Introducción
En un folio suelto de un legajo del Archivo General de la Nación de Argentina se encuentra un sugerente documento redactado en abril de 1819 por el gobierno del directorio de Buenos Aires en el que se hace presente la solicitud de:
“Diego León Villafañe, ex-Jesuita, destinado actualmente a la misión de los Araucanos […] que tiene noticia que entre los expolios del finado Obispo de Salta existe un cajón de altar portátil con algunos paramentos sagrados, y pareciéndole que no serán precisos a aquella Iglesia, a quien no corresponde en su peregrinación, como para el destino a que se dirige, pide arbitre Vuestra Excelencia la medida que juzgue conveniente para que se le franquee dicho altar”2.
Esta breve nota nos introduce en una serie de interrogantes que resultan asimétricamente superiores a la información provista por ella. Tan solo un año después del cruce de los Andes realizado por José de San Martín, el jesuita tucumano Diego León de Villafañe escribía al gobierno central de Buenos Aires con el motivo de solicitar la entrega de un altar portátil para una misión que pretendía establecer en el sur de Chile. Como si del hilo de Ariadna se tratara, iniciaremos esta investigación con el objetivo de responder algunas de las preguntas que este documento nos suscita respecto de los usos y funciones simbólicas asignados a los altares portátiles en el marco de la tradición misional jesuítica en los años posteriores a la expulsión de la Compañía de Jesús de América.
Las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del siglo xix en el continente americano estuvieron marcadas por un cambio de relaciones entre la Iglesia y el Estado que conllevó, entre otras cosas, una reestructuración de los espacios eclesiásticos, así como la expulsión de la Compañía de Jesús en 17673. El extrañamiento de los jesuitas dejó numerosos espacios vacíos en la vida cultural y religiosa de América que la corona española buscó rellenar con dificultad4. La substitución de los misioneros ignacianos por los miembros de otras órdenes religiosas significó -debido a causas cuya explicación excede los objetivos de este trabajo- no solo la interrupción de nuevas propuestas misionales que se estaban desarrollando al momento de la expulsión sino, también, el declive y descalabro de misiones que estaban ya establecidas desde hacía tiempo en el continente5.
Durante los siglos de permanencia en los dominios ultramarinos de la monarquía hispánica la Compañía de Jesús se había caracterizado -entre otras cosas- por ser una orden militante que desarrollaba la práctica evangelizadora mediante el empleo de imágenes y objetos-eficaces que brindaran la decencia necesaria a los espacios religiosos, conmovieran el ánimo de los neófitos y evocaran mediante recursos teatrales los relatos bíblicos y evangélicos. Estas prácticas, usos y funciones asignados a los objetos de culto y devoción encontraban su sustento teológico en los postulados de san Ignacio respecto a la compositio loci, por la cual la observación y el contacto con una imagen podía servir, por sus cualidades agentes, como un medio comunicante con lo sagrado en el marco de prácticas devocionales6. Así, el objeto permitía al fiel la elevación espiritual toda vez que aquel fuera reconocido por este como dotado de poder y cualidades simbólica.
En este sentido, los modos por los cuales la espiritualidad ignaciana asignó un papel central a las imágenes y objetos de culto para propiciar el contacto con la trascendencia, entran en afinidad con la teoría antropológica del arte desarrollada por Alfred Gell respecto de la eficacia de los objetos. Mediante el concepto de agency7 el autor postula una inferencia entre sujetos y objetos, por el cual ambos comparten la posibilidad de activar sentidos y poderes que afecten a otras personas con respuestas emocionales, ideas y acciones8. Es decir, que se trata de “un dominio en el que los objetos se funden con las personas a causa de las relaciones sociales entre las personas y las cosas, y entre las personas y otras personas por medio de las cosas”9.
Sumado a ello, la identidad de la orden fue definida en buena medida por su expansión y su circulación interoceánica que Serge Gruzinski ha identificado dentro del proceso de occidentalización y globalización10. Este proceso estuvo caracterizado por la puesta en circulación de ideas, prácticas evangelizadoras y devocionales mediante un dinámico entramado de redes y correspondencias epistolares institucionales que articularon las novedades interoceánicas con las coyunturas locales11. La extensa y prolongada trayectoria de estas prácticas encontró su punto de quiebre con el proceso de expulsión y supresión de la orden. Sin embargo, las redes que habían sido controladas desde el centro de la jerarquía de la Compañía no se disolvieron del todo con la desaparición de la misma, sino que fueron aprovechadas en muchos casos por los jesuitas de modo individual para su supervivencia. A partir de entonces, una serie de agentes -jesuitas expulsos, benefactores y diversos miembros de las élites político-religiosas filo-jesuitas a ambos lados del Atlántico12- establecieron mediante sus redes locales y ultramarinas una variedad de estrategias autónomas para lograr la perduración la identidad de la orden y sus cultos en el territorio americano tras 1767 y previo a la reinserción de la Compañía en tierras americanas.
Es en este contexto en el que se inscribe el presente trabajo con el objetivo de indagar sobre los diversos usos y funciones asignados a altares portátiles por agentes cercanos a la extinta orden luego de su expulsión. Debido a los entramados entre dichos hombres y sus prácticas, en este trabajo partiremos del concepto de connected histories para dar cuenta de un conjunto de trayectorias múltiples -entre altares portátiles y actores filo-jesuitas- en regiones que involucraron los territorios rioplatenses y araucanos y que no se integran forzosamente dentro del flujo de una historia única y sistemática, sino que recuperan derroteros que confluyen en el espacio y tiempo a través de expectativas comunes y estrategias sincrónicas13. Como si de un ejercicio de metonimia se tratara, estos objetos, por sus características formales y su efectividad, portaban el poder de la representación y transmisión de lo sagrado hacia los lugares más remotos, rasgo por el cual resultaron esenciales a los fines de la espiritualidad ignaciana14. Más en específico, este artículo propondrá una lectura que entrelaza los relatos misionales y las trayectorias individuales de los agentes filo-jesuitas a partir de las diversas expectativas depositadas sobre sus altares portátiles. Simultáneamente, buscará mostrar cómo estos objetos se configuraron como indicadores de una serie de redes y prácticas comunes establecidas entre dichos agentes. No se tratará solo de narrar la historia de un grupo ligado al jesuitismo -que hará posible, entre otras cosas, emprendimientos misionales como el desplegado por Diego León de Villafañe-, sino que ofrecerá una lectura a partir de la dinamización y el encuentro de los mismos con objetos, prácticas y estrategias autónomas que habrían tendido hacia la perduración y fortalecimiento de redes filo-jesuíticas durante la supresión y ausencia de la orden en territorio americano.
Dado que nos proponemos trazar una constelación de relaciones entre agentes -sujetos y objetos- este trabajo de historia del arte adopta una perspectiva metodológica que se nutre de ciertos postulados teóricos propuestos en las últimas décadas por la historia cultural y la cultura material15. Desde este enfoque existen dos preguntas subyacentes a lo largo de esta pesquisa que alternan entre las agencias desplegadas por los actores sociales y los objetos que buscamos analizar: ¿qué necesidades y expectativas eran satisfechas mediante el empleo de altares portátiles por diversos agentes filo-jesuitas para llevar a cabo sus empresas particulares -entre las cuales se encontraban las misionales-en el contexto posterior a la supresión de la orden? Y por fuera de sus usos específicos, ¿qué cualidades simbólicas y prácticas tenía un altar portátil -como el que Diego León de Villafañe solicitó para el cumplimiento de su empresa misional- para resignificar la identidad de la orden en territorio americano? Desde esta perspectiva, este artículo dialoga con las biografías de los objetos propuestas por la antropología, la cual ha prestado especial atención a la circulación e intercambio de bienes entre los cuales imágenes y objetos rituales tienen un papel central16.
La práctica de las misiones contribuyó a modelar la imagen de una iglesia itinerante en contraposición a la de la iglesia urbana o rural establecida arquitectónicamente en un espacio determinado con fines de control territorial17. Este concepto implica pensar en una dimensión de movilidad y traslación en la que estos hombres y sus altares buscaron establecer puentes entre regiones remotas, redes interpersonales e intercambios de objetos que sellaban relaciones más allá de las fronteras geográficas. En este sentido, el estudio de las estrategias que presentaremos contribuye a comprender una serie de mecanismos agenciados por fuera de las políticas contempladas por un clero secular preocupado por administrar los espacios urbanos y rurales existentes y desprovisto del número de hombres necesarios para afrontar de modo sistemático una empresa misional18.
Si bien la historiografía argentina ha reparado muy poco en la permanencia de la identidad jesuita tras su expulsión, los sacerdotes ignacianos de la antigua provincia del Paraguay mantuvieron un contacto muy estrecho con sus tierras natales19. Inmediatamente luego de su extrañamiento comenzaron a construir -como una forma de supervivencia personal e institucional- un conjunto de redes conformadas por diversos actores político-religiosos a ambas márgenes del Atlántico -tanto en las penínsulas Itálica e Ibérica como en el Río de la Plata-20 Creemos que estudiar los proyectos misionales de los agentes que exhiberemos en este trabajo resulta relevante -entre otras cosas- para comprender la subsistencia de sus redes tendientes a la eventual reinserción de la orden en la región. Del mismo modo, dicho accionar se inscribía en una serie de prácticas que permiten entrever un sinnúmero de proyectos heterogéneos, donde ciertas empresas individuales -que pueden ser comprendidas desde el presente a la luz del concepto de religiosidad local-21 podían desplegarse sin contradicción aparente. Analizar las diversas trayectorias de estos agentes nos ayudará a continuar la reconstrucción de un complejo periodo de la historia eclesiástica argentina que aguarda ser abordado en profundidad por la historiografía.
En este sentido, otra temática descuidada por la historiografía local es el proceso de retorno de los jesuitas a la región durante el siglo xix, luego de la restauración de la Compañía en 1814. Los sacerdotes ignacianos no regresaron -salvo algunos casos aislados- inmediatamente a América después de la rehabilitación oficial de su orden; para el caso argentino esperaron hasta 1836 para volver a la provincia de Buenos Aires, gobernada en ese entonces por Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, las relaciones entre los jesuitas y el gobernador porteño no fueron del todo amigables, ya que este último pretendía subordinar a estos sacerdotes bajo su control -como ya sucedía con una parte de la Iglesia dentro de la provincia-, mientras que los ignacianos buscaban restablecer parte de las misiones entre los indígenas que habían desaparecido con la expulsión. En 1843, debido a diversos y continuos roces con el gobierno, los jesuitas fueron de nuevo expulsados de Buenos Aires; desde allí se extendieron no solo a otras provincias argentinas sino, también, a varios países limítrofes como Paraguay, Brasil y Chile. Lamentablemente, este interesante proceso ha sido por el momento descuidado por la historiografía22. Poco sabemos, por ejemplo, de las motivaciones de las autoridades de Buenos Aires para convocar a los jesuitas setenta años después de la expulsión, de las relaciones de estos sacerdotes con las élites locales o de los objetivos misionales de los jesuitas luego de su regreso. Este trabajo, al analizar las estrategias y prácticas misionales de algunos agentes jesuitas y filo-jesuíticos en el periodo posterior a la expulsión, busca avanzar sobre un vacío historiográfico con vías a comenzar a reconstruir la (pre) historia de la restauración en la región23. El marco temporal que hemos elegido para este artículo (1780-1820) es en este punto ilustrativo; todavía no conocemos suficiente sobre el accionar y la mentalidad de los grupos filo-jesuíticos durante los años posteriores a la expulsión de la Compañía y anteriores a su regreso en la región.
De un modo semejante, la historia del arte argentino frecuentemente ha relegado el estudio de aquellos objetos devocionales, de culto y litúrgicos cuya principal función no fuera estrictamente estética; los altares portátiles que nos proponemos estudiar aquí forman parte de estos elementos que la historiografía ha descuidado24. Si bien en muchos casos la huella material de estos objetos se ha perdido, su presencia puede recuperarse a través de fuentes documentales que dan cuenta tanto de sus características formales como de las prácticas en las que intervinieron. Con ello nos queremos referir tanto a las funciones de culto como a una serie de trayectorias e intercambios que fueron agenciados hacia este objeto y que evidenciarían diversos sentidos simbólicos, estéticos y funcionales del mismo. En este sentido, mientras que los objetos de estudio que analiza la historia del arte gozan de una pregnante cualidad estética, este tipo de objetos -como los altares y otros bienes devocionales- permiten realizar un estudio que contemple un universo de sentidos extraestéticos que merecen ser considerados por la historia del arte en tanto resultaron medios simbólicos y transmisores de sentido25. Más aún, la historia del arte con frecuencia ha relegado de sus estudios los aspectos referidos a la circulación e intercambio de obras por fuera de los circuitos comerciales y del mercado artístico. No obstante, en los últimos años la disciplina ha reparado en diversos procesos de circulación de motivos iconográficos, temas e ideas estéticas que, en el marco de los procesos de globalización interoceánicos -de los cuales las redes jesuitas no fueron ajenas- tendieron puentes entre Europa y América durante el período colonial26. Si bien estos planteos exceden los objetivos del presente trabajo, se encuentran relacionados con el mismo en la medida en que daremos cuenta de las biografías de estos altares portátiles signadas por procesos de intercambio en la región rioplatense27.
Esta es una investigación que aúna problemas de historia y de historia del arte en la que proponemos repensar las capacidades de ciertos objetos -los altares portátiles- con el objetivo de identificar el establecimiento de estrategias individuales por diversos agentes cuyas trayectorias se entrelazaron en función de las expectativas y los modos de concebir los deseos de perduración de la religiosidad jesuita. Para ello, la metodología propuesta se focaliza en las experiencias individuales de agentes y artefactos específicos que, tomadas en conjunto, revelan un movimiento e interacción de los objetos hacia espacios desconocidos28.
El uso de altares portátiles en la práctica evangélica
Desde la llegada de las órdenes regulares a América, la posibilidad de transmitir la palabra de Dios a aquellas personas que desconocían la fe cristiana constituía el principal objetivo de las misiones en las cuales el empleo de imágenes y objetos didácticos para la evangelización resultó habitual. Este proceso supuso una serie de interacciones asimétricas entre individuos, grupos, instituciones religiosas e ideas que confluyeron en un espacio y tiempo que Mary Louise Pratt ha dado en llamar zonas de contacto29. En el marco de los procesos de globalización y de conquista espiritual, los misioneros actuaron como mediadores culturales entre la institución eclesiástica y los neófitos30. Para ello, estos sacerdotes contaban -más allá de sus conocimientos teológico-pastorales y de los textos sagrados- con la ayuda de numerosas imágenes, objetos litúrgicos y devocionales, que a través de sus cualidades de representación facilitaban la transmisión del mensaje evangelizador y permitían componer la liturgia y administrar sacramentos en el espacio de campaña31.
Entre estos bienes se encontraban los altares portátiles. Como su nombre lo indica, eran objetos de reducido tamaño que podían ser fácilmente transportados, y que en su interior preservaban los paramentos litúrgicos necesarios para oficiar la misa y realizar el acto de la consagración eucarística32. Poseer un altar portátil implicaba la capacidad de llevar adelante la empresa evangelizadora toda vez que el oficiante activara los poderes del objeto33. Por ello, un altar portátil era el elemento necesario y suficiente para que un misionero y, en especial, un jesuita -mediante la prédica y el poder de convencimiento de su oratoria- lograra alcanzar los objetivos de la orden. Por ello, este tipo de objetos estuvo estrictamente vinculado a la práctica evangélica, característica que lo hace especial y lo distingue de un universo de imágenes y objetos devocionales, cuyo empleo en prácticas íntimas y cotidianas no implicaba la presencia de un sacerdote ni su activación a través de la retórica y la puesta en acto de la teatralización jesuítica.
Al igual que los altares dentro de las iglesias, los portátiles debían ser consagrados por una autoridad competente y su empleo estaba reservado a clérigos bajo licencia. Sin embargo, el aspecto más interesante de sus características formales radica en su capacidad de, una vez abierto, exhibir lo sagrado de un modo tal que los objetos litúrgicos en él contenidos se desplegaran para evidenciar la presencia divina. Tal como afirma George Didi-Huberman, la capacidad de ciertas imágenes u objetos de combinar la preservación (u ocultación) del interior, toda vez que se produce el despliegue de su apertura, constituye un acto a través del cual se manifiesta el mensaje sagrado34. Desde su vista exterior los altares portátiles consistían en un simple cajón de madera, cuya opacidad no permitía imaginar lo que se hallara en su interior. Existían altares de variado formato, algunos poseían una disposición vertical similar al formato exterior de retablos portátiles; otros más modernos tenían una forma exterior que podía asemejarse a la de un pequeño baúl. En todos los casos, el carácter rústico del exterior de estos objetos contrastaba con aquello que preservaban en su interior: al abrir el altar portátil rápidamente se percibía el contraste entre el material mundano de su exterior y los objetos litúrgicos de platería cobijados en su interior.
En nuestro caso, el inventario realizado en la ciudad de Córdoba en 1803, con motivo de formalizar el patrimonio de bienes del Dr. Nicolás Videla del Pino -el recién electo obispo de Asunción y futuro mitrado de Salta-, describía que, entre un número destacado de imágenes y bienes valiosos -pinturas sobre cobre con marcos de plata y ébano, alhajas y plata labrada- este sacerdote era poseedor de “un cajón altar portátil forrado en baqueta con su cajón, cerradura y llave, pies, yerros y por dentro forrado en damasco con sus cortinas de lo mismo” y otro “más chico pintado al óleo con sus láminas y cristo de metal dorado a fuego”35. Si bien ninguno de estos altares ha llegado hasta nosotros, podemos suponer que fue el primero de ellos el que Diego León de Villafañe solicitó al gobierno de Buenos Aires le sea enviado para su misión araucana. En tanto una de las principales cualidades del altar portátil consistía en su capacidad de ser transportado por largas distancias; resultaba esencial entonces que el mismo contara con llave y cerradura para preservar los objetos litúrgicos en su interior36.
A pesar de que la descripción del altar portátil requerido por Villafañe sea escueta, existen actualmente en el Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda de la ciudad de Córdoba dos altares portátiles que, salvando las distancias formales y estilísticas, nos permitirán dar cuenta de aquellas características que posibilitaron que estos objetos actuaran como iglesias itinerantes. Ambos altares están realizados en madera y su formato exterior se asemeja a una valija con el objeto de que sean fácilmente transportables (figura N° 1). El interior del altar exhibe en su cara superior las sacras dispuestas de modo que puedan plegarse al cerrar el altar. La parte superior de la batiente posee tres orificios para insertar los candeleros que flanqueaban el crucifijo que, mediante un mecanismo, se expandía por fuera de su perímetro para exhibir el cuerpo de Cristo o la hostia sagrada (figura N° 2). Por debajo, sobre la base del cajón se extienden dos batientes que, junto a la superficie de la caja conforman la tabla de altar. Sobre ella se ubicaba el misal dispuesto en un pequeño atril para facilitar la lectura del oficiante y a sus lados se disponían el cáliz, la patena, las vinajeras y el purificador, que se guardaban en la parte inferior de dicha tabla37.

Figura N° 1 Altar portátil (comienzos siglo xx) Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda (Córdoba, Argentina), ficha N° RCI 094. Medidas: 25 × 50 × 20 cm.

Figura N° 2 Altar portátil (comienzos siglo xx) Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda (Córdoba, Argentina), ficha N° RCI-1379 (D159). Medidas: 88 × 43 × 55 cm (dimensiones máximas).
Ahora bien, ¿quiénes y cómo podían utilizar estos altares portátiles? El uso de los mismos, y junto a ello la facultad de oficiar misa y administrar los sacramentos estaban exclusivamente reservados a sacerdotes con licencia. A lo largo de los siglos xvii y xviii el permiso para empleo de altar portátil era concedido por el papado mediante un breve. Por lo general estos altares eran usados en misiones volantes, extendidas entre las órdenes regulares como, por ejemplo, la Compañía de Jesús. Estas misiones itinerantes no solo se realizaban entre los pueblos indígenas de América sino, también, entre las poblaciones campesinas dentro del continente europeo que -debido a su bajo nivel de catequización- eran denominadas por muchos sacerdotes las “Indias de por acá”. Las mismas consistían en breves excursiones -de algunas semanas o meses- de los misioneros a pequeñas poblaciones rurales, donde los sacerdotes predicaban la doctrina cristiana y administraban los sacramentos, utilizando recursos extremadamente teatrales que se desarrollaban junto a la apertura del altar portátil38.
Por lo señalado hasta aquí es preciso recordar que según Louis Marin la representación porta consigo el poder de la presencia39. Es decir, que la apertura del altar portátil en el entorno de campaña por el sacerdote, y con él la exhibición de los objetos litúrgicos, habría implicado el despliegue de la manifestación divina, que era activada por las capacidades de oratoria y la puesta en acto de la teatralidad jesuítica cuyo fin último era el de conmover el ánimo de los fieles, acorde a la espiritualidad tridentina. En este sentido, el altar portátil cerrado y su apertura sería una metáfora de la dualidad que se evidencia entre el aspecto profano de su exterior, y las cualidades sagradas preservadas en su interior, que solo serían activadas mediante las interacciones del objeto y el sacerdote.
Las funciones simbólicas del altar portátil: trayectorias entrelazadas, estrategias individuales
Si bien el uso más esperable de un altar portátil consistía en su capacidad de oficiar la misa en el marco de misiones apostólicas para la evangelización de los neófitos en territorios de campaña, tras la expulsión de la orden en 1767 pareciera que estos altares fueron empleados con finalidades que, en algunos casos, estuvieron más relacionadas al despliegue de vínculos sociales que al de la práctica pastoral. Con el objetivo de comprender los múltiples usos y funciones que los altares portátiles adquirieron para algunos agentes cercanos a la extinta Compañía de Jesús, nos proponemos presentar dos casos en los cuales estos depositaron expectativas particulares sobre sus altares tanto en el espacio urbano cordobés como en el de la campaña bonaerense. Ambos ejemplos comparten el hecho de que los altares portátiles aquí empleados no participaron en misiones evangelizadoras sino, más bien, tendieron a funcionar como objetos indicadores del prestigio e identidad filo-jesuítica de sus poseedores. En este sentido, su estudio nos permitirá comprender los modos en los que estos objetos fueron propicios para el establecimiento de relaciones sociales en un entramado de redes de tradición jesuita durante el contexto de expulsión de la orden.
Veamos, por ejemplo, el caso de Gregorio Funes, reconocido deán de Córdoba y una de las figuras intelectuales más importantes del proceso de independencia argentino. Oriundo de la ciudad mediterránea, estudió en el Colegio de Montserrat de la Compañía de Jesús y fue ordenado sacerdote en 1773. Al año siguiente, tras una disputa encabezada con el obispo Juan Manuel Moscoso y Peralta, fue nombrado cura de la parroquia de Punilla; esta designación pastoral en la zona rural fue vivida como un destierro, ya que sus intereses se centraban en el prestigio y la influencia que una carrera eclesiástica en la ciudad de Córdoba podía ofrecerle. Así fue como en 1775 se embarcó hacia España para continuar sus estudios de doctorado con el respaldo financiero de su hermano Ambrosio, importante comerciante local y líder del partido filo-jesuítico cordobés. Tres años después se encontraba en Madrid con motivo de su nombramiento para la canonjía de Merced en la catedral de Córdoba del Tucumán, hecho que significaba su ingreso al Cabildo Eclesiástico de su ciudad natal y que lo eximía casi totalmente del ministerio pastoral40.
Al año siguiente de su designación, redactó desde Roma una carta en la que solicitaba el privilegio de utilizar un altar portátil personal junto a la posibilidad de administrar indulgencias plenarias in articulo mortis y el permiso para bendecir cruces, medallas y otros objetos devocionales41. Advertirá el lector que, si bien era un hombre que no consideraba que la cura de almas fuera una tarea apropiada para su carrera eclesiástica, la solicitud de licencia para altar portátil justo un año antes de asumir su canonjía -cuando finalmente se desligaba de sus funciones pastorales- resultaba al menos llamativa. Es posible que las causas para tal solicitud tengamos que buscarlas en sus experiencias previas y en su vínculo con la tradición jesuita: junto con su hermano Ambrosio habían sido instruidos en la Universidad de Córdoba bajo la dirección espiritual de la Compañía de Jesús. Con aquellos jesuitas que fueron sus profesores -entre los que se encontraban, entre otros, Diego León de Villafañe y Gaspar Juárez- Ambrosio mantuvo un estrecho vínculo que lo llevó a destacarse como uno de los principales benefactores de los jesuitas del Paraguay así como un ferviente promotor de sus cultos en la esfera local durante la supresión de la orden42. Si bien Gregorio no compartía la misma cercanía que su hermano con los jesuitas exiliados, comprendía la efectividad que el obsequio e intercambio de este tipo de objetos lograban despertar entre la feligresía local cordobesa. En este sentido, si, como afirma Miranda Lida, tras su regreso a Córdoba en 1780 buscó construir su prestigio entre los vecinos y el clero secular, el obsequio de imágenes y objetos devocionales, así como la facultad de utilizar el altar portátil y de administrar indulgencias -que le habían sido conferidas por licencia un año antes- fueron con seguridad medios propicios para alcanzar sus fines43. Por ello, las concesiones otorgadas a Gregorio no habrían estado ligadas a la práctica misional evangelizadora, sino que se convirtieron en un recurso que emplearía para obsequiar como dones y acudir al auxilio espiritual de familiares y allegados influyentes con el objeto de afianzar su carrera eclesiástica.
La práctica de los ejercicios espirituales promovida por la Compañía de Jesús reconocía la efectividad de las imágenes y objetos de devoción como vehículos para promover la piedad de la feligresía. Como señalamos anteriormente, estas ideas no resultaron ajenas a los hermanos Funes, así como tampoco lo fueron para los expulsos jesuitas Gaspar Juárez y Diego León de Villafañe o la beata María Antonia de la Paz y Figueroa, continuadora de la espiritualidad ignaciana tras la expulsión de la orden. Los vínculos entre María Antonia, Ambrosio Funes y el jesuita Gaspar Juárez ya han sido trabajados de manera profusa por Alicia Fraschina en tanto continuadores de la identidad de la orden en Buenos Aires y Córdoba44. Del mismo modo, el intercambio epistolar que se desarrolló durante décadas entre estos agentes exhibe las vías por las que un gran número de imágenes, objetos de devoción, libros, noticias e indulgencias circularon entre Roma, Córdoba y Buenos Aires para promover cultos jesuitas entre la feligresía local45.
Tras la expulsión de la orden, María Antonia de la Paz, quien había integrado el beaterio de la orden en Santiago del Estero, comenzó un extenso peregrinar con el objetivo de misionar y promover la fe cristiana a partir de la difusión de las devociones ignacianas46. En 1777 la beata pasó a la ciudad de Córdoba, donde entabló contacto con Ambrosio Funes. Tras un fallido intento por asentarse en esta ciudad, se trasladó a Buenos Aires donde -previo a instalar una casa de ejercicios espirituales ignacianos- predicó con un altar portátil por la campaña de Buenos Aires47.
Como ya hemos mencionado, la evangelización con empleo de altar portátil era una práctica propia de los curas misioneros que -una vez concedida la licencia romana- difundían la doctrina cristiana para la instrucción y auxilio espiritual de los fieles frente a la ausencia de parroquias en zonas periféricas a las ciudades. Transcurría el año de 1780 cuando, en una carta al padre Gaspar Juárez, la beata agradecía su mediación para obtener la concesión de uso del altar portátil para su protección en sus peregrinaciones por la campaña bonaerense. Sin embargo, a pesar de que la licencia para uso de altar portátil que el jesuita había solicitado en Roma no fue concedida, la beata obtuvo -como podemos observar en una carta suya del 7 de agosto de 1780- el permiso de Juan Manuel de Moscoso y Peralta, por ese entonces obispo de Cuzco48.
Siete años después el rey Carlos III aprobaba una normativa para que los arzobispos y obispos de las Indias:
“Conforme a disposiciones del derecho canónico y en uso de sus facultades natas, concedan licencias para oratorios privados y domésticos con causas justas y necesarias a fin de no gravar a nuestros vasallos con gastos y dilaciones, procediendo dichos prelados en esta materia con el pulso y circunspección que requiere su gravedad”49.
Mediante este escrito, obispos y arzobispos metropolitanos de cada diócesis gozaban de la autoridad para asignar licencias sobre la erección de oratorios domésticos, altares portátiles y capillas rurales sin que fuera necesario recurrir al permiso de Roma, siempre y cuando las causas de la solicitud fueran justificadas50. La nueva normativa da cuenta que estas peticiones hacia Roma eran lo suficientemente frecuentes y habituales como para que la corona española buscara simplificar la tramitación de la autorización de usar un altar portátil a los fieles americanos; disposición que legalizaría una práctica que de hecho ya venía aconteciendo51.
Ahora bien, las facultades concedidas a María Antonia -peregrinar con altar portátil, fundar oratorios y exponer el Santísimo Sacramento- eran propias del ministerio sacerdotal y se concedían en exclusiva a un clérigo bajo permiso del ordinario52. Como podemos ver, las autorizaciones a través de las cuales la beata promovía la espiritualidad de la expulsa orden constituyen una excepcionalidad que resulta indicadora de los beneficios que le fueron concedidos gracias a los contactos que habría agenciado a través del padre Juárez. Paralelamente al caso presentado con el altar portátil de Gregorio Funes, la beata también hizo un empleo poco esperable de su altar portátil. Para ella, el altar era el objeto que la protegía en sus misiones hacia la campaña bonaerense, toda vez que le permitía transmitir prácticas y ejercicios devocionales relacionados con la supervivencia de la espiritualidad ignaciana que -con la contemplación del Santísimo- auxiliaría a los fieles a encauzar su piedad53. María Antonia identificaba en su altar las cualidades taumatúrgicas de una reliquia, ya que ella misma afirmaba que lo utilizaba para su protección54. La beata reconoció a lo largo de su vida la eficacia del altar y de otros objetos e imágenes devocionales, como medios propicios para promover la evocación de lo sagrado55.
De este modo, hemos observado cómo, tanto la beata María Antonia y el deán Gregorio Funes reconocían la efectividad de los altares portátiles como medios comunicantes de lo sagrado. Si bien las trayectorias de vida de estos agentes resultaron diversas, ambos habían sido instruidos, en la práctica, de una piedad jesuítica a partir de la cual comprendían el papel central que ocupaban estos objetos en materia religiosa para la conversión de almas, toda vez que la exteriorización de la religiosidad era parte de la identificación social. Más aún, la beata María Antonia, Gregorio Funes y, como veremos más adelante, el jesuita Diego León de Villafañe no solo reconocían la efectividad de imágenes y objetos promulgada por la orden ignaciana, sino que agenciaron sus redes de contacto para alcanzar sus diversos objetivos personales. En este sentido, las apropiaciones en torno al uso y función de los altares portátiles así como las expectativas que les fueron asignadas en términos de reconocimiento social por Gregorio Funes en el entorno urbano cordobés y por María Antonia en las márgenes de Buenos Aires, funcionaron como un medio propicio para el establecimiento de redes de filiación jesuita. Por ello, los altares portátiles empleados nos permiten trazar una constelación de biografías de agentes que durante la supresión de la orden agenciaron diversas estrategias con vías a lograr la perduración de una identidad y evangelización jesuita, previo a su reformulación que aconteciera tras el regreso de la orden a Buenos Aires en 1836. A través de estas prácticas y trayectorias, los altares portátiles aquí analizados se posicionan como objetos mediadores entre algunos representantes de la orden extinta y los fieles.
Dos empresas y un mismo altar portátil: apropiación y resignificación en la práctica misional
En el apartado anterior nos detuvimos en los múltiples usos y funciones que fueron conferidos a los altares portátiles a través de las expectativas de dos agentes instruidos en la tradición jesuita, quienes, a pesar que su práctica pastoral haya sido acotada, encontraron diversos modos para que sus altares portátiles resultaran afines a sus estrategias. En contraposición, aquí nos centraremos en el estudio del proyecto misional hacia la Araucanía que buscó llevar adelante Diego León de Villafañe, para el cual obtuvo un altar portátil que había pertenecido al obispo de Salta Nicolás Videla del Pino. De este modo, a partir de las cartas del jesuita, que relatan su empresa misional analizaremos una serie de expectativas y estrategias desplegadas por Villafañe para lograr sus objetivos56. A continuación veremos cómo las biografías de Nicolás Videla y Diego Villafañe son hilvanadas a través de un mismo altar que permitirá identificar continuidades, resignificaciones y distinciones entre sus prácticas misionales.
En el sur de América, las sucesivas misiones que buscaron establecer un puente de contacto entre la región meridional del virreinato del Río de la Plata y la Araucanía fueron encabezadas principalmente por jesuitas desde ambos lados de la cordillera entre el siglo xvii y 1767, año de expulsión de la orden de territorio americano. Puntualmente en el sur de Chile los jesuitas mantuvieron un proyecto de ocupación del territorio para apaciguar la resistencia indígena y generar una economía emergente en la región que sirviera a la corona española tanto como un enclave de penetración hacia el estrecho de Magallanes, como un resguardo contra las potencias europeas enemigas. Es por esto que durante un tiempo se estableció una alianza entre la monarquía y la Compañía de Jesús que les permitió a los jesuitas obtener una posición como agentes misionales privilegiados en la región y que desde la segunda mitad del siglo xvii es caracterizado como un proyecto de dominación colonial mediante un proceso de “pacificación” por el cual ya no se tratará de dominar a la Araucanía por las armas sino de civilizarlos57. Baste para ello recordar en el mismo territorio las empresas encabezadas por el padre Nicolò Mascardi -que fue continuada por numerosos jesuitas en tierras chilenas- o, bien, la misión exploratoria emprendida a mediados del siglo xviii por los padres José Cardiel, Matías Strobel y José Quiroga y promovida por la monarquía hispánica con fines cartográficos58.
No obstante, desde su comienzo las prácticas misionales jesuitas en la región estuvieron limitadas por los continuos levantamientos mapuches. En la década de 1760 los jesuitas comenzaron a idear un nuevo proyecto evangelizador para la Araucanía: el establecimiento de un sistema de reducciones similar al implementado entre los guaraníes. Esta propuesta reduccional interesó rápidamente a las autoridades coloniales que buscaban solucionar de manera definitiva la conflictividad indígena en la región y que contrastaba con el carácter efímero de las misiones volantes en las cuales el contacto entre sacerdotes e indígenas quedaba en la práctica reducido a la administración del sacramento bautismal59. Sin embargo, un nuevo levantamiento en 1766 frustró los planes de los jesuitas de exportar el modelo guaraní a la Araucanía, los cuales fueron finalmente abandonados tras su expulsión al año siguiente. Frente a la ausencia de los misioneros ignacianos los mapuches consideraron al proyecto reduccional una amenaza para sus libertades; es por esto que en 1769, unos pocos años después de la expulsión comenzó una nueva rebelión. Los conflictos continuaron hasta entrado el siglo xix y sobre todo durante las guerras de independencia, en las cuales los mapuches participaron en ambos bandos del conflicto60.
Ahora bien, los procesos de independencia americanos iniciados en la segunda década del siglo xix significaron la aparición de nuevas complejidades en el campo misional y eclesiástico local. En primer lugar, los gobiernos revolucionarios atacaron directamente a las jerarquías episcopales acusando, muchas veces, a los obispos de simpatizar con la causa realista. Si bien durante el periodo colonial la vacancia de las sedes episcopales era un fenómeno algo frecuente, el mismo se vio agravado durante las guerras de la independencia. La carencia de obispos generó en la región numerosas irregularidades. Una de ellas fue el reemplazo de autoridades con legitimidad plena por múltiples agentes eclesiásticos -miembros del Cabildo Eclesiástico, provisores y gobernadores del obispado, entre otros- con distintas capacidades para regular las diversas prácticas religiosas y devocionales al interior de las jurisdicciones eclesiásticas, entre las cuales se incluían las autorizaciones para el empleo de altares portátiles y la creación de nuevas misiones. En segundo lugar, el proceso de independencia otorgó a numerosos sectores del clero una libertad hasta ese entonces desconocida que ofreció nuevos caminos para sus carreras profesionales61. En el plano misional, los emprendimientos evangélicos del clero secular y regular disminuyeron de manera notable y los pocos emprendidos carecieron de una coordinación enmarcada en un proceso sistemático de control territorial62.
Es durante este contexto que en Europa el papa Pío VII rehabilita en 1814 a la Compañía de Jesús; la restauración absolutista ya estaban en marcha en el continente luego de la derrota de Napoleón y las diversas potencias europeas y la corte papal consideraban que los jesuitas serían grandes aliados ideológicos en este proceso. Sin embargo, la Compañía de Jesús demoró mucho en reactivar sus ministerios misionales durante el siglo xix; es por esto que los jesuitas recién arribaron al Río de la Plata a fines de la década 1830, aunque entraron en conflicto con el gobernador Juan Manuel de Rosas por diferencias entre los proyectos religiosos de ambos. Como hemos mencionado con anterioridad, los sacerdotes ignacianos estaban interesados en volver a reconstruir las misiones entre los pueblos indígenas de la región, particularmente entre los guaraníes63. El gobernador porteño, en cambio, quería poner a disposición a los sacerdotes recién llegados para la instrucción y control de la feligresía urbana. Los planes divergentes rápidamente condujeron a una hostilidad directa con la Compañía, que derivó en su nueva expulsión. Estas cuestiones deben ser tenidas en cuenta para evidenciar los distanciamientos existentes entre lo sucedido a partir de la reinserción de la orden jesuita de aquellas prácticas precedentes desarrolladas durante la Colonia y de los intentos de prolongación y resignificación que aquí analizamos a partir de la relación entre agentes filo-jesuitas y objetos de culto efectivos a sus fines.
En el marco de estos procesos de tensiones políticas y religiosas confluyen las trayectorias de dos agentes. Por un lado, el jesuita expulso Diego León de Villafañe, tras su regreso al Río de la Plata en 1799, buscó emprender diversos viajes hacia la Araucanía con el objetivo de fundar -siguiendo los pasos de sus antiguos correligionarios- prácticamente ex nihilo una serie de misiones de clérigos seculares entre los mapuches. Una de las particularidades de esta figura -más allá de su curioso proyecto misional- es que fue no solo uno de los pocos jesuitas americanos que lograron regresar a su patria sino, también, un testigo privilegiado del proceso de independencia argentino64. Por otro lado, un altar portátil, que, como indica el documento con el que iniciamos este trabajo había pertenecido al difunto obispo de Salta Nicolás Videla del Pino, y que, a partir de la solicitud de Diego Villafañe le sería entregado para su práctica misional. Producto de su capacidad de ser transportable, en menos de una década este altar portátil realizó un recorrido por diversas regiones a ambos márgenes de la cordillera de los Andes que incluyeron los obispados de: Córdoba, Asunción, Salta, Buenos Aires y Santísima Concepción.
Volvamos entonces al trayecto iniciado por el jesuita tucumano previo al regreso al Río de la Plata. Antes de partir hacia el continente americano Villafañe fue recibido en audiencia privada por Pío VI a quien solicitó la autorización para fundar una misión de clérigos seculares en la Araucanía. Desde entonces, Villafañe ocupó las últimas décadas de su vida con la ambición de alcanzar un único objetivo: establecer una misión de clérigos seculares entre los indígenas del sur de Chile65. Pareciera que a su regreso el jesuita buscó retomar los antiguos proyectos misionales de la Compañía en la región sin tener en cuenta las décadas transcurridas desde la expulsión ni los cambios acontecidos en la región durante ese tiempo66. Las redes filo-jesuíticas que integraba Villafañe y que agenció con miras a sus objetivos -al igual que María Antonia, Gaspar Juárez y muchos otros de sus correligionarios- no resultaron suficientes para que su empresa misional pudiera imponerse a la coyuntura: tres intentos fallidos realizó para establecer un asen tamiento en la Araucanía en 1800, 1808 y 1818 sin mayores resultados67. Fue en el último de ellos cuando la trayectoria de nuestro agente confluyó con la del altar portátil que había pertenecido a Nicolás Videla del Pino.
Diego Villafañe comenzó a realizar los preparativos de su postrera incursión -que se extendió entre los últimos meses de 1818 y los primeros de 1821- luego de haber recibido las noticias sobre la exitosa campaña de José de San Martín del otro lado de la cordillera. Antes de partir, solicitó al gobierno del directorio en Buenos Aires las autorizaciones y pasaportes necesarios para la misión junto con lenguaraces y baqueanos indígenas para acompañarlo en el viaje hacia Chile68. No obstante, no poseemos ninguna información que demuestre que este misionero haya pedido permiso a alguna autoridad eclesiástica local para llevar a cabo su proyecto apostólico. Las iniciativas emprendidas estuvieron caracterizadas por una marcada autonomía religiosa, ya que sus iniciativas no formaron parte de ningún proyecto institucional dirigido por las jerarquías eclesiásticas o políticas de la región69. Por ello, sus propósitos podrían ser comprendidos a partir del concepto de religiosidad local a través de la cual su práctica es entendida como la resultante de una serie de negociaciones y tensiones entre una religión prescripta desde la perspectiva institucional del clero local, y su aplicación práctica, que conllevó a una heterogeneidad de acciones individuales y autónomas entre las que encontramos la aspiración misional de este jesuita70.
En 1819 partió solo con la compañía de su criado hacia Mendoza. A la espera del clima primaveral propicio y mientras se preparaba para cruzar la cordillera se enteró de la muerte del obispo de Salta Nicolás Videla del Pino y de la disponibilidad de su altar portátil71. Con motivo del expolio de bienes del difunto Obispo, envió una nueva nota -con la cual iniciamos este trabajo- al Directorio en la que solicitaba el altar portátil junto a sus paramentos sagrados72. El gobierno de Buenos Aires otorgó al jesuita tanto el lenguaraz solicitado como el altar portátil proveniente de los expolios de Nicolás Videla del Pino. Sin embargo, el primero -el capitán Santiago Lincogur del Ejército de los Andes- no fue dócil frente a los planes de Diego Villafañe y lo abandonó luego de cruzar la cordillera73. Decidió, entonces, emprender esta compleja misión con la única compañía del altar portátil que le fue conferido para la conversión directa de sus futuros neófitos mediante el rito del bautismo. Evidentemente el jesuita suponía que su carácter de administrador de la sacralidad cristiana y la palabra de Dios bastaban para lograr su cometido: el altar portátil era un elemento suficiente para emprender una misión apostólica y brindar la protección divina a los mapuches74.
Intentemos, entonces, recomponer la biografía de este altar. Su primera mención data de 1803, cuando, como ya hemos mencionado, se realizó el inventario de los bienes del deán Nicolás Videla del Pino en la ciudad de Córdoba antes de su ascenso a la silla episcopal de Asunción. Junto al altar de baqueta con cerradura y cortinas de tafetán, se asentaban en este inventario una serie de paramentos sagrados que serían también solicitados por Diego Villafañe para su misión: “Un santo cristo en cruz de carey con remate de plata; un cáliz, patena, cucharita, vinajeras, campanita y platillo de plata sahumado en oro; un atril de palo pintado y misal”75. Elementos que eran centrales para el oficio divino y que Nicolás Videla del Pino empleó -previo a su ascenso al gobierno de las diócesis asunceña y salteña- durante catorce años cuando ocupó una serie de cargos pastorales en zonas rurales de Córdoba y en el curato de los Llanos de La Rioja76. Es aquí donde, con seguridad, la actividad misional del Obispo se vio beneficiada por el uso continuo de su altar portátil, que le valió para auxiliar espiritualmente tanto a la población española y criolla de la región como a los habitantes de los tres pueblos de indios que se encontraban dispersos en el vasto territorio de su curato77.
Entonces cabe preguntarnos, ¿por qué Villafañe habría solicitado la cesión de un altar que había pertenecido a un integrante del clero secular? Al indagar entre los objetos del difunto Obispo, entre un universo de bienes de lujo -tales como oro y alhajas, plata sellada y labrada, géneros de Castilla y propiedades inmuebles- se asentaban en el inventario de 1803 tres láminas de cobre romanas pintadas con imágenes de san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Luis Gonzaga, santos jesuitas que -junto a numerosos libros de autores ignacianos que figuraban en su biblioteca personal- serían indicadores sino de un filo-jesuitismo, al menos de una simpatía a las tradiciones intelectuales y devocionales de la Compañía de Jesús, posiblemente producto de su paso por la Universidad de Córdoba bajo la dirección de la orden78. De un modo u otro, el jesuita conocía las afinidades religiosas del difunto prelado79. Quizá debido a ello, junto a su necesidad apostólica, es que solicitó el envío del altar portátil que había pertenecido al Obispo. Así, el altar en cuestión tendió un puente entre dos agentes que, al menos durante un corto periodo, tuvieron una trayectoria compartida no solo en la práctica misional sino, también, en su formación sacerdotal bajo la órbita jesuita.
Si retomamos los planteos de Igor Kopytoff respecto de los procesos de singularización de los objetos, podemos comprender que el altar portátil que Villafañe solicitó era un objeto dotado no solo de funciones prácticas para la campaña sino, también, de significados específicos: él sabía que este altar había sido empleado por el difunto obispo de Salta para la transmisión del mensaje divino en el marco de sus prácticas misionales. Por su parte, el jesuita pretendía resignificarlo a través de una misión apostólica hacia territorios de antigua presencia ignaciana. En este sentido, si la biografía de las cosas propone analizar las diversas capas de sentido que, de modo aditivo, le son conferidas a los objetos como vías de componer su valor simbólico, no resulta menor el hecho de que haya decidido emprender su misión con un altar que previamente había participado en actividades pastorales desarrolladas por un sacerdote formado en la tradición jesuita como Nicolás Videla del Pino80.
Regresando brevemente a la trayectoria del altar portátil es necesario remarcar que los últimos años de Nicolás Videla del Pino implicaron una rauda partida del Obispo de la ciudad de Salta -donde oficiaba como obispo desde 1809- con destino a Buenos Aires debido a las acusaciones de Manuel Belgrano -líder del Ejército del Norte- de mantener contacto epistolar con el ejército realista. Con su partida, el Obispo dejó atrás sus numerosos bienes personales y litúrgicos entre los que se encontraba, por supuesto, el altar portátil que recibiría con posterioridad Diego Villafañe. No obstante, debido a su larga ausencia forzosa de su diócesis -que duró hasta su muerte en 1819-, el obispo de Salta debió, con seguridad, haber solicitado en algún momento el envío de parte de su patrimonio para su supervivencia personal. Si bien no tenemos registro escrito del traslado de sus bienes desde Salta hacia Buenos Aires, en un documento del Ministerio de Hacienda del 29 de septiembre de 1819 -es decir, seis meses después de su fallecimiento- se informaba la realización del inventario de los bienes que había dejado el difunto Obispo en la capital de las Provincias Unidas81. Algunos de sus bienes habían llegado a la ciudad y es muy probable que entre ellos se encontrara el altar portátil que solicitó de manera oportuna unos meses antes Diego León de Villafañe para su misión.
Diego Villafañe adquirió el altar portátil que había utilizado Nicolás Videla en sus actividades pastorales y que lo había acompañado durante los últimos años de su vida en su itinerancia entre Córdoba, Asunción, Salta -y probablemente Buenos Aires- hasta llegar a su encuentro con el jesuita en tierras mendocinas. Este derrotero del altar nos permite comprender que la circulación de imágenes y objetos no necesariamente se corresponde con intercambios comerciales. Como afirma Anne Gerritsen, los objetos son susceptibles de ser intercambiados y puestos en circulación por grupos y comunidades diaspóricas que con frecuencia comparten prácticas religiosas e identidades que se afianzan a través del establecimiento de redes de contacto82. En este sentido, la solicitud de cesión del altar agenciada por Diego Villafañe -junto a su conocimiento de las prácticas emprendidas con el altar por Nicolás Videla- implica comprender la capacidad del jesuita para idear estrategias y tejer redes que contribuyeran a lograr sus objetivos misionales hacia la Araucanía.
Desde la biografía del objeto, el intercambio de este altar en un círculo acotado -que incluyó diversos y complejos actores político-religiosos (miembros de la jerarquía episcopal, de una extinguida orden regular y de un nuevo gobierno revolucionario)- constituye un caso de mercantilización restringida, en tanto se trata de objetos de prestigio que son intercambiados consecuencia de su valoración simbólica y de sus cualidades sagradas. En este sentido, la adquisición de un altar portátil -que de por sí era costoso como de escasa comercialización-83 implicaba la posesión de un objeto que portaba en sí mismo los éxitos de las empresas misionales desarrolladas por el Obispo y que, en manos de Diego Villafañe, conllevaría al triunfo de los añorados objetivos evangelizadores de la disuelta orden militante. Por ello, las expectativas del jesuita consistían no solo en la reutilización del altar portátil sino en su apropiación y resignificación simbólica bajo los términos que comprendía debía desarrollarse su misión: autónoma -consecuencia de la supresión de la orden y su jerarquía-84 y acorde con las prácticas espirituales ignacianas que buscaba reinstalar85.
Atravesar los Andes con un altar portátil
Ahora bien, ¿cómo fue que Diego Villafañe se enteró tan rápidamente del fallecimiento de Nicolás Videla del Pino y de la existencia de un altar portátil entre sus expolios? Si bien ya hemos mencionado la importancia que las redes locales tenían para este sacerdote, en esta oportunidad la actuación de su sobrino, el clérigo José Agustín Molina, resultó central, ya que no solo funcionaba como un informante del jesuita, sobre las novedades político-religiosas de la capital de las Provincias Unidas -entre las que se encontraría la muerte del obispo Nicolás Videla del Pino junto a la disponibilidad de su altar portátil- sino, también, como un nexo con las autoridades del directorio86.
Una vez que el altar portátil le fue concedido por el directorio, nuestro misionero emprendió su camino por el fortín de San Rafael hacia el paso del Planchón, uno de los cruces por donde habían pasado las tropas de José de San Martín. A comienzos de 1820 arribó al pueblo de Curicó desde donde intentó adentrarse en tierras araucanas durante casi diez meses. Sin embargo, a pesar de los triunfos del Ejército de los Andes, Chile no estaba completamente pacificado y grupos de tropas realistas continuaban resistiendo con ayuda de tribus mapuches aliadas. Fue a causa de esta agitación militar que Diego Villafañe no pudo internarse al sur para realizar su proyecto evangélico. A fines de ese mismo año conoció en la ciudad de Talca al sacerdote Pedro José Peña Lillo con quien se encaminó hasta Santiago87. El relato de este encuentro lo tenemos a partir de una carta que Diego Villafañe -ya de regreso en San Miguel de Tucumán- envió a Juan Muzi -vicario apostólico enviado por Roma a Chile para reconstruir las relaciones entre la Iglesia local y el papado- quien se encontraba en Santiago desde el mes de marzo de 182488:
“Al final del año me dirigí a la ciudad de Talca: aquí encontré casualmente al Doctor Don Pedro José Peña y Lillo, Sacerdote probo y le mostré el diploma de la nueva Misión. (…) Al citado Doctor Don Peña y Lillo lo nombró, con su consentimiento, Vice-Prefecto de la Misión; le regalo el altar portátil que había llevado conmigo junto con todo lo necesario para celebrar, para uso de los Misioneros, además de algunos donecillos para atraer a los neófitos”89.
Es en este punto donde la historia de esta misión encuentra su final. Fue aquí donde Diego Villafañe comprendió la futilidad de su tercer intento misional y decidió regresar de nuevo a Tucumán, no sin antes reunirse en Santiago con Bernardo O’Higgins -como informa en esa misma carta- con motivo de obtener las autorizaciones correspondientes para poder regresar en un futuro a la región. A pesar de que muestra todavía una débil esperanza de cruzar a Chile una cuarta vez, lo cierto es que el gesto realizado hacia Pedro Peña Lillo es más que elocuente. Al entregar al sacerdote chileno el altar portátil y todos sus paramentos litúrgicos, el jesuita se despojaba de objetos esenciales para emprender la misión: re(a)signarlos era, de alguna manera, ceder la continuidad de su intento evangelizador al nuevo viceprefecto. La trayectoria de Diego Villafañe termina, entonces, aquí, pero no así la de nuestro altar que permanece en tierras chilenas de la mano de Pedro Peña Lillo90.
Si bien Diego Villafañe se refiere al acto de entrega del altar a Pedro Peña Lillo como una concesión temporal a la vez que como un obsequio para que este hombre prosiguiera su misión -en tanto símbolo velado de su renuncia y aceptación de su fracaso-, lo cierto es que el altar continuó su trayecto en tierras chilenas de la mano de recién nombrado viceprefecto. En este sentido, la agencia del objeto se impuso sobre las acciones de los hombres, ya que este sobrevivió las empresas misionales de los tres clérigos a los que acompañó. Dicho en otras palabras, era el altar el que -dotado de sus objetos litúrgicos y de obsequios para los neófitos- recorría los caminos y con su presencia activaba las facultades concedidas a los sacerdotes a través de licencias escritas. Así, el despliegue del altar implicaba la puesta en acto de las capacidades de los misioneros, toda vez que mediante su agencia se manifestaba la divinidad.
En este sentido, y retomando una preocupación oportunamente señalada por Jaime Valenzuela Márquez respecto al problema de la ausencia de objetos e imágenes de devoción en la “cruzada” araucana91, nos parece preciso reflexionar sobre la importancia que, en materia historiográfica, constituye el recorrido que hemos intentado trazar a partir del papel activo que adquirió este altar portátil en la empresa autónoma desarrollada por Diego Villafañe tras la expulsión de la orden y previo a su regreso a tierras americanas. Sumado a ello, y con el objetivo de recomponer una constelación de objetos que agenciaron en favor de este proyecto misional, debemos recordar que junto con el altar le fueron entregados a Pedro Peña Lillo “unos donecillos” para su obsequio entre los indígenas, que muy posiblemente se trataran de objetos de menor valor y útiles para estrechar vínculos. Del mismo modo, es factible suponer que Diego Villafañe haya entregado a Pedro Peña Lillo algunos objetos devocionales que pudieran ser exhibidos juntos con el altar a los neófitos, práctica habitual en la tradición misional jesuítica92. En este sentido, tanto Diego Villafañe como Pedro Peña Lillo -continuador de su misión-reconocían la efectividad de los obsequios de objetos devocionales para establecer relaciones de reciprocidad con los indígenas. A partir de entonces se establecía una zona de contacto: los misioneros iniciaban vínculos con los indígenas que se reactivaban en cada encuentro y que les posibilitaban establecer una identificación con vías a la evangelización de los neófitos93. Si, como indica Pierre-Antoine Fabre, las imágenes y objetos de devoción son discursos que construyen cadenas o redes simbólicas que configuran lo real y lo divino, en nuestro caso un universo de bienes era puesto en circulación para que, al encuentro con los indígenas agenciaran en función de su vida religiosa y devocional; toda vez que eran susceptibles de nuevas percepciones, apropiaciones y resignificaciones simbólicas94. Mediante la itinerancia del altar los territorios más remotos y recónditos en las inmediaciones de la vasta cordillera de los Andes se convertían en iglesias temporales: el ministerio de la misa y la palabra del sacerdote como intermediario tornábanse en acto sagrado con el despliegue del altar y la presentación del Santísimo en el entorno de la campaña95.
A pesar de la muerte de Diego Villafañe en 1830 y del fracaso de sus intentos misionales, podemos afirmar que la agencia del objeto logró llevar a cabo el cometido del jesuita e ingresar en el sur de Chile de la mano de Pedro Peña Lillo, quien fallecería no obstante, en 1823, dos años después de haber recibido el altar. A partir de entonces, los rastros del objeto se pierden. Será, entonces, objeto de futuras investigaciones desentrañar cuál fue su destino al otro lado de la cordillera que vio forjarse dos naciones emergentes.
Conclusión
Como hemos visto, los altares portátiles fueron objetos esenciales para transmitir el mensaje divino en lugares remotos que carecían de una arquitectura religiosa. Así, un sacerdote y su altar portátil eran agentes suficientes para conformar una iglesia itinerante en el marco de empresas misionales que tendrían por objeto la evangelización de los neófitos. Su empleo formó parte de una extensa tradición misional, en la cual la Compañía de Jesús tuvo un lugar destacado en el sur de América. En esta línea se inscriben, entre otras, las expediciones emprendidas hacia el sur de Chile y la Patagonia, en el periodo comprendido entre mediados del siglo xvii y la expulsión de la orden.
Aquí analizamos el periodo inmediatamente posterior a la expulsión de la orden cuando diversos agentes filo-jesuitas buscaron a través de estrategias individuales desplegar una serie de recursos tendientes a una reinterpretación autónoma de la identidad evangelizadora jesuita. En este sentido, los altares portátiles aquí descritos compartieron los poderes de materialización de lo sagrado. A pesar de la multiplicidad de funciones analizadas, todas ellas tuvieron un sustento común basado en las experiencias misionales de la orden. Estos altares trazaron un cojunto de constelaciones comunes entre los diversos agentes aquí mencionados y prácticas que abarcan desde la construcción de prestigio -como en el caso de Gregorio Funes- o efectos apotropaicos y devocionales -como hemos mencionado para María Antonia de San José- hasta la condensación de los objetivos misionales y territoriales de una orden suprimida -como se proponía Diego Villafañe- A pesar de la expulsión de la orden, las redes filo-jesuitas, así como las estrategias y prácticas de evangelización propias de la Compañía de Jesús -desplegadas a partir del empleo de un universo de imágenes y objetos que resultaran efectivos para promover la devoción-, buscaron ser continuadas en la órbita local mediante algunas estrategias que hemos intentado caracterizar a lo largo de este trabajo.
Los vínculos locales agenciados por los protagonitas de este artículo y los modos en los que sus altares portátiles fueron adquiridos, empleados e intercambiados en las últimas décadas del siglo xviii y comienzos del siglo xix nos permitieron percibir un aspecto hasta ahora poco explorado de las prácticas misionales: las trayectorias a través de las cuales estos objetos circularon dentro de una órbita espacial y espiritual que en buena medida continuó estando determinada por las apropiaciones desarrolladas por agentes filo-jesuitas a partir de sus antiguas experiencias vinculadas a la Compañía de Jesús previo a su expulsión. A pesar de la ausencia historiográfica respecto a las estrategias desplegadas por jesuitas expulsos y actores filo-jesuitas durante estos años, así como respecto a los usos de objetos litúrgicos y devocionales eficaces para la evangelización de regiones remotas, hemos intentado identificar el derrotero de estos altares y los diversos sentidos simbólicos que les fueron asignados, consecuencia de su poder. En este sentido, consideramos que el presente trabajo permite comenzar a explorar las transformaciones de las prácticas misionales entre una compañía ligada a la tradición contrarreformista y aquella reinsertada en el continente americano durante el largo proceso de construcción de los Estado-nación. Será tarea de futuras investigaciones avanzar en nuevas respuestas que permitan echar luz sobre este periodo.
El tejido de redes filo-jesuitas entre diversos agentes conforman un nodo documental que a modo de huellas e indicios nos permitieron comprender una heterogeneidad de modos de concebir el territorio y la religiosidad en un periodo caracterizado por la fragmentación del clero y las diversas medidas para su recomposición en el marco del proceso independentista. Si bien las empresas misionales araucanas en las que el altar intervino no alcanzaron los resultados esperados, el hecho de que el mismo haya atravesado diversas regiones a ambos lados de la cordillera es un indicador de los modos en que el tejido de sólidas redes favoreció su itinerancia, motivada por su agencia y cualidades sagradas.