Presentación
Con el propósito de analizar algunos aspectos del nivel de vida de los trabajadores vinculados a las labores en los sistemas defensivos de Cartagena de Indias durante los años corridos entre 1750 y 1810, en este artículo estudiamos cuatro variables: los trabajos en esos sistemas y sus trabajadores; los jornales que devengaban, los problemas de abasto y de carestía de los precios de los alimentos, vivienda y vestidos; las representaciones que se hicieron distintos sectores sociales y las autoridades sobre los problemas de abastecimiento de la ciudad a comienzos del siglo xix y, por último, la conjunción de estos aspectos en el contexto de la crisis del Imperio español iniciada en 1808, la que llevó al cierre de las labores en los talleres de la artillería, el Apostadero de la Marina y las fortificaciones.
Cinco argumentos organizan nuestra reflexión. 1) Durante la segunda mitad del siglo xviii esa ciudad contó con un complejo mundo laboral relacionado con la construcción y el mantenimiento de sus sistemas defensivos (fortificaciones, artillería, Apostadero- Arsenal de la Marina). 2) Para fines de ese siglo, sectores de trabajadores calificados se estabilizaron en sus colocaciones y mejoraron sus salarios, mientras que los jornales de los no calificados no siguieron el ritmo de incremento de aquellos. Esto produjo contrastes en los niveles de vida de los operarios, debido a que mientras que algunos lograron mejoras y formaron parte de los sectores sociales medios de la ciudad, otros continuaron viviendo en los niveles mínimos de la subsistencia. 3) Pero para comienzos del siglo xix las mejoras salariales logradas por los trabajadores calificados se vieron sometidas a la continua amenaza de la pérdida de su poder adquisitivo debido a la situación inflacionaria que vivió la Nueva Granada, y a las continuas alzas de los precios de los productos de primera necesidad, situación que fue mucho más grave para los trabajadores no calificados. 4) Esa situación de escasez y carestía se debió a los problemas de abastecimiento que enfrentó la ciudad, tanto por fenómenos naturales en las áreas que la proveían como por el acaparamiento y la especulación de comerciantes e intermediarios. 5) Al confluir con la crisis política del imperio (1808), el descontento que ocasionó se canalizó a través de las intensas luchas políticas escenificadas entre aquel año y 1811.
En la primera parte del artículo presentamos algunas referencias de la historiografía reciente sobre las políticas borbónicas que de alguna manera tenían que ver con los trabajadores y sus relaciones con las instituciones. Los dos siguientes apartados relacionados con la demanda de trabajadores, sus ingresos, el abastecimiento de la ciudad, el costo de vida, el acaparamiento y la especulación, intentan aportar nuevos elementos de análisis para evaluar de mejor forma las implicaciones de las reformas borbónicas sobre quienes vivían del trabajo manual. En la cuarta relacionamos los jornales con costo de vida, y en la quinta parte analizamos las formas cómo las gentes de ese entonces interpretaron lo que sucedía, como también lo que han dicho los historiadores al respecto. Y, por último, conjugamos estos problemas con la crisis del Imperio español a partir de 1808, y el cierre de los frentes de trabajo. El periodo seleccionado (1750-1810) obedece al interés de analizar los efectos de la intensificación de la aplicación de las políticas borbónicas sobre el nivel de vida de los trabajadores del sistema defensivo de Cartagena de Indias. Durante esos años se agudizaron las guerras entre España y otras potencias imperiales en el mar Caribe, y, en consecuencia, la Corona invirtió muchos recursos en reparar y construir los sistemas de defensa de la plaza-fuerte, lo que, a su vez, redundó en una mayor demanda de mano de obra.
El análisis lo desarrollamos combinando cuantificaciones sobre precios y salarios, con análisis cualitativos sobre los trabajadores y las políticas de abasto de la ciudad, las situaciones naturales y económicas que lo favorecían u obstaculizaban, y los distintos puntos de vistas de sectores sociales sobre lo que estaba sucediendo con el costo de vida y los jornales. Para el caso del empleo de trabajadores y de sus jornales construimos unas estadísticas no continuas sobre salarios, aprovechando algunos listados de pago de jornales a los trabajadores de los sistemas de defensa contenidos en los fondos Guerra y Marina y Milicias y Marina del Archivo General de la Nación de Colombia. Estas estadísticas de jornales corresponden a un grupo uniforme de trabajadores, lo que evita las frecuentes deficiencias de reunir información sobre los salarios de grupos de trabajadores muy distintos (rurales y urbanos, calificados y no calificados, y de distintas áreas geográficas), que poco permiten profundizar en estudios delimitados de acuerdo con las especificidades de las unidades de análisis. Y sobre aprovisionamiento de la ciudad de productos alimenticios ha sido útil la información contenida en los fondos Abastos, Aduanas, Alcabalas, Cabildos, Lazaretos, Miscelánea, Policía y Virreyes de ese archivo. Los precios los extrajimos de las compras que realizaba el Apostadero de la Marina para proveer a las tripulaciones de los barcos, de las realizadas por el hospital San Juan de Dios y del lazareto de Caño Loro, ambos de Cartagena. Los resultados obtenidos nos han permitido cruzar los jornales con las expectativas de consumo de los alimentos y con los gastos, para determinar el nivel de vida de los trabajadores en la esfera primaria del sustento diario, la vivienda y el vestido.
Trabajadores y jornales en los sistemas defensivos durante el siglo xviii
Durante el último siglo de dominio colonial, Cartagena de Indias tuvo el mundo laboral urbano más complejo en el virreinato de la Nueva Granada. Aunque compartía con las demás ciudades y villas la presencia de una significativa cantidad de trabajadores calificados vinculados a los talleres artesanales, como también de no calificados dedicados a diversos oficios rudos, además de los pulperos, mercaderes, dependientes del comercio, vivanderos, pescadores, agricultores, ganaderos y peones, y de soldados, la singularidad del trabajo en esta ciudad estaba representada por las obras de defensa (baluartes, murallas y fortificaciones en general, talleres de la artillería y del Regimiento Fijo, Arsenal-Apostadero de la Marina, canteras, tejares-ladrilleras y hornos), las que demandaban gruesas cantidades de trabajadores1. Esta peculiaridad laboral era resultado de las continuas guerras con otros imperios, las que llevaron a que durante el último tercio del siglo xviii la corona española militarizara a sus colonias, invirtiendo grandes sumas en dinero en los sistemas de defensa de las ciudades portuarias. Al intensificarse las guerras interimperiales que hicieron del mar Caribe el principal escenario de las confrontaciones navales, durante la segunda mitad de ese siglo las labores en las defensas alcanzaron unas proporciones nunca vistas.
La intensidad y constancia de esos trabajos dependieron de la disponibilidad de presupuesto, del estado de las defensas militares de la ciudad y de los conflictos de España con otras potencias enemigas. Sobre las inversiones en las defensas el historiador José Serrano Álvarez ha mostrado que entre 1700 y 1736, el promedio anual de gastos militares de la ciudad fue de 102 000 pesos. Entre 1737 a 1772 ese promedio pasó a 279 000 pesos debido a los preparativos bélicos por motivo de los conflictos con Inglaterra (1739-1741, y luego en 1762 debido a la toma de La Habana por los ingleses). Y con la reforma militar borbónica, entre 1773 y 1788 subió a 607 000 pesos. Según los datos de este historiador, durante esos años los promedios de las inversiones en las fortificaciones de Cartagena pasaron de dieciséis mil pesos a 63 000 pesos, y luego a 103 000 pesos2. Otras cifras aportadas por Adolfo Meisel señalan que entre 1781 y 1800 el promedio anual del gasto militar ascendió a la suma de 743 700 pesos3.

Fuente: Manuel de Anguiano, “Descripción geográfica, militar y política de la ciudad de Cartagena de Indias”, en Servicio Geográfico del Ejército (España), Depósito de la Guerra, Archivo de Planos, Estante J, Tabla 5, Cartera 2ᵃ, Sección a, N° 7, 1805, f. IIv.
Plano N°1 Barrios del recinto fortificado de Cartagena de Indias y sitios de laborales del Apostadero de la Marina, 1805
Al igual que en el caso de las fortificaciones, las cifras de las inversiones en el Arsenal-Apostadero ayudan a dar una idea sobre el incremento de los trabajos. Según la investigación de José Serrano Álvarez durante el siglo xviii los presupuestos de la Armada subieron en proporciones significativas. Entre 1700 y 1752 se gastó un total de 67 000 pesos. Entre 1753 y 1772 la cifra se incrementó a 1 391 000 pesos. Y entre 1773 y 1788 pasó a 2 600 000 pesos. Los años picos en las inversiones fueron los comprendidos entre 1762 a 1764 y de 1781 a 1788, con cifras presupuestales de seis dígitos4. Y otros datos hallados en el Archivo General de la Nación de Colombia, indican que entre 1796 y 1799 se invirtió la suma de 1 396 000 pesos, y entre 1806 y 1809 la inversión ascendió a los 1 526 000 pesos5. Además, en 1793, en medio de los preparativos por un posible conflicto armado con Francia, Antonio de Arévalo, ingeniero militar, informaba que en el ramo de la Artillería las inversiones realizadas entre 1779 y 1791 ascendieron a la suma de 333 414 pesos, sin incluir los gastos en sueldos de la oficialidad ni de los artilleros, como tampoco de las maestranzas de los trabajadores6. Esto da una idea sobre la importancia que dio la corona española a las defensas de Cartagena y de las consecuencias que tuvo la entrada en circulación de esas cantidades de dinero en la economía y en la sociedad de la ciudad.
Esas inversiones en obras tuvieron sus efectos en la vida de los trabajadores y en toda la sociedad, al darse una creciente demanda de operarios calificados y no calificados. En el cuadro N° 1 hemos clasificado a los trabajadores empleados en distintos años en las labores de las fortificaciones, el Apostadero de la Marina (marineros y operarios del apostadero) y la artillería. En el caso de las fortificaciones se observa el empleo de esclavos de propiedad del Rey y de presos, destinados a las labores de extracción de piedras en las canteras y a la elaboración de cal, ladrillos y tejas. Sin embargo, en el frente de trabajo de las fortificaciones cayó el empleo de esclavos (véanse cuadro N° 1 y gráfico N° 1), mientras que durante el primer decenio del siglo xix se incrementó el empleo de presos debido a que la guerra con Inglaterra obligó a aplicar ajustes fiscales, y para el fisco real un preso era más rentable que un hombre libre, debido a que mientras que el gasto en la ración diaria del primero se mantuvo estable durante todo el siglo xviii en 1,5 reales, el de un peón libre era el doble y muchas veces más (véanse cuadros N° 3 y N° 4).
El actual estado de las investigaciones dificulta tener una idea lo más aproximada a la realidad sobre los periodos de vinculaciones y los días trabajados para tener una aproximación lo más exacta sobre los ingresos de los trabajadores. Por ahora, digamos que la suma de las cifras de 1808-1809 del cuadro N° 1 da un resultado de 1 354 trabajadores, representando el 8% de los 17 000 habitantes que tenía Cartagena en 1805 según cálculo que había elaborado el ingeniero Manuel de Anguiano7. De esas cifras queremos resaltar cinco aspectos: 1) A diferencias de otras ciudades, en aquella existían significativas concentraciones de trabajadores por fuera de los pequeños talleres artesanales, pero es probable que reproduciendo las relaciones laborales y sociales de estos, pues los trabajos en los sistemas de defensas estaban organizados mediante la jerarquía de maestros mayores, oficiales y peones. 2) Estaban en extinción las labores de los esclavos en las fortificaciones. 3) La condición de presidio de Cartagena permitía que sus autoridades militares contaran con un significativo contingente de presos destinados a trabajos forzados. 4) La vida de muchos hogares dependía de los trabajos en las defensas. Y 5) hubo una mejoría en el nivel de vida de algunos sectores de la población.
Cuadro Ν° 1 Participación de trabajadores libres, esclavos del Rey y presos en trabajos de fortificaciones, artillería y Apostadero de la Marina (1759-1808)

Fuente: Cuadro N° 1.
Grafico N° 1 Participación de trabajadores libres, esclavos del Rey y presos en trabajos de fortificaciones, 1759-1801
El seguimiento a los listados de pagos de jornales durante varios años indica que algunas franjas de trabajadores se estabilizaron durante años en sus colocaciones, como puede verse en el cuadro N° 2, referido a carpinteros de ribera y calafates del Apostadero de la Marina. Y esa estabilidad, que implicó disciplina, responsabilidad y buen desempeño en las labores, se reflejó en las mejoras salariales y en los ascensos en las graduaciones de los oficios, como observamos en los nombres contenidos en el cuadro N° 3. Pero, aun así, la proporción de quienes gozaron de estabilidad laboral era baja en comparación con los nuevos trabajadores que se enganchaban cada año.
Cuadro Ν° 2 Permanencia y renovación de trabajadores en sus ocupaciones del Apostadero de la Marina, 1778-1792
Carpinteros de ribera | Calafates | ||||||||||
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1778 | 1783 | 1785 | 1787 | 1792 | 1778 | 1783 | 1785 | 1787 | 1792 | ||
Totales | 44 | 30 | 94 | 114 | 97 | Totales | 46 | 42 | 45 | 59 | 61 |
13 de 1778 | 22 de 1778 | 12 de 1778 | 10 de 1778 | 14 de 1778 | 10 de 1778 | 9 de 1778 | 9 de 1778 | ||||
Nuevos 17 (57%) | 10 de 1783 | 8 de 1783 | 7 de 1783 | Nuevos 28 (67%) | 10 de 1783 | 7 de 1783 | 10 de 1783 | ||||
Nuevos 62 (66%) | 18 de 1785 | 13 de 1785 | Nuevos 25 (56%) | 9 de 1785 | 4 de 1785 | ||||||
Nuevos 76 (67%) | 13 de 1787 | Nuevos 34 (58%) | 10 de 1787 | ||||||||
Nuevos 54 (56%) | Nuevos 28 (46%) |
Fuentes: Elaboración del autor a partir de AGN SAA 1-16, GM, leg. 16, carpeta 5, fs. 33r-39r., 79r-v; leg. 16, carpeta 6, fs. 80r.-81v., leg. 16, carpeta 7, fs. 87r.-90r., 93r.; leg. 28, carpeta 1, fs. 99r., 105r., 107r., 175r., 295r.-v, 297r., 396r-.; leg. 42, carpeta 9, fs. 468r.-469v., 474r.-v.; leg. 56, carpeta 2, fs. 676r.-679v.
Cuadro n° 3 Mejoras salariales de carpinteros de ribera y calafates del Apostadero de la Marina, 1778-1792
Jornales carpinteros de ribera (reales) | |||||||||
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enero 1778 | enero 1783 | enero 1785 | enero 1787 | enero 1792 | |||||
Cayetano Morales | 3 | – | – | Cayetano Morales | 12 | Cayetano Morales | 12 | Cayetano Morales | 12 |
José M. Sayas | 6 | José M. Sayas | 12 | José M. Sayas | 12 | José M. Sayas | 12 | José M. Sayas | 12 |
Sebastián Mayor | 9 | Sebastián Mayor | 12 | – | – | Sebastián Mayor | 12 | Sebastián Mayor | 12 |
Melchor Nájera | 8 | Melchor Nájera | 9 | Melchor Nájera | 12 | Melchor Nájera | 12 | Melchor Nájera | 12 |
José Mayor | 4 | José Mayor | 12 | – | – | José Mayor | 12 | – | – |
Antonio Rus | 7 | Antonio Rus | 7 | Antonio Rus | 16 | – | – | – | – |
– | – | Fernando Herrera | 8 | Fernando Herrera | 12 | Fernando Herrera | 12 | Fernando Herrera | 12 |
– | – | Mateo Medrano | 8 | Mateo Medrano | 12 | Mateo Medrano | 12 | Mateo Medrano | 12 |
– | – | Lucas de Sayas | 4 | Lucas de Sayas | 7 | Lucas de Sayas | 9 | Lucas de Sayas | 11 |
– | – | Miguel de Sayas | 4 | Miguel de Sayas | 5 | Miguel de Sayas | 8 | Miguel de Sayas | 11 |
– | – | Ventura Gutiérrez | 4 | Ventura Gutiérrez | 7 | Ventura Gutiérrez | 11 | Ventura Gutiérrez | 12 |
– | – | Tomás Hernández | 3 | Tomás Hernández | 5 | Tomás Hernández | 9 | Tomás Hernández | 11 |
– | – | Roque Bello | 4 | Roque Bello | 8 | Roque Bello | 9 | – | – |
– | – | Pablo Celis | 8 | Pablo Celis | 11 | – | – | – | – |
– | – | – | – | Domingo Pico | 8 | Domingo Pico | 10 | Domingo Pico | 10 |
– | – | – | – | Blas de la Flor | 6 | Blas de la Flor | 10 | Blas de la Flor | 10 |
– | – | – | – | Anselmo Pantoja | 5 | Anselmo Pantoja | 7 | Anselmo Pantoja | 9 |
– | – | – | – | – | – | Pedro Morales | 4 | Pedro Morales | 6 |
Jornales calafates (reales) | |||||||||
enero 1778 | enero 1783 | enero 1785 | enero 1787 | enero 1792 | |||||
Antonio Cárdenas | 7 | Antonio Cárdenas | 11 | Antonio Cárdenas | 12 | Antonio Cárdenas | 12 | Antonio Cárdenas | 12 |
Juan de Dios Pardo | 9 | – | – | – | – | Juan de Dios Pardo | 12 | Juan de Dios Pardo | 12 |
José Márquez | 2 | – | – | José Márquez | 4 | José Márquez | 8 | – | – |
– | – | Eusebio de Ávila | 9 | Eusebio de Ávila | 10 | – | – | Eusebio de Ávila | 12 |
– | – | Sebastián Herrera | 7 | Sebastián Herrera | 12 | Sebastián Herrera | 13 | – | – |
– | – | Jerónimo Montener | 6 | – | – | – | – | Jerónimo Montener | 11 |
– | – | José Romero | 4 | – | – | José Romero | 11 | – | |
– | – | José García | 3 | José García | 4 | – | – | José García | 8 |
– | – | Andrés Hurtado | 3 | – | – | Andrés Hurtado | – | Andrés Hurtado | 7 |
– | – | Manuel Rabia | 3 | – | – | Manuel Rabia | 6 | – | – |
– | – | Diego Sepúlveda | 3 | – | – | – | – | Diego Sepúlveda | 7 |
– | – | Marcelo Santos | 3 | Marcelo Santos | 6 | Marcelo Santos | 8 | Marcelo Santos | 11 |
– | – | – | – | Francisco Treco | 7 | Francisco Treco | 11 | Francisco Treco | 12 |
– | – | – | – | Vicente Ortiz | 8 | – | – | Vicente Ortiz | 12 |
– | – | – | – | Antonio Borrero | 4 | Antonio Borrero | 9 | – | – |
– | – | – | – | Manuel García | 4 | Manuel García | 7 | – | – |
– | – | – | – | – | – | Manuel de Tous | 4 | Manuel de Tous | 9 |
– | – | – | – | – | – | Francisco Iturris | 3 | Francisco Iturris | 7 |
– | – | – | – | – | – | José de Ávila | 4 | José de Ávila | 10 |
Fuentes: Elaboración del autor a partir de AGN SAA I-16, GM, leg. 16, carpeta 5, fs. 33r-39r., 79r-v, leg. 16, carpeta 6, fs. 80r.-81v., leg. 16, carpeta 7, fs. 87r.-90r., 93r.; leg. 28, carpeta 1, fs. 99r., 105r., 107r., 175r., 295r.-v, 297r., 396r.; leg. 42, carpeta 9, fs. 468r.-469v., 474r.-v.; leg. 56, carpeta 2, fs. 676r.-679v.
Pese a las dificultades para elaborar estadísticas continuas y completas de jornales escogimos algunos oficios calificados y no calificados para presentar algunos datos que permitan ver la tendencia de los jornales durante los años estudiados Los datos reunidos en el cuadro N° 4 por ahora sugerieren que durante algunos de los años transcurridos entre 1751 y 1808 hubo tres tendencias en el comportamiento de los jornales del trabajo calificado de sobrestantes y maestros artesanos, incluyendo en estos a los: herreros, calafates, carpinteros de ribera, veleros, faroleros, motoneros y toneleros. Entre 1751 y 1770 sufrieron un estancamiento. De 1775 a 1782 una tendencia al alza. Entre este último año y 1802 una tendencia a la estabilización, para luego iniciar una tendencia a la baja.
Cuadro n° 4 Jornales (en reales) de los trabajadores en sistemas de defensa de Cartagena, 1751-1808
Ocupaciones | 1751 | 1763 | 1770 1771 |
1778 | 1782 | 1783 | 1787 | 1796 | 1802 | 1804 | 1807 | 1808 |
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Sobrestantes | 4-9 | 8 | 6-18 | 8-16 | 8-16 | 5-9 | 8 | |||||
Sobrestante de fortificaciones | 4,3-6,2 | 8 | 10 | 24 | 24 | |||||||
Maestros artesanos | 3½-4 | 4-8 | 10-16 | 8-16 | 4-12 | 7-10 | ||||||
Capataz canteros | 4-3 | 5 | ||||||||||
Albañiles | 5-10 | |||||||||||
Carpinteros | 4 | |||||||||||
Canteros | 3-2 | 6-9 | ||||||||||
Carreteros | 3-2 | 4-5 | ||||||||||
Barreteros | 4½ | |||||||||||
Peones canteros | 3 | 4 | 3 | |||||||||
Presos | 1½ | 1½ | 2 | |||||||||
Esclavos del Rey | 1½ | 1½ | 1½ | |||||||||
Peones | 1½-2 | 1½-3 | 1½-3 | 1½-3 | 3-4 | 3-3½ | ||||||
Maestros carpinteros de ribera | 14 | 14 | 12 | 12 | 13 | 12 | 12 | |||||
Carpinteros de ribera | 6 | 6 | 8 | |||||||||
Maestro calafates | 14 | 14 | 14 | 13 | 11 | 11 | 15½ | |||||
Calafates | 6 | 6-7 | 5 | |||||||||
Sastres | 6 | 8 | ||||||||||
Veleros | 4 | 4 | 3-6 | |||||||||
Toneleros | 4-12 | |||||||||||
Capitán* | 13,3 | |||||||||||
Piloto* | 6,6 | |||||||||||
Contramaestre* | 7,8 | 5,0 | ||||||||||
Condestable* | 4,6 | 4,0 | ||||||||||
Despensero* | 3,2 | |||||||||||
Artilleros* | 3,0 | 2,2 | ||||||||||
Marineros* | 1,9 | 2 | 3½ | 2,0 | 2,0 | |||||||
Grumetes* | 1,1 | 1,3 | ||||||||||
Pajes* | 1,0 | 1,0 | ||||||||||
Patrón de beta | 8 | |||||||||||
Peones | 3 | 3 | 3-4 | 4 | 3 | 3 | 3 | |||||
Herreros | 3,2-5,3 | 6-11 | 5-8 | 6-10 | 6-8 | 5-8 | ||||||
Peones | 1½-2 | 3 | 2½-3 | 2-3 | 2-3 | 2-3 | ||||||
Armeros | 6- | 8-3 | 1½-4 | |||||||||
Sastres | 8- | |||||||||||
Toneleros | 7-6 | |||||||||||
Canasteros | 3 |
Fuentes: Elaboración del autor a partir de AGN, SC, MM, leg. 3, doc. 59, fs. 822r.-860v.; leg. 5, doc. 7, fs. 129r.-133v.; leg. 8, doc. 34, fs. 606r.-610v.; leg. 31, doc. 150, fs. 970r.-971v.; leg. 37, doc. 39, f. 930r.; leg. 51, doc. 164, f. 1031r.; leg. 55, doc. 4, fs. 14r.-18r.; leg. 62, doc. 34, fs. 151r.-154v.; leg. 88, doc. 131, fs. 775r.-v.; AGN, SAA I-16, GM, leg. 6, carpeta 2, fs. 14v., 17r., 43r.-46r.; leg. 2, carpeta 16, fs. 423r.-480v.; leg. 16, carpeta 5, fs. 35r.-40r.; leg. 22, carpeta 20, fs. 241r.-244r.; leg. 23, carpeta 5, fs. 236r., 237r., 239r., 263r., 420r.; leg. 24, carpeta 8, fs. 155r.-156r., 160r.-v., 163r.; leg. 26, carpeta única, fs. 604r.-614v.; leg. 34, carpeta 5, fs. 73r.; leg. 56, carpeta 2, fs. 676r.-776r.; leg. 59, carpeta 1, fs. 1r.-5v., 11r.-12r., 17r.-18r., 23r., 29r.-30r., fs. 42r.-77r.; leg. 72, carpeta 3, fs. 432r.-458v.; leg. 74, carpeta 6, fs. 563r.-592r.; leg. 85, carpeta 1, fs. 15r.-47v.; leg. 90, carpeta 1, fs. 4r., 41r., 63r.; leg. 90, carpeta 2, fs. 144r.-v.; leg. 100, carpeta 2, fs. 288r.-313v.; 458r.; Archivo General de la Marina “Álvaro Bazán” (en adelante, AGM-AB), Sección Expediciones, Sub-Sección Expediciones a Indias, Varios asuntos, caja 31, documento 105.
*El jornal de los tripulantes era aparte de la alimentación que se les daba cuando estaban embarcados.
Relación jornales / costo de vida
La relación ingresos, consumo y costo de vida dependía de la economía familiar, las expectativas de los grupos sociales, las características de la familia y hasta del carácter de las personas. No era igual el consumo de las familias de la élite, de la jerarquía eclesiástica, de las distintas franjas que conformaban los sectores sociales medios, sectores militares, que el de los trabajadores que ganaban jornales diarios. Y como ya hemos visto, entre estos las diferencias de ingresos eran significativas.
Una buena manera de aproximarse al consumo cotidiano de las élites es a través de las expectativas y del consumo de la jerarquía eclesiástica de la ciudad, sobre lo que sobrevivieron algunos documentos. Una relación de 1744 del consumo de carne de cerdo y de res entre los eclesiásticos, que pretendía calcular las arrobas de carnes que se consumían al día, con el fin de evitar el fraude al derecho de sisa, muestra que 78 sacerdotes y sesenta personas que dependían de aquellos (madres, hermanas, criados, esclavos y mujeres pobres) consumían en promedio a diario 4,7 libras, quizá incluyendo los huesos de los animales sacrificados8. Medio siglo más tarde, en 1800, los miembros del Cabildo Eclesiástico declaraban:
“[…] por el subido precio que han tomado en esta plaza y provincia todo género de alimentos y ropas de diez años a esta parte que se ha estado sufriendo guerras continuas […] suspendiéndose por esta causa el giro y comercio con la de España de donde se provee de sus géneros, algunos bastimentos indispensable a su subsistencia, quedando el único recurso a los brutos del país que por lo mismo del socorro a que aspiran todos, se han puesto en alta estimación y demasiadamente caros, estaban precisados los señores exponentes [miembros del Cabildo, SPSD] a la indispensable necesidad de impender dobles gastos en sus casas y personas de los que hacían en época anterior al año de noventa que empezó la guerra […]”9.
La jerarquía eclesiástica se quejaba porque el aumento del costo de vida había reducido la capacidad adquisitiva de las rentas de 1 500 pesos anuales que le tenía asignadas la Corona desde 1777, las que se veían menguadas con el 9% que tenían que pasar al Colegio Seminario San Carlos Borromeo. Si para fines comparativos reducimos estos ingresos a reales y los convertimos a jornales diarios, los capitulares de la Iglesia consideraban que treinta reales por día no les alcanzaban para llevar con decoro las necesidades que sus cargos les demandaban. Además de la alimentación había que cubrir otras necesidades perentorias como era la vivienda. Los prebendados de la Iglesia consideraban que tenían que vivir en casas de dos plantas y con su respectivo tren de criados. En 1809 el canónigo doctoral de la catedral, refiriéndose a la decencia que requería su investidura solicitaba que el general Anastasio Zejudo, Gobernador de la ciudad y su provincia que llevaba más de treinta años residenciado en la plaza-fuerte, declarara:
“[…] lo muy costoso que es en esta ciudad el renglón de la ropa por podrirse con el continuo sudor y su lavado caro y a menudo; lo segundo si no considera que un canónigo necesita cuando menos para vivir con la decencia correspondiente a su clase y empleo, una casa que gane mensualmente de alquiler 25 pesos y dos o tres criados que gane cada uno seis pesos mensualmente, y gasta otro tanto cuando menos en mantenerlos y vestirlos pobremente. Finalmente digan qué diferencia hay entre los alquileres de casas y precios, de víveres del año de 1777 a esta fecha […]”10.
Los registros documentales consultados evidencian que los sectores medios que vivían de ocupar cargos en las instituciones del Estado o que trabajaban para estas, en distintas ocasiones y a título individual expresaron sus preocupaciones acerca de las desigualdades entre los sueldos, el estatus e intensidad del trabajo realizado, el costo de vida y las expectativas sociales. Desde gobernadores provinciales11, pasando por jerarcas de la Iglesia12, continuando con burócratas medios y menores13, oficiales del Ejército y milicias14, enviaban sus representaciones a sus inmediatos superiores en las que mostraban las dificultades que atravesaban debido a que sus ingresos no daban abasto para cubrir las necesidades que se correspondían con la posición social y los cargos que ocupaban.
Son significativos varios ejemplos de fines del siglo xviii relativos a los sectores medios de la sociedad que no dependían del trabajo manual. En 1787 un amanuense del hospital de leprosos de San Lázaro, blanco pobre, pero que tenía reconocimiento social en la ciudad, casado y con cuatro hijos, se lamentaba porque su sueldo mensual era de cuatro pesos (32 reales), lo que representaba un jornal diario de 1,1 reales, lo que no se compadecía con el creciente trabajo que realizaba, y solicitó aumento de ocho reales por día, considerando que solo así su familia podía llevar una vida decente15. En un pleito judicial de 1795, entre los colegios del Rosario y San Bartolomé de Santa Fe de Bogotá, y el Colegio Real y Seminario Conciliar San Carlos Borromeo, por la propiedad de unos bienes inmuebles en capellanías y de unas becas para estudiantes, el fiscal de la Real Audiencia de la capital virreinal, al tiempo que reconocía las diferencias de costo de vida entre la capital del virreinato y la ciudad portuaria, señalaba lo necesario que requería una persona “de calidad” para mantenerse en la ciudad: “[…] pues la cantidad de 10 pesos mensuales [ochenta reales SPSD] es lo menos que necesita cualquier persona para sustentarse en Cartagena con aquella moderación y decencia que corresponde a un estudiante de calidad, como puede asegurarlo el presente ministro por el conocimiento práctico que tiene de ello […]”16.
Otro ejemplo de carácter institucional sobre el aumento del costo de vida lo proporcionan las continuas quejas de la oficialidad militar que tenían reguladas las raciones de sus alimentos por medio de ordenanzas. El consumo medio de un marinero o soldado adulto estaba reglamentado por ordenanzas militares. Para el ejército en tierra las posibilidades alimenticias eran variadas. En 1780 cada soldado de la plaza consumía dieciocho onzas de pan, seis de tocino, dos de arroz (o tres de menestras), sal y una libra de leña17. Y un año después, en 1781, la movilización de tropas con destino a Bogotá, para sofocar la rebelión de los Comuneros, demandó raciones de dieciséis onzas de carne salada de res, ocho de tocino, cuatro de arroz, una torta de casabe, un bollo, cuatro plátanos, sal y manteca18. Aunque las ordenanzas de Marina estipulaban que la ración diaria de los hombres a bordo de las embarcaciones constaba de un total de 34 onzas, distribuidas entre dieciocho de pan, ochode carne de res o seos de tocino de cerdo y dos de arroz, su interpretación variaba entre los mandos militares. En 1783 la ración diaria estipulada para cada tripulante de una expedición del Darién era como sigue: dieciséis onzas de carne salada, dos onzas de arroz, dieciocho onzas de pan de galleta y tres plátanos19. Y un año después, en 1784, durante la movilización de la tropa de Cartagena con destino a Santa Fe de Bogotá, se suscitó un pleito, debido a que el Comandante aumentó la ración a 42 onzas, lo que produjo un sobre costo lesivo a los intereses de la Real Hacienda20. Las autoridades de Santa Fe de Bogotá pensaban que la ración señalada en las ordenanzas militares era disyuntiva, es decir, si se recibía carne no se daba tocino y a la inversa; o si se daba de ambas clases de carnes, la ración se disminuía. La tropa y la marinería estaban formadas por hombres solos y proveídos por las autoridades militares a través de contratas. El valor de la ración diaria era de 1,5 reales, los que eran descontados de los salarios de los soldados y marinos.
Un recurso para tener una idea aproximada sobre el gasto diario de una persona adulta de condición humilde lo proporciona el consumo diario de los esclavos del Rey en el año de 1768, cuando se destinaba real y medio para su alimentación21, y en 1795 el propietario de varios esclavos también les daba igual cantidad para la manutención diaria22. En 1787 cuando las provisiones escaseaban en el Arsenal de la Marina, a los empleados en tierra se le cancelaba un real y medio para el sustento diario23. Y esto fue ratificado en una representación dirigida al Virrey en 1806 por los enfermos de lepra del hospital de San Lázaro, a los que les asignaban un real y medio diario para su manutención individual. Decían los enfermos que esa suma no era suficiente para cubrir la alimentación, alumbre, lavado de ropa y vestido24. Es de suponer que ese era el rasero mínimo para una persona pobre y, al parecer, se trataba de una costumbre generalizada en algunas áreas neogranadinas, pues unos presos de Santa Fe de Bogotá, en 1787 reclamaron porque por los trabajos forzados que ejecutaron en el empedrado de calles solo se les dio medio jornal para el almuerzo, “[…] dejándonos de dar el real restante para el componente del real y medio, que es lo que legítimamente se entiende a ración y sin sueldo […]”25.
Lo que se podía consumir con ese real y medio variaba debido a las modificaciones sufridas en los precios de los artículos de primera necesidad a lo largo de los años que comprende esta investigación. Según visitantes del siglo xviii la dieta básica de la población de Cartagena estaba compuesta de arroz, maíz, carne de res en tasajo (seca y salada), pescados y bastimentos como plátanos, yuca y ñame26. Aunque carecemos de información sobre las unidades de medidas del consumo diario de las familias, lo que permitiría tener una idea más detallada acerca de las relaciones de ingresos y gastos de los hogares y personas, en 1808 el hacendado Andrés Gómez Mármol, quien proveía a la plaza con productos de su hacienda situada en la parroquia de Majagual, señalaba que una cuartilla de arroz costaba tres cuartillos y cuatro plátanos costaban un cuartillo27. Es decir, en la compra de estos artículos se invertía un real.
Pero además de la alimentación, las prioridades del gasto familiar también comprendían los gastos en vivienda y vestimentas, el alumbre, la leña para el fogón, endulzantes, sal, manteca de cerdo o aceite de coco. A diferencia de muchos integrantes de la tropa y de la marinería, la gente del común tenía que velar por la manutención de sus unidades familiares, las que variaban en tamaño y composición. Basados en el censo de 1777 los estudios hasta ahora adelantados sobre las familias en esta ciudad han señalado la existencia de una alta proporción de hogares mononucleares (padres e hijos), con números de personas que variaban de acuerdo con la condición socio-racial de las familias28. Los estudios también han resaltado la presencia de familias compuestas por la madre y los hijos (madre-solterismo), lo que implica, de acuerdo con el género y la edad de estos últimos, el diseño de estrategias de supervivencia un poco distintas a las de los hogares en los que estaba presente el padre que, desde el punto de vista de lo ideal, garantizaba el sostenimiento del hogar29.
La mayoría de los trabajadores también tenían que pagar los valores de los arrendamientos de casas, accesorias, cuartos en casas y en solares (también llamados “pasajes”, constituidos por habitaciones independientes que compartían áreas de servicios comunes). En efecto, sin que por el momento podamos precisar porcentaje, tanto el censo de solares y viviendas de 1620 del barrio de Getsemaní30, como documentos relativos a algunas capellanías y litigios sobre casas y solares, dan a entender que desde el siglo xvii en la ciudad hubo un proceso de concentración de la propiedad inmueble31. Cuando la población empezó a aumentar en el siglo xviii eso obligó a un crecimiento hacia arriba de las viviendas, construyéndose muchas casas de dos plantas, con sus respectivas accesorias. Para 1777, cuando se realizó un censo de población, una buena porción de los habitantes de la ciudad se hacinaba en viviendas de distintos tipos, había un total de 1 377 casas y el número de habitantes ascendía a 13 690 personas32, lo que daba un promedio de diez habitantes por vivienda. Décadas atrás, en 1751, un gobernador presentó un informe al Consejo de Indias, señalando que en la ciudad había un total de 1 212 casas, habitadas por 7 856 personas de ambos sexos, incluyendo a los esclavos y excluyendo a los militares del Batallón del Fijo, que se alojaban en los claustros religiosos. El promedio de personas por casa era de 6,533. Al comparar las cifras de 1751 y 1777, observamos que mientras que durante los veintiséis años transcurridos entre los dos censos la construcción de viviendas creció en la cifra de seis por año, la población creció en 224 personas. La relación entre el incremento anual de la población y del número de casas era de 37:1. El resultado fue cierto hacinamiento reflejado en la demanda de cuartos, accesorias y pasajes. 824 cuartos y accesorias de las 1377 unidades residenciales (el 60% de las unidades residenciales tenían cuartos y accesorias alquilados), estaban arrendadas a grupos de personas diferentes a la familia principal34. Pero al igual que en Santiago de Cuba, durante buena parte de los siglos xviii y xix, es posible que muchas familias pobres propietarias de viviendas, alquilaran cuartos a otras personas y familias para así ayudarse en la manutención35.
Muchas casas y solares estaban bajo el régimen de censos y capellanías, lo que imposibilitaba que las familias humildes pudieran comprar vivienda por no poder asumir la obligación de pagar los réditos anuales36. Como contrapartida esto favoreció el acaparamiento de estos bienes inmuebles en manos de las órdenes religiosas y de las personas que sí podían hacerlo. Así, en 1787 la Junta de Temporalidades informaba haber vendido las setenta y seis casas y veintidós solares en la ciudad que pertenecieron a la Compañía de Jesús, la que fue expulsada del Imperio en 1767.37 Aun, a fines de ese siglo, los colegios de San Bartolomé (trece propiedades) y del Rosario (veintiuna propiedades) de Santa Fe de Bogotá, disfrutaban de trece y veintiún inmuebles respectivamente que desde fines del siglo xvii les había donado un obispo para que se beneficiaran de los réditos de censos y capellanías38. En 1778 una persona era propietaria de cuarenta y cuatro casas en el recinto amurallado39. Y en 1795 el albacea testamentario de un miembro de la élite que había fallecido en 1785 presentaba una relación de lo producido por los alquileres de veinticuatro casas que este dejó a sus herederos40. Sin ser una muestra representativa de lo que sucedía con la propiedad de inmuebles en Cartagena, la sumatoria de estas propiedades indica que para el último tercio del siglo xviii el 14,2% de las casas y solares de la ciudad estaba en manos de dos instituciones religiosas y dos personas. Y los listados de remates de las fincas inmuebles que poseyó la Compañía de Jesús indican que acentuaron la concentración de la propiedad territorial41. Las casas fueron tasadas en precios que iban desde los doscientos hasta los tres mil doscientos pesos, con un precio promedio de 990 pesos. Y la tasación de los solares osciló entre los ciento veinte y los 1 530 pesos, con un valor promedio de seiscientos pesos42. Eran valores inaccesibles para la gran mayoría de la población de la plaza-fuerte.
Los alquileres de las casas, accesorias y habitaciones variaban de acuerdo con la ubicación, tamaño, el estado de la vivienda, el tipo de casa en que estaban situadas, el barrio, las familias propietarias y el uso a que se destinaban43. Aunque sobre este aspecto no hay información detallada, existen algunos datos sobre el costo de los arriendos de casas, accesorias y cuartos en los barrios de Santa Catalina, La Merced y Santo Toribio, gracias al rendimiento de cuentas que hizo en 1795 el albacea de los hijos de José Luís López de Tagle y Ortiz, quien al fallecer en 1785 dejó de herencia veinticuatro bienes inmuebles en esos barrios. En Santa Catalina fue propietario de seis casas altas cuyos valores de arrendamiento eran: tres casas por 240 reales cada una; una por doscientos reales, otra por 128 reales y otra por 112 reales al mes44. En 1796 una mujer demandaba al administrador de alcabalas de Mompox porque no la socorría para la manutención de los seis hijos. Decía que durante dos meses le había dado ocho reales diarios y que no alcanzaban, debido a que la salud de los seis niños demandaba servicios médicos y botica, los alimentos y el arriendo de una casa cuyo canon mensual ascendía a ochenta reales, lo que significaba ahorrar casi tres reales diarios. Según las cuentas, para la manutención diaria de cada niño contaba con menos de un real45.
El valor de los arriendos de los inmuebles de un propietario de dos docenas de viviendas discriminadas por barrios y por sus condiciones (casas altas, casas bajas y solares) da alguna idea de sus costos mensuales. En el barrio de Santo Toribio, dependiendo de la ubicación y del estado en que se hallara, una casa baja costaba hasta ochenta reales al mes, una accesoria hasta cuarenta reales y las habitaciones en casas y solares hasta veinticuatro reales46. En el barrio La Merced poseía una casa baja arrendada en ciento sesenta reales. Y en Santo Toribio tenía diecisete propiedades (una casa alta, trece casas bajas y tres solares). De este total, la casa alta y trece bajas las tenía arrendadas a familias mononucleares47. Pero interesa la ocupación de una casa baja y de dos solares, por lo que dice sobre los costos y el tipo de personas que los ocupaban. Por ejemplo, una casa baja situada en la manzana doce, en la esquina de la calle de Nuestra Señora de la Aurora (actual de los Siete Infantes, barrio de Santo Toribio), contaba con ocho habitaciones, incluyendo la sala. En el listado de 1795 de arrendatarios de las propiedades de José López Tagle cada habitación estaba arrendada en dieciséis reales, solo apareciendo el nombre del arrendador. Pero si cruzamos esta información con la del censo de 1777 del barrio de Santo Toribio, en esas ocho piezas vivían treinta personas, lo que brinda un indicador sobre las formas de ocupación de las habitaciones. En el listado las habitaciones de los dos solares aparecen ocupadas por dieciocho personas respectivamente. Pero en el censo de 1777 en las nueve habitaciones del primer solar vivían veinte personas y en el segundo solar estaban radicadas cuatro, negros esclavos del Rey48. Un dato de interés en el rendimiento de cuentas del albacea testamentario de los bienes de José López Tagle, muestra que para 1795 la mayoría de los ocupantes no podía pagar de forma puntual los costos de los arrendamientos, y por eso hubo una constante renovación de las personas que ocupaban esos aposentos49.
Los valores de las accesorias dependían de la ubicación de la casa, de si estaba en la esquina o no, y como es de suponer, de las dimensiones y de las condiciones locativas. Hubo accesorias cuyos arriendos costaban doce reales al mes50, otras podían estar en cincuenta y seis reales al mes, lo que equivalía a tener que ahorrar dos reales del jornal diario, un imposible para muchos51. Y otras oscilaban entre ochenta y ocho, sesenta y cuatro, treinta y dos, veinticinco y veinticuatro reales por mes52.
Los gastos en vestidos dependían de la condición social de las personas. Por ejemplo, en 1767 los esclavos del Rey recibían dos camisas y dos pantalones de gante al año53. Es probable que hombres libres muy pobres vistieran igual que un esclavo. En un pleito de 1759 entre dos familias que se cuestionaban la condición de blancos, también se asociaba el uso de determinada indumentaria con el estrato social. A las mujeres del común se les asociaba al uso de vestidos hechos de paño y pañito, y a las de la élite al uso de manto y saya54. Sin embargo, personas no blancas, en especial algunas mujeres, tenían las condiciones para vestirse como blancas, lo que generaba pleitos, como sucedió en Portobelo en 1792 y Valledupar en 1807 entre mujeres blancas y de color debido a que estas últimas usaban mantillas y abanicos de mano, prendas de vestir consideradas de uso privativo de aquellas55. Ahora bien, la descripción de Joaquín Posada Gutiérrez sobre la indumentaria de las “blancas de la tierra” (quinteronas y cuarteronas) de Cartagena de fines del siglo xviii, pone de presente que en época de fiestas los sectores medios usaban prendas solo asociadas a las blancas56. De igual forma los inventarios de los bienes dejados por maestros artesanos permiten observar las indumentarias formadas por camisas, chupas, mantas, sombreros, calzones, ceñidores, pañuelos57.
Problemas de abastecimiento de productos de primera necesidad
En principio, la relación entre los jornales y los gastos de los trabajadores permite tener una idea aproximada sobre sus potenciales niveles de vida. Sin embargo, la capacidad adquisitiva de los jornales en buena medida dependía de que la ciudad tuviese un constante y generoso fluido de abastos y que se ejerciera el control de precios. En este punto el problema más sobresaliente que enfrentaban los habitantes de Cartagena era el recurrente déficit de productos alimenticios de primera necesidad, las especulaciones de los acaparadores y el alto costo de vida58. Varias fueron las causas de esas situaciones. La primera fue que la ciudad no era una plaza-fuerte autosuficiente en lo relativo a alimentos, pues en sus inmediatos alrededores apenas se producía artículos de primera necesidad, y lo que se consumía tenía que traerse de las áreas del bajo curso del río Sinú, de las poblaciones de la Depresión Momposina, de los Montes de María y del partido de Tierradentro (véase mapa N° 1).
Así se puede leer en el “Informe de Antonio de Arévalo sobre abasto de víveres de Cartagena”, elaborado en 176659 con el propósito de resistir un posible asedio militar de potencias enemigas, en una relación de las poblaciones y sus producciones que habían entre aquella ciudad y Lorica, escrita en 177160, en el informe de 1778 del brigadier Agustín Crame, sobre la defensa de la plaza-fuerte en caso de asedio enemigo61, en un corto censo de los hatos ganaderos de las poblaciones de los alrededores del canal del Dique (proximidades de Cartagena), elaborado en 1801 por José Munive Mozo, teniente del gobernador de la provincia62, y en los distintos informes que rindió en 1805 el también ingeniero Manuel de Anguiano, sobre el aprovisionamiento de la ciudad en caso de sitio militar63. Como podemos concluir, durante la segunda mitad del siglo xviii los problemas del abasto fueron una constante en la vida de la ciudad. En el ya mencionado pleito judicial de 1795, entre los colegios del Rosario y San Bartolomé de Santa Fe de Bogotá, y el Colegio Real y Seminario Conciliar San Carlos Borromeo, por la propiedad de unos bienes inmuebles en capellanías y de unas becas para estudiantes, el fiscal de la capital virreinal reconocía las diferencias de las capacidades de abastecimiento entre esas ciudades:
“Si los víveres valiesen en aquella plaza a los mismos precios que en esta ciudad, podrían acaso cumplir con dar el Colegio de San Bartolomé los $70,oo anuales, y el del Rosario los $60,oo, que hasta ahora han invertido en la manutención de los patrimoniales de allí que han venido acá hacer sus estudios con el auxilio de las insinuadas becas […] pero siendo allá más caros, como lo son y es constante, ya por no ser algunos de ellos tan abundantes, como en esta capital, y sus contornos, ya por la multitud de gentes forasteras que continuamente entran a la ciudad y los consumen, debe ser la asignación mayor, y cuando no de $150,oo […]”64.

Mapa N° 1 Provincia de Cartagena con sus principales poblaciones y áreas de abastos de la ciudad fortificada, siglo xviii Tomado de: Shawn van Ausdal, The logic of livestock: an historical geography of cattle ranching in Colombia, 1850-1950, Ph.D. Dissertation, California, University of California, 2009, p. 48.
Y uno de los procuradores de Santa Fe de Bogotá que en ese año defendía la causa del colegio seminario, comparaba los precios y posibilidades de provisiones entre esas ciudades, de la siguiente manera:
“[…] allí [Cartagena] la arroba de carne de vaca fresca cuesta cuando menos 8 reales y aquí [Bogotá] cuando más 6 reales. La salada allí cuando más barata 12 reales, y aquí la más cara 9 reales. La de cerdo es allí de a 12 a 16 reales arroba cuando menos, y aquí computadas sus piezas para no venderse al peso resulta casi un tercio menos. Allí no hay corderos, cuyo uso es común, y más barato que la vaca. Por consecuencia, los sebos y mantecas son aquí a más có modos precios que allí. En verduras y menestras no tiene comparación. Esta mayor abundancia en especies y cantidades que allí, donde no hay verdadera equivalencia a las turmeras que por baratas, tanto llenan las ollas de las comodidades, y aunque puede acercarse el plátano, no lo permite su dulzura […]”65.
Dada su condición de centro burocrático, comercial y militar, la ciudad tuvo una condición de enclave cuando se analizan sus relaciones con su espacio provincial. Ella resaltaba en medio de un poblamiento pobre y disperso de la provincia homónima. La bajísima densidad demográfica implicaba que el mundo agrario de la provincia no tuviera una economía dinámica estimulada por una demanda en crecimiento en el resto del virreinato. Todo lo contrario: solo recibía estímulos de la demanda de Cartagena y Mompox66. La producción de cereales (maíz y arroz), de legumbres (fríjol y garbanzos), tubérculos (yuca y ñame) y de otras viandas como el plátano, se llevaba a cabo en las pequeñas rozas de labriegos67. Una revisión de las cargas de productos agropecuarios que transportaban los convoyes de canoas enviadas desde Lorica a la ciudad plaza-fuerte, muestra que en su inmensa mayoría los proveedores de cereales y tubérculos eran personas a las que no formaban parte de la élite de la ciudad y de los notables de las poblaciones del valle del bajo río Sinú, ni de las sabanas de Tolú68. Según Manuel de Anguiano “[…] los partidos de Lorica, Tolú y San Benito pueden dar en las tres cosechas 85.000 fanegas de maíz, 20.000 botijas de arroz de 2½ almudes cada una, 20.000 arrobas de carne salada, 3 millones de plátanos, y a proporción las cargas de yuca y ñame, con 5.000 botijuelas de manteca de puerco […]”69. Mientras que el ganado, azúcar y cacao estaban concentrados en los hacendados, ya fuese porque estuviesen dedicados a la cría, levante y engorde, o porque solo desempeñaran esta última función.
Pese a que a fines del siglo xviii la economía agraria manifestó mejorías, la oferta de productos alimenticios no mantuvo un crecimiento a la par de la demanda de la población70. En Cartagena esta última había tenido un crecimiento tanto natural71 como estacional. Este último se debió a las tropas acantonadas debido a las continuas guerras con Inglaterra y Francia72, y por las concentraciones de matriculados de la mar provenientes de las poblaciones relacionadas con los cuerpos de aguas fluviales y marítimo. Esa situación de abastecimiento límite, que podía retroceder de acuerdo con las condiciones naturales y otros factores sociales, periódicamente se veía agravada debido a las condiciones ambientales adversas (sequías, intensas lluvias, inundaciones, plagas y epidemias). En efecto, los diagnósticos de la época sobre la escasez y carestía de los alimentos achacaban las causas a la naturaleza (lluvias, sequías, epidemias, dificultades en el transporte), a los agotamientos de los stock de ganados en las inmediaciones de las poblaciones, a las exportaciones de ganado en pie para otras poblaciones y provincias, y para el exterior por vía de contrabando, a los sacrificios y comercialización clandestinos por los pequeños propietarios de reses, cerdos, cabras y ovejas, a las especulaciones de los intermediarios y abastecedores y a las presiones de los abastecedores para lograr aumentos en los precios.
Como esa situación se agravó durante el primer decenio del siglo xix, y temiendo que el malestar social desembocara en protestas, alcaldes, cabildos, procuradores de ciudades y villas, y hasta las autoridades centrales del virreinato presentaron informes sobre las causas de ese problema73, y promulgaron medidas con el propósito de contrarrestar esta posibilidad. Se emitieron aranceles estipulando los precios de los alimentos74; en algunas ciudades y villas los cabildos escogían a dos de sus miembros para que se desempeñaran durante unos meses en calidad de diputados de abastos, quienes debían acentuar los controles sobre los precios75; se prohibió que ganaderos y labriegos sacaran sus productos de las jurisdicciones provinciales76; se establecieron cuotas forzosas de suministro de reses para el sacrificio77. Y en casos como el de Cartagena, en distintos momentos se permitió importar alimentos desde otros países78.
El caso de la carne fue el que más concentró la atención de las autoridades, pues su periódica escasez y carestía habían llevado a que desde fines del decenio de 1770 el Cabildo de Cartagena aboliera el sistema de contrata para el surtido de carnes79. La nueva política de abastecimiento implicó comisionar a cierto número de hacendados de la provincia para que se encargaran de establecer cuotas entre los propietarios de ganados con destino al mercado de la ciudad80. Aunque en el suministro de alimentos de la ciudad participaban pequeños y medianos cosecheros y ganaderos, como se puede constatar leyendo los productos que traían las embarcaciones de los convoyes de abasto81, la liberalización de la oferta se convirtió en estímulo para empresarios, negociantes y especuladores, pues se trataba de una demanda en aumento, en especial cuando el Apostadero de la Marina despegó, porque demandaba grandes cantidades de víveres para la marinería. Por eso, los poderosos de la ciudad intensificaron sus inversiones en las sabanas centrales de la provincia de Cartagena y en el bajo curso del río Sinú, negociando en tierras y ganadería, y estableciendo redes de acopio y de transporte de la producción agropecuaria. En el suministro de provisiones también participaban comerciantes y personajes connotados como José María García de Toledo, Agustín Núñez Nieto, hacendados como Andrés Gómez Mármol, Santiago González, contratista de alimentos del Arsenal-Apostadero de la Marina y alcalde de la ciudad82, y muchos otros.83
Una diversidad de elementos podía obstaculizar la dotación de víveres de la ciudad, incidiendo en la subida de los precios de los artículos, produciendo una situación de desespero social y de preocupación entre las autoridades. Un buen punto de partida para entender lo que estaba sucediendo por esos años es reconocer que en las sociedades del Antiguo Régimen las crisis económicas se debían a diversos factores como variaciones climáticas y ambientales, plagas y epidemias que afectaban la producción agropecuaria, e incidían en la escasez y en la carestía. Y también sucedía lo contrario, pues podían existir años de condiciones óptimas y de abundante producción que sobre aprovisionaban a los mercados y producían una baja en los precios. Y atravesando ambas situaciones se encontraban los intereses de los comerciantes, los acaparadores y especuladores que intentaban sacar el mejor partido de esas situaciones para incrementar sus ganancias.
En el cuadro N° 5, que contiene información discontinua sobre las compras de víveres para proveer a las tripulaciones de los barcos guardacostas, del hospital militar de San Carlos y sobre Mompox y Lorica, están registradas las variaciones de precios de algunos artículos de primera necesidad durante varios años de la segunda mitad del siglo xviii y comienzos del siguiente. Es una información que por lo dispendioso que es recogerla de una documentación muy dispersa, omite las variaciones de los precios durante los meses de un mismo año. Pero por encima de las variaciones momentáneas, se puede ver unas tendencias. Entre 1761 y 1794 la información evidencia que existió una estabilidad de los precios de los alimentos, para luego iniciar un paulatino proceso alcista que se aceleró desde 1804 en adelante.
Cuadro N° 5 Precios (en reales de plata) de artículos de primera necesidad, 1761-1808
Alimentos | Cantidad | 1761 | 1770 | 1781 | 1783 | 1787 | 1791 | 1794 | 1795 | 1803 | 1804 | 1805 | 1808 |
---|---|---|---|---|---|---|---|---|---|---|---|---|---|
Carne de res fresca | Arroba | 8 | 6 | 8 | 8 | 8 | 4 | 8 | 18 | 24 | 15 | 24 | |
Carne seca de res | Arroba | 8 | 16 | 12 | 20 | 16 | 8 | 12 | 26 | 28 | 32 | ||
Tocino de cerdo | Arroba | 14 | 6 | 18 | |||||||||
Carne magra cerdo | Arroba | 19 | 8 | 12 | 24 | ||||||||
Gallina | Unidad | 4 | 4 | 3 | 1½ | 4 | 3 | ||||||
Pollo | Unidad | ¾ | 1 | ||||||||||
Queso | Arroba | 12 | 32 | 24 | |||||||||
Azúcar | Arroba | 16 | 12 | 6 | 32 | ||||||||
Miel | Botija | 18 | 18 | 32 | 12 | 18 | |||||||
Huevos | Unidades | 3×1 | 8×1 | ||||||||||
Maíz | Fanega | 10 | 15 | 18 | 24 | 16 | 16 | 16 | 12 | 16 | 18 | 18 | |
Arroz | Botija | 5 | 13 | 25 | 13½ | 24 | 10 | 12 | 9 | 16 | 8,5 | 30 | |
Manteca de cerdo | Botijuela | 8 | 22 | 24 | 24 | 26 | 14½ | 24 | |||||
Vísceras de res | Unidad | 4 | 14 | ||||||||||
Bagre | Arroba | 20 | 14 | ||||||||||
Garbanzos | Arroba | 50 | 24 | ||||||||||
Sal | Fanega | 12 | 16 | 32 | |||||||||
Plátanos | Ciento | 5 | 6 | 7 | |||||||||
Aceite de cocina | Botija | 30 | 24 | 19 | 9 | 72 | 17 | ||||||
Aguardiente | Limeta | 2 | 5 | 5 | |||||||||
Harina del reino | Carga | 200 | 200 | 112 | 144 | ||||||||
Leña | Pila | 4 | 6½ | 6 | |||||||||
Cazabe | Adorote | 16 |
Fuentes: Elaboración del autor a partir de AGI, Cabildos Seculares, Santa Fe, leg. 64, exp. 40; AGN, SC, Cabildos, leg. 2, doc. 18, fs. 647r.-675v.; AGN, SC, MM, leg. 31, doc. 138, fs. 880r.-887v.; AGN, SC, Miscelánea, leg. 7, doc. 46, fs. 626r.-635v.; leg. 61, doc. 60, fs. 882r.-890v.; AGN, SC, Abastos, leg. 2, doc. 1, fs. 1r.-30v., doc. 4, 55r.-59v.; doc. 11, leg. 9, fs. 570r.-635v., doc. 17, 819r.-902v., 877r.-894v.; leg. 12, doc. 22, f. 639v.; AGN, SC, Fondo Virreyes, leg. 16, doc. 109, fs. 767r.-777v. doc. 111, 798r.-800r.; doc. 113, 814r.-820v.; doc. 122, 850r.-854r.; doc. 126, 864r.-870v.; doc. 127, 872r.-877r.; AGN, SC, Policía, leg. 3, doc. 85, fs. 978r.-982r.; leg. 7, doc. 27, f. 694r.; Fondo Colegios, leg. 2, doc. 31, f. 874r.; Fondo Alcabalas, leg. 5, doc. 7, fs. 785r.-v.; AGN, SAA I-16, GM, leg. 22, carpeta 20, f. 459v.; leg. 28, carpeta 1, fs. 595r. y v.; leg. 32, carpeta 1, fs. 329r., 377r.; leg. 43, carpeta 1, fs. 13r.-15r.; AGN, SC, Historia Civil, leg. 13, doc. 7, f. 318r.; AGN, SC, Fondo Curas y Obispos, leg. 47, doc. 14, f. 426v.; leg. 4, doc. 57, fs..639v.-641r.
Nota: 1787 corresponde a compras hechas por el Apostadero de la Marina; 1794 atañe a Mompox; 1803 y 1804 corresponde a Lorica; 1805 concierne a las compras hechas por el hospital de San Carlos de Cartagena.
En 1801 la ciudad afrontó escasez de carnes debido a tres causas. Por una parte, porque los hacendados de la provincia de Santa Marta habían dejado de enviar ganado a Cartagena, al preferir exportarlos vía contrabando84. Por otro lado, la creciente del río Magdalena imposibilitó el trasvase del ganado proveniente de Santa Marta85. Y, por último, por una epidemia que asoló a los hatos ganaderos de las sabanas de Tolú y del bajo curso del río Sinú, produciendo una alta mortandad de novillos. Esto disparó el precio de la carne de ocho a doce reales la arroba, es decir, un aumento del 50%86. Para afrontar esta calamidad y para suplir el aprovisionamiento de novillos de esas zonas, en ese año José Munive Mozo, teniente del gobernador de la provincial homónima, presentó un detallado inventario sobre los pequeños y medianos criadores de las poblaciones situadas en las inmediaciones del canal del Dique. Y se solicitó a las autoridades de villas y parroquias adelantar censos parecidos87.
1806 fue otro año de muchas dificultades para el abasto. De nuevo las intensas lluvias dañaron las siembras y se recogieron pobres cosechas. Sus efectos se hicieron sentir durante el primer semestre del año siguiente. En febrero de 1807 el gobernador Anastasio Zejudo escribía al Virrey sobre las necesidades de abastecimiento de la plaza para que se permitiese introducir comestibles desde el extranjero:
“Las muchas crecientes e inundaciones que han causado en esta provincia de mi cargo, las tempranas y abundantes lluvias del año pasado han arruinado la mayor parte de las cosechas, y perdido un número considerable de ganado, de que resulta la mayor escasez y carestía en todos los víveres de primera necesidad tanto para el mantenimiento de los habitantes que hay en las muchas poblaciones de su distrito, como para el numeroso vecindario y guarnición de esta plaza”88.
Las dos cosechas de 1807 fueron abundantes en el Sinú y en las sabanas centrales de la provincia, hasta el punto de que alcanzaron para abastecer a la ciudad durante el primer semestre del siguiente año. Sin embargo, durante el segundo semestre en la plaza escasearon los productos de primera necesidad. Un comerciante entrevistado de forma reservada para que opinara sobre la situación culpó “[…] al manejo codicioso y detestable del teniente del gobernador de Lorica, don Agustín García, y otras personas empleadas en tan abominable comercio, permitiendo la extracción de víveres bajo el pretexto de socorrer a Portobelo y otros destinos, para venderlos a precios excesivos en Jamaica y demás islas de los enemigos […]”89.
El siguiente año, 1808, empezó con lluvias torrenciales, impidiendo las habituales quemas de malezas y rastrojos del mes de marzo. Buena parte del terreno sembrado se inundó y se recogieron pobres cantidades de granos90. José María del Real, hacendado, que tenía sus tierras y ganados por los lados de los Montes de María, había sembrado con la expectativa de cosechar trescientas fanegas de maíz (28 200 libras), pero solo alcanzó a recoger cien (9 400 libras)91. Con mucha incertidumbre los cosecheros realizaron la segunda siembra en octubre de ese año, pero las lluvias no amainaron, y los ríos Magdalena, Sinú y San Jorge se desbordaron e inundaron muchos terrenos de siembras y de pastoreo, ahogándose muchas reses92. En el partido de Lorica (parroquias de Lorica, San Antero, Chimá, San Bernardo, San Pelayo, San Jerónimo de Montería, San Carlos, Ciénaga de Oro, Momil y Purísima), 455 cosecheros sembraron un área de 2 660 almudes (ciento sesenta hectáreas), los que debían producir 18 276 fanegas del grano (1 718 000 libras). Sin embargo, la producción estuvo muy por debajo, sin que podamos precisar cifras93. Y luego, el año de 1809 fue de sequía según informe del Cabildo de Cartagena94.
En ese año el Cabildo comisionó a varios regidores para que adelantaran averiguaciones sobre lo que estaba sucediendo en las zonas de producción de la provincia. Con este fin, en noviembre de ese año entrevistaron a patronos de embarcaciones que hacían la ruta entre el bajo curso del río Sinú y Cartagena, al recolector de diezmos de la población de San Pelayo, como también a cosecheros de aquella zona. La entrevista preguntaba sobre los contrastes entre los precios de productos de primera necesidad (maíz, arroz, carne salada y manteca de cerdo) en distintos meses de ese año. Las respuestas muestran cómo entre marzo y noviembre las condiciones ambientales determinaron una subida en el precio de los alimentos95.
Que la relación oferta-demanda influía en los precios lo expuso el hacendado Andrés Gómez Mármol, quien en 1808 trajo a la ciudad varias decenas de botijas de arroz y millares plátanos con el propósito de venderlos a un precio que consideraba razonable. Como los diputados de abastos del Cabildo pretendieron obligarlo a que redujera el valor de esos productos, señaló que en época de escasez los hacendados-cosecheros tenían que aprovechar para subir los precios, y así compensar los tiempos de abundancia que obligaban a bajarlos. Pero la exposición de Andrés Gómez también da a entender que para los productores era mucho mejor mantener la oferta hasta ciertos límites que les permitiera sostener razonables precios de mercado de acuerdo con sus intereses96.
La consecuencia de todo esto fue que, si se disparaban los precios en las áreas de producción y en los sitios de acopio, esto incidía de forma inmediata en Cartagena. Entre 1761 y 1808 aumentó el costo de la carne de res y la de cerdo en más de un 100%97. Y entre 1794 y 1804, en Mompox, una de las áreas de abastecimiento, el precio de las carnes de res y de cerdo (tanto fresca como salada) y del arroz aumentó en un 200%, al igual que el pescado, maíz, arroz y frijol98.
A estos problemas que iban desde las zonas de producción, acopio y transporte, se unían otros problemas locales, como los relacionados con los controles de las autoridades sobre precios, calidad, peso y medida de los productos. En algunos lugares muchas de esas medidas eran inoperantes debido a que por lo regular quienes ejercían los cargos administrativos de ciudades y villas eran ganaderos y comerciantes que sacaban provecho de esas situaciones99. Por ejemplo, intentando contrarrestar esa especie de conflictos entre el interés público y el particular, a comienzos del siglo xviii algunos regidores del Cabildo impulsaron la iniciativa de que ningún cabildante ni alcalde tuviera intereses en los abastos de la ciudad mientras desempeñara sus funciones100. Pero los hacendados ponían a funcionar mecanismos que les permitían pasar por encima de estas decisiones, gracias a que las distancias entre las zonas de producción, de acopio y los mercados urbanos, les facilitaba a los hacendados fungir como intermediarios entre los labriegos y la capital de la provincia, para sacar provecho de la comercialización de los productos. Para realizar estas operaciones crearon redes de representantes de sus intereses que adelantaban dineros a los labriegos, compraban, acopiaban y embarcaban las provisiones con destino a Cartagena, o también hacia los mercados que eran más rentables como los asentamientos del Darién, Portobelo y hasta Jamaica durante la guerra de independencia de Estados Unidos.
La documentación parece indicar que durante el tránsito de los siglos xviii y xix en la Nueva Granada el cargo de fiel ejecutor no estaba reglamentado de forma homogénea, en algunos casos lo elegía el Cabildo101, en otros lo sacaba a remate público102 y en otros lo designaba el Virrey103. En Cartagena ese cargo fue cayendo en desuso durante el tránsito entre los siglos xvii y xviii, designando el Cabildo a dos de sus integrantes por periodos de dos meses para que se encargaran de reglamentar el abasto de la ciudad, a los que se les llamaba diputados de abastos. En 1693 el procurador se quejaba ante la Corona porque:
“[…] por algunos vecinos magnates así eclesiásticos como seglares se procura impedir la costumbre de práctica tan conveniente a la causa por vender los frutos que tienen a su arbitrio, midiendo los precios con su mayor interés, no contentándose solo con esto sino es con esparcir voces de que la ciudad y sus diputados no lo pueden hacer ni hay disposición que se lo permita. Siguiéndose la consecuencia de que los vecinos y forasteros que abastecen con sus frutos tomen alientos para repugnarlos”104.
Esto permitía que cualquier choque de intereses entre los cabildantes, comercianteshacendados y las medidas de control de precios y de abastos, podía resolverse en el lapso de un mes, procediendo a cambiar a quienes desempeñaban esas funciones. En 1791 el Gobernador presentaba al Virrey una especie de radiografía acerca de las características de esos regidores encargados de controlar el abasto, y señalaba sus limitaciones:
“En esta república, como en muchas otras de España, cuyos ayuntamientos carecen del oficio de fiel ejecutor, se nombran mensualmente dos regidores que cuidan del abasto de la carnicería, de la fidelidad de los pesos y medidas, y de arreglar los precios del mercado. Estos regidores, que no ejercen más funciones, que no tienen otra representación que la que debería tener el fiel ejecutor, si lo hubiera […]”105.
Se quejaba el Gobernador porque “Desde los primeros días de posesión de este gobierno noté la falta de asistencia […] a la carnicería en los turnos que deben concurrir en calidad de diputados […] de esta incorporado en el Cabildo los oficios de fieles ejecutores, que por no poder ejercer todo el cuerpo delegan sus facultades en sus miembros, que turnan para el servicio de la carnicería […]”106.
A esto agregamos que en Cartagena fracasaron los intentos por establecer un “pósito” y la “alhóndiga”, es decir, depósitos públicos que en otras ciudades (por ejemplo, en varias poblaciones de Nueva España)107 servían para acopiar granos y víveres para venderlos a precios razonables en épocas de dificultades de abastecimientos. Nada más conveniente para esta ciudad plaza-fuerte que había vivido la experiencia de los asedios militares enemigos que contar con medio de acopio de alimentos. Razones ambientales en parte explican el fracaso de las intenciones para crear esos depósitos. Según las autoridades no había medio alguno para evitar que los granos se corrompieran y dañaran por efecto del calor, la humedad y las plagas de gorgojo y termitas. Pero no cabe duda de que los comerciantes, que siempre habían dominado la vida económica y la administración de la ciudad, eran los menos interesados en la política de controles de precios y en medidas contra el acaparamiento y la especulación con los alimentos. Cada vez que había una guerra interimperial y que las autoridades ordinarias y militares planeaban la defensa de la ciudad de un posible ataque de enemigos, tenían que volver a repasar las posibles medidas a tomar para contar con los recursos alimenticios suficientes para resistir un prolongado sitio. Y se debatía sobre las rutas de la provincia de abastecimiento de la ciudad108, y disponer de claustros religiosos, iglesias y edificios públicos con suficientes espacios para almacenar alimentos para resistir un mínimo de sesenta días.
En algunas ocasiones, como sucedió en 1719, las autoridades acopiaron granos (maíz y arroz) para subsistir ante una posible amenaza de asedio. Para ello, los compraban a los cosecheros y los almacenaban, limitando la oferta de estos que llegaban al puerto con sus granos y no los podían vender. Pero como lo informó el Gobernador al año siguiente, los cereales se corrompían muy rápido por efecto de las plagas y optaron, para salvar la inversión realizada. por repartirlo a bajo precio entre el personal de la guarnición. Además, los cosecheros y comerciantes se quejaban por la medida que iba en detrimento de la producción y la comercialización del maíz. También se quejaban las congregaciones religiosas, que tenían sus haciendas para producir parte de sus alimentos, como también porque se veían afectadas en la recolección de los diezmos109.
En el marco de las políticas de defensa asumidas luego de la toma de La Habana y Filipinas por los ingleses en 1762, el brigadier Agustín Crame visitó Cartagena y consideró impostergable la creación de un pósito para almacenar alimentos para poder resistir el asedio militar de potencias enemigas. El 12 de febrero de 1770 la Corona ordenó al Cabildo de la ciudad tomar las medidas conducentes a su creación, y por iniciativa del virrey Pedro Mexia de la Zerda y del ingeniero Antonio de Arévalo, quien estaba al frente de la defensa de la ciudad, se iniciaron de inmediato las deliberaciones sobre las medidas a seguir para hacerlo una realidad110. Los cálculos realizados por los ingenieros señalaban que para resistir cualquier asedio enemigo de dos meses la ciudad necesitaba un almacén-depósito con capacidad para contener 4 300 fanegas de maíz (180 600 kg) y 2 475 botijas de arroz. Y el costo de la construcción estaba avaluado en treinta mil pesos, suma que se pensó recolectar mediante préstamos solicitados a los vecinos pudientes de la ciudad. Los inconvenientes que se veían en esta medida era que almacenar esa cantidad de cereales implicaba establecer por parte de las autoridades precios de compras a los cosecheros, perdiendo estos la oportunidad de tener las usuales ganancias propias de situaciones de alarma y de escasez. También indicaban que una vez pasada la alarma del posible asedio militar, los cosecheros tendrían que suspender la venta de sus cosechas mientras se comerciaba el grano almacenado. También se adujo la corruptibilidad de esos cereales debido al clima y a las plagas, en especial por el gorgojo (sitophilus zeamais), que implicaban grandes riesgos en su almacenaje por mucho tiempo y, por tanto, la posible renuencia del público a comprarlo, lo que, a su vez, abriría los canales del comercio subrepticio. Y se agregaba que los costos por efecto de la transferencia de los jornales que habría que pagar a los encargados de transportarlos, almacenarlos, custodiarlos y venderlos. Por eso los cabildantes concluían que el almacenamiento de granos solo debía ser una política extraordinaria, en momentos de amenaza externa. Más que interesarse en el almacenaje como una medida para controlar precios y para afrontar épocas de escasez, como hacían las autoridades de otras ciudades hispanoamericanas, las autoridades pensaron en el pósito como una medida para momentos de guerra. El Cabildo era más partidario de continuar confiando que en momentos de inicios de guerra, seguir acudiendo al expediente de la protección militar de ciertas vías. Pero como se trataba de una orden real, que a la postre no cumplió, el plan contemplaba que las embarcaciones que provinieran de la zona del bajo curso del río Sinú entregaran los granos al pósito y este les entregaría el almacenado, con el objetivo de renovar los cereales guardados, expender los que estaban almacenados y así evitar el daño. El trabajo de renovación de los granos almacenado lo harían los esclavos del Rey para abaratar los costos de la mano de obra111.
De nuevo, durante el primer decenio del siglo xix y en medio de la escasez, el acaparamiento y el alto costo de los alimentos, el Cabildo de la ciudad volvió a discutir el tema del pósito como una medida para disponer de alimentos en caso de escasez o de asedio militar enemigo. Las autoridades centrales del virreinato insistieron en acudir a empréstitos entre los habitantes de Cartagena para costear la obra, siendo los cálculos de costos y las medidas propuestas para acopiarlos fueron iguales a las de 1770. Pero las autoridades de esta aducían la escasez de fondos, el creciente endeudamiento de los propios (recaudos fiscales) de la ciudad, y solicitaban permiso para importar alimentos desde los países neutrales a los conflictos entre España e Inglaterra y Francia112.
La percepción de las gentes sobre la escasez y el alto costo de vida
¿Qué pensaba la gente sobre que a comienzos del siglo xix se hubiera disparado el costo de vida en Cartagena de Indias, al igual que en muchas otras partes de las colonias hispanoamericanas?113. ¿Qué había pasado con los organismos encargados de controlar el abasto y los precios en la ciudad? ¿Qué había cambiado a fines del siglo xviii para que los comerciantes-intermediarios intentaran introducir nuevos criterios sobre la comercialización de los productos más necesarios de la canasta familiar?
Sobre estos interrogantes distintos puntos de vista se suscitaron entre los sectores sociales de Cartagena y su provincia. En 1804 unos vecinos pobres de Mompox y en 1808 un comerciante de Lorica, dieron las claves para entender lo que estaba pasando en esas poblaciones, principales centros de acopio y de aprovisionamiento de la plaza-fuerte. Según las declaraciones del comerciante y cosechero de Lorica interrogado por regidores del Cabildo, en los puntos de producción del bajo curso del río Sinú y sus alrededores, una fanega de maíz se vendía a cuatro reales. Cuando llegaba a Lorica, costaba seis reales. Y en tiempo de escasez a ocho reales. Y luego en Cartagena se vendía a dieciocho reales. Que hacía algunos años que la arroba de carne salada, tanto en Lorica como en los demás sitios, costaba doce reales. Pero que en 1808 costaba dieciséis reales. Y en ese año se vendía en la plaza-fuerte a veinticuatro reales. El declarante consideraba que este último precio era exorbitante, debido a que aún comercializada a dieciocho reales dejaba grandes ganancias114. En época de abundancia en Lorica una gallina costaba un y medio real y, en la escasez, dos reales, y en aquella ciudad se vendía a tres reales. En aquella población, cuando había abundancia cuatro huevos valían un cuartillo y en escasez, tres huevos se vendían por ese mismo valor. Un pollo costaba medio real. Antes la miel costaba diez reales la botija, y en 1808 a dieciséis reales, y en Cartagena se vendía a veinticuatro reales. En tiempos de abundancia el queso costaba doce reales la arroba, y en la escasez de 1808 valía veinte reales la arroba, y en Cartagena veinticuatro reales. Antes, la manteca de cerdo costaba ocho reales la botijuela, y en 1808, veinte reales, y en Cartagena veinticuatro reales, y que aún en escasez vendida a catorce reales dejaría ganancias115. Escasez, abundancia, almacenamiento, transportes y especulación intervenían en el valor final de los productos que llegaban a Cartagena116.
El pensamiento del común de las gentes podemos medirlo gracias a la representación de 1804 elevada a las autoridades por varios vecinos pobres de Mompox, en la que dieron mayores detalles sobre el por qué las condiciones eran favorables para el abaratamiento del precio de los productos. Entre esas razones estaba la “pacificación” de los indios chimilas, que durante siglos habían dominado buena parte de la margen oriental del bajo curso del río Magdalena dificultando el tráfico por esta arteria y entre ambas márgenes del río. La pacificación había creado condiciones más favorables para el transporte de los hatos de ganados que provenían de las zonas centrales de la provincia de Santa Marta con destino al consumo de Mompox y Cartagena. Consideraban que esto debía incidir en la baja de los precios, ya era posible la libre utilización de los playones del río por parte de los ganaderos y, por tanto, el engorde de las reses en épocas de verano. De igual forma aducían que existía un abaratamiento en los costos de la mano de obra dedicada a la vaquería, la mejoría en los caminos para el transporte de los productos agrícolas o el costo del transporte de estos por los caños y ciénagas de esa zona. Además, en ese contexto de mejoría de los transportes y de la seguridad, no se explicaban cómo podía haber aumentado los precios del pescado cuando este era abundante en los ríos Magdalena y Cauca y en los caños y ciénagas. Asimismo, decían que en el área de La Mojana se seguía cultivando arroz en grandes cantidades y que su transporte hacia Mompox continuaba haciéndose por vía fluvial. Concluían que la especulación y la falta de control de las autoridades era lo que explicaba el aumento desorbitante de los productos de consumo básicos, y mostraban que esto estaba generando una situación social de miseria entre algunos sectores de la población momposina117.
Y estos razonamientos que culpaban a los acaparadores y especuladores por la escasez y carestía, también se hicieron presentes entre el común de las gentes de Cartagena. Las opiniones de estas las sintetizó en 1808 el regidor Santiago González, contratista de provisión de alimentos del Apostadero de la Marina, a quien el Cabildo delegó para que hiciera las averiguaciones y presentara un informe. Este comunicaba que entre el común se decía que se trataba de una escasez artificial producida por los acaparadores. Vale la pena citar parte de este informe porque pone al corriente de la sensibilidad popular frente a esta situación:
“A varias causas atribuye el pueblo la escasez, pero sus conversaciones indican de hechos, que el gobierno y diputación de abastos ha querido averiguar […] Se ha atribuido con variedad a monopolios dentro de la ciudad, las compras que se suponen hechas en los sitios de cosechas por sus propios vecinos, y tras con dineros de algunos de esta plaza, a inteligencia del Teniente de Gobernador de Lorica, a extracciones desde el río Sinú, a la precisión de convoyes, a la falta de canoas, y a la provisión de víveres del Apostadero”118.
Las razones de esta situación han sido debatidas por algunos historiadores de la economía, quienes han constatado que durante la segunda mitad del siglo xviii se padeció un proceso inflacionario debido el aumento de la producción y de la circulación de metales preciosos, unido a las políticas económicas borbónicas y de los cabildos de los municipios, como también al crecimiento de la población119. Esto favoreció al sector agropecuario y a los comerciantes por la vía del encarecimiento de los productos de primera necesidad. Pero, a su vez, el sector agropecuario se vio limitado para responder de manera satisfactoria al aumento de la demanda debido a las restricciones que imponían las precarias condiciones tecnológicas de la producción agrícola y ganadera y los medios de transportes.
La carestía debió sentirse con mayor fuerza en la plaza por dos razones. La primera, porque su economía era monetarizada, lo que la exponía a los ciclos económicos del Imperio y a los de oferta y escasez de metálico debido a que este muchas veces salía de circulación por vía de las exportaciones o del atesoramiento. Y la segunda, porque el hinterland inmediato de la ciudad no producía los alimentos para los habitantes y las materias primas para las necesidades de talleres y obras públicas. Las áreas de abastecimiento de la ciudad y los centros de acopio quedaban distantes, y buena parte del transporte se hacía por vías acuáticas lo que la hacían vulnerables a las actividades de los acaparadores y especuladores.-
Otras interpretaciones de la reciente historiografía parecen seguir a pie juntillas las justificaciones presentadas por el Consulado de Comercio ante las autoridades centrales del virreinato, en las que, a propósito de la escasez de alimentos, hacía pasar los intereses particulares de los grandes comerciantes y mercaderes por los intereses generales de la población120, como también integraba en un solo haz las expectativas de consumo de las élites121 con las posibilidades de consumo de los sectores populares. Ante las dificultades económicas que se empezaron a vivir desde fines del xviii y durante el primer decenio de la siguiente centuria, en especial por las crisis de escasez y carestía, el Consulado propuso que la solución era el comercio libre, en especial la importación de harinas provenientes de Estados Unidos. Para ello, en 1809, el administrador de la aduana de la ciudad presentó las opiniones de los hacendados, comerciantes en harinas, maestro mayor de panaderos y de seis panaderos122. Pero resultaba que ese producto solo era consumido por sectores minoritarios de la ciudad y, en especial, se utilizaba para proveer los barcos en épocas de viajes123 y por los soldados del Regimiento Fijo. Las estadísticas que rindió el administrador de aduana al Virrey sobre la introducción de harinas del interior andino en Cartagena muestran que el 46% de estas las trajo Santiago González, asentista de víveres de la marina124.
Ahora bien, debe distinguirse entre estos procesos económicos, las maneras cómo intervenían las autoridades, las formas cómo los distintos sectores sociales se representaban lo que estaba sucediendo y, por último, las consecuencias sociales de estas representaciones. Los historiadores sociales se han sentido poco atraídos a reflexionar sobre este hecho debido a que, de forma espontánea, explican estas situaciones a partir de la interpretación culturalista aportada por el modelo teórico de la economía moral de la multitud elaborado por el historiador inglés E. P. Thompson, diseñado para explicar cómo en una sociedad muy específica, como era la inglesa, las gentes se representaban la economía, en especial el abasto en el mercado, y las relaciones entre los distintos grupos sociales y las instituciones. Según este modelo las relaciones en el mercado estaban atravesadas por unas consideraciones morales que vinculaban a las autoridades, las élites y la Iglesia con los vendedores y compradores, regulándose el mercado no por los principios de la oferta y la demanda, sino por una especie de economía del bien común.
Una de las variables centrales de este modelo es lo que E. P. Thompson llamó la “conciencia del consumidor”, queriendo decir que las relaciones compradores-vendedores eran de cara a cara, y los consumidores conocían las calidades de los productos y el estado de las cosechas, y, por tanto, los posibles precios. Por eso, cuando estas regulaciones morales se violaban por vía del aumento en el precio de los productos de la canasta familiar y por el acaparamiento, la conciencia del consumidor se expresaba en protestas que asumían distintas vías. En la base de su reflexión, el historiador inglés puso las aprensiones del común de las gentes en torno a qué era y qué no era legítimo en cuanto a la comercialización de aquellos productos para reproducir la vida. Y este hecho es fundamental porque permite ver que el mercado también era un campo de conflictos125.
No cabe duda de que durante el tránsito entre los siglos xviii y xix encontramos algunos elementos del modelo de la economía moral en la sociedad neogranadina, en lo que tiene que ver con la economía de mercado, los precios de los artículos de primera necesidad, las funciones reguladoras de las autoridades y las aspiraciones de ganancia de los comerciantes. Sin embargo, hay muchas especificidades propias del mundo hispanoamericano, en lo relacionado con el arsenal de ideas que llevaba a la protección que la monarquía brindaba a sus vasallos. Sobre esta protección Enriqueta Quiroz ha propuesto la hipótesis de que entre los siglos xvii y xviii uno de los fundamentos teóricos de la Corona era un proteccionismo que la obligaba a administrar justicia basada en el principio del bien común. El Rey hacía confluir la disparidad de intereses gracias a, por un lado, políticas de protección al consumidor mediante normas que en principio debían garantizar el abasto y bajos precios, y, al mismo tiempo, dejando márgenes para las necesidades de ganancia de los comerciantes que las alcanzaban aprovechando el juego entre la oferta y la demanda de productos126.
Al margen y, al mismo tiempo, en el marco de esa política los conflictos entre oferentes y demandantes eran frecuentes. Se trataba de una pugna de vieja data que reaparecía de forma intermitente, como podemos leer en las medidas que desde la temprana colonia promulgaron las autoridades de Nueva España para evitar los efectos perniciosos de los acaparadores e intermediarios127. Durante mucho tiempo la Corona y las autoridades habían logrado mantener cierto equilibrio entre la protección que ofrecían y la puja de los comerciantes para lograr que los precios fuesen determinados por las libres relaciones entre la oferta y la demanda128. Pero al final, los contrapesos entre esos intereses empezaron a desbalancearse a favor de los beneficios privados.
Los distintos conflictos suscitados en torno al abasto y al comercio de artículos de primera necesidad revelan los sustratos de jurídicos y culturales desde los cuales las autoridades pretendían, muchas veces de forma inútil, ejercer control contra los especuladores con el abastos, los precios y las pesas y medidas. El arsenal de los argumentos de quienes defendían el control de precios y medidas por parte de las autoridades comprendía, desde una combinación de un fundamento religioso con el de la tradición normativa castellana, como lo ha estudiado Enriqueta Quiroz para el caso de Ciudad de México129, hasta las ideas de los conocedores de la economía política moderna.
En el caso de Cartagena de Indias, centro de especulaciones comerciales, esas disputas se expresaron en varios aspectos relacionados con las regulaciones sobre el mercado local. En 1770 se vivió una disputa entre el rematador del cargo de fiel contraste y almotacén y el procurador de la ciudad, pues el primero, encargado de velar por el cumplimiento de las normas de pesas y medidas, exigía que se obedecieran las disposiciones consagradas en las disposiciones reales, vigilar que pesos y medidas estuvieran en buen estado, y controlar los productos que entraban y salían de la plaza, excepto las mercaderías de Castilla. El procurador de la ciudad sostenía que esas no eran atribución del fiel contraste y almotacén y que quienes vendían y compraban no estaban en la obligación de acudir a aquel, al tratarse de transacciones privadas, para las que los comerciantes tenían sus pesos y medidas. Sobre el primer aspecto en la regulación de pesas y medidas, el abogado de la Real Audiencia apoderado del rematador del cargo de fiel contraste argumentó:
“No solo es ley promulgada por humanos legisladores la que previene justa mesura e igual peso y medida en los contratos, sino también es precepto moral intimado por el mismo Dios a los judíos, en el Deuteronomio al capítulo veinticinco, versículo catorce […] y el capítulo diecinueve del Éxodo, versículo treinta y seis, manda Dios que los hebreos que sus pesos y medidas sean iguales, pues en él les previene que sea justa la mesura de que usasen, abominando el fraude en el peso y medida, como que es el que turba los contratos y comercio de los hombres, y aparta de la república, la sociedad y la vida civil, cuyos soberanos apoyos parecen que a voz llena justifican la solicitud de mi parte de que todos los pesos y medidas se hayan de arreglar por el suyo, para que así en la compra y venta, en la permutación y todo género de contrato se observe la igualdad aritmética que la justicia conmutativa previene, que ni el que compra lleve de más, ni el vende lleve de menos, evitándose de este modo cualquier engaño que en los pesos no arreglados debe temerse y recelarse, pues si estos quedaran al arbitrio de cada particular, se formarían sin duda según la medida y peso de su propia conciencia y legalidad, cuyo desorden con manifiesto anhelo procuró obviar la ley castellana, mandando con estrechez lo que debe observarse en los pesos y medidas en nuestros reinos […]”130.
Y en el caso de un comerciante español, que en 1793 especulaba con el arroz, el procurador anotó:
“Que tanto por el derecho natural como por el positivo, es reprobada, ilícita e injusta toda negociación de compra de granos en el tiempo de la cosecha que es cuando cuestan poco para revenderlo después cuando valen mucho porque de ellos se infiere notable daño a la república, a los pobres, y a otros ciudadanos que se les impide comprarlos a precios cómodos, siendo como son los más necesarios para la subsistencia de la vida humana. Y como por lo regular los que hacen semejantes negociaciones son ricos, y se anticipan en la compra, acopiándolos y almacenándolos hasta que crezca el precio o la escasez para lograr la ocasión de su torpe lucro, con justo fundamento llaman los autores a tales hombres langostas de la república, y los declaran obligados en conciencia a restituir lo que tan malamente hayan adquirido”131.
Estas ideas sustentaban las medidas emitidas por las autoridades para evitar y penalizar el acaparamiento. En 1772 los fieles ejecutores y diputados de abastos del Cabildo acusaban que uno de los postores del sacrificio del ganado de cerda de la ciudad establecía acuerdos con los proveedores de cerdos “[…] para que unidos y sujetos a su arbitrio no bajasen jamás la postura […]”, procedimiento que les permitía que solo hubiese un oferente y todos los demás se beneficiaban al hacerse la matanza entre cuotas de cerdos que aportaba cada uno, pero manteniendo el precio acordado. Se le abrió un proceso y todos los testigos coincidieron en señalar que pese a la abundancia de cerdos las posturas eran altas porque el administrador del ganado de cerda los había convencido para que solo hubiese un postor y de esa forma lograr precios altos132.
Las continuas pujas entre las normas y los especuladores obligaban a promulgar bandos en defensa de los consumidores. En 1789 el gobernador Joaquín Cañaveral emitió un bando de buen gobierno que contemplaba disposiciones acerca del abasto de la ciudad. Entre esas normas resaltan las que intentaban someter a pulperos, taberneros y expendedores de carnes a que vendieran en los pesos y medidas y en los precios estipulados en el arancel que debía promulgar los diputados de abastos del Cabildo133. Basado en ese bando, cinco años más tarde el gobernador Joaquín Cañaveral expidió una nueva norma que intentaba contrarrestar el acaparamiento y la especulación con la carne de cerdo, estableciendo que en cinco leguas a la redonda inmediatas a los términos de Cartagena (Pie de la Popa, Ternera y Turbaco), la matanza de ese animal se circunscribiera a las estrictas necesidades de sus pobladores, que no se permitiera que los acaparadores comerciaran con las piaras de cerdos que provenían de otras poblaciones de la provincia con destino a la ciudad, y que se pagaran los respectivos impuestos. El tema es de interés porque desató una polémica en la que intervino un joven fiscal de la Real Hacienda de la ciudad, reclamando que esa disposición, por una parte violaba la libertad de comercio que había intentado estimular las reformas borbónicas y, por otra parte, que era falaz el argumento central del Gobernador (el desmedro de los intereses reales por el no pago de impuestos), señalando con el apoyo del administrador de la aduana, que la caída en los recaudos del derecho de alcabala se debía a otras razones134. En 1796 de nuevo se promulgó un bando de buen gobierno por el gobernador de la plaza-fuerte y provincia, dedicado al tema del abasto de la ciudad, en el que se contemplaba el siguiente artículo: “Ninguna persona de cualquier estado, calidad o condición que sea, pueda comprar o atravesar [salir al paso del transporte de víveres para adquirirlos e introducirlos en la ciudad] por mayor para revender los mantenimientos que vienen con destino al abasto de esta plaza bajo la multa de cien pesos si fuere pudiente y la de seis años de presidio y pérdida de los efecto si no lo fuere”135.
A fines del siglo xviii en la Nueva Granada empezó a tomar fuerza entre esos agentes económicos una concepción de la economía que demandaba que el abasto y los precios de los alimentos se liberaran de cualquier consideración moral y de intervención de las autoridades, y que se dejara al libre juego de la oferta y la demanda136. En 1808 el hacendado Andrés Gómez Mármol trajo a Cartagena, desde su hacienda situada en Majagual, setenta botijas de arroz y veinte mil plátanos, con el propósito de vender la cuartilla (¼ de arroba o 6,25 libras) de arroz al precio de tres reales, y cuatro plátanos por un cuartillo. Los fieles ejecutores del Cabildo pretendieron obligarlo a que el valor del arroz fuera de dos reales y que vendiera seis plátanos por un cuartillo. Andrés Gómez señalaba que en época de escasez los hacendados-cosecheros tenían que aprovechar para subir los precios, y así compensar los tiempos de abundancia que obligaban a bajarlos. Argumentaba que no era un intermediario especulador sino un productor. Consideraba que las autoridades no debían intervenir y que debían dejarlos en libertad para regular los precios de acuerdo con la relación entre la oferta y la demanda. El Gobernador terminó cediendo a la petición de Andrés Gómez Mármol y estableció diferencia de precios para los productos de los cosecheros-comerciantes y para los comerciantes intermediarios137.
Y en ese año, Sebastián González (comerciante, hacendado, contratista de alimentos con el Arsenal de la Marina y regidor perpetuo) rechazaba las acusaciones del común de las gentes sobre que en la base de la carestía estaban los acaparadores y especuladores: “[…] se han hecho pesquisas acerca de todo, sin hallar pruebas de los monopolios, de las compras vociferadas, ni de las inteligencias del teniente de gobernador, solo se ha justificado la extracción que resulta inculpable por ser con destino a Portobelo […]”138. Sin embargo, la credibilidad del informe de Santiago González fue puesta en entredicho por los asesores del virrey Antonio José Amar y Borbón. En ese año le informaban al virrey que el Cabildo le exigió a aquel que hiciera sus compras dentro de los términos de la ciudad, y que ningún asentista podía ser regidor. El asesor del Virrey le informaba que Santiago González tenía ganancias exorbitantes con ese contrato y que se decía que pasaban de noventa mil pesos anuales.
Es fácil de imaginar el impacto negativo sobre la economía familiar de los jornaleros tanto de la carestía de los artículos de primera necesidad, del cierre de los frentes de trabajo, y del estancamiento de los jornales a comienzos del siglo xix. La parálisis de las obras en los sistemas defensivos de la ciudad empezó a sentirse desde mediados de 1809. Como es común en estos casos, la relación entre desempleo, alto costo de vida y estancamiento de los salarios debió generar situaciones de inconformidad entre los trabajadores de la ciudad. Algunos informes oficiales dejan ver entrelineas que existía inquietud entre el vecindario por lo que estaba sucediendo. Manuel Mariano de Blaya, comisionado por el virrey Antonio José Amar y Borbón para averiguar lo que sucedía, en 1808 decía haber recibido varios escritos de anónimos en los que se hacía eco de las quejas de los infelices.
A manera de colofón abierto: trabajos, trabajadores, jornales y crisis imperial de 1808 en adelante
A los problemas de la carestía y del congelamiento y disminución de los jornales se sumaron circunstancias económicas adversas que agravaron aún más la economía de los hogares de los trabajadores. Debido a la crisis desatada en el imperio como consecuencia de la invasión de los ejércitos napoleónicos a la península española, a partir de 1808 se fue deteniendo el flujo de dineros tanto para el sistema defensivo de Cartagena de Indias formado por las fortificaciones, el Apostadero-Arsenal de la Marina y la artillería139. Esto era catastrófico, pues las cajas reales de la ciudad dependían en un 60% del situado destinado a la defensa militar, dinero que le tributaban otras provincias de la Nueva Granada140. Según los estudios de Adolfo Meisel141, en 1809 y 1810 el situado que le llegaba cayó en un 21% y 65% respectivamente con relación con 1808.
Esto se reflejó en la parálisis de los trabajos en los sistemas defensivos, el cese laboral de muchos trabajadores, el no pago de los contratos de los asentistas y de los jornales de los trabajadores del Arsenal de la Marina, la inmovilización y el deterioro de los barcos guardacostas142, la caída de la demanda de los trabajos de los maestros y de la producción de los talleres artesanales143. Esto tuvo un impacto negativo en la economía de muchos hogares que dependían de los trabajos en y para los sistemas de defensa de la ciudad, y de manera indirecta afectó a otros sectores que también usufructuaban los circuitos económicos que se organizaban gracias a la demanda de materiales y a los ingresos de los trabajadores. La situación creó un clima propicio para el descontento entre la población, como se desprende de la lectura de los informes y del cruce de correspondencia entre varios oficiales con el Virrey, los que dejan ver que la principal inconformidad provenía de la Marina porque era la más afectada por las políticas del Gobernador144.
Ahora bien, como en el marco de esta situación local se dio la crisis política del imperio debido a la invasión napoleónica a España en 1808, el descontento de los trabajadores que laboraban en las distintas obras, como también de la población en general, se expresó a través de unos canales novedosos en la historia de la ciudad: la política. Y la dinámica que asumió la vida política entre 1808 y 1811 ocultó en los registros documentales la situación económica y social de las gentes del común. No afirmamos que existió una relación directa entre las pérdidas materiales de los trabajadores y el proceso de radicalización que experimentaron hasta terminar en la declaración de la independencia con relación a España el 11 de noviembre de 1811.
Lo que generó la combinación de la crisis de la monarquía de 1808 en adelante, con la situación económica de la ciudad, fue algo distinto. En efecto, la crisis, el cierre de los frentes de trabajos, el aumento del costo de vida y los enfrentamientos entre sectores de las esferas del poder, colocaron en el foco del descontento al gobernador Francisco Montes, quien aparecía ante los ojos de los habitantes como el responsable de los recortes a los propuestos y de la parálisis de las obras en los sistemas defensivos. Por eso a los patricios cartageneros que estaban a favor de seguir los pasos de otras ciudades coloniales, creando una junta de gobierno en la que tuviera participación el Cabildo, les era fácil convenir el apoyo de los artesanos prestantes que estaban al frente de las distintas maestranzas.