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Historia (Santiago)

versión On-line ISSN 0717-7194

Historia (Santiago) vol.51 no.2 Santiago dic. 2018

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-71942018000200517 

ARTICULOS

Los altares portátiles tras la expulsión de la Compañía de Jesús en el Río de la Plata y Chile (1780-1820): una historia de agencias y resignificaciones1

Nicolás Hernán Perrone* 

Vanina Scocchera** 

1Doctorando en Historia, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas / Universidad de San Martín Correo electrónico: nicolas_perrone@hotmail.com

2Doctoranda en Teoría e Historia del Arte, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas / Materia-IIAC, Universidad Nacional Tres de Febrero Correo electrónico: vanina.scocchera@gmail.com

Resumen

A partir de los diversos usos y funciones asignados a los altares portátiles que se analizan en correspondencias privadas entre agentes filo-jesuitas y solicitudes al directorio del Estado de Buenos Aires, este artículo investiga sobre un número de estrategias e intercambios desplegados por dichos agentes tras la expulsión de la Compañía de Jesús para promover los cultos de la orden y perdurar las prácticas de evangelización hacia territorios de campaña y regiones remotas como la Araucanía y la Patagonia a comienzos del siglo xix. Este trabajo entrelaza interrogantes desde la historia, la historia del arte y la antropología de la imagen para responder a los modos por los cuales altares portátiles resultaron medios efectivos para la evangelización en empresas apostólicas cuya principal característica fue la autonomía de sus misioneros.

Palabras claves: Río de la Plata; Araucanía; siglo xviii ; siglo xix ; Compañía de Jesús; altar portátil; agencia; redes; misiones apostólicas

Abstract

Starting from the diverse uses and assigned functions of the portable altars that are analyzed in private correspondences between philo-Jesuit agents and requests to the Directorate of the State of Buenos Aires, this article investigates a number of strategies and exchanges deployed by those agents after the expulsion of the Society of Jesus to promote the devotion to the order and to maintain the practices of evangelization in territories and remote regions like the Araucania and the Patagonia at the beginnings of the nineteenth century. This article weaves together questions from history, art history and the anthropology of images to respond to the ways in which portable altars were effective means for the evangelization in apostolic missions whose main characteristic was the autonomy of its missionaries.

Keywords: Río de la Plata; Araucanía; Eighteenth Century; Nineteenth Century; Society of Jesus; Portable Altar; Agency; Networks; Apostolic Missions

Introducción

En un folio suelto de un legajo del Archivo General de la Nación de Argentina se encuentra un sugerente documento redactado en abril de 1819 por el gobierno del directorio de Buenos Aires en el que se hace presente la solicitud de:

“Diego León Villafañe, ex-Jesuita, destinado actualmente a la misión de los Araucanos […] que tiene noticia que entre los expolios del finado Obispo de Salta existe un cajón de altar portátil con algunos paramentos sagrados, y pareciéndole que no serán precisos a aquella Iglesia, a quien no corresponde en su peregrinación, como para el destino a que se dirige, pide arbitre Vuestra Excelencia la medida que juzgue conveniente para que se le franquee dicho altar”2.

Esta breve nota nos introduce en una serie de interrogantes que resultan asimétricamente superiores a la información provista por ella. Tan solo un año después del cruce de los Andes realizado por José de San Martín, el jesuita tucumano Diego León de Villafañe escribía al gobierno central de Buenos Aires con el motivo de solicitar la entrega de un altar portátil para una misión que pretendía establecer en el sur de Chile. Como si del hilo de Ariadna se tratara, iniciaremos esta investigación con el objetivo de responder algunas de las preguntas que este documento nos suscita respecto de los usos y funciones simbólicas asignados a los altares portátiles en el marco de la tradición misional jesuítica en los años posteriores a la expulsión de la Compañía de Jesús de América.

Las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del siglo xix en el continente americano estuvieron marcadas por un cambio de relaciones entre la Iglesia y el Estado que conllevó, entre otras cosas, una reestructuración de los espacios eclesiásticos, así como la expulsión de la Compañía de Jesús en 17673. El extrañamiento de los jesuitas dejó numerosos espacios vacíos en la vida cultural y religiosa de América que la corona española buscó rellenar con dificultad4. La substitución de los misioneros ignacianos por los miembros de otras órdenes religiosas significó -debido a causas cuya explicación excede los objetivos de este trabajo- no solo la interrupción de nuevas propuestas misionales que se estaban desarrollando al momento de la expulsión sino, también, el declive y descalabro de misiones que estaban ya establecidas desde hacía tiempo en el continente5.

Durante los siglos de permanencia en los dominios ultramarinos de la monarquía hispánica la Compañía de Jesús se había caracterizado -entre otras cosas- por ser una orden militante que desarrollaba la práctica evangelizadora mediante el empleo de imágenes y objetos-eficaces que brindaran la decencia necesaria a los espacios religiosos, conmovieran el ánimo de los neófitos y evocaran mediante recursos teatrales los relatos bíblicos y evangélicos. Estas prácticas, usos y funciones asignados a los objetos de culto y devoción encontraban su sustento teológico en los postulados de san Ignacio respecto a la compositio loci, por la cual la observación y el contacto con una imagen podía servir, por sus cualidades agentes, como un medio comunicante con lo sagrado en el marco de prácticas devocionales6. Así, el objeto permitía al fiel la elevación espiritual toda vez que aquel fuera reconocido por este como dotado de poder y cualidades simbólica.

En este sentido, los modos por los cuales la espiritualidad ignaciana asignó un papel central a las imágenes y objetos de culto para propiciar el contacto con la trascendencia, entran en afinidad con la teoría antropológica del arte desarrollada por Alfred Gell respecto de la eficacia de los objetos. Mediante el concepto de agency7 el autor postula una inferencia entre sujetos y objetos, por el cual ambos comparten la posibilidad de activar sentidos y poderes que afecten a otras personas con respuestas emocionales, ideas y acciones8. Es decir, que se trata de “un dominio en el que los objetos se funden con las personas a causa de las relaciones sociales entre las personas y las cosas, y entre las personas y otras personas por medio de las cosas”9.

Sumado a ello, la identidad de la orden fue definida en buena medida por su expansión y su circulación interoceánica que Serge Gruzinski ha identificado dentro del proceso de occidentalización y globalización10. Este proceso estuvo caracterizado por la puesta en circulación de ideas, prácticas evangelizadoras y devocionales mediante un dinámico entramado de redes y correspondencias epistolares institucionales que articularon las novedades interoceánicas con las coyunturas locales11. La extensa y prolongada trayectoria de estas prácticas encontró su punto de quiebre con el proceso de expulsión y supresión de la orden. Sin embargo, las redes que habían sido controladas desde el centro de la jerarquía de la Compañía no se disolvieron del todo con la desaparición de la misma, sino que fueron aprovechadas en muchos casos por los jesuitas de modo individual para su supervivencia. A partir de entonces, una serie de agentes -jesuitas expulsos, benefactores y diversos miembros de las élites político-religiosas filo-jesuitas a ambos lados del Atlántico12- establecieron mediante sus redes locales y ultramarinas una variedad de estrategias autónomas para lograr la perduración la identidad de la orden y sus cultos en el territorio americano tras 1767 y previo a la reinserción de la Compañía en tierras americanas.

Es en este contexto en el que se inscribe el presente trabajo con el objetivo de indagar sobre los diversos usos y funciones asignados a altares portátiles por agentes cercanos a la extinta orden luego de su expulsión. Debido a los entramados entre dichos hombres y sus prácticas, en este trabajo partiremos del concepto de connected histories para dar cuenta de un conjunto de trayectorias múltiples -entre altares portátiles y actores filo-jesuitas- en regiones que involucraron los territorios rioplatenses y araucanos y que no se integran forzosamente dentro del flujo de una historia única y sistemática, sino que recuperan derroteros que confluyen en el espacio y tiempo a través de expectativas comunes y estrategias sincrónicas13. Como si de un ejercicio de metonimia se tratara, estos objetos, por sus características formales y su efectividad, portaban el poder de la representación y transmisión de lo sagrado hacia los lugares más remotos, rasgo por el cual resultaron esenciales a los fines de la espiritualidad ignaciana14. Más en específico, este artículo propondrá una lectura que entrelaza los relatos misionales y las trayectorias individuales de los agentes filo-jesuitas a partir de las diversas expectativas depositadas sobre sus altares portátiles. Simultáneamente, buscará mostrar cómo estos objetos se configuraron como indicadores de una serie de redes y prácticas comunes establecidas entre dichos agentes. No se tratará solo de narrar la historia de un grupo ligado al jesuitismo -que hará posible, entre otras cosas, emprendimientos misionales como el desplegado por Diego León de Villafañe-, sino que ofrecerá una lectura a partir de la dinamización y el encuentro de los mismos con objetos, prácticas y estrategias autónomas que habrían tendido hacia la perduración y fortalecimiento de redes filo-jesuíticas durante la supresión y ausencia de la orden en territorio americano.

Dado que nos proponemos trazar una constelación de relaciones entre agentes -sujetos y objetos- este trabajo de historia del arte adopta una perspectiva metodológica que se nutre de ciertos postulados teóricos propuestos en las últimas décadas por la historia cultural y la cultura material15. Desde este enfoque existen dos preguntas subyacentes a lo largo de esta pesquisa que alternan entre las agencias desplegadas por los actores sociales y los objetos que buscamos analizar: ¿qué necesidades y expectativas eran satisfechas mediante el empleo de altares portátiles por diversos agentes filo-jesuitas para llevar a cabo sus empresas particulares -entre las cuales se encontraban las misionales-en el contexto posterior a la supresión de la orden? Y por fuera de sus usos específicos, ¿qué cualidades simbólicas y prácticas tenía un altar portátil -como el que Diego León de Villafañe solicitó para el cumplimiento de su empresa misional- para resignificar la identidad de la orden en territorio americano? Desde esta perspectiva, este artículo dialoga con las biografías de los objetos propuestas por la antropología, la cual ha prestado especial atención a la circulación e intercambio de bienes entre los cuales imágenes y objetos rituales tienen un papel central16.

La práctica de las misiones contribuyó a modelar la imagen de una iglesia itinerante en contraposición a la de la iglesia urbana o rural establecida arquitectónicamente en un espacio determinado con fines de control territorial17. Este concepto implica pensar en una dimensión de movilidad y traslación en la que estos hombres y sus altares buscaron establecer puentes entre regiones remotas, redes interpersonales e intercambios de objetos que sellaban relaciones más allá de las fronteras geográficas. En este sentido, el estudio de las estrategias que presentaremos contribuye a comprender una serie de mecanismos agenciados por fuera de las políticas contempladas por un clero secular preocupado por administrar los espacios urbanos y rurales existentes y desprovisto del número de hombres necesarios para afrontar de modo sistemático una empresa misional18.

Si bien la historiografía argentina ha reparado muy poco en la permanencia de la identidad jesuita tras su expulsión, los sacerdotes ignacianos de la antigua provincia del Paraguay mantuvieron un contacto muy estrecho con sus tierras natales19. Inmediatamente luego de su extrañamiento comenzaron a construir -como una forma de supervivencia personal e institucional- un conjunto de redes conformadas por diversos actores político-religiosos a ambas márgenes del Atlántico -tanto en las penínsulas Itálica e Ibérica como en el Río de la Plata-20 Creemos que estudiar los proyectos misionales de los agentes que exhiberemos en este trabajo resulta relevante -entre otras cosas- para comprender la subsistencia de sus redes tendientes a la eventual reinserción de la orden en la región. Del mismo modo, dicho accionar se inscribía en una serie de prácticas que permiten entrever un sinnúmero de proyectos heterogéneos, donde ciertas empresas individuales -que pueden ser comprendidas desde el presente a la luz del concepto de religiosidad local-21 podían desplegarse sin contradicción aparente. Analizar las diversas trayectorias de estos agentes nos ayudará a continuar la reconstrucción de un complejo periodo de la historia eclesiástica argentina que aguarda ser abordado en profundidad por la historiografía.

En este sentido, otra temática descuidada por la historiografía local es el proceso de retorno de los jesuitas a la región durante el siglo xix, luego de la restauración de la Compañía en 1814. Los sacerdotes ignacianos no regresaron -salvo algunos casos aislados- inmediatamente a América después de la rehabilitación oficial de su orden; para el caso argentino esperaron hasta 1836 para volver a la provincia de Buenos Aires, gobernada en ese entonces por Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, las relaciones entre los jesuitas y el gobernador porteño no fueron del todo amigables, ya que este último pretendía subordinar a estos sacerdotes bajo su control -como ya sucedía con una parte de la Iglesia dentro de la provincia-, mientras que los ignacianos buscaban restablecer parte de las misiones entre los indígenas que habían desaparecido con la expulsión. En 1843, debido a diversos y continuos roces con el gobierno, los jesuitas fueron de nuevo expulsados de Buenos Aires; desde allí se extendieron no solo a otras provincias argentinas sino, también, a varios países limítrofes como Paraguay, Brasil y Chile. Lamentablemente, este interesante proceso ha sido por el momento descuidado por la historiografía22. Poco sabemos, por ejemplo, de las motivaciones de las autoridades de Buenos Aires para convocar a los jesuitas setenta años después de la expulsión, de las relaciones de estos sacerdotes con las élites locales o de los objetivos misionales de los jesuitas luego de su regreso. Este trabajo, al analizar las estrategias y prácticas misionales de algunos agentes jesuitas y filo-jesuíticos en el periodo posterior a la expulsión, busca avanzar sobre un vacío historiográfico con vías a comenzar a reconstruir la (pre) historia de la restauración en la región23. El marco temporal que hemos elegido para este artículo (1780-1820) es en este punto ilustrativo; todavía no conocemos suficiente sobre el accionar y la mentalidad de los grupos filo-jesuíticos durante los años posteriores a la expulsión de la Compañía y anteriores a su regreso en la región.

De un modo semejante, la historia del arte argentino frecuentemente ha relegado el estudio de aquellos objetos devocionales, de culto y litúrgicos cuya principal función no fuera estrictamente estética; los altares portátiles que nos proponemos estudiar aquí forman parte de estos elementos que la historiografía ha descuidado24. Si bien en muchos casos la huella material de estos objetos se ha perdido, su presencia puede recuperarse a través de fuentes documentales que dan cuenta tanto de sus características formales como de las prácticas en las que intervinieron. Con ello nos queremos referir tanto a las funciones de culto como a una serie de trayectorias e intercambios que fueron agenciados hacia este objeto y que evidenciarían diversos sentidos simbólicos, estéticos y funcionales del mismo. En este sentido, mientras que los objetos de estudio que analiza la historia del arte gozan de una pregnante cualidad estética, este tipo de objetos -como los altares y otros bienes devocionales- permiten realizar un estudio que contemple un universo de sentidos extraestéticos que merecen ser considerados por la historia del arte en tanto resultaron medios simbólicos y transmisores de sentido25. Más aún, la historia del arte con frecuencia ha relegado de sus estudios los aspectos referidos a la circulación e intercambio de obras por fuera de los circuitos comerciales y del mercado artístico. No obstante, en los últimos años la disciplina ha reparado en diversos procesos de circulación de motivos iconográficos, temas e ideas estéticas que, en el marco de los procesos de globalización interoceánicos -de los cuales las redes jesuitas no fueron ajenas- tendieron puentes entre Europa y América durante el período colonial26. Si bien estos planteos exceden los objetivos del presente trabajo, se encuentran relacionados con el mismo en la medida en que daremos cuenta de las biografías de estos altares portátiles signadas por procesos de intercambio en la región rioplatense27.

Esta es una investigación que aúna problemas de historia y de historia del arte en la que proponemos repensar las capacidades de ciertos objetos -los altares portátiles- con el objetivo de identificar el establecimiento de estrategias individuales por diversos agentes cuyas trayectorias se entrelazaron en función de las expectativas y los modos de concebir los deseos de perduración de la religiosidad jesuita. Para ello, la metodología propuesta se focaliza en las experiencias individuales de agentes y artefactos específicos que, tomadas en conjunto, revelan un movimiento e interacción de los objetos hacia espacios desconocidos28.

El uso de altares portátiles en la práctica evangélica

Desde la llegada de las órdenes regulares a América, la posibilidad de transmitir la palabra de Dios a aquellas personas que desconocían la fe cristiana constituía el principal objetivo de las misiones en las cuales el empleo de imágenes y objetos didácticos para la evangelización resultó habitual. Este proceso supuso una serie de interacciones asimétricas entre individuos, grupos, instituciones religiosas e ideas que confluyeron en un espacio y tiempo que Mary Louise Pratt ha dado en llamar zonas de contacto29. En el marco de los procesos de globalización y de conquista espiritual, los misioneros actuaron como mediadores culturales entre la institución eclesiástica y los neófitos30. Para ello, estos sacerdotes contaban -más allá de sus conocimientos teológico-pastorales y de los textos sagrados- con la ayuda de numerosas imágenes, objetos litúrgicos y devocionales, que a través de sus cualidades de representación facilitaban la transmisión del mensaje evangelizador y permitían componer la liturgia y administrar sacramentos en el espacio de campaña31.

Entre estos bienes se encontraban los altares portátiles. Como su nombre lo indica, eran objetos de reducido tamaño que podían ser fácilmente transportados, y que en su interior preservaban los paramentos litúrgicos necesarios para oficiar la misa y realizar el acto de la consagración eucarística32. Poseer un altar portátil implicaba la capacidad de llevar adelante la empresa evangelizadora toda vez que el oficiante activara los poderes del objeto33. Por ello, un altar portátil era el elemento necesario y suficiente para que un misionero y, en especial, un jesuita -mediante la prédica y el poder de convencimiento de su oratoria- lograra alcanzar los objetivos de la orden. Por ello, este tipo de objetos estuvo estrictamente vinculado a la práctica evangélica, característica que lo hace especial y lo distingue de un universo de imágenes y objetos devocionales, cuyo empleo en prácticas íntimas y cotidianas no implicaba la presencia de un sacerdote ni su activación a través de la retórica y la puesta en acto de la teatralización jesuítica.

Al igual que los altares dentro de las iglesias, los portátiles debían ser consagrados por una autoridad competente y su empleo estaba reservado a clérigos bajo licencia. Sin embargo, el aspecto más interesante de sus características formales radica en su capacidad de, una vez abierto, exhibir lo sagrado de un modo tal que los objetos litúrgicos en él contenidos se desplegaran para evidenciar la presencia divina. Tal como afirma George Didi-Huberman, la capacidad de ciertas imágenes u objetos de combinar la preservación (u ocultación) del interior, toda vez que se produce el despliegue de su apertura, constituye un acto a través del cual se manifiesta el mensaje sagrado34. Desde su vista exterior los altares portátiles consistían en un simple cajón de madera, cuya opacidad no permitía imaginar lo que se hallara en su interior. Existían altares de variado formato, algunos poseían una disposición vertical similar al formato exterior de retablos portátiles; otros más modernos tenían una forma exterior que podía asemejarse a la de un pequeño baúl. En todos los casos, el carácter rústico del exterior de estos objetos contrastaba con aquello que preservaban en su interior: al abrir el altar portátil rápidamente se percibía el contraste entre el material mundano de su exterior y los objetos litúrgicos de platería cobijados en su interior.

En nuestro caso, el inventario realizado en la ciudad de Córdoba en 1803, con motivo de formalizar el patrimonio de bienes del Dr. Nicolás Videla del Pino -el recién electo obispo de Asunción y futuro mitrado de Salta-, describía que, entre un número destacado de imágenes y bienes valiosos -pinturas sobre cobre con marcos de plata y ébano, alhajas y plata labrada- este sacerdote era poseedor de “un cajón altar portátil forrado en baqueta con su cajón, cerradura y llave, pies, yerros y por dentro forrado en damasco con sus cortinas de lo mismo” y otro “más chico pintado al óleo con sus láminas y cristo de metal dorado a fuego”35. Si bien ninguno de estos altares ha llegado hasta nosotros, podemos suponer que fue el primero de ellos el que Diego León de Villafañe solicitó al gobierno de Buenos Aires le sea enviado para su misión araucana. En tanto una de las principales cualidades del altar portátil consistía en su capacidad de ser transportado por largas distancias; resultaba esencial entonces que el mismo contara con llave y cerradura para preservar los objetos litúrgicos en su interior36.

A pesar de que la descripción del altar portátil requerido por Villafañe sea escueta, existen actualmente en el Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda de la ciudad de Córdoba dos altares portátiles que, salvando las distancias formales y estilísticas, nos permitirán dar cuenta de aquellas características que posibilitaron que estos objetos actuaran como iglesias itinerantes. Ambos altares están realizados en madera y su formato exterior se asemeja a una valija con el objeto de que sean fácilmente transportables (figura N° 1). El interior del altar exhibe en su cara superior las sacras dispuestas de modo que puedan plegarse al cerrar el altar. La parte superior de la batiente posee tres orificios para insertar los candeleros que flanqueaban el crucifijo que, mediante un mecanismo, se expandía por fuera de su perímetro para exhibir el cuerpo de Cristo o la hostia sagrada (figura N° 2). Por debajo, sobre la base del cajón se extienden dos batientes que, junto a la superficie de la caja conforman la tabla de altar. Sobre ella se ubicaba el misal dispuesto en un pequeño atril para facilitar la lectura del oficiante y a sus lados se disponían el cáliz, la patena, las vinajeras y el purificador, que se guardaban en la parte inferior de dicha tabla37.

Figura N° 1 Altar portátil (comienzos siglo xx) Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda (Córdoba, Argentina), ficha N° RCI 094. Medidas: 25 × 50 × 20 cm. 

Figura N° 2 Altar portátil (comienzos siglo xx) Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda (Córdoba, Argentina), ficha N° RCI-1379 (D159). Medidas: 88 × 43 × 55 cm (dimensiones máximas). 

Ahora bien, ¿quiénes y cómo podían utilizar estos altares portátiles? El uso de los mismos, y junto a ello la facultad de oficiar misa y administrar los sacramentos estaban exclusivamente reservados a sacerdotes con licencia. A lo largo de los siglos xvii y xviii el permiso para empleo de altar portátil era concedido por el papado mediante un breve. Por lo general estos altares eran usados en misiones volantes, extendidas entre las órdenes regulares como, por ejemplo, la Compañía de Jesús. Estas misiones itinerantes no solo se realizaban entre los pueblos indígenas de América sino, también, entre las poblaciones campesinas dentro del continente europeo que -debido a su bajo nivel de catequización- eran denominadas por muchos sacerdotes las “Indias de por acá”. Las mismas consistían en breves excursiones -de algunas semanas o meses- de los misioneros a pequeñas poblaciones rurales, donde los sacerdotes predicaban la doctrina cristiana y administraban los sacramentos, utilizando recursos extremadamente teatrales que se desarrollaban junto a la apertura del altar portátil38.

Por lo señalado hasta aquí es preciso recordar que según Louis Marin la representación porta consigo el poder de la presencia39. Es decir, que la apertura del altar portátil en el entorno de campaña por el sacerdote, y con él la exhibición de los objetos litúrgicos, habría implicado el despliegue de la manifestación divina, que era activada por las capacidades de oratoria y la puesta en acto de la teatralidad jesuítica cuyo fin último era el de conmover el ánimo de los fieles, acorde a la espiritualidad tridentina. En este sentido, el altar portátil cerrado y su apertura sería una metáfora de la dualidad que se evidencia entre el aspecto profano de su exterior, y las cualidades sagradas preservadas en su interior, que solo serían activadas mediante las interacciones del objeto y el sacerdote.

Las funciones simbólicas del altar portátil: trayectorias entrelazadas, estrategias individuales

Si bien el uso más esperable de un altar portátil consistía en su capacidad de oficiar la misa en el marco de misiones apostólicas para la evangelización de los neófitos en territorios de campaña, tras la expulsión de la orden en 1767 pareciera que estos altares fueron empleados con finalidades que, en algunos casos, estuvieron más relacionadas al despliegue de vínculos sociales que al de la práctica pastoral. Con el objetivo de comprender los múltiples usos y funciones que los altares portátiles adquirieron para algunos agentes cercanos a la extinta Compañía de Jesús, nos proponemos presentar dos casos en los cuales estos depositaron expectativas particulares sobre sus altares tanto en el espacio urbano cordobés como en el de la campaña bonaerense. Ambos ejemplos comparten el hecho de que los altares portátiles aquí empleados no participaron en misiones evangelizadoras sino, más bien, tendieron a funcionar como objetos indicadores del prestigio e identidad filo-jesuítica de sus poseedores. En este sentido, su estudio nos permitirá comprender los modos en los que estos objetos fueron propicios para el establecimiento de relaciones sociales en un entramado de redes de tradición jesuita durante el contexto de expulsión de la orden.

Veamos, por ejemplo, el caso de Gregorio Funes, reconocido deán de Córdoba y una de las figuras intelectuales más importantes del proceso de independencia argentino. Oriundo de la ciudad mediterránea, estudió en el Colegio de Montserrat de la Compañía de Jesús y fue ordenado sacerdote en 1773. Al año siguiente, tras una disputa encabezada con el obispo Juan Manuel Moscoso y Peralta, fue nombrado cura de la parroquia de Punilla; esta designación pastoral en la zona rural fue vivida como un destierro, ya que sus intereses se centraban en el prestigio y la influencia que una carrera eclesiástica en la ciudad de Córdoba podía ofrecerle. Así fue como en 1775 se embarcó hacia España para continuar sus estudios de doctorado con el respaldo financiero de su hermano Ambrosio, importante comerciante local y líder del partido filo-jesuítico cordobés. Tres años después se encontraba en Madrid con motivo de su nombramiento para la canonjía de Merced en la catedral de Córdoba del Tucumán, hecho que significaba su ingreso al Cabildo Eclesiástico de su ciudad natal y que lo eximía casi totalmente del ministerio pastoral40.

Al año siguiente de su designación, redactó desde Roma una carta en la que solicitaba el privilegio de utilizar un altar portátil personal junto a la posibilidad de administrar indulgencias plenarias in articulo mortis y el permiso para bendecir cruces, medallas y otros objetos devocionales41. Advertirá el lector que, si bien era un hombre que no consideraba que la cura de almas fuera una tarea apropiada para su carrera eclesiástica, la solicitud de licencia para altar portátil justo un año antes de asumir su canonjía -cuando finalmente se desligaba de sus funciones pastorales- resultaba al menos llamativa. Es posible que las causas para tal solicitud tengamos que buscarlas en sus experiencias previas y en su vínculo con la tradición jesuita: junto con su hermano Ambrosio habían sido instruidos en la Universidad de Córdoba bajo la dirección espiritual de la Compañía de Jesús. Con aquellos jesuitas que fueron sus profesores -entre los que se encontraban, entre otros, Diego León de Villafañe y Gaspar Juárez- Ambrosio mantuvo un estrecho vínculo que lo llevó a destacarse como uno de los principales benefactores de los jesuitas del Paraguay así como un ferviente promotor de sus cultos en la esfera local durante la supresión de la orden42. Si bien Gregorio no compartía la misma cercanía que su hermano con los jesuitas exiliados, comprendía la efectividad que el obsequio e intercambio de este tipo de objetos lograban despertar entre la feligresía local cordobesa. En este sentido, si, como afirma Miranda Lida, tras su regreso a Córdoba en 1780 buscó construir su prestigio entre los vecinos y el clero secular, el obsequio de imágenes y objetos devocionales, así como la facultad de utilizar el altar portátil y de administrar indulgencias -que le habían sido conferidas por licencia un año antes- fueron con seguridad medios propicios para alcanzar sus fines43. Por ello, las concesiones otorgadas a Gregorio no habrían estado ligadas a la práctica misional evangelizadora, sino que se convirtieron en un recurso que emplearía para obsequiar como dones y acudir al auxilio espiritual de familiares y allegados influyentes con el objeto de afianzar su carrera eclesiástica.

La práctica de los ejercicios espirituales promovida por la Compañía de Jesús reconocía la efectividad de las imágenes y objetos de devoción como vehículos para promover la piedad de la feligresía. Como señalamos anteriormente, estas ideas no resultaron ajenas a los hermanos Funes, así como tampoco lo fueron para los expulsos jesuitas Gaspar Juárez y Diego León de Villafañe o la beata María Antonia de la Paz y Figueroa, continuadora de la espiritualidad ignaciana tras la expulsión de la orden. Los vínculos entre María Antonia, Ambrosio Funes y el jesuita Gaspar Juárez ya han sido trabajados de manera profusa por Alicia Fraschina en tanto continuadores de la identidad de la orden en Buenos Aires y Córdoba44. Del mismo modo, el intercambio epistolar que se desarrolló durante décadas entre estos agentes exhibe las vías por las que un gran número de imágenes, objetos de devoción, libros, noticias e indulgencias circularon entre Roma, Córdoba y Buenos Aires para promover cultos jesuitas entre la feligresía local45.

Tras la expulsión de la orden, María Antonia de la Paz, quien había integrado el beaterio de la orden en Santiago del Estero, comenzó un extenso peregrinar con el objetivo de misionar y promover la fe cristiana a partir de la difusión de las devociones ignacianas46. En 1777 la beata pasó a la ciudad de Córdoba, donde entabló contacto con Ambrosio Funes. Tras un fallido intento por asentarse en esta ciudad, se trasladó a Buenos Aires donde -previo a instalar una casa de ejercicios espirituales ignacianos- predicó con un altar portátil por la campaña de Buenos Aires47.

Como ya hemos mencionado, la evangelización con empleo de altar portátil era una práctica propia de los curas misioneros que -una vez concedida la licencia romana- difundían la doctrina cristiana para la instrucción y auxilio espiritual de los fieles frente a la ausencia de parroquias en zonas periféricas a las ciudades. Transcurría el año de 1780 cuando, en una carta al padre Gaspar Juárez, la beata agradecía su mediación para obtener la concesión de uso del altar portátil para su protección en sus peregrinaciones por la campaña bonaerense. Sin embargo, a pesar de que la licencia para uso de altar portátil que el jesuita había solicitado en Roma no fue concedida, la beata obtuvo -como podemos observar en una carta suya del 7 de agosto de 1780- el permiso de Juan Manuel de Moscoso y Peralta, por ese entonces obispo de Cuzco48.

Siete años después el rey Carlos III aprobaba una normativa para que los arzobispos y obispos de las Indias:

“Conforme a disposiciones del derecho canónico y en uso de sus facultades natas, concedan licencias para oratorios privados y domésticos con causas justas y necesarias a fin de no gravar a nuestros vasallos con gastos y dilaciones, procediendo dichos prelados en esta materia con el pulso y circunspección que requiere su gravedad”49.

Mediante este escrito, obispos y arzobispos metropolitanos de cada diócesis gozaban de la autoridad para asignar licencias sobre la erección de oratorios domésticos, altares portátiles y capillas rurales sin que fuera necesario recurrir al permiso de Roma, siempre y cuando las causas de la solicitud fueran justificadas50. La nueva normativa da cuenta que estas peticiones hacia Roma eran lo suficientemente frecuentes y habituales como para que la corona española buscara simplificar la tramitación de la autorización de usar un altar portátil a los fieles americanos; disposición que legalizaría una práctica que de hecho ya venía aconteciendo51.

Ahora bien, las facultades concedidas a María Antonia -peregrinar con altar portátil, fundar oratorios y exponer el Santísimo Sacramento- eran propias del ministerio sacerdotal y se concedían en exclusiva a un clérigo bajo permiso del ordinario52. Como podemos ver, las autorizaciones a través de las cuales la beata promovía la espiritualidad de la expulsa orden constituyen una excepcionalidad que resulta indicadora de los beneficios que le fueron concedidos gracias a los contactos que habría agenciado a través del padre Juárez. Paralelamente al caso presentado con el altar portátil de Gregorio Funes, la beata también hizo un empleo poco esperable de su altar portátil. Para ella, el altar era el objeto que la protegía en sus misiones hacia la campaña bonaerense, toda vez que le permitía transmitir prácticas y ejercicios devocionales relacionados con la supervivencia de la espiritualidad ignaciana que -con la contemplación del Santísimo- auxiliaría a los fieles a encauzar su piedad53. María Antonia identificaba en su altar las cualidades taumatúrgicas de una reliquia, ya que ella misma afirmaba que lo utilizaba para su protección54. La beata reconoció a lo largo de su vida la eficacia del altar y de otros objetos e imágenes devocionales, como medios propicios para promover la evocación de lo sagrado55.

De este modo, hemos observado cómo, tanto la beata María Antonia y el deán Gregorio Funes reconocían la efectividad de los altares portátiles como medios comunicantes de lo sagrado. Si bien las trayectorias de vida de estos agentes resultaron diversas, ambos habían sido instruidos, en la práctica, de una piedad jesuítica a partir de la cual comprendían el papel central que ocupaban estos objetos en materia religiosa para la conversión de almas, toda vez que la exteriorización de la religiosidad era parte de la identificación social. Más aún, la beata María Antonia, Gregorio Funes y, como veremos más adelante, el jesuita Diego León de Villafañe no solo reconocían la efectividad de imágenes y objetos promulgada por la orden ignaciana, sino que agenciaron sus redes de contacto para alcanzar sus diversos objetivos personales. En este sentido, las apropiaciones en torno al uso y función de los altares portátiles así como las expectativas que les fueron asignadas en términos de reconocimiento social por Gregorio Funes en el entorno urbano cordobés y por María Antonia en las márgenes de Buenos Aires, funcionaron como un medio propicio para el establecimiento de redes de filiación jesuita. Por ello, los altares portátiles empleados nos permiten trazar una constelación de biografías de agentes que durante la supresión de la orden agenciaron diversas estrategias con vías a lograr la perduración de una identidad y evangelización jesuita, previo a su reformulación que aconteciera tras el regreso de la orden a Buenos Aires en 1836. A través de estas prácticas y trayectorias, los altares portátiles aquí analizados se posicionan como objetos mediadores entre algunos representantes de la orden extinta y los fieles.

Dos empresas y un mismo altar portátil: apropiación y resignificación en la práctica misional

En el apartado anterior nos detuvimos en los múltiples usos y funciones que fueron conferidos a los altares portátiles a través de las expectativas de dos agentes instruidos en la tradición jesuita, quienes, a pesar que su práctica pastoral haya sido acotada, encontraron diversos modos para que sus altares portátiles resultaran afines a sus estrategias. En contraposición, aquí nos centraremos en el estudio del proyecto misional hacia la Araucanía que buscó llevar adelante Diego León de Villafañe, para el cual obtuvo un altar portátil que había pertenecido al obispo de Salta Nicolás Videla del Pino. De este modo, a partir de las cartas del jesuita, que relatan su empresa misional analizaremos una serie de expectativas y estrategias desplegadas por Villafañe para lograr sus objetivos56. A continuación veremos cómo las biografías de Nicolás Videla y Diego Villafañe son hilvanadas a través de un mismo altar que permitirá identificar continuidades, resignificaciones y distinciones entre sus prácticas misionales.

En el sur de América, las sucesivas misiones que buscaron establecer un puente de contacto entre la región meridional del virreinato del Río de la Plata y la Araucanía fueron encabezadas principalmente por jesuitas desde ambos lados de la cordillera entre el siglo xvii y 1767, año de expulsión de la orden de territorio americano. Puntualmente en el sur de Chile los jesuitas mantuvieron un proyecto de ocupación del territorio para apaciguar la resistencia indígena y generar una economía emergente en la región que sirviera a la corona española tanto como un enclave de penetración hacia el estrecho de Magallanes, como un resguardo contra las potencias europeas enemigas. Es por esto que durante un tiempo se estableció una alianza entre la monarquía y la Compañía de Jesús que les permitió a los jesuitas obtener una posición como agentes misionales privilegiados en la región y que desde la segunda mitad del siglo xvii es caracterizado como un proyecto de dominación colonial mediante un proceso de “pacificación” por el cual ya no se tratará de dominar a la Araucanía por las armas sino de civilizarlos57. Baste para ello recordar en el mismo territorio las empresas encabezadas por el padre Nicolò Mascardi -que fue continuada por numerosos jesuitas en tierras chilenas- o, bien, la misión exploratoria emprendida a mediados del siglo xviii por los padres José Cardiel, Matías Strobel y José Quiroga y promovida por la monarquía hispánica con fines cartográficos58.

No obstante, desde su comienzo las prácticas misionales jesuitas en la región estuvieron limitadas por los continuos levantamientos mapuches. En la década de 1760 los jesuitas comenzaron a idear un nuevo proyecto evangelizador para la Araucanía: el establecimiento de un sistema de reducciones similar al implementado entre los guaraníes. Esta propuesta reduccional interesó rápidamente a las autoridades coloniales que buscaban solucionar de manera definitiva la conflictividad indígena en la región y que contrastaba con el carácter efímero de las misiones volantes en las cuales el contacto entre sacerdotes e indígenas quedaba en la práctica reducido a la administración del sacramento bautismal59. Sin embargo, un nuevo levantamiento en 1766 frustró los planes de los jesuitas de exportar el modelo guaraní a la Araucanía, los cuales fueron finalmente abandonados tras su expulsión al año siguiente. Frente a la ausencia de los misioneros ignacianos los mapuches consideraron al proyecto reduccional una amenaza para sus libertades; es por esto que en 1769, unos pocos años después de la expulsión comenzó una nueva rebelión. Los conflictos continuaron hasta entrado el siglo xix y sobre todo durante las guerras de independencia, en las cuales los mapuches participaron en ambos bandos del conflicto60.

Ahora bien, los procesos de independencia americanos iniciados en la segunda década del siglo xix significaron la aparición de nuevas complejidades en el campo misional y eclesiástico local. En primer lugar, los gobiernos revolucionarios atacaron directamente a las jerarquías episcopales acusando, muchas veces, a los obispos de simpatizar con la causa realista. Si bien durante el periodo colonial la vacancia de las sedes episcopales era un fenómeno algo frecuente, el mismo se vio agravado durante las guerras de la independencia. La carencia de obispos generó en la región numerosas irregularidades. Una de ellas fue el reemplazo de autoridades con legitimidad plena por múltiples agentes eclesiásticos -miembros del Cabildo Eclesiástico, provisores y gobernadores del obispado, entre otros- con distintas capacidades para regular las diversas prácticas religiosas y devocionales al interior de las jurisdicciones eclesiásticas, entre las cuales se incluían las autorizaciones para el empleo de altares portátiles y la creación de nuevas misiones. En segundo lugar, el proceso de independencia otorgó a numerosos sectores del clero una libertad hasta ese entonces desconocida que ofreció nuevos caminos para sus carreras profesionales61. En el plano misional, los emprendimientos evangélicos del clero secular y regular disminuyeron de manera notable y los pocos emprendidos carecieron de una coordinación enmarcada en un proceso sistemático de control territorial62.

Es durante este contexto que en Europa el papa Pío VII rehabilita en 1814 a la Compañía de Jesús; la restauración absolutista ya estaban en marcha en el continente luego de la derrota de Napoleón y las diversas potencias europeas y la corte papal consideraban que los jesuitas serían grandes aliados ideológicos en este proceso. Sin embargo, la Compañía de Jesús demoró mucho en reactivar sus ministerios misionales durante el siglo xix; es por esto que los jesuitas recién arribaron al Río de la Plata a fines de la década 1830, aunque entraron en conflicto con el gobernador Juan Manuel de Rosas por diferencias entre los proyectos religiosos de ambos. Como hemos mencionado con anterioridad, los sacerdotes ignacianos estaban interesados en volver a reconstruir las misiones entre los pueblos indígenas de la región, particularmente entre los guaraníes63. El gobernador porteño, en cambio, quería poner a disposición a los sacerdotes recién llegados para la instrucción y control de la feligresía urbana. Los planes divergentes rápidamente condujeron a una hostilidad directa con la Compañía, que derivó en su nueva expulsión. Estas cuestiones deben ser tenidas en cuenta para evidenciar los distanciamientos existentes entre lo sucedido a partir de la reinserción de la orden jesuita de aquellas prácticas precedentes desarrolladas durante la Colonia y de los intentos de prolongación y resignificación que aquí analizamos a partir de la relación entre agentes filo-jesuitas y objetos de culto efectivos a sus fines.

En el marco de estos procesos de tensiones políticas y religiosas confluyen las trayectorias de dos agentes. Por un lado, el jesuita expulso Diego León de Villafañe, tras su regreso al Río de la Plata en 1799, buscó emprender diversos viajes hacia la Araucanía con el objetivo de fundar -siguiendo los pasos de sus antiguos correligionarios- prácticamente ex nihilo una serie de misiones de clérigos seculares entre los mapuches. Una de las particularidades de esta figura -más allá de su curioso proyecto misional- es que fue no solo uno de los pocos jesuitas americanos que lograron regresar a su patria sino, también, un testigo privilegiado del proceso de independencia argentino64. Por otro lado, un altar portátil, que, como indica el documento con el que iniciamos este trabajo había pertenecido al difunto obispo de Salta Nicolás Videla del Pino, y que, a partir de la solicitud de Diego Villafañe le sería entregado para su práctica misional. Producto de su capacidad de ser transportable, en menos de una década este altar portátil realizó un recorrido por diversas regiones a ambos márgenes de la cordillera de los Andes que incluyeron los obispados de: Córdoba, Asunción, Salta, Buenos Aires y Santísima Concepción.

Volvamos entonces al trayecto iniciado por el jesuita tucumano previo al regreso al Río de la Plata. Antes de partir hacia el continente americano Villafañe fue recibido en audiencia privada por Pío VI a quien solicitó la autorización para fundar una misión de clérigos seculares en la Araucanía. Desde entonces, Villafañe ocupó las últimas décadas de su vida con la ambición de alcanzar un único objetivo: establecer una misión de clérigos seculares entre los indígenas del sur de Chile65. Pareciera que a su regreso el jesuita buscó retomar los antiguos proyectos misionales de la Compañía en la región sin tener en cuenta las décadas transcurridas desde la expulsión ni los cambios acontecidos en la región durante ese tiempo66. Las redes filo-jesuíticas que integraba Villafañe y que agenció con miras a sus objetivos -al igual que María Antonia, Gaspar Juárez y muchos otros de sus correligionarios- no resultaron suficientes para que su empresa misional pudiera imponerse a la coyuntura: tres intentos fallidos realizó para establecer un asen tamiento en la Araucanía en 1800, 1808 y 1818 sin mayores resultados67. Fue en el último de ellos cuando la trayectoria de nuestro agente confluyó con la del altar portátil que había pertenecido a Nicolás Videla del Pino.

Diego Villafañe comenzó a realizar los preparativos de su postrera incursión -que se extendió entre los últimos meses de 1818 y los primeros de 1821- luego de haber recibido las noticias sobre la exitosa campaña de José de San Martín del otro lado de la cordillera. Antes de partir, solicitó al gobierno del directorio en Buenos Aires las autorizaciones y pasaportes necesarios para la misión junto con lenguaraces y baqueanos indígenas para acompañarlo en el viaje hacia Chile68. No obstante, no poseemos ninguna información que demuestre que este misionero haya pedido permiso a alguna autoridad eclesiástica local para llevar a cabo su proyecto apostólico. Las iniciativas emprendidas estuvieron caracterizadas por una marcada autonomía religiosa, ya que sus iniciativas no formaron parte de ningún proyecto institucional dirigido por las jerarquías eclesiásticas o políticas de la región69. Por ello, sus propósitos podrían ser comprendidos a partir del concepto de religiosidad local a través de la cual su práctica es entendida como la resultante de una serie de negociaciones y tensiones entre una religión prescripta desde la perspectiva institucional del clero local, y su aplicación práctica, que conllevó a una heterogeneidad de acciones individuales y autónomas entre las que encontramos la aspiración misional de este jesuita70.

En 1819 partió solo con la compañía de su criado hacia Mendoza. A la espera del clima primaveral propicio y mientras se preparaba para cruzar la cordillera se enteró de la muerte del obispo de Salta Nicolás Videla del Pino y de la disponibilidad de su altar portátil71. Con motivo del expolio de bienes del difunto Obispo, envió una nueva nota -con la cual iniciamos este trabajo- al Directorio en la que solicitaba el altar portátil junto a sus paramentos sagrados72. El gobierno de Buenos Aires otorgó al jesuita tanto el lenguaraz solicitado como el altar portátil proveniente de los expolios de Nicolás Videla del Pino. Sin embargo, el primero -el capitán Santiago Lincogur del Ejército de los Andes- no fue dócil frente a los planes de Diego Villafañe y lo abandonó luego de cruzar la cordillera73. Decidió, entonces, emprender esta compleja misión con la única compañía del altar portátil que le fue conferido para la conversión directa de sus futuros neófitos mediante el rito del bautismo. Evidentemente el jesuita suponía que su carácter de administrador de la sacralidad cristiana y la palabra de Dios bastaban para lograr su cometido: el altar portátil era un elemento suficiente para emprender una misión apostólica y brindar la protección divina a los mapuches74.

Intentemos, entonces, recomponer la biografía de este altar. Su primera mención data de 1803, cuando, como ya hemos mencionado, se realizó el inventario de los bienes del deán Nicolás Videla del Pino en la ciudad de Córdoba antes de su ascenso a la silla episcopal de Asunción. Junto al altar de baqueta con cerradura y cortinas de tafetán, se asentaban en este inventario una serie de paramentos sagrados que serían también solicitados por Diego Villafañe para su misión: “Un santo cristo en cruz de carey con remate de plata; un cáliz, patena, cucharita, vinajeras, campanita y platillo de plata sahumado en oro; un atril de palo pintado y misal”75. Elementos que eran centrales para el oficio divino y que Nicolás Videla del Pino empleó -previo a su ascenso al gobierno de las diócesis asunceña y salteña- durante catorce años cuando ocupó una serie de cargos pastorales en zonas rurales de Córdoba y en el curato de los Llanos de La Rioja76. Es aquí donde, con seguridad, la actividad misional del Obispo se vio beneficiada por el uso continuo de su altar portátil, que le valió para auxiliar espiritualmente tanto a la población española y criolla de la región como a los habitantes de los tres pueblos de indios que se encontraban dispersos en el vasto territorio de su curato77.

Entonces cabe preguntarnos, ¿por qué Villafañe habría solicitado la cesión de un altar que había pertenecido a un integrante del clero secular? Al indagar entre los objetos del difunto Obispo, entre un universo de bienes de lujo -tales como oro y alhajas, plata sellada y labrada, géneros de Castilla y propiedades inmuebles- se asentaban en el inventario de 1803 tres láminas de cobre romanas pintadas con imágenes de san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Luis Gonzaga, santos jesuitas que -junto a numerosos libros de autores ignacianos que figuraban en su biblioteca personal- serían indicadores sino de un filo-jesuitismo, al menos de una simpatía a las tradiciones intelectuales y devocionales de la Compañía de Jesús, posiblemente producto de su paso por la Universidad de Córdoba bajo la dirección de la orden78. De un modo u otro, el jesuita conocía las afinidades religiosas del difunto prelado79. Quizá debido a ello, junto a su necesidad apostólica, es que solicitó el envío del altar portátil que había pertenecido al Obispo. Así, el altar en cuestión tendió un puente entre dos agentes que, al menos durante un corto periodo, tuvieron una trayectoria compartida no solo en la práctica misional sino, también, en su formación sacerdotal bajo la órbita jesuita.

Si retomamos los planteos de Igor Kopytoff respecto de los procesos de singularización de los objetos, podemos comprender que el altar portátil que Villafañe solicitó era un objeto dotado no solo de funciones prácticas para la campaña sino, también, de significados específicos: él sabía que este altar había sido empleado por el difunto obispo de Salta para la transmisión del mensaje divino en el marco de sus prácticas misionales. Por su parte, el jesuita pretendía resignificarlo a través de una misión apostólica hacia territorios de antigua presencia ignaciana. En este sentido, si la biografía de las cosas propone analizar las diversas capas de sentido que, de modo aditivo, le son conferidas a los objetos como vías de componer su valor simbólico, no resulta menor el hecho de que haya decidido emprender su misión con un altar que previamente había participado en actividades pastorales desarrolladas por un sacerdote formado en la tradición jesuita como Nicolás Videla del Pino80.

Regresando brevemente a la trayectoria del altar portátil es necesario remarcar que los últimos años de Nicolás Videla del Pino implicaron una rauda partida del Obispo de la ciudad de Salta -donde oficiaba como obispo desde 1809- con destino a Buenos Aires debido a las acusaciones de Manuel Belgrano -líder del Ejército del Norte- de mantener contacto epistolar con el ejército realista. Con su partida, el Obispo dejó atrás sus numerosos bienes personales y litúrgicos entre los que se encontraba, por supuesto, el altar portátil que recibiría con posterioridad Diego Villafañe. No obstante, debido a su larga ausencia forzosa de su diócesis -que duró hasta su muerte en 1819-, el obispo de Salta debió, con seguridad, haber solicitado en algún momento el envío de parte de su patrimonio para su supervivencia personal. Si bien no tenemos registro escrito del traslado de sus bienes desde Salta hacia Buenos Aires, en un documento del Ministerio de Hacienda del 29 de septiembre de 1819 -es decir, seis meses después de su fallecimiento- se informaba la realización del inventario de los bienes que había dejado el difunto Obispo en la capital de las Provincias Unidas81. Algunos de sus bienes habían llegado a la ciudad y es muy probable que entre ellos se encontrara el altar portátil que solicitó de manera oportuna unos meses antes Diego León de Villafañe para su misión.

Diego Villafañe adquirió el altar portátil que había utilizado Nicolás Videla en sus actividades pastorales y que lo había acompañado durante los últimos años de su vida en su itinerancia entre Córdoba, Asunción, Salta -y probablemente Buenos Aires- hasta llegar a su encuentro con el jesuita en tierras mendocinas. Este derrotero del altar nos permite comprender que la circulación de imágenes y objetos no necesariamente se corresponde con intercambios comerciales. Como afirma Anne Gerritsen, los objetos son susceptibles de ser intercambiados y puestos en circulación por grupos y comunidades diaspóricas que con frecuencia comparten prácticas religiosas e identidades que se afianzan a través del establecimiento de redes de contacto82. En este sentido, la solicitud de cesión del altar agenciada por Diego Villafañe -junto a su conocimiento de las prácticas emprendidas con el altar por Nicolás Videla- implica comprender la capacidad del jesuita para idear estrategias y tejer redes que contribuyeran a lograr sus objetivos misionales hacia la Araucanía.

Desde la biografía del objeto, el intercambio de este altar en un círculo acotado -que incluyó diversos y complejos actores político-religiosos (miembros de la jerarquía episcopal, de una extinguida orden regular y de un nuevo gobierno revolucionario)- constituye un caso de mercantilización restringida, en tanto se trata de objetos de prestigio que son intercambiados consecuencia de su valoración simbólica y de sus cualidades sagradas. En este sentido, la adquisición de un altar portátil -que de por sí era costoso como de escasa comercialización-83 implicaba la posesión de un objeto que portaba en sí mismo los éxitos de las empresas misionales desarrolladas por el Obispo y que, en manos de Diego Villafañe, conllevaría al triunfo de los añorados objetivos evangelizadores de la disuelta orden militante. Por ello, las expectativas del jesuita consistían no solo en la reutilización del altar portátil sino en su apropiación y resignificación simbólica bajo los términos que comprendía debía desarrollarse su misión: autónoma -consecuencia de la supresión de la orden y su jerarquía-84 y acorde con las prácticas espirituales ignacianas que buscaba reinstalar85.

Atravesar los Andes con un altar portátil

Ahora bien, ¿cómo fue que Diego Villafañe se enteró tan rápidamente del fallecimiento de Nicolás Videla del Pino y de la existencia de un altar portátil entre sus expolios? Si bien ya hemos mencionado la importancia que las redes locales tenían para este sacerdote, en esta oportunidad la actuación de su sobrino, el clérigo José Agustín Molina, resultó central, ya que no solo funcionaba como un informante del jesuita, sobre las novedades político-religiosas de la capital de las Provincias Unidas -entre las que se encontraría la muerte del obispo Nicolás Videla del Pino junto a la disponibilidad de su altar portátil- sino, también, como un nexo con las autoridades del directorio86.

Una vez que el altar portátil le fue concedido por el directorio, nuestro misionero emprendió su camino por el fortín de San Rafael hacia el paso del Planchón, uno de los cruces por donde habían pasado las tropas de José de San Martín. A comienzos de 1820 arribó al pueblo de Curicó desde donde intentó adentrarse en tierras araucanas durante casi diez meses. Sin embargo, a pesar de los triunfos del Ejército de los Andes, Chile no estaba completamente pacificado y grupos de tropas realistas continuaban resistiendo con ayuda de tribus mapuches aliadas. Fue a causa de esta agitación militar que Diego Villafañe no pudo internarse al sur para realizar su proyecto evangélico. A fines de ese mismo año conoció en la ciudad de Talca al sacerdote Pedro José Peña Lillo con quien se encaminó hasta Santiago87. El relato de este encuentro lo tenemos a partir de una carta que Diego Villafañe -ya de regreso en San Miguel de Tucumán- envió a Juan Muzi -vicario apostólico enviado por Roma a Chile para reconstruir las relaciones entre la Iglesia local y el papado- quien se encontraba en Santiago desde el mes de marzo de 182488:

“Al final del año me dirigí a la ciudad de Talca: aquí encontré casualmente al Doctor Don Pedro José Peña y Lillo, Sacerdote probo y le mostré el diploma de la nueva Misión. (…) Al citado Doctor Don Peña y Lillo lo nombró, con su consentimiento, Vice-Prefecto de la Misión; le regalo el altar portátil que había llevado conmigo junto con todo lo necesario para celebrar, para uso de los Misioneros, además de algunos donecillos para atraer a los neófitos”89.

Es en este punto donde la historia de esta misión encuentra su final. Fue aquí donde Diego Villafañe comprendió la futilidad de su tercer intento misional y decidió regresar de nuevo a Tucumán, no sin antes reunirse en Santiago con Bernardo O’Higgins -como informa en esa misma carta- con motivo de obtener las autorizaciones correspondientes para poder regresar en un futuro a la región. A pesar de que muestra todavía una débil esperanza de cruzar a Chile una cuarta vez, lo cierto es que el gesto realizado hacia Pedro Peña Lillo es más que elocuente. Al entregar al sacerdote chileno el altar portátil y todos sus paramentos litúrgicos, el jesuita se despojaba de objetos esenciales para emprender la misión: re(a)signarlos era, de alguna manera, ceder la continuidad de su intento evangelizador al nuevo viceprefecto. La trayectoria de Diego Villafañe termina, entonces, aquí, pero no así la de nuestro altar que permanece en tierras chilenas de la mano de Pedro Peña Lillo90.

Si bien Diego Villafañe se refiere al acto de entrega del altar a Pedro Peña Lillo como una concesión temporal a la vez que como un obsequio para que este hombre prosiguiera su misión -en tanto símbolo velado de su renuncia y aceptación de su fracaso-, lo cierto es que el altar continuó su trayecto en tierras chilenas de la mano de recién nombrado viceprefecto. En este sentido, la agencia del objeto se impuso sobre las acciones de los hombres, ya que este sobrevivió las empresas misionales de los tres clérigos a los que acompañó. Dicho en otras palabras, era el altar el que -dotado de sus objetos litúrgicos y de obsequios para los neófitos- recorría los caminos y con su presencia activaba las facultades concedidas a los sacerdotes a través de licencias escritas. Así, el despliegue del altar implicaba la puesta en acto de las capacidades de los misioneros, toda vez que mediante su agencia se manifestaba la divinidad.

En este sentido, y retomando una preocupación oportunamente señalada por Jaime Valenzuela Márquez respecto al problema de la ausencia de objetos e imágenes de devoción en la “cruzada” araucana91, nos parece preciso reflexionar sobre la importancia que, en materia historiográfica, constituye el recorrido que hemos intentado trazar a partir del papel activo que adquirió este altar portátil en la empresa autónoma desarrollada por Diego Villafañe tras la expulsión de la orden y previo a su regreso a tierras americanas. Sumado a ello, y con el objetivo de recomponer una constelación de objetos que agenciaron en favor de este proyecto misional, debemos recordar que junto con el altar le fueron entregados a Pedro Peña Lillo “unos donecillos” para su obsequio entre los indígenas, que muy posiblemente se trataran de objetos de menor valor y útiles para estrechar vínculos. Del mismo modo, es factible suponer que Diego Villafañe haya entregado a Pedro Peña Lillo algunos objetos devocionales que pudieran ser exhibidos juntos con el altar a los neófitos, práctica habitual en la tradición misional jesuítica92. En este sentido, tanto Diego Villafañe como Pedro Peña Lillo -continuador de su misión-reconocían la efectividad de los obsequios de objetos devocionales para establecer relaciones de reciprocidad con los indígenas. A partir de entonces se establecía una zona de contacto: los misioneros iniciaban vínculos con los indígenas que se reactivaban en cada encuentro y que les posibilitaban establecer una identificación con vías a la evangelización de los neófitos93. Si, como indica Pierre-Antoine Fabre, las imágenes y objetos de devoción son discursos que construyen cadenas o redes simbólicas que configuran lo real y lo divino, en nuestro caso un universo de bienes era puesto en circulación para que, al encuentro con los indígenas agenciaran en función de su vida religiosa y devocional; toda vez que eran susceptibles de nuevas percepciones, apropiaciones y resignificaciones simbólicas94. Mediante la itinerancia del altar los territorios más remotos y recónditos en las inmediaciones de la vasta cordillera de los Andes se convertían en iglesias temporales: el ministerio de la misa y la palabra del sacerdote como intermediario tornábanse en acto sagrado con el despliegue del altar y la presentación del Santísimo en el entorno de la campaña95.

A pesar de la muerte de Diego Villafañe en 1830 y del fracaso de sus intentos misionales, podemos afirmar que la agencia del objeto logró llevar a cabo el cometido del jesuita e ingresar en el sur de Chile de la mano de Pedro Peña Lillo, quien fallecería no obstante, en 1823, dos años después de haber recibido el altar. A partir de entonces, los rastros del objeto se pierden. Será, entonces, objeto de futuras investigaciones desentrañar cuál fue su destino al otro lado de la cordillera que vio forjarse dos naciones emergentes.

Conclusión

Como hemos visto, los altares portátiles fueron objetos esenciales para transmitir el mensaje divino en lugares remotos que carecían de una arquitectura religiosa. Así, un sacerdote y su altar portátil eran agentes suficientes para conformar una iglesia itinerante en el marco de empresas misionales que tendrían por objeto la evangelización de los neófitos. Su empleo formó parte de una extensa tradición misional, en la cual la Compañía de Jesús tuvo un lugar destacado en el sur de América. En esta línea se inscriben, entre otras, las expediciones emprendidas hacia el sur de Chile y la Patagonia, en el periodo comprendido entre mediados del siglo xvii y la expulsión de la orden.

Aquí analizamos el periodo inmediatamente posterior a la expulsión de la orden cuando diversos agentes filo-jesuitas buscaron a través de estrategias individuales desplegar una serie de recursos tendientes a una reinterpretación autónoma de la identidad evangelizadora jesuita. En este sentido, los altares portátiles aquí descritos compartieron los poderes de materialización de lo sagrado. A pesar de la multiplicidad de funciones analizadas, todas ellas tuvieron un sustento común basado en las experiencias misionales de la orden. Estos altares trazaron un cojunto de constelaciones comunes entre los diversos agentes aquí mencionados y prácticas que abarcan desde la construcción de prestigio -como en el caso de Gregorio Funes- o efectos apotropaicos y devocionales -como hemos mencionado para María Antonia de San José- hasta la condensación de los objetivos misionales y territoriales de una orden suprimida -como se proponía Diego Villafañe- A pesar de la expulsión de la orden, las redes filo-jesuitas, así como las estrategias y prácticas de evangelización propias de la Compañía de Jesús -desplegadas a partir del empleo de un universo de imágenes y objetos que resultaran efectivos para promover la devoción-, buscaron ser continuadas en la órbita local mediante algunas estrategias que hemos intentado caracterizar a lo largo de este trabajo.

Los vínculos locales agenciados por los protagonitas de este artículo y los modos en los que sus altares portátiles fueron adquiridos, empleados e intercambiados en las últimas décadas del siglo xviii y comienzos del siglo xix nos permitieron percibir un aspecto hasta ahora poco explorado de las prácticas misionales: las trayectorias a través de las cuales estos objetos circularon dentro de una órbita espacial y espiritual que en buena medida continuó estando determinada por las apropiaciones desarrolladas por agentes filo-jesuitas a partir de sus antiguas experiencias vinculadas a la Compañía de Jesús previo a su expulsión. A pesar de la ausencia historiográfica respecto a las estrategias desplegadas por jesuitas expulsos y actores filo-jesuitas durante estos años, así como respecto a los usos de objetos litúrgicos y devocionales eficaces para la evangelización de regiones remotas, hemos intentado identificar el derrotero de estos altares y los diversos sentidos simbólicos que les fueron asignados, consecuencia de su poder. En este sentido, consideramos que el presente trabajo permite comenzar a explorar las transformaciones de las prácticas misionales entre una compañía ligada a la tradición contrarreformista y aquella reinsertada en el continente americano durante el largo proceso de construcción de los Estado-nación. Será tarea de futuras investigaciones avanzar en nuevas respuestas que permitan echar luz sobre este periodo.

El tejido de redes filo-jesuitas entre diversos agentes conforman un nodo documental que a modo de huellas e indicios nos permitieron comprender una heterogeneidad de modos de concebir el territorio y la religiosidad en un periodo caracterizado por la fragmentación del clero y las diversas medidas para su recomposición en el marco del proceso independentista. Si bien las empresas misionales araucanas en las que el altar intervino no alcanzaron los resultados esperados, el hecho de que el mismo haya atravesado diversas regiones a ambos lados de la cordillera es un indicador de los modos en que el tejido de sólidas redes favoreció su itinerancia, motivada por su agencia y cualidades sagradas.

1El presente artículo se inscribe en la investigación que desarrolla la licenciada Vanina Scocchera en el marco del PICT 2012-2048 (“Imágenes y artistas trashumantes. Configuraciones visuales de la Modernidad”), cuyo grupo responsable está integrado por: María Amalia García, Isabel Plante, Agustina Rodríguez Romero y Verónica Tell; y en la investigación que desarrolla el profesor Nicolás Perrone en el marco del PICT 2014-2082 (“Articulaciones entre diócesis y espacios misionales. Hacia una historia e historiografía comparadas de tres jurisdicciones eclesiásticas: Buenos Aires, Asunción y Córdoba (1767-1820)”), dirigido por Valentina Ayrolo, María Elena Barral y Guillermo Wilde.

2Archivo General de la Nación (Argentina) (en adelante, AGN), Sala IX, División Nacional-Sección Gobierno, Culto (1818-1821), 04-08-02, 7669.

3La Compañía de Jesús fue expulsada de los territorios de la corona española en 1767 -luego de similares expulsiones en Portugal (1759) y Francia (1762)- y suprimida por el papa Clemente XIV en 1773 debido a la presión de las monarquías borbónicas. Fue restaurada en 1814 por el papa Pío VII y Fernando VII permitió el regreso de jesuitas a España en 1815 y a América en 1816. Sin embargo, salvo contadas excepciones individuales, los jesuitas no regresaron al Nuevo Continente de manera formal hasta las décadas del treinta y cuarenta del siglo xix.

4Jorge Troisi Melean, Socios incómodos. Los franciscanos de Córdoba en una era de transformaciones (1767-1829), Rosario, Prohistoria, 2016, pp. 42-55.

5Quizá la decadencia posexpulsión del ámbito misional guaraní haya sido una de las más estudiadas: Ernesto Maeder, Misiones del Paraguay: conflictos y disolución de la sociedad Guaraní (1768-1850), Madrid, MAPFRE, 1992; Julia Sarreal, The Guaraní and their Missions. A Socioeconomic History, Stanford, Stanford University Press, 2014, pp. 93-140.

6Baste para ello recordar lo promulgado por el Concilio de Trento (1545-1563) respecto a la importancia del uso de las imágenes en su triple función didáctica, memorística y emotiva; característica que fue promovida por los métodos de evangelización ignacianos acorde con su militancia contrarreformista y que, sin ir más lejos, adoptó una fuerte presencia en el culto a las reliquias promovido por la orden tanto interoceánica -mediante la transferencia de objetos sagrados entre Roma o la metrópolis y las colonias- como localmente en las prácticas misioneras y evangelizadoras a partir del siglo xvi: cfr. Pierre-Antoine Fabre, “Reliquias romanas en México, Historia de una migración”, en Guillermo Wilde (ed.), Saberes de la conversión. Jesuitas, indígenas e imperios coloniales en las fronteras de la cristiandad, Buenos Aires, SB, 2011, pp. 207-224 y Charlotte de Castelnau-L’Estoile, “Compartir las reliquias. Indios tupíes y jesuitas frente a los huesos de un misionero chamán en el Brasil de inicios del siglo xvii“, en Wilde (ed.), op. cit., pp. 225-250. Por otra parte, esta relación con la imagen y lo visible se puede observar también en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. En el primer “ejercicio” de la primera semana de los Ejercicios, el fundador de la Compañía propone meditaciones y contemplaciones que están fuertemente basadas en la capacidad imaginativa de los ejercitantes, los cuales debían representar en su mente -de la manera más completa posible- las diversas escenas de la vida de Cristo para sentirse protagonistas de las mismas.

7Utilizamos aquí este término en inglés, ya que su traducción literal al castellano no conserva el mismo significado. El concepto, a su vez, proviene del latín agentia y su sentido más cercano en nuestro idioma podría ser traducido como ‘eficacia’, es decir, que se trata de objetos o sujetos capaces de producir efectos o respuestas. No obstante, la reciente publicación en castellano de la obra de Alfred Gell ha sido traducida por Guillermo Wilde (ed.), Arte y agencia. Una teoría antropológica del arte, Buenos Aires, SB, 2016. A partir de ella se explica la acepción del término ‘agencia’ en castellano, como será utilizado a lo largo del presente trabajo.

8En su teoría antropológica del arte el autor organiza su análisis a partir de dos términos, el agente y el paciente que tienen la capacidad de activar sentidos a través del proceso de abducción. Mientras el agente es el encargado de iniciar secuencias de acciones, el segundo recibe o es el objeto de esa acción que, nuevamente, será replicada. La propuesta de Alfred Gell se dinamiza al postular que un agente puede no ser solo una persona sino, también, un objeto que, como parte de una serie de secuencias causales, queda investido de una capacidad de agencia duradera tanto a una distancia espacial como temporal: Chris Gosden & Yvonne Marshall, “The cultural biography of objects”, in World Archaeology, vol. 31, N° 2, Oxforshire, October 1999, pp. 169-178. En este sentido, el término ‘agente’ resulta útil para referir tanto a los poderes desplegados por sujetos como objetos al establecer relaciones causales. Del mismo modo Bruno Latour ha abordado el concepto de agencia para explicar una propiedad definitoria de las personas y de un mundo no humano. El autor plantea que las formas materiales tienen consecuencias para las personas y son autónomos de la agencia humana a pesar de que causa efectos sobre ellos, por eso se postula la imposibilidad de establecer una oposición entre sujetos y objetos en tanto son pares complementarios inmersos en relaciones de poder. Mientras para Alfred Gell el agente encargado de iniciar secuencias causales solo puede ser un sujeto, Bruno Latour comprende que tanto en el sujeto como en el objeto reside la cualidad de la eficacia para iniciar relaciones causales, toda vez que el segundo recibe o es el objeto de esa acción que, nuevamente, será replicada. Por ello, nos referiremos a los hombres como agentes sociales y no como sujetos, pues con esta distinción pretendemos evidenciar su carácter relacional así como el despliegue de una serie de acciones tendientes al desarrollo de una intencionalidad con miras a las prácticas sociales. Bruno Latour, Nunca fuimos modernos. Ensayos de antropología simética, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2007; Reensamblar lo social. Una introducción a la teoría del actorred, Buenos Aires, Manantial, 2005.

9Gell, op.cit., p. 43.

10Serge Gruzinski, “Passeurs y elites ‘católicas’ en las cuatro partes del mundo. Los inicios ibéricos de la mundialización (1580-1640)”, en Scarlett O’Phelan Godoy y Carmen Salazar (eds.), Passeurs, mediadores culturales y agentes de la primera globalización en el Mundo Ibérico, siglos xvi-xix, Lima, PUCP, 2005.

11Sobre el funcionamiento de las redes internas de la Compañía de Jesús véase Federico Palomo, “Corregir letras para unir espíritus. Los jesuitas y las cartas edificantes en el Portugal del siglo xvi“, en Cuadernos de Historia Moderna, vol. iv, Madrid, 2005, pp. 57-81 y Steven J. Harris, “Confession-Building, Long-Distance Networks, and the Organization of Jesuit Science”, in Early Science and Medicine, vol. 1, N° 3, Leiden, 1996, pp. 287-318.

12Consideramos “filo-jesuita” a cualquier actor social que mantenía alguna relación -directa o indirecta-con miembros de la Compañía de Jesús antes y después de la expulsión de 1767 y que profesaba abierta simpatía hacia ellos, la orden o sus tradiciones espirituales, devocionales o teológicas.

13Si bien Serge Gruzinski emplea este término para pensar en redes establecidas a escala global, en este caso hemos decidido emplear este concepto para referirnos a relaciones agenciadas entre sujetos y objetos en el ámbito regional que involucraron relaciones entre agentes filo-jesuitas y altares portátiles en Salta, Córdoba, Buenos Aires y la Araucanía y que, paradójicamente, tuvieron relaciones inestables con los postulados de la metrópolis y Roma: Gruzinski, op. cit., p. 28.

14Los modos de evangelización de la orden con frecuencia estuvieron caracterizados por la teatralización y capacidad oratoria de los sacerdotes con fines persuasivos, toda vez que promovían entre los fieles prácticas y ejercicios devocionales, como la composición de lugar, donde la pedagogía en imágenes y el auxilio de los objetos de devoción tuvieron un papel preponderante: Perla Chinchilla Pawling, De la compositio loci a la república de las letras, México D.F., Universidad Iberoamericana, 2004. Sin embargo, en el terreno misional la efectividad del proceso evangelizador dependía, muchas veces, más de las habilidades de negociación de los sacerdotes con los indígenas que de sus capacidades apostólicas. Guillermo Wilde ha estudiado para el caso guaraní, las relaciones entre jesuitas e indígenas y la influencia de estos últimos en el establecimiento y el gobierno de las misiones: Guillermo Wilde, Religión y poder en las misiones de guaraníes, Buenos Aires, SB, 2009. Asimismo, la relación establecida entre lecturas piadosas, objetos devocionales y políticas de evangelización ignaciana en los contextos misionales son presentados en otro libro de Wilde (ed.), Saberes de la conversión…, op. cit.

15Hace ya varias décadas que la historia del arte ha incorporado a su metodología de investigación la posibilidad de abordar propuestas teóricas y metodológicas de otras disciplinas que permiten expandir el objeto de estudio de la disciplina con la finalidad de ahondar en preguntas referentes a las condiciones sociales, culturales, materiales, entre otras, que involucran la presencia de artefactos estéticos.

16Anne Gerritsen, “From Long-Distance Trade to the Global Lives of Things: Writing the History of Early Modern Trade and Material Culture”, in Journal of early modern history, vol. 20, Leiden, 2016, pp. 1-19. Un trabajo ya clásico respecto a la cultura material y la capacidad de agencia de los objetos fue el artículo de Igor Kopytoff publicado en el libro compilado por Arjun Appadurai. En dicha obra los autores analizan los procesos de mercantilización y singularización de los objetos a través de una perspectiva procesual que, si bien fue criticada con posterioridad por su carácter fetichista en torno del objeto, coincidimos con Bill Brown al señalar que esta teoría conforma un aporte ineludible para comprender los modos en que un objeto adquiere múltiples capas de sentido y puede ser sucesivamente apropiado y resignificado en torno de sus diversas cualidades estéticas, simbólicas, económicas y materiales. Posteriores revisiones sobre esta teoría fueron abordadas por Bruno Latour en torno a la ontología de los objetos y su escisión del mundo humano o animado como consecuencia de los procesos modernizadores de la sociedad, así como su cualidad como significantes en redes locales y globales fueron recientemente analizadas por Giorgio Riello, Anne Gerritsen e Igor Kopytoff, “La biografía cultural de las cosas: la mercantilización como proceso”, en Arjun Appadurai (ed.), La vida social de las cosas, Madrid, Grijàlbo, 1991, pp. 89-122; Bill Brown, “Thing Theory”, in Critical Inquiry, vol. 28, N° 1, Things, The University of Chicago Press 2001, pp. 1-22; Latour, Nunca fuimos…, op. cit.; Latour, Reensamblar lo social…, op. cit.; Giorgio Riello & Anne Gerritsen, “Introduction. The global lives of things: material culture in the first global age”, in Anne Gerritsen & Giorgio Riello (eds.), The Global Lives of Things: The Material Culture of Connections in the Early Modern World, Basingstoke, Routledge, 2016, pp. 1-28.

17María E. Barral aplica el término de iglesia itinerante para pensar la práctica de recolección de limosnas por la campaña en el Río de la Plata: María Elena Barral, “Limosneros de la virgen, cuestores y cuestaciones: la recolección de la limosna en la campaña rioplatense, siglo xvii y xix“, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr Emilio Ravignani”, N° 18, tercera serie, Buenos Aires, 1998, pp. 7-33. Desde la historia de la arquitectura este tema fue abordado por Esteban Fernández Cobián, “Espacios temporales para la liturgia ¿Evolución tipológica o disolución identitaria?”, en Quintana. Revista de Estudos do Departamento de Historia da Arte, N° 9, Santiago de Compostela, 2010, pp. 119-131.

18Existió desde fines del siglo xviii en el Río de la Plata una escasez y mala distribución crónica de clero secular. Sin embargo, las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del xix estuvieron marcadas por una profunda reforma del clero colonial que implicó una progresiva transferencia de recursos humanos y materiales del clero regular al secular. Roberto di Stefano, “Abundancia de clérigos, escasez de párrocos: las contradicciones del reclutamiento del clero secular en el Río de la Plata (1770-1840)”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, N° 16 y 17, tercera serie, Buenos Aires, 1998, pp. 33-59.

19Alicia Fraschina, La expulsión no fue a-usencia. María Antonia de San José, beata de la Compañía de Jesús: biografía y legado, Rosario, Prohistoria, 2015.

20Niccolo Guasti, L'esilio italiano dei gesuiti spagnoli. Identita, controllo sociale e pratiche cultural (1767-1798), Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 2006.

21Definido como el resultado de la “negociación entre la religión prescripta y su observancia concreta o aplicación práctica”: William A. Christian, Religiosidad local en la España de Felipe II, Madrid, Nerea, 1991.

22Uno de los trabajos más recientes sobre la cuestión es el de Roberto di Stefano, “El laberinto religioso de Juan Manuel de Rosas”, en Anuario de Estudios Americanos, vol. 63, N° 1, Sevilla, 2006, pp. 19-50. Por otra parte, existen dos libros que reseñan de manera breve este conflicto, aunque su contenido está más orientado a la difusión histórica que a la producción académica, siendo ambos recortes y reformulaciones de la obra del historiador jesuita Rafael Pérez, La Compañía de Jesús restaurada en la República Argentina y Chile, el Uruguay y el Brasil, Barcelona, Imprenta de Henrich, 1901. Estos trabajos son: Rafael Esteban, Cómo fue el conflicto entre los jesuitas y Rosas, Buenos Aires, Plus Ultra, 1971 y Raúl Castagnino, Rosas y los jesuitas, Buenos Aires, Pleamar, 1970.

23En general podemos afirmar que la historiografía en el ámbito global ha comenzado solo muy recientemente a estudiar los procesos de restauración en distintas partes del mundo. En este sentido, la conmemoración del bicentenario de la restauración papal en 2014 ha suscitado algunos trabajos incipientes que son de gran utilidad como puntapié de futuras investigaciones. La colección publicada por la Universidad Iberoamericana de México en 2014 es un gran ejemplo de estas producciones. Por el momento, el trabajo más exhaustivo sobre la temática es el de Pierre-Antoine Fabre, Suppression et restauration de la Compagnie de Jésus: 1773-1814, Paris, Lessius, 2014.

24Existen numerosos trabajos que se han detenido en el estudio de las características formales, la clasificación estilística y relevamiento de objetos devocionales. Entre ellos pueden mencionarse los trabajos de Héctor Schenone et al., Patrimonio artístico nacional. Inventario de bienes muebles. Buenos Aires I, Buenos Aires, Academia Nacional de Bellas Artes, 2000 y Guillermo Furlong, Arte en el Río de la Plata 1530-1810, Buenos Aires, TEA, 1993, entre otros.

25Un estudio sobre el empleo e intercambio de un altar portátil en la baja Edad Media fue abordado por Juan Nadal Cañellas, “El altar portátil medieval de Montesión”, en Bolletí de la Societat Arqueològica Luliana, N° 62, Palma, 2006, pp. 363-370.

26Un antecedente importante sobre las relaciones interoceánicas y la circulación de imágenes lo constituye el proyecto de investigación desarrollado en el marco del subsidio de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica PICT 2012-2048: “Imágenes y artistas trashumantes. Configuraciones visuales de la Modernidad”. El equipo de investigadores de dicho subsidio se encontró conformado por: María Amalia García, Isabel Plante, Agustina Rodríguez Romero y Verónica Tell, en tanto grupo responsable, y Laura Hakel, Lucila Iglesias, Marcelo Marino, Juan Ricardo Rey Márquez y Vanina Scocchera, como grupo colaborador. Resultado de estas investigaciones fue el dossier coordinado por Isabel Plante, Agustina Rodríguez Romero, María Amalia García y Verónica Tell, “América en la dinámica de la cultura visual mundializada del siglo xvii al xx: circulación / intercambio / materialidad”, Nuevo Mundo / Mundos Nuevos, “Images, mémoires et sons”, 2017. Disponible en http://journals.openedition.org/nuevomundo/70836 [Fecha de consulta: 28 de marzo de 2018]. Asimismo, respecto a la circulación de estampas y motivos iconográficos de tradición europea en contexto americano pueden consultarse los trabajos de Agustina Rodríguez Romero y Gabriela Siracusano, “El pintor, el cura, el grabador, el cardenal, el Rey y la muerte. Los rumbos de una imagen del juicio final en el siglo xvii“, en Eadem Utraque Europa, año 6, N° 10/11, Buenos Aires, 2010, pp. 9-29.

27Igor Kopytoff propone reflexionar sobre la biografía o vida global de los objetos a lo largo del tiempo y durante sus traslaciones espaciales, perspectiva que nos invita a indagar sobre las sucesivas etapas simbólicas, mercantiles, monetarias y materiales que contribuyen a resignificarlo, toda vez que le son conferidas diversas funciones, capacidades y valoraciones: Kopytoff, op. cit. Este proceso frecuentemente está vinculado con prácticas de intercambio, circulación, obsequios y adquisiciones de imágenes y objetos estéticos como puede consultarse en Agustina Rodríguez Romero y André Luiz Tavares, “Biografías del objeto en América colonial. Interacción e impacto creativo entre la continuidad y la transformación”, en Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA), N° 8, 1er semestre 2016, pp. 59-61. Disponible en http://caiana.caia.org.ar/template/caiana.php?pag=articles/article_2.php&obj=234&vol=8 [Fecha de consulta: 4 de abril de 2018].

28Anne Gerritsen propone pensar en diversos grupos y tipos de agentes que a través de sus redes de contacto y filiaciones religiosas -entre los que podemos contar a los jesuitas aun durante su expulsión-contribuyeron como intermediarios en estas prácticas de intercambio por fuera de la dinámica comercial: Gerritsen, op. cit., p. 12. Para más información sobre las redes jesuitas y sus intercambios de bienes artísticos previos y posteriores a la expulsión de la orden se pueden consultar: Luisa Elena Alcalá, “‘De compras por Europa’: procuradores jesuitas y cultura material en Nueva España”, en Goya: Revista de Arte, N° 318, Madrid, 2007, pp. 141-158; Paula Mues Orts, “Pintura ilustre y pincel moderno: tradición e innovación en la Nueva España”, en Ilona Katzew (coord.), Pintado en México, 1700-1790, Ciudad de México, Los Angeles County Museum of Art / Fomento Cultural Banamex, A. C., 2017, pp. 52-75 y Vanina Scocchera, “Intercambios epistolares entre Córdoba, Buenos Aires y Roma: circulación de imágenes, objetos devocionales y documentos eclesiásticos durante el periodo de supresión jesuita”, en Nuevo Mundos / Mundos Nuevos, “Images, mémoires et sons”, 2017. Disponible en http://journals.openedition.org/nuevo-mundo/70671 [Fecha de consulta: 25 de marzo de 2017].

29Mary L. Pratt emplea este concepto para evidenciar el punto en que diversas trayectorias se cruzan toda vez que pone en primer plano las dimensiones interactivas de los encuentros coloniales en tanto prácticas entrelazadas: Mary Louise Pratt, Ojos imperiales: literatura de viajes y transculturación, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 34.

30Gruzinski, op. cit.

31Roger Chartier, Escribir las prácticas. Foucault, De Certeau, Marin, Buenos Aires, Manantial, 1996. Hace ya más de tres décadas que Alfred Gell adoptó el concepto de agencia para explicar las cualidades simbólicas que los sujetos transfieren a determinados objetos de especial valoración en contextos particulares. A partir de este concepto se comprenden las diversas cualidades simbólicas y sagradas que portan ciertos objetos: Gell, op. cit.

32En un sentido amplio el altar portátil puede trasladarse de un lugar a otro, pero en un sentido litúrgico es un ara consagrada, lo suficientemente grande como para contener la sagrada hostia y la mayor parte de la base del cáliz. Los altares portátiles se emplean estrictamente para el oficio divino, de modo tal que a partir de ellos se determina el centro del culto: A. J. Schulte, “Portable Altar”, in Charles George Herbermann (ed,), The Catholic Encyclopedia, New York, Robert Appleton Company, 1907, vol. 1. De este modo, la presencia de un altar portátil determina la construcción de la sacralidad en términos espaciales: Dominique Iogna-Prat, “El espacio sacramental de la Iglesia”, en Dominique Iogna-Prat (ed.), La invención social de la Iglesia en la Edad Media, Buenos Aires, Miño y Dávila, 2016, pp. 13-48.

33Dentro de la tradición jesuítica los ejercicios espirituales ignacianos estuvieron caracterizados por una interpretación de la imagen (y activación de sus capacidades) mediada por la imaginación y posteriormente puesta en palabras a través de la oración: Pierre-Antoine Fabre y Alfonso Mendiola, “Un diálogo entre Pierre-Antoine Fabre y Alfonso Mendiola”, en Historia y Grafía, año 21, N° 41, México, julio-diciembre 2013, pp. 185-204. Otro de los atributos de muchas de las empresas apostólicas jesuíticas era la técnica de la accomodatio aplicada por los misioneros para adaptarse mejor a las tradiciones culturales de los pueblos a evangelizar. Si bien estas prácticas han sido estudiadas por la historiografía misional -sobre todo en los espacios de la India o China-, poco se sabe hasta el momento si luego de la restauración los jesuitas llevaron adelante estas técnicas de la misma manera que con anterioridad a la supresión: Leonor Correa Etchegaray, Emanuele Colombo y Guillermo Wilde, “Introducción. Las misiones antes y después de la restauración de la Compañía de Jesús. Continuidades y cambios”, en Leonor Correa Etchegaray, Emanuele Colombo y Guillermo Wilde (coords.), Las misiones antes y después de la restauración de la Compañía de Jesús. Continuidades y Cambios, México D.F., Universidad Iberoamericana, 2014, pp. 29-31.

34George Didi-Huberman, L'image ouverte. Motifs de l'incarnation dans les arts visuels, Paris, Gallimard, 2007.

35“El Ilmo. Sr. Obispo del Paraguay sobre que se nombre un sujeto por parte del real fisco para hacer los inventarios de sus bienes y capital” (1803), en AGN, Tribunales administrativos, leg. 11 exp. 307, f. 20.

36El segundo altar mencionado en el inventario -de menor tamaño y valor-, estaba decorado en su interior con imágenes y un cristo de metal. Posiblemente, no se trata de un altar propiamente dicho sino más bien de un retablo portátil que se utilizaba con frecuencia para encauzar la oración en el marco de prácticas devocionales. La diferencia central entre ambos objetos consiste en una divergencia en su función: mientras la prerrogativa del primero lleva consigo la facultad de celebrar la santa misa y es exclusivo del ministerio sacerdotal, el segundo podía ser empleado por un fiel para dirigir la oración tanto en la intimidad del hogar así como para apelar a su protección durante viajes, motivo por el cual existe una gran diversidad de formatos y tamaños de retablos portátiles que se vinculan con los diversos espacios en los que el fiel podía emplearlos para encauzar su oración. Para más datos véase Percival Tirapeli, Oratórios barrocos. Arte e devocao na colecao Casagrande, São Paulo, Museu de Arte Sacra, 2011.

37El altar que se observa en la figura N° 2 perteneció a monseñor Fermín E. Lafitte y fue donado al Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda, de Córdoba, por su disposición. Según consta en la carta de donación, este altar fue utilizado en las misiones pastorales de Fermín Lafitte por el extenso territorio de su diócesis en las dos primeras décadas del siglo xx.

38Adriano Prosperi, “El Misionero”, en Rosario Villari (ed.), El hombre barroco, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pp. 201-240.

39Louis Marin, “Poder, representación, imagen”, en Prismas, Revista de historia intelectual, N° 13, Buenos Aires, 2009, pp. 135-153.

40Miranda Lida, Dos ciudades y un deán. Biografía de Gregorio Funes, 1749-1829, Buenos Aires, Eudeba, 2006, pp. 40-45.

41“Sobre concesión altar personal privilegiado, facultad de otorgar dispensas e indulgencias plenarias”, en Fondo “Dr. Monseñor Pablo Cabrera”, Sección de Estudios Americanistas, Biblioteca “Elma K. Estrabou” de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba (en adelante FFyH, UNC), doc. 5808, 1779.

42Una forma de preservar esta religiosidad jesuítica se dio a partir de la relación que Ambrosio Funes mantuvo con su antiguo director espiritual Gaspar Juárez durante su exilio en Italia. Gracias a esta amistad sostenida por medio del intercambio epistolar circularon entre Roma -ciudad donde pasó Gaspar Juárez la mayor parte de su exilio- y Córdoba imágenes y objetos piadosos afines a las devociones ignacianas, como estampas del Sagrado Corazón y santos de la orden, reliquias, objetos taumatúrgicos vinculados a san Luis Gonzaga y breves pontificios para promover sus cultos junto a noticias e ideas sobre la Compañía de Jesús: Pedro Grenon S.J., Los Funes y el padre Juárez, Córdoba, Imprenta La Guttemberg, 1920.

43Miranda Lida explica que a pesar del vínculo que lo unía a los exjesuitas que habían sido sus profesores y que tras la expulsión estaban establecidos en diversos lugares de Europa, Gregorio nunca accedió a visitarlos por temor a perjudicar su reputación. No obstante, conservó el contacto epistolar con aquellos. Lida, op. cit., p. 42. Es necesario destacar -para contrastar con lo anterior- que el jesuita José Manuel Peramás narra en el diario que escribió sobre los sucesos de la expulsión en Córdoba que el joven Gregorio Funes -con el apoyo de su madre- había solicitado a las autoridades que estaban llevando a cabo la expulsión poder sumarse al destino de sus maestros, aunque sin éxito: José Manuel Peramás, Diario del destierro, Córdoba, Editorial Universidad Católica de Córdoba, 2008, p. 39.

44Fraschina, op. cit.

45Scocchera, op. cit.

46Las beatas eran mujeres piadosas que realizaban votos simples (privados y temporarios) “ante los altares”, es decir, que no quedaban sujetas por voto a ninguna autoridad eclesiástica ni a las obligaciones de mujer casada y llevaban una vida de recogimiento en una casa o beaterio. Por lo general, seguían las reglas de una orden regular, vestían hábito y recolectaban limosnas en favor de la comunidad a la que estaban agregadas: Fraschina, op. cit., pp. 47-51.

47Las cartas de María Antonia -una de las principales fuentes de información sobre su vida y obra- evidencian frecuentes intercambios con sacerdotes jesuitas en el exilio y brindan noticias del éxito de su empresa devocional: José María Blanco, Vida documentada de la sierva de Dios María Antonia de la Paz y Figueroa, Buenos Aires, Amorrutu e hijos, 1942.

48Blanco, op. cit., pp. 103-106. Es curioso, por otra parte, que la licencia para el uso de un altar portátil en Buenos Aires le haya sido conferida por un obispo que había gobernado la diócesis de Córdoba -donde conoció a María Antonia- pero que se encontraba en ese momento dirigiendo la jurisdicción cusqueña.

49AGN, Sala IX, División Nacional-Sección Gobierno, Culto (1800-1805), 6-7-6.

50Una vez concedida la licencia, oratorios y capillas serían espacios dentro del entorno familiar en el cual se pudiera oficiar misa tendientes a la distinción de sus poseedores. Sobre permisos de oratorios y capillas domésticas en la región de Córdoba y Buenos Aires puede consultarse Roberto di Stefano, “Lay patronage and the development of Ecclesiastical Property in Spanish America: The case of Buenos Aires, 1700-1900”, in Hispanic American Historical Review, vol. 93, N° 1, Durham, 2013, pp. 67-98.

51No está de más recordar que debido a las atribuciones del Patronato regio una gran parte de las comunicaciones de la Iglesia en América con Roma tenían que pasar necesariamente por la aprobación de la corte de Madrid: Ismael Sánchez Bella, Alberto de la Hera y Carlos Díaz Rementería, Historia del Derecho Indiano, Madrid, MAPFRE, 1992.

52Tal es así que en cédula de 1766 por indicación del Rey se daba expresa prohibición a los subdelegados de cruzada sobre el uso de altar portátil, oratorio doméstico, ni de concederlos a otros: Fondo “Dr. Monseñor Pablo Cabrera”, Sección Estudios Americanistas, en FFyH, UNC, doc. 6748.

53Por otra parte, el hecho de que una mujer misionara solicitando limosna con altar portátil por la campaña bonaerense conformaba una particularidad que ineludiblemente le brindaría el reconocimiento de los fieles y vecinos de la ciudad. Al respecto debemos mencionar que las mujeres solo tenían la posibilidad de recorrer la campaña solicitando limosnas en caso de que juntaran dinero para el pago de su dote de profesión religiosa; en cuyo caso también debían contar con licencia del ordinario: Barral, op. cit.

54Blanco, op. cit., pp. 186-187.

55Esta valoración asignada al altar no debe resultarnos extraña si recordamos que la beata María Antonia atribuía este tipo de cualidades a diversos objetos e imágenes de devoción, entre los que se encontraban su Manuelito -una pequeña imagen del Niño Jesús que llevaba pendiendo de su cuello-, la Virgen Dolorosa o “Abadesa”, así como los numerosos relicarios que Gaspar Juárez le enviaba para que repartiera entre sus benefactores: Scocchera, op. cit., pp. 4-7. Sobre la efectividad de las imágenes y objetos devocionales para encauzar las prácticas piadosas y especialmente los ejercicios de composición de lugar propuestos por san Ignacio puede consultarse Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, “Usos y funciones de la imagen religiosa en los virreinatos americanos”, en AA.VV., Los siglos de oro en los Virreinatos de América, 1550-1700, Madrid, Catálogo de exposición, 2000, pp. 89-105.

56La principal fuente de información para reconstruir la vida de este jesuita es la correspondencia −134 cartas en total- que Diego León de Villafañe mantuvo entre 1799 y 1824 con Ambrosio Funes. Las mismas se conservan en el Archivo Histórico de la Provincia Argentino-Uruguaya de la Compañía de Jesús en Buenos Aires. Existen algunas cartas sueltas de este jesuita en el Archivo General de la Nación y dentro del Fondo “Dr. Monseñor Pablo Cabrera” de la Sección Estudios Americanistas en la Biblioteca “Elma K. Estrabou” de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba (FFyH, UNC). En este archivo se encuentran también las cartas de otros jesuitas -como Francisco Javier Iturri, por ejemplo- de la antigua provincia del Paraguay, aunque, lamentablemente, por cuestiones de restauración y catalogación, los fondos tienen un acceso público limitado.

57Jaime Valenzuela Márquez, “Misiones jesuitas entre indios ‘rebeldes’: Límites y transacciones en la cristianización mapuche de Chile meridional (siglo xvii)” en Wilde (ed.), Saberes de la conversión…, op. cit., p. 255.

58Para más datos sobre la práctica misional de Nicolò Mascardi y sus sucesores se puede consultar María Andrea Nicoletti, “Pasado y presente: los jesuitas de la misión Nahuel Huapi (1670-1674 y 1704-1717) y la devoción Mariana”, en IHS. Antiguos jesuitas en Iberoamérica, vol. 2, N° 1, Córdoba, 2014, pp. 41-64. Sobre la expedición de José Cardiel: Carlos Page, “El proyecto jesuítico para la exploración y ocupación de las costas patagónicas en el siglo xviii“, en Temas americanistas, N° 30, Sevilla, 2013, pp. 23-49.

59Jaime Valenzuela Márquez explica que en las misiones volantes emprendidas a la Araucanía durante este periodo, consecuencia de las restricciones y hostilidades para avanzar en el proceso evangelizador, los jesuitas decidieron poner el acento en la conversión directa, es decir, independiente de las posibilidades de catequesis y de comprensión de los contenidos católicos que pudiesen manifestar los mapuches; esto es, por la vía de la eficacia inmediata del rito, en especial del sacramento del bautismo que aseguraba formalmente el ingreso del indígena al universo cristiano y su eventual salvación. Así, el bautismo actuaba como un elemento ritual triunfante sobre la alternativa religiosa mapuche: Valenzuela, op. cit., pp. 260-266.

60Rolf Foerster, Jesuitas y mapuches: 1593-1767, Santiago, Editorial Universitaria, 1996, pp. 347-373; Víctor Rondón, “Los anhelos de Llacahuenu o el último sueño de los jesuitas en Chile antes de la expulsión. Consideraciones desde la historia y la musicología”, en Correa, Colombo y Wilde (eds.), op. cit., pp. 129-139; Rafael Gaune Corradi, “Topografía, escalas y casos: los tres tiempos de la Compañía de Jesús en Chile (1568-1626)”, en Nuevo Mundos / Mundos Nuevos, “Images, mémoires et sons”, 2015. Disponible en http://nuevomundo.revues.org/68035 [Fecha de consulta: 25 de marzo de 2017].

61Nancy Calvo, Roberto di Stefano y Klaus Gallo (eds.), Los curas de la Revolución. Vidas de eclesiásticos en los orígenes de la Nación, Buenos Aires, Emecé, 2002.

62Page, op. cit.

63Ignacio Telesca y Nicolás Perrone, “El regreso frustrado de los jesuitas al Paraguay”, en María Teresa Matabuena, María Eugenia Ponce Alcocer y Jorge Enrique Salcedo Martínez S.J. (coords.), La restauración de la Compañía de Jesús en la América Hispanolusitana. Una antología de las fuentes documentales, México D.F., Universidad Iberoamericana, 2014, pp. 113-136.

64Este sacerdote jesuita nació en 1741 en San Miguel de Tucumán dentro de una las familias más acomodadas de la ciudad. A los dieciséis años se instaló en Córdoba para estudiar en la Universidad dirigida por la Compañía de Jesús a la cual ingresó en 1763, unos años antes de la expulsión. Sin embargo, solo pudo ordenarse sacerdote durante su exilio en la ciudad de Faenza. En 1793 pasó a Roma donde permaneció hasta 1798. Una vez obtenidos los permisos otorgados por la corona española, arribó a su tierra natal en 1799, donde logró escapar de la segunda orden de expulsión de los jesuitas emitida en 1801 gracias al apoyo del cabildo local. A partir de entonces, se asentó en la ciudad hasta 1830, fecha de su fallecimiento a la edad de 89 años. Antes de regresar al Río de la Plata obtuvo del papa Pío VI una autorización para realizar votos in articulo mortis para volver a ingresar a la Compañía de Jesús en el caso de que esta fuera restaurada y no pudiera ponerse en contacto con las nuevas autoridades desde América. Aunque no tenemos información si efectivamente este jesuita tucumano hizo uso de este privilegio papal, sí sabemos -gracias a la correspondencia que mantuvo con el comerciante cordobés Ambrosio Funes- que estuvo muy al tanto del proceso de restauración oficial posterior a 1814. Este sacerdote falleció unos años antes del regreso oficial de la Compañía a la región en 1836: Guillermo Furlong S.J., “Diego León Villafañe y sus cartas referentes a la revolución argentina”, en Boletín de la Academia Nacional de la Historia, N° xxxi, Buenos Aires, 1960, pp. 87-212; Carlos Page y Silvia Lovay, “El regreso del P Diego León de Villafañe, último jesuita de la antigua Provincia del Paraguay”, en IHS. Antiguos jesuitas en Iberoamérica, vol 1, N° 2, Córdoba, 2013, pp. 155-169.

65Es necesario destacar que debido al Patronato regio -que se encontraba todavía vigente en esos tiempos en los territorios de la corona española- todas las autorizaciones para la creación de nuevas misiones debían pasar a través de la corte de Madrid. Si bien el papado solo comenzó a recuperar cierta autonomía de acción en el continente americano respecto a las restricciones impuestas por el Patronato unas décadas después de los procesos de independencia americanos, ya a fines del siglo xviii se pueden empezar a ver los primeros signos del resquebrajamiento -como, por ejemplo, los problemas generados por el brevísimo Cisma de Urquillo- de las relaciones entre Roma y Madrid. En este sentido, Diego Villafañe parece saltarse de manera premeditada a Madrid como intermediario a la hora de solicitar el permiso para misionar directamente a Roma.

66Es muy probable que Diego Villafañe haya elegido el sur de Chile como terreno misional debido a su afición por la obra de Juan Ignacio Molina Saggio sulla Storia Naturale del Chili que presenta una imagen idealizada de la historia y la geografía de la Araucanía junto con una visión positiva de los pueblos indígenas del sur de la región: Carta de Diego León de Villafañe a Ambrosio Funes, Tucumán, 10 de febrero de 1804, en Archivo Histórico de la Provincia Argentino-Uruguaya de la Compañía de Jesús, Fondo Diego León de Villafañe.

67La primera tentativa la realizó el sacerdote ignaciano en 1800 inmediatamente después de su llegada al virreinato del Río de la Plata. Partió raudo para Santiago de Chile para comenzar a gestionar su paso hacia el sur. Allí pudo reencontrarse con un grupo de correligionarios chilenos que había conocido en el exilio y establecer relaciones con varios miembros de las élites político-religiosas locales. No obstante, no logró avanzar demasiado con su proyecto y tuvo que regresar a Tucumán en 1801. Siete años después, emprendió el segundo ensayo de ingresar a Chile. En esta oportunidad, no solo no logró cruzar la cordillera de los Andes sino que ni siquiera pudo salir de los alrededores de Córdoba. El proceso revolucionario comenzado en la región en 1810 interrumpió sus intentos.

68AGN, Clero Sala X, División Nacional-Sección Gobierno Culto, San Miguel de Tucumán, 10 de agosto de 1818, 04-08-02.

69Es posible que, debido a que tanto la diócesis de Salta -desde donde Diego Villafañe partía- como la de Concepción -hacía donde se dirigía- estaban vacantes al momento de iniciar este viaje misional debido a diversas crisis político-religiosas originadas por el proceso de independencia, Villafañe considerara que no existían por el momento autoridades legítimas que pudieran autorizar su misión. Por otra parte, es necesario recordar que contaba con un permiso jerárquicamente superior: el otorgado por el propio papa Pío VI antes de su partida hacia América. Acaso este sacerdote considerara innecesario recurrir a autoridades inferiores como los obispos locales teniendo la aprobación del mismísimo Vicario de Cristo. Según sostiene en una carta enviada desde Tucumán el 9 de febrero de 1824 (Archivo Histórico de la Provincia Argentino-Uruguaya de la Compañía de Jesús, Fondo Diego León de Villafañe) la prefectura de la misión en la Araucanía le fue reconfirmada unos años después por el papa Pío VII. A diferencia del momento en que partió de regreso a América, aquí sí tuvo que solicitar a las nuevas autoridades del directorio un permiso para misionar. Quizá la principal diferencia entre ambos momentos haya sido que en 1818 el poder político de Buenos Aires era mucho más cercano -y su capacidad de control mayor- que el poder de Madrid a fines del siglo xviii y comienzos del siglo xix.

70Christian, op. cit.

71Esta información la obtenemos de una carta enviada desde Mendoza por Diego Villafañe al directorio -de fecha indeterminada- donde informa sobre su detención no intencionada en la ciudad durante nueve meses. “Muy Señor mio, y de todo mi respeto: me hallo en esta ciudad con la solicitud que me acompaña de verificar mi entrada por el Planchon llebando la luz del Santo Evangelio de JesuChristo a los pueblos, que se comprenden baxo la nacion Araucana y sus Confederados en el Reyno de Chile, y erigir una nueva Mission según las comisiones, que recibi en Roma de la Sagrada Congregacion de Propaganda Fide. Ya corren, Señor Excelentísimo, nueve meses a que parti de mi Patria Tucuman con este objeto sin haver podido conseguir mi internacion”: AGN, Sala X, División Nacional, Sección Gobierno, Culto (1818-1821), 04-08-02.

72AGN, Sala IX, División Nacional-Sección Gobierno, Culto (1818-1821), 04-08-02, 7669.

73Jorge Fernández, “Pichi Painé Gner o los orígenes y el universo de Painé joven (1820-1830). Descubriendo a su posible hermano, el capitán Santiago Lincogur”, en Cuadernos del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano, N° 18, Buenos Aires, 1998, pp. 109-132.

74Baste para ello señalar la estrecha relación que se establecía entre el uso del altar y el bautismo en términos taumatúrgicos. Así, la beata María Antonia de Jesús consideraba fundamental la protección que le brindaba su altar portátil en sus correrías apostólicas. De la misma manera, el padre José Cardiel llevó a su expedición por las costas magallánicas un altar portátil en caso de encontrar neófitos que pudiera evangelizar. Asimismo, altares portátiles no deben haber faltado en las misiones araucanas emprendidas desde mediados del siglo xvii por el padre Nicolò Mascardi y sus correligionarios chilenos donde los mapuches interpretaban que el bautismo era un rito terapéutico de sanación y un acto que brindaba protección divina en un sentido taumatúrgico que debía ser administrado por un “hechicero”, cosmovisión que los misioneros usaron en su favor para lograr la conversión directa: Valenzuela, op. cit., p. 266. Desde una perspectiva similar, Rafael Gaune ha señalado la importancia que la palabra del sacerdote tenía en la pedagogía misional y en la composición del perdón para los jesuitas en Chile a lo largo del siglo xvii: Rafael Gaune y Verónica Undurraga, “El perdón como espacio normativo: circulación, mediación y traducción de discursos religiosos entre Roma y Santiago, siglo xvii“, en Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, N° 52, Hamburgo, 2015, pp. 87-108.

75“El Ilmo. Sr. Obispo del Paraguay sobre que se nombre un sujeto por parte del real fisco para hacer los inventarios de sus bienes y capital”, 1803, en AGN, Tribunales administrativos, leg. 11 exp. 307 fs. 20r y v.

76Cabe recordar que Nicolás Videla del Pino -nacido en Córdoba en 1740 dentro de una acomodada familia- tuvo una meteórica carrera dentro de la iglesia local. Se ordenó a la edad de veinticinco años y su primer cargo fue de teniente cura en la parroquia de Río Seco en las afueras de la ciudad de Córdoba. Entre 1781 y 1793 fue nombrado canónigo magistral de la catedral de Córdoba, arcediano y deán.

77Los años que siguieron significaron un alejamiento de Nicolás Videla del Pino de la práctica misional, ya que entre 1781 y 1803 asumió diversos cargos dentro de la catedral de Córdoba; en este último año fue elegido para asumir como obispo de Asunción. Unos años después, fue seleccionado para ocupar la silla episcopal de la nueva diócesis de Salta, creada en 1806. Sin embargo, su trayectoria en este segundo obispado no fue como esperaba: con el proceso revolucionario de Mayo su diócesis se convirtió rápidamente en uno de los principales campos de batalla de las guerras de la independencia. Sumado a esto, fue acusado en 1812 por Manuel Belgrano -por ese entonces general del Ejército del Norte- de mantener correspondencia con el general del ejército realista, José Manuel Goyeneche, por lo cual se ordenó su inmediata captura y traslado a Buenos Aires. Los últimos años de su vida, permaneció en Buenos Aires hasta su muerte en 1819, donde -aunque alejado de su diócesis original- ejerció de forma parcial su ministerio episcopal mediante la realización de confirmaciones y ordenaciones sacerdotales: Emiliano Sánchez Pérez O.S.A., Las exigencias políticas de la emancipación. Nicolás Videla del Pino, Primer obispo de Tarija con sede en Salta (1807-1819), Sucre, Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, 2012.

78El inventario del Obispo permite visualizar que poseía numerosos libros de la orden. Se consignan allí el Flos Sanctorum de Pedro de Ribadeneira, un ejemplar de la Diferencia entre lo temporal y lo eterno de Juan Eusebio Nieremberg, los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, una Vida de Francisco Javier, un relato en torno a la beatificación de Ignacio de Loyola, una Imitación de Cristo de Tomás Kempis, entre otros. Sobre más datos respecto de la biblioteca del Obispo se puede ver Juan Manuel Biedma, “Los bienes y la biblioteca del deán de la Catedral de Córdoba, doctor Nicolás Videla del Pino, al ser electo obispo del Paraguay”, en Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, t. xxix, Buenos Aires, 1945, pp. 194-226.

79Diego León de Villafañe prestó atención desde temprano a la figura de Nicolás Videla del Pino. Ya en algunas de sus primeras cartas conservadas se puede observar el envío de saludos dirigido al “Señor Deán Videla” a quien seguramente conocía desde antes de la expulsión: Carta de Diego León de Villafañe a Ambrosio Funes, Tucumán, 18 de julio de 1800, en Archivo Histórico de la Provincia Argentino-Uruguaya de la Compañía de Jesús, Fondo Diego León de Villafañe, f. 1. De todas maneras, fue a causa de su cercanía con la familia Funes que Diego Villafañe demostró un interés particular por el futuro obispo de Salta. Gregorio Funes fue uno de los principales competidores de Nicolás Videla tanto para la silla episcopal de Asunción como para la de Salta, siendo derrotado en ambos concursos. A lo largo de los años ambos hermanos fueron, por este motivo, cultivando una enemistad no disimulada con este clérigo de la cual Diego Villafañe participaba tangencialmente.

80Kopytoff, op. cit., p. 94. Un proceso similar de apropiación de objetos sagrados procedentes del clero secular hacia su nuevo uso y resignificación bajo la religiosidad jesuita constituyen las reliquias enviadas desde la metrópolis y Roma hacia el Colegio de San Ildefonso en Nueva España, cuando tras el naufragio del barco que contenía las reliquias en cuestión, su redescubrimiento en la costa fue reconocido como un presagio en favor de la misión de la orden en esas tierras: Fabre, op. cit., pp. 218-224.

81AGN, Sala IX, División Colonia, División Gobierno, Justicia (1808-09), 31-09-02.

82Gerritsen, op. cit.

83Este objeto recibió a lo largo de su trayectoria al menos dos tasaciones: una realizada en el inventario de 1803 -donde se le adjudicó el valor de 85 pesos- y la otra luego de la muerte de Nicolás Videla del Pino -aquí el altar fue valorado en 73 pesos y 4 reales-. Si tenemos en cuenta que en el mismo inventario dos láminas de cobre pintadas son valuadas en veinte pesos se comprende que su costo resulta comparativamente elevado respecto de otros objetos de devoción, factor que, asimismo, habría contribuido a su comercialización restringida. Cfr. “El Ilmo. Sr. Obispo del Paraguay sobre que se nombre un sujeto por parte del real fisco para hacer los inventarios de sus bienes y capital” (1803), en AGN, Tribunales administrativos, leg. 11, exp. 307, fs. 20-20v y AGN, Sala IX, División Nacional-Sección Gobierno, Culto (1818-1821), 04-08-02, 7669.

84Luego de la supresión de la Compañía en 1773 muchos jesuitas expulsos se vieron libres del control institucional que todavía mantenía la jerarquía de la orden durante los primeros años del exilio. Luego de su desaparición, estos sacerdotes comenzaron a desarrollar nuevas estrategias personales de supervivencias que en muchos casos no hubieran logrado la aprobación de sus superiores antes de la supresión. Los intentos misionales de Diego Villafañe creemos que se pueden enmarcar dentro de estas prácticas autónomas desreguladas. Si bien luego de su regreso a América mantuvo contacto con numerosos compañeros del exilio, no parece haberse comunicado con la nueva jerarquía de la Compañía de Jesús luego de su restauración en 1814. No obstante, en estos años, sí intercambió una serie de misivas con Propaganda Fide, la congregación pontificia destinada a coordinar las misiones católicas alrededor del mundo, para informar de los avances de su proyecto misional: Pedro Leturia S.J. y Miguel Battlori S.J, La primera misión pontificia a Hispanoamérica 1823-1825. Relación oficial de Mons. Giovanni Muzi, Ciudad del Vaticano, Biblioteca Apostolica Vaticana, 1963, pp. 271-281 y 572-595.

85Gracias a varias cartas enviadas por Diego Villafañe a Ambrosio Funes sabemos que este sacerdote practicaba de manera frecuente los ejercicios espirituales ignacianos en Tucumán y los difundía en la región con ayuda de otros sacerdotes locales como, por ejemplo, su sobrino José Manuel de Moure: Cartas de Diego León de Villafañe a Ambrosio Funes, Tucumán, 9 de mayo de 1811, 25 de diciembre de 1811 y 25 de diciembre de 1814, en Archivo Histórico de la Provincia Argentino-Uruguaya de la Compañía de Jesús, Fondo Diego León de Villafañe.

86En la carta -enviada desde Tucumán el 10 de agosto de 1818- en que Diego Villafañe solicita al gobierno de Buenos Aires el envío de ayuda para su misión se menciona el papel de mediador de José Agustín Molina en la ciudad: AGN, Sala X, División Nacional, Sección Gobierno, Culto (1818-1821), 04-08-02. José A. Molina fue secretario del Congreso de Tucumán y director del Redactor del Congreso. En 1819 se encontraba en la capital de las Provincias Unidas debido a que había acompañado al Congreso en su traslado de Tucumán a Buenos Aires frente al temor del avance realista en el norte.

87Pedro J. Peña Lillo tuvo una activa trayectoria misional en el sur de Chile en el obispado de Concepción, sobre todo en las parroquias de Linares y Nacimiento. Asimismo, es necesario mencionar que también participó activamente tanto del proceso de independencia local -concurriendo a asambleas patrióticas en Concepción en 1811- como de los primeros gobiernos independientes siendo, por ejemplo, uno de los diputados que formó parte de la comisión redactora de la Constitución chilena de 1822.

88Valentina Ayrolo, “Una nueva lectura de los informes de la Misión Muzi: la Santa Sede y la Iglesia de las Provincias Unidas”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, N° 14, tercera serie, Buenos Aires, 1996, pp. 31-60.

89Carta de Diego León de Villafañe a Juan Muzi, Tucumán, 21 de junio de 1824. Original en Archivo de la S. C. de Propaganda Fide, cit. en Avelino I. Gómez Ferreyra S.J., “Diego León Villafañe y la misión de Araucanía”, Archivum, N° 8, Buenos Aires, 1966, pp. 171-205.

90Si bien luego de 1821 perdemos toda mención a este objeto, sabemos que este sacerdote chileno continuó realizando actividades pastorales en el obispado de Concepción durante un tiempo, siendo para esto el altar portátil sin duda de mucha utilidad.

91Valenzuela, op. cit., pp. 269-271.

92Como algunos ejemplos podemos mencionar los casos de obsequios de relicarios por María Antonia entre sus benefactores así como, específicamente para la región de la Araucanía, los del padre Nicolò Mascardi que consistían en unas medallas de plata de “Nuestra Señora de los Desamparados […], cincuenta estampas de la misma Señora y una bella imagen de la Purísima Virgen María”: Nicoletti, op. cit., p. 52. De la misma manera, también José Cardiel durante la expedición geográfica en la que participó llevó consigo diversos regalos para los indígenas que pudiera llegar a encontrar: Page, op. cit.

93Pratt, op. cit.

94Fabre y Mendiola, op. cit. Sobre este tema, así como sobre el obsequio de objetos devocionales, como estampas y cruces por su poder simbólico, se puede consultar a Jaime Valenzuela Márquez, “El uso de la cruz y sus paradojas entre jesuitas y mapuches de la primera mitad del siglo xvii“, en René Millar Carvacho y Roberto Rusconi (coords.), Devozioni, pratiche e immaginario religioso: espressioni del cattolicesimo tra 1400 e 1850: storici cileni e italiani a confronto, Roma, Viella, 2011, pp. 17-44.

95Iogna-Prat, op. cit.

Recibido: Abril de 2018; Aprobado: Agosto de 2018

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