eso que el científico así como el poeta no puede estudiar una bacteria o manejar una ecuación sin involucrarse intelectual y emocionalmente. En el acto creativo no hay, de acuerdo a Popper (2002), un método lógico que nos permita tener nuevas ideas o, dicho de otra manera, todo acto creativo contiene un elemento irracional. Es más, es la intuición la que nos lleva a una nueva y original manera de mirar los problemas. No hay un camino lógico que nos lleve a encontrar las leyes que rigen el universo y de una manera poética Einstein nos indica que ellas sólo pueden alcanzarse mediante la intuición basada en algo así como un amor intelectual por el objeto con el cual estamos experimentando. Bronowski (1977), un hombre que exploró la poesía, el teatro, la física y las matemáticas en su libro A sense of future, nos habla con exquisita sensibilidad acerca del quehacer científico.
La naturaleza es caos y el momento más excitante en la vida de un investigador es cuando una cantidad de cosas disímiles cristalizan en una unidad única. “Creatividad es entonces la facultad de la mente o el espíritu que nos hace capaces de producir ostensiblemente de la nada algo bello, ordenado o con algún significado”, nos dice Peter Medawar (1990) en su libro The threat and the glory. Pensemos en las nubes, la nieve, el hielo, el agua y el vapor, y que todas estas entidades físicas aparentemente tan diferentes no son sino manifestaciones de la misma molécula que toma distintos aspectos, dependiendo de la temperatura del medio. Pero para llegar a esta conclusión alguien tuvo que pensar en la existencia de los átomos, en la capacidad que éstos tenían para formar moléculas y, finalmente, en dar el salto unificador que nos permite mirar la belleza del copo de nieve y de la gota de agua con la armonía de la unidad.
Cómo da ese salto unificador no es claro. Lo único que sabemos los científicos es que tenemos el mismo problema de la página en blanco que aqueja a los escritores. Pasamos semanas dándonos vueltas y de repente, en la ducha o en un bus, encontramos la solución al problema que no nos dejaba dormir. Esto nos parece un ejemplo característico de cómo la mente gasta un largo tiempo digiriendo el material a su alcance, llegando a la conclusión entonces que un acto de creación no es sino un acto de encontrar el orden adecuado para expresar la complejidad de todo el fenómeno. Y, trivialmente, lo que uno dice, ya sea en las artes o en las ciencias, no existe hasta que no haya sido dicho. Un científico resuelve problemas. La pregunta es entonces: ¿Cómo lo hace? Es claro que no llega a la solución acumulando hechos e información. La información no es conocimiento. Ninguna nueva verdad se nos aparecerá del interior de un saco lleno de datos. La verdad no está contenida afuera de nosotros, cada descubrimiento, cada incremento en nuestro entendimiento de la naturaleza comienza como un acto preconcebido de la imaginación que nos dice cuál podría ser esa verdad. Esa imaginería, que llamamos hipótesis, cristaliza a través de un proceso que es común a todos los asuntos creativos. Viene de dentro de nosotros y no se puede llegar a ella a través de ninguna aproximación preconcebida de lo que es el descubrimiento. Una hipótesis es como una ley en borrador acerca de lo que el mundo, o alguna parte interesante de él, podría ser. El científico no anda a la caza de hechos sino que prueba hipótesis, nos dice Popper. Los experimentos, entonces, no son sino actos realizados para probar una hipótesis.
Mucho se ha discutido acerca del porqué se escoge una determinada teoría sobre el conjunto de ellas que podrían explicar un determinado conjunto de fenómenos y la palabra “simplicidad” es una que escuchamos muy a menudo. Escogimos una determinada teoría entre todas las que pueden dar cuenta de los hechos que conocemos, porque es la más simple. Este concepto que ha sido discutido en detalle por innumerables investigadores, aunque aparentemente tiene un atractivo estético y/o pragmático, muchas veces no se ajusta a la estrategia que han escogido algunos científicos para decidirse a elegir entre otras teorías posibles. Por ejemplo, la teoría de Copérnico no era la más simple entre las otras que se proponían en su tiempo; demandaba dos rotaciones de la Tierra: una diaria y una anual en lugar de una rotación del Sol. Lo que le pareció “simple” a Copérnico fue algo diferente: un sentimiento estético de unidad. El movimiento de todos los planetas alrededor del Sol fue para él al mismo tiempo simple y hermoso porque expresaba la unidad en el diseño del universo hecho por Dios. Con diferentes matices, eso es lo que nos mueve a los científicos – la naturaleza tiene una unidad y esa unidad hace aparecer sus leyes hermosas en simplicidad. Esto es lo que hace la ciencia, ahondar en incógnitas, develar los misterios que hay en cada objeto que nos rodea: desde el universo hasta la más primitiva de las bacterias, todo está expuesto a la increíble voracidad de la curiosidad humana. ¿Se diferencia en esto de las otras actividades humanas que hacen de la creación una profesión? Creemos que no, ya que todas tratan de poner algún orden en este universo en el que vivimos, que por su inmensa variedad es caótico. Y fue un poeta el que dijo esto. Coleridge en su afán de definir belleza no encontró una mejor que “la unidad en la variedad” (unity in variety). Lo cierto es que la belleza es una idea, un concepto, tan vasto como preciso. Esta paradoja se observa si pensamos en lo difícil que resulta definirla y describirla, no obstante ante un suceso, evento o fenómeno “sabemos” de inmediato si estamos ante una manifestación de belleza. La belleza conmociona los sentidos, el ser humano siente el placer estético de lo bello, y los científicos hacemos de la belleza nuestra orientación. En otras palabras, uno busca preguntas con sentido estético y únicamente “sabe” que ha encontrado la respuesta cuando cae rendido ante la armonía de un concepto o de una fórmula. Decíamos que uno “cae rendido” ante la belleza de la fórmula como ocurre a veces ante el encanto de cierta mujer, pero en ciencias la maravilla es que si la fórmula nos produce un placer estético, si el experimento es tan hermoso como un cuadro de Klee, eso significa que la naturaleza funciona así y su estructura responde a este funcionamiento. Por eso puedo afirmar que para nosotros, obreros de laboratorio, la belleza es nuestra brújula. Quisiéramos, para terminar, citar a Pessoa (2000), porque nadie mejor que él puede resumir lo que hemos dicho:
Darwin, Charles. 2003. On the Origin of Species. Cambridge, M.A. United States of America: Harvard University Press. A facsimile of the first edition. Einstein, Albert. 1985. Ideas and Opinions. New York, United States of America: Crown Publishers, Inc. Galileo Galilei. 1986. Cartas del señor Galileo Galilei, académico linceo, escritas a Benedetto Castelli y a la señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana. Madrid, España: Alhambra. Gide, André. 1999. Oscar Wilde. Barcelona, España: Lumen, Pocas Palabras. Kepler, Johanes. 1997. The Harmony of the World. Philadelphia, United States of America: Memoirs of the American Philosophical Society, 209. Koestler, Arthur.1989. The Sleepwalkers. London, England: Arkana, Penguin. Kuhn, Thomas S. 1990. La estructura de las revoluciones científicas. Buenos Aires, Argentina: Fondo de Cultura Económica. Mayr, Ernst. 1982. The Growth of Biological Thought. Cambridge, Massachusetts, United States of America: The Belknap Press of Harvard University Press. Mayr, Ernst. 1997. This is Biology. Cambridge, Massachusetts, United States of America: The Belknap Press of Harvard University Press. Medawar, Peter. 1990. The Threat and the Glory. New York, United States of America: Harper Collins Publishers. Pessoa, Fernando (como Bernardo Soares). 2000. Libro del desasosiego. Buenos Aires, Argentina: Emecé Editores. Popper, Karl. 2003. The Logic of Scientific Discovery. London, England: Routledge Classics. Recibido: 05.03.2006. Aceptado: 20.05.2006. |