Introducción
La práctica de sacrificar tanto animales como seres humanos a los dioses o antepasados fue uno de los estigmas más utilizados por los europeos al momento de describir a las sociedades del Nuevo Mundo. La documentación colonial que da cuenta de la alteridad americana fue depositaria de un conjunto de vocablos tras los cuales se manifestaban valoraciones etnocéntricas que actuaron como un velo distorsionador para la comprensión de esa realidad que se acababa de descubrir. El concepto de ‘bárbaro’ fue el más utilizado por letrados, religiosos y cronistas, con el cual se abarcaban prácticas consideradas contrarias a la naturaleza humana, identificándose en una de sus acepciones más extremas con los sacrificios humanos y el canibalismo. El reino de Chile, en el que se vivenció uno de los conflictos interétnicos más dilatados y cruentos del continente, no fue ajeno a esta dinámica: la documentación de los siglos xvi y xvii es bastante explícita tanto en lo que respecta al ejercicio de la antropofagia de los reche-mapuche2 con los cautivos de guerra como en el uso del imaginario del bárbaro de parte de los españoles para justificar el empleo de la fuerza y la esclavitud con los nativos rebeldes.
El escenario en que se personificó de manera más notoria el sacrificio de animales domésticos con fines sociopolíticos y rituales fueron las Juntas de Paz, mientras que la inmolación y consumo de bestias, o en su reemplazo la canibalización de adversarios derrotados, tuvieron su expresión más elocuente en las Juntas de Guerra. Ambas instancias, de las que da cuenta el etnotérmino ‘coyan’, fueron pilares fundamentales de la sociabilidad y cultura indígena durante el primer siglo de contacto. Este tipo de reuniones sociorrituales se asemejan estructuralmente a los parlamentos hispano-mapuche, ya que de hecho son el principal antecedente histórico de los mismos, además de la tradición pactista del mundo hispano3. Pero el coyan indígena, al tratarse de un momento de encuentro entre sujetos que participaban de un mismo acervo cultural, carecía de la hibridez con que autores recientes han caracterizado a las juntas que protagonizaron españoles y nativos en las latitudes meridionales allende el Biobío4. Los antropólogos José Manuel Zavala y Tom Dillehay destacaron algún tiempo atrás la importancia del ritual y el simbolismo indígena en la constitución de los pactos sociopolíticos que dieron pie a la conformación del Estado de Arauco en los valles nahuelbutanos durante los siglos xvi y xvii 5. Nuestra aproximación, aunque cercana a la de los especialistas señalados, es de una línea menos estructuralista y más próxima al estudio del razonamiento analógico involucrado en la producción de conexiones metafóricas, ya que usamos como puerta de entrada los sistemas de equivalencias simbólicas que regían el desenvolvimiento de las Juntas de Guerra y Paz reche-mapuche. Siguiendo a Christopher Tilley, un estudio de esta naturaleza “permite una comprensión del ritual en su contexto performativo y social, y en términos de los individuos que participan en ellos”6. En otras palabras, la efectividad de la acción simbólica está supeditada a la interiorización grupal tanto de los elementos que entran en juego en las diversas prácticas rituales y sociales como a la justa valoración de los actores que hacen uso de ellos.
Esta investigación se focaliza esencialmente en el estudio de las parcialidades reche-mapuche que se desenvolvían entre los ríos Biobío y Toltén, territorio en que se registra la más férrea resistencia a la intromisión española durante el primer siglo de interacción fronteriza. El análisis está centrado en la información documental brindada por cronistas de los siglos xvi y xvii, destacando las cartas y probanzas de soldados, los informes de viajeros, y muy especialmente las crónicas y diccionarios de los jesuitas, quienes suelen brindar los datos más acuciosos como resultado de su dominio de la lengua indígena y su manifiesto interés por el conocimiento de las prácticas culturales de los naturales con el objetivo de introducir del mejor modo los significantes del mundo cristiano en el universo simbólico que sustentaba sus ritos. Es indudable que este tipo de reuniones cuenta con menos referencias documentales que los parlamentos hispano-mapuche, los que llegaron a convertirse en una práctica sancionada y alentada por las autoridades del reino de Chile. Es por esto que también sustentamos nuestra interpretación en la lectura de trabajos etnográficos que dan cuenta de elementos que revelan una continuidad histórica en el desarrollo de esta cultura.
Aproximación histórica al sacrificio y el canibalismo en América
Cuando los europeos arribaron al Nuevo Mundo se encontraron con un continente poblado de sociedades de desigual complejidad: desde las bandas de recolectores-cazadores que merodeaban por las selvas o se desplazaban por las casi infinitas extensiones patagónicas, hasta las deslumbrantes civilizaciones que señoreaban a lo largo y ancho de vastas regiones del corazón de México o el macizo andino, todas despertaron el interés de letrados, conquistadores y misioneros que plasmaron en sus escritos –crónicas, cartas, informes, etc.– la admiración, rechazo o curiosidad por varios de sus usos y costumbres. Sin embargo, esta diversidad cultural no fue obstáculo para que una buena parte de los testimonios más tempranos los retratasen casi sin distinción como a gentes de prácticas aberrantes, destacando de entre todas ellas los sacrificios humanos y el consumo de carne humana7. En palabras de Patricia Seed, los “ibéricos, quienes se preciaban de su autoidentificación como cristianos, describieron frecuentemente a los nativos americanos como opuestos a ellos mismos: paganos, idólatras y, sobre todo, ‘caníbales’”8. La naturaleza del indio, que fuera asunto de apasionados debates jurídicos y teológicos a lo largo del siglo xvi, fue en un comienzo considerada dentro del marco de la psicología de las facultades: si a ojos de los europeos la mayoría de los nativos de las Indias Occidentales eran incapaces de vivir políticamente, aislados en su paganismo, con tecnologías primitivas y costumbres ignominiosas como el canibalismo o la poligamia, entonces eran seres humanos imperfectos9.
La España del Siglo de Oro legó a la posteridad el concepto de ‘indio’ de la mano de Cristóbal Colón10, quien, haciendo uso de la retórica del imperialismo cristiano, buscó despojar a los nativos de su bestialidad no solo por medio de la enseñanza de la fe sino, también, de la esclavitud liberadora11. Es igualmente cierto que a España debemos algunos de los elementos esenciales sobre los que se levantó el imaginario básico del indio12: bárbaros que transgreden las formas más fundamentales de la vida común con prácticas como el infanticidio o el incesto; carentes de leyes que rijan su sociabilidad, haciendo de la violencia el único medio para zanjar sus disputas; despreocupados del pudor que debe imperar en las relaciones íntimas y desconocedores del orden social que permite que afloren las virtudes propias de la vida política13. Por lo mismo, no debiese extrañar que, vistas desde nuestro tiempo, casi todas las narrativas de la conquista española representen a los ibéricos como comprometidos “en una misión moral para eliminar las cosas horribles que hacían los nativos americanos; en particular la idolatría, el canibalismo, la sodomía y el sacrificio humano fueron vistos como moralmente detestables”14. Al ser considerados como seres degradados, corrompidos y arruinados, los conquistadores, misioneros y colonos implantaron un discurso que, avalado por la legislación monárquica, enaltecía la necesidad y justificaba la intervención del hombre occidental para asegurar la salvación de los naturales15. El canibalismo, por tanto, no fue un término neutro, ya que se trataba de una construcción discursiva que emergió como una metáfora colonial del otro durante la invasión y conquista del Nuevo Mundo16.
Los sacrificios humanos y el canibalismo se constituyeron en sellos identitarios de lo americano en los tempranos siglos coloniales: en la voz y pluma del europeo, ambas prácticas fueron consideradas como hechos repudiables y actuaron como términos condenatorios suficientemente válidos para justificar el exterminio o la esclavitud de sociedades completas17. Carlos Jáuregui grafica esta situación al afirmar: “el caníbal hará su entrada en las crónicas con la función ideológica complementaria de justificar la explotación del trabajo y el apetito europeo por la mano de obra y las riquezas americanas”18. En efecto, en fecha tan temprana como 1503 la corona española despachó una real provisión para cautivar a los indios caníbales19 –reactualizada ocho años más tarde en la real provisión de 151120–, y ya en 1518 el licenciado Rodrigo de Figueroa fue nombrado juez en La Española, con poderes plenos para producir una clasificación definitiva de las culturas amerindias en todos los territorios ocupados por España; en palabras del antropólogo Neil Whitehead: “la preocupación de la Corona en esta materia emergió del deseo de regular el uso del trabajo amerindio por los colonos, quienes, debido al decreto de Isabel de 1503, estaban capacitados para esclavizar a cualquier amerindio considerado de ser un ‘caribe’”21. Al etiquetar a las sociedades del Nuevo Mundo no solo se levantó un muro identitario sobre el que se sustentó la división jurídica y cultural que caracterizó la historia colonial de este continente –la República de Españoles y la República de Indios–, ya que esto también tuvo por resultado el dividir a los naturales en nativos civilizables y no civilizables. El canibalismo quedó así apuntalado como una característica de la alteridad más extrema y, por supuesto, como “una excelente excusa para conquistar, evangelizar y esclavizar”22, es decir, actuó como una marca de barbarismo23.
La fuerte oposición que despertaron estas disposiciones gubernamentales en gran parte de los círculos eclesiásticos, determinó que en la posterior legislación del siglo xvi prevaleciera la idea del indio libre24, como lo atestiguan las Leyes de Burgos expedidas el 27 de diciembre de 151225, y tres décadas más tarde las Leyes Nuevas de 1542, en las cuales se establecía que “por ninguna causa de guerra ni otra alguna, aunque sea so título de rebelión, ni por rescate, ni de otra manera no se pueda hacer esclavo indio alguno y queremos sean tratados como vasallos nuestros de la corona de Castilla, como lo son”26. Las regiones fronterizas, empero, se mantuvieron en diversos grados ajenas a esta política proteccionista, siendo el caso chileno uno de los más ilustrativos, ya que solo en la última década del siglo xvi, con el arribo del gobernador Martín García Óñez de Loyola, se avizora un apaciguamiento momentáneo de las partidas esclavistas en el territorio de guerra, situación que fue trastocada con su inesperada muerte a manos de una emboscada indígena en el paraje de Curalava en diciembre de 1598, dando comienzo a la gran rebelión que marcó el cambio de siglo27. Durante las primeras décadas de la siguiente centuria se mantuvo vigente la esclavitud de indios provenientes de regiones periféricas al territorio de guerra28. El proyecto de Guerra Defensiva que encabezó el jesuita Luis de Valdivia (1612-1626) fue solo un paréntesis en el despliegue de la violencia esclavista, la que volvió a tejer sus redes de la mano de gobernadores como Alonso de Acuña y Cabrera, dando pie a una nueva rebelión que agitó el espacio fronterizo del Biobío por siete años (1655-1662). La existencia de un ejército profesional desde 1604 fue un importante incentivo para la captura de indígenas rebeldes e, incluso, de indios amigos, ya que los soldados buscaban mejorar los magros salarios derivados del real situado por medio del negocio esclavista29. Autoridades y subordinados se valieron de todos los subterfugios posibles para legitimar esta práctica30, la que se expresó bajo diversas modalidades31 en las primeras centurias de conquista española en el reino de Chile. Al final, “después de un periodo de debates, acusaciones y propuestas, en que incluso se pasó por alto una disposición real que ordenaba poner en libertad las piezas obtenidas después del levantamiento de 1655 y prohibía la esclavitud en el futuro, se impuso finalmente el término de su ejercicio por Real Cédula de 19 de mayo de 1683”32.
Aproximación antropológica al sacrificio y el canibalismo en América
A pesar de que el sacrificio, como práctica ritual, no implica necesariamente la ingesta de proteínas de origen humano, en el caso americano los primeros relatos sobre sus habitantes suelen coincidir en la conjunción de ambas actividades. No en vano la palabra ‘caníbal’, que terminó por desplazar en la literatura oficial al término ‘antropofagia’, surgió como una deformación lingüística de la voz ‘Caribe’33. La costumbre –real, imaginada o exagerada por los cronistas– de devorar a miembros de su misma especie causó tal impacto, que una imagen negativa se extendió como un reguero de pólvora en la mente de los europeos, quienes llegaron al extremo de generalizar la costumbre para casi todos los habitantes. Los relatos de Hernán Cortés referentes al Imperio mexica, o del alemán Hans Staden en Brasil, entre tantos otros, fueron moldeando un prejuicio sobre los pueblos originarios de América34. En el Río de la Plata o el Perú, la voz ‘caníbal-caribe’ llegó a usarse en oposición a los indios dóciles para referirse a los aborígenes que resistían con tenacidad al invasor europeo35, perdiendo, de este modo, su adscripción étnica original y mutando en un desafortunado descriptor de los nativos americanos indómitos. La antropofagia, independiente de su ocurrencia, fue un dispositivo discursivo de talante jurídico y ético para legitimar la conquista36, por lo que el canibalismo, su versión americana, debe ser entendido como un tópico dentro del diálogo entre Europa y sus otros, y de allí dentro del contexto del mundo colonial37.
Esta construcción estigmatizada del indio rebelde, sustentada sobre intereses políticos y económicos que descansaban implícita o explícitamente sobre los valores y creencias del hombre occidental, llevó al antropólogo William Arens, a fines de la década de 1970, a discutir la veracidad histórica de la práctica caníbal y a cuestionar la autoridad de las fuentes documentales que la reportan, dado que, en su concepto, los relatos se sustentaban sobre rumores, sospechas, miedos y acusaciones, pero no en registros satisfactorios de primera mano38. Su propuesta tuvo el reconocido mérito de haber abierto las puertas a un fructífero debate sobre las estrategias discursivas empleadas por los europeos en las fuentes escritas, a pesar de lo cual las críticas a su postura extrema no se hicieron esperar. La discusión estuvo centrada en el cúmulo de evidencias arqueológicas, etnográficas e históricas que contradecían su afirmación39, lo que lo obligó casi veinte años después a morigerar sus consideraciones iniciales, pero sin transar en sus planteamientos esenciales40. Desde nuestra perspectiva, resulta innegable que el canibalismo formó parte de la cultura de algunas sociedades de este continente. Su continuidad en el tiempo para etapas coloniales, en especial en zonas fronterizas como el Chaco paraguayo o los bosques meridionales de Chile, donde la labor de soldados y evangelizadores fue difícil de desplegar, así lo testifican. Pero coincidimos con William Arens en que la mayoría de las veces las descripciones incurren en exageraciones que desperfilan las características y significado real que detentaba para las sociedades en que se llevaba a efecto.
En un contexto global, los estudios han comprobado que las causas que suelen estar detrás de la práctica del sacrificio son de índole diversa: puede tratarse de una obligación anual motivada por un calendario ritual, como producto del ascenso al poder de una nueva autoridad, como medida compensatoria a una falta individual o social (rectificar un homicidio o la desobediencia a una fuerza sobrenatural), para garantizar la salud del grupo (pedir por el fin de una plaga o malas cosechas frecuentes), etc.41. En la década de 1970 los antropólogos Michael Harner42 y Marvin Harris43 promovieron la hipótesis de que el sacrificio humano y el canibalismo en la sociedad azteca fueron el resultado adaptativo ante factores ecológico-demográficos que creaban carencias proteicas y presión poblacional (condiciones productivas desfavorables por las pobres tierras agrícolas que rodean al valle de México, crisis estacionales en las cosechas, la carencia de herbívoros domesticados susceptibles de ser usados en las labores de agricultura o como alimento). La guerra, por tanto, era un mecanismo de regulación por el que se buscaba evitar densidades poblacionales críticas que degenerasen en hambrunas, mientras que el sacrificio tenía la función de redistribuir proteínas humanas en forma de alimento dentro de la sociedad mexica44. Sin embargo, en poco tiempo una pléyade de investigadores salió a la palestra para demostrar que los factores ecológicos son insuficientes para explicar el canibalismo azteca45, argumentando que los habitantes de Tenochtitlán contaban con una amplia variedad dietaria46, que el consumo de carne humana fue exclusivo de la pequeña élite sin beneficiar a la gran masa social47, y que en otras zonas del continente, como en el Amazonas, dicha práctica no era explicable por un asunto de deficiencias alimenticias48.
Las teorías enfocadas en develar la naturaleza de la práctica sacrificial se han situado en dos perspectivas tradicionalmente consideradas como irreconciliables: a) El sacrificio como un acto de comunión, vale decir, centrando el interés en su connotación social y b) El sacrificio como un acto de comunicación entre lo sagrado y lo profano, fundado en la entrega de un don u obsequio, esto es, el ser sacrificado49. El peso de la evidencia documental recolectada sobre la sociedad reche-mapuche de los siglos xvi y xvii permite afirmar que ambas posibilidades resultan ser complementarias. La muerte y eventual consumo del corazón de la víctima (o beber en su cráneo) era una práctica arraigada en las creencias de esta cultura. Mediante su ejercicio los ancestros y la comunidad reactualizaban su pacto de unidad a lo largo del tiempo. Del mismo modo, se concretaban sistemáticamente nuevas alianzas que iban cimentando el éxito de la resistencia indígena ante el acoso del acero español.
Mediante un estudio etnohistórico pretendemos develar la intrincada red de códigos culturales que convertía a la práctica de los sacrificios en un conjunto de símbolos dinámicos, ordenados en un sistema de equivalencias y oposiciones que permitían transitar a quienes participaban del rito entre los espacios de la vida y la muerte.
El sacrificio en las Juntas reche-mapuche de Guerra y Paz: la dinámica de los símbolos
La práctica del sacrificio (animal o humano) ocupó un lugar importante en el ritual reche-mapuche de tiempos coloniales, constatándose la vigencia de la inmolación humana hasta bien avanzado el siglo xx 50. Esto fue tan evidente a ojos de los españoles que crónicas, cartas e informes dan cuenta, con mayor o menor detalle, de los pormenores que envolvía el rito51. Destacan en este contexto las eruditas crónicas de los jesuitas Alonso de Ovalle52 y Diego de Rosales53, quienes consignaron los registros más completos, situación nada de extraña si se considera que la Compañía de Jesús fue la orden religiosa que hizo del conocimiento de la lengua y costumbres indígenas un requisito indispensable para la evangelización.
La expresión Juntas de Indios es la que aparece más asiduamente en la documentación colonial para definir a las reuniones que con suma frecuencia sostenían las agrupaciones indígenas entre sí. El etnotérmino ‘coyan’54 aparece escasamente consignado en los papeles de la época, siendo visible en los diccionarios jesuitas, en algunas cartas y crónicas de los miembros de la orden, y esporádicamente en los reportes militares.
Crónicas, cartas e informes oficiales distinguen entre Juntas de Guerra y Juntas de Paz. La revisión detenida de estos papeles revela un claro desbalance en la descripción de ambos tipos de reuniones, ya que no es difícil constatar la existencia de abundantes testimonios sobre las primeras, en vista de que los españoles estaban particularmente interesados en las formas de organización militar de los indios. El conquistador Pedro de Valdivia entrega una de las referencias más tempranas cuando da cuenta de la primera exploración que encabezó a las tierras colindantes al río Biobío en 1546. Una vez asentada la hueste en la comarca, supo “que toda la tierra, desta parte e de aquella del río, venía sobre mí”55, ante lo cual “acordó el general volver a la ciudad de Santiago atento a que allí les fuera mal”56. Pocas décadas más tarde, el militar Pedro Mariño de Lobera relataba la conformación de la coalición encabezada por el toki57 Ainavillo en 1550, con el propósito de expulsar a los españoles que acababan de fundar el fuerte de Penco58. Una de las referencias más célebres es de autoría del vate Alonso de Ercilla, quien retrató los pormenores de la elección de Caupolicán como toki general de la coalición costina que acabó con la vida de Pedro de Valdivia, y que entre 1553 y 1557 fue responsable de la destrucción y abandono de las ciudades y fuertes que se repartían entre las Vegas de Itata y las inmediaciones de la ciudad Imperial59. Otra obra lírica de época posterior, el Purén indómito de Diego Arias de Saavedra, describe los detalles de la Junta en que se consolidó la alianza que sostuvo con éxito la gran rebelión de 159860. Por último, el magistrado Álvaro de Ibarra, funcionario real, relata a través de la declaración de testigos la forma en que se constituyó la coalición que asoló las ciudades y asentamientos españoles al sur del Biobío en 165561. El nivel de prolijidad en la descripción de los ritos que daban sentido a estas Juntas es dispar entre las fuentes, por lo que es necesario convocar diversas versiones para elaborar un retrato fiel de los acontecimientos.
Las Juntas de Paz entre parcialidades indígenas no cuentan con un gran respaldo documental para la reconstrucción histórica62. Los pocos testimonios emanan por lo general de excautivos o de los jesuitas, cuyo conocimiento de la lengua y costumbres indígenas les permitió ganar su confianza y estar presentes en dichos eventos. El sacerdote Diego de Rosales entrega tres ejemplos. El primero es la reunión que protagonizaron el toki Lincopichón, señor de Virquén, y el lonko63 Catumalo, líder de las reducciones de Arauco en el año 1639. Ambos, en presencia del marqués de Baides, acordaron mantener una paz firme entre sí y con los españoles, porque de ahí en adelante serían todos “un corazón, una voluntad, un parentesco, y una sangre”64. El segundo, ocurrido cuatro años después, es la reunión que sostuvieron los nativos de Arauco y Purén. Esta es la descripción más detallada de una junta de paz, porque Rosales describe algunos pormenores del ritual de los foiquefoye65, quienes eran “un género de sacerdotes […] los cuales tratan de la paz”66. En esta ceremonia se sacrificaban weke u ovejas de la tierra, siguiendo la costumbre ancestral67. El tercero fue en 1647, y es la escueta mención que Diego de Rosales hace de las paces que el veedor general Francisco de la Fuente Villalobos sostuvo en Mariquina con el lonko Manqueante, oriundo de esas tierras, y el toki Guilipel de Culacura, con lo que se obligaron a “ayudarse con las armas”68. Así, aunque las reyertas intergrupales podían ser frecuentes, se contaba con mecanismos que permitían superar las diferencias. Fray Juan Falcón, sacerdote cautivo en la rebelión de 1598, destacó que los indios “con facilidad se vuelven a amigar, aunque hayan resultado heridos y muertos en las dichas reyertas”69. Como ha indicado Marshall Sahlins, “muchos de los patrones especiales de la cultura tribal adquieren significación precisamente como mecanismos defensivos, como negaciones de la guerra”70.
El análisis de las Juntas de Guerra y las Juntas de Paz revela una semejanza notable: una misma estructura definía a ambos ritos, aunque algunos elementos o símbolos diferían, los pasos protocolares eran básicamente los mismos. Los werkenes eran los mensajeros encargados de recorrer los territorios de las agrupaciones que se quería convocar. Cuando el llamado era para consolidar una alianza bélica, portaban con ellos una flecha ensangrentada a la que ataban una cuerda con nudos o pron71 que indicaban el número de días en que celebrarían la reunión: este era el polkitun72 o acto de correr la flecha. Si bien contamos con muchos testimonios sobre el modo de convocación, es el jesuita Diego de Rosales quien mejor lo sintetiza:
“Cuando se ofrece tratar materias de guerra, y en que les va la conservación de su libertad y de sus tierras, toma el mando como dijimos el Toqui general, y los convoca […] Y envía a los demás Caciques una flecha ensangrentada, y unos nudos en un cordón de lana colorada, y con esto los convoca […] para pelear, y derramar sangre enemiga”73.
Transcurrido el tiempo señalado en los nudos, los asistentes se reunían en el lépün74 o espacio sagrado situado “en un lugar apartado de la casa del toki general […] el cual es como la plaza de armas, y el lugar dedicado para juntas y funciones de guerra”75. Similares características entrega Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, quien en su cautiverio de casi siete meses constató que los indios “tienen señalado y dispuesto un lugar conocido en cada parcialidad para sus parlamentos y consejos de guerra, que llaman lepum […] que es un sitio distante y apartado del común concurso media legua o una poco más o menos”76. El carácter sacro de este espacio ceremonial está consignado en muchos testimonios, todos dan cuenta de las variadas actividades que en él se realizaban77. Jerónimo de Bibar dice que “todos se juntan en ciertos tiempos del año en una parte señalada que tienen para aquel efecto. Y juntados allí, comen y beben y averiguan daños y hacen justicia al que la merece, y allí conciertan y ordenan y mandan”78. El soldado Pedro Mariño de Lobera consigna el término ‘aliben’, posible deformación del vocablo indígena ‘aliwen’79 o ‘alihuen’80 (árbol), para referirse a ciertos lugares a los que concurrían los indios para “sus juntas cuando hay banquetes y borracheras de comunidad, y también a sus contratos, a manera de ferias”81.
Las citas permiten afirmar que la funcionalidad de este espacio no se limitaba a las reuniones de guerra, sino, también, para establecer acuerdos de índole social y económica. Al parecer, cada uno de los rewe (el territorio que habitaba cada parcialidad reche) contaba con su propio lépün, por lo que algunos de los participantes en las reuniones de guerra y paz actuaban como anfitriones y otros como invitados.
La autoridad que convocaba a la reunión solía ser el toki general que regía sobre el rewe en que se llevaba a efecto la reunión. El ceremonial de guerra y paz estaba, según el testimonio de jesuitas, en manos de unos especialistas: el ngentoki82 (dueño o señor del tokicura, el hacha de piedra negra) para la guerra, y el ngenfoye83 (dueño del canelo o árbol sagrado) para la paz84. El ngentoki portaba el tokicura, un hacha de piedra negra que era la insignia de mando del jefe de guerra, con la cual “mataron algún gobernador o general por su mano o por su industria”85; el ngenfoye, en cambio, el árbol del canelo (Drymis winteri), el cual se encontraba plantado en el centro del lépün o, en su defecto, llevaba en sus manos algunas ramas del mismo, y a veces un “toqui de pedernal blanco o azul”86. Ambos elementos simbólicos estaban ligados a la tierra, ya que mientras las raíces del canelo estaban enraizadas en ella, los tokicura, junto a flechas y otros implementos de guerra que habían sido enterrados en algún rito de paz en el pasado, eran exhumados para reiniciar las hostilidades.
El acto central de las ceremonias de guerra y paz era el sacrificio de una víctima, la que generalmente era un weke87 u “oveja de la tierra”, como le llamaban los españoles. Jerónimo de Quiroga decía a fines del siglo xvii: “este modo de proceder tienen universalmente todos [los indios] en sus pactos, conciertos y borracheras, matando de un golpe de maza los carneros de la tierra que son como camellos, y luego les sacan el corazón […] y este contrato que allí se hace da a entender que se firma y asegura con aquella sangre, así en los tratos de paz como de guerra”88. Estos animales cumplían un papel preponderante en la cultura reche-mapuche, ya que, además de ser el principal medio de cambio para adquirir una esposa89, eran un componente central en los rituales, usándoseles solo “para ocasiones de mucho empeño y obligación, y por esta causa, para celebrar las paces o publicar la guerra es el instrumento principal la oveja de la tierra”90.

Fuente: Journael ende historis verhael van de Reyse gedaen bij Costen de Straet Le Maire, naer de Custen van Chili, onder het beleyt van den Heer Generael Henrick Brouwer, inden Jare 1643 voorgevallen, Amsterdan, Broer Jansz, 1646. (Texto conservado en la sala José Toribio Medina de la Biblioteca Nacional de Chile).
Figura N° 1 Representación de un weke de la zona de Valdivia (c. 1643)
El jesuita Diego de Rosales señala que el toki que convocaba a la reunión ofrecía a los concurrentes “una oveja de la tierra, que matan allí luego dándole con un garrote un golpe en la cabeza y otro en los lomos, con que cae en tierra aturdida, y le sacan el corazón vivo y palpitando”91.
Los colores ocupaban un lugar especial en la simbología indígena, y el ritual de sacrificio era un espacio en que se actualizaban los valores, creencias y significados que se les atribuía. En la crónica del sacerdote vemos que en las Juntas de Paz era recurrente el sacrificio de uno o más weke blancos. Así, por ejemplo, en los acuerdos que sostuvieron los indios de Arauco con los representantes del gobernador Alonso de Ribera en 1605, se mató “una oveja de la tierra blanca”92. Algunas décadas después, en la primavera de 1639 Lincopichón sostuvo una junta con el marqués de Baides, evento en el que sacrificó “una blanca oveja de la tierra, que se parecen a los camellos, aunque son menores”93. A pesar de que existen referencias que indican que no todos los weke sacrificados eran necesariamente blancos, siempre se destaca la presencia de aquellos especímenes que tenían esta coloración, lo cual demuestra la connotación especial que tenía para los indios esta característica del pelaje. Por ejemplo, en la conferencia de Quillín sostenida con el marqués de Baides en enero de 1641, el cacique Antegüeno, señor de aquella tierra, ofreció al Gobernador “una oveja blanca como la nieve”, mientras que los demás caciques presentes mataron “treinta y dos ovejas, las dos blancas, y se las dieron a los [caciques] de los indios amigos de Arauco y San Cristóbal”94. En otras palabras, los weke blancos estaban reservados solo para las autoridades e individuos de prestigio (el Gobernador, los jefes militares, y los caciques), mientras que aquellos que no presentaban esta tonalidad eran compartidos con personas de menor rango.
El color blanco (liqn95) es la expresión material y extrema de la luz, es la claridad en su máxima expresión. Los especialistas lo han asociado por lo general a la vida y al bien dentro de la concepción mapuche96. Sin embargo, los recientes trabajos de Pedro Mege han puesto en tela de juicio las aproximaciones mecanicistas sobre la simbología del color. La limitación del tradicional análisis componencial es que enfrenta el estudio de los símbolos concibiéndolos solo como unidades discretas, otorgándoles una valoración fija y ajena a los diferentes contextos en que participan. La propuesta de Mege, en cambio, exige tener en consideración los subsistemas culturales en que dichos símbolos se expresan, ya que cada contexto envuelve una semiosis distinta para el mismo símbolo97. En otras palabras, no basta solo con señalar que el blanco está ligado a valores positivos en la mentalidad mapuche (el bien, lo beneficioso), ya que su significado final también está condicionado por el soporte y el acto social en que dicho color (símbolo) se expresa98. Así, por ejemplo, el autor señala que el blanco “simboliza la vida, la existencia en su grado más sublime, en oposición a la oscuridad de la muerte. No obstante, la luz blanca, en determinados contextos, no es de ninguna manera vida; figuras míticas nocturnas y letales son luz concentrada, son fosforescentes. Es el caso del witranalwe y anchimallén, espíritus de la noche cargados de una luz enceguecedora, frecuentemente vestidos de blanco”99.
Una especie doméstica como el weke tenía la particularidad de que su pelaje podía presentar los dos extremos del espectro cromático: blanco y negro100. Diego de Rosales, cuando describe a estos animales, dice que “el color es en unos castaño, en otros blanco, y negro en algunos, y mezclado en pocos estos tres colores”101. Esta característica les otorgaba una connotación simbólica importante en los rituales, y de allí que fuese el animal preferido para los sacrificios.
Ya hemos visto que el weke blanco era la víctima preferida en las Juntas de Paz. Contra lo esperado, en el caso de las Juntas de Guerra los cronistas no especifican el color del pelaje de los weke. Solo se dispone de dos fuentes inéditas que tocan el asunto. La primera, encontrada por Guillaume Boccara en los estantes del Archivo Jesuita de Roma, es la Carta Anua de 1635-1636 en que se menciona el sacrificio de un “carnero negro” durante una asamblea de indígenas en pie de guerra102. La segunda, da cuenta de un caso de brujería ocurrido en 1692, en el cual se habla del sacrificio de una “oveja negra de la tierra”103 con el propósito de causar un maleficio a los reche-mapuche que habían pactado con los españoles en Yumbel: se trata de uno de los pocos casos de lucha ritual registrados por los europeos. Sin embargo, existen elementos que llevan a pensar que el negro (kurü104) era el color recurrente en las juntas bélicas. Así, pues, el ngenfoye que presidía el sacrificio de las Juntas de Paz portaba, como se ha señalado, ramas de canelo y un tokicura blanco, lo cual coincidía con el color del weke a sacrificar. En el caso de las Juntas de Guerra ya sabemos que el ngentoki portaba un tokicura negro. Pues bien, existen referencias que indican que a veces los cautivos eran reemplazados en el momento del sacrificio por un perro negro. Así, por ejemplo, Alonso de Ovalle dice que en cierta ocasión los indios amigos iban a sacrificar a un guerrero de una parcialidad rival, cortándole la cabeza y clavándolo con sus lanzas, pero que ante los ruegos de un religioso “en lugar del indio levantaron un perro negro, prosiguiendo con él la crueldad que habían de usar con el indio”105. Recordando actos de igual naturaleza, Diego de Rosales dice que fue testigo de como a veces los weichafe (guerreros) perdonaban la vida de los adversarios valientes matando en su lugar “un perro negro, y con él hacen las ceremonias que habían de hacer con el indio, o con el español”106. El perro y el ser humano podían ser intercambiables dado que compartían el mismo color, el primero visible en su pelaje y el segundo en la valoración conceptual que se hacía de su condición de enemigo107.
En líneas generales, el color negro ha sido asociado por los investigadores de la cultura reche-mapuche a lo nefasto, como un atributo del wekufu o ente maligno, y de las fuerzas negativas108. Por ello, no es una casualidad que los especialistas suelan afirmar que en las rogativas que se hacían a estos seres malignos se recurriese al sacrificio de animales negros (weke) con el propósito de conseguir su favor109. Aunque en muchas instancias la ausencia de luz (lo oscuro) está ligado a lo destructivo, el negro era de un uso generalizado en las prendas de vestir indígena, y eso hasta la actualidad110. La materialización simbólica de las fuerzas del cosmos (en este caso, en los colores) consideraba la coexistencia de dichas fuerzas en una relación de equilibrio dentro de la vida cotidiana. Para el reche-mapuche todo fenómeno u objeto estaba contenido dentro de una totalidad definida por fuerzas opuestas complementarias111. En un trabajo anterior ya habíamos hecho hincapié en la necesidad de aproximarse a la mentalidad dualista de las sociedades indígenas a partir de un enfoque contextual, el cual implica considerar la dinámica de las valoraciones simbólicas dentro de cada subsistema de la cultura112.
Compartir un mismo color permitía que los tokicura (blancos y negros) y weke (o perros para el caso del weke negro) se constituyeran en unidades simbólicas de un mismo sistema ritual. En otras palabras, había un juego de equivalencias que compatibilizaba diversos elementos al interior de cada clase de rito (de paz o de guerra), y que en términos estructurales permitía validar un mismo protocolo en las Juntas de Guerra así como en las Juntas de Paz. El color, como un símbolo ritual, debe ser considerado en relación con el objeto ritual o acto discursivo (verbal y gestual) del cual es parte; por lo tanto, tiene que ser considerado en relación con el contexto ceremonial, el contexto cultural, el contexto social y hasta el contexto natural de que participa, ya que su significado es producto del lugar que ocupa al interior de una estructura culturalmente jerarquizada113.
Los weke eran sacrificados golpeándoles con una porra en la cabeza, instrumento al que un testigo anónimo identificó con la clava o especie de maza ritual114; el texto dice que en una reunión con españoles un indio dio “un gran golpe de clava o masa a la oveja en la cabeza con que quedó aturdida [y] le arrancaron presurosamente el corazón”115. Acto seguido, se procedía a rociar con la sangre de este órgano las ramas del canelo116 o árbol sagrado en las Juntas de Paz, o a los tokicura negros en las Juntas de Guerra. Sobre las ceremonias de paz, Diego de Rosales dice que los indios “matan las ovejas de la tierra, dándole a cada una con una porra un golpe en la cabeza […] Luego le sacan el corazón vivo y palpitando, con su sangre untan las hojas del canelo”117. En las Juntas de Guerra se valían de un procedimiento similar, ya que “el toqui general saca su hacha de piedra, junto a los demás caciques y soldados, y clavando en el suelo su toqui, una lanza, y algunas flechas, mata allí [la] oveja de la tierra, y con la sangre del corazón unta el toqui, la lanza y las flechas”118.
Vemos, de esta manera, que un mismo protocolo regía para las dos ceremonias, lo que demuestra que existía un sistema de equivalencias entre los símbolos que las componían. El weke blanco era al weke negro, como el canelo (o el tokicura blanco) era al tokicura negro. El juego de las oposiciones simbólicas, con sus correspondientes significados, se actualizaba en ambos tipos de juntas.
El clímax de ambas reuniones se alcanzaba cuando los concurrentes participaban de una acción cargada de significado: compartir el corazón de la víctima. Rosales dice que los anfitriones
“[…] le dan el corazón y la oveja al cacique, o persona con que hacen las paces, el cual lo reparte en pedacitos, de modo que del corazón de la oveja quepa algún pedazo a cada uno, porque el recibir aquel pedazo es obligarse a guardar la paz y muestra de que todos se han unido en un corazón, y héchose un alma y un cuerpo […] Y en las ramas del árbol, ungidas con el corazón y la sangre de él, quieren dar a entender que como aquellas ramas están unidas en un tronco y participaron de aquella sangre, así han de estar unidos [ellos]”119.
En otra sección de su crónica, Diego de Rosales complementa esta información cuando precisa que “a este repartimiento de la oueja llaman curucul120, con que significan la union de las fuerzas y de las voluntades, y assi mismo la obligación de acudir a aquella faccion de guerra”121. El ser sacrificado actuaba como un centro, un verdadero eje social en torno al cual convergían las diferencias, en un caso para conciliarlas (al establecer las alianzas y los pactos de paz), y en otro para marcar un claro límite de identidad entre los confederados y sus adversarios. La función social del sacrificio es latente cuando el corazón de la víctima era compartido por los miembros de la coalición, puesto que “lo que parece estar en juego en los sacrificios rituales es la relevancia de ser parte de un colectivo, de unificar diversas voluntades bajo preocupaciones compartidas”122. Por lo tanto, al matar, cortar y comer cuerpos se creaba comunidad123, acción colectiva con la que se establecía una clara frontera más allá de la cual se manifestaba el exocanibalismo reche-mapuche124.
El sacrificio, que en lo esencial implicaba el paso de una vida a otra posterior a través de una muerte vestida con los ropajes del ritual, tenía su correlato en el paso de un estado de paz a uno de guerra (Juntas de Guerra) o de un estado de guerra a uno de paz (Juntas de Paz). Los dos tipos de reuniones representaban una transición entre dos estados (armonía y conflicto): los símbolos en juego, diferenciados más por un asunto de grado antes que de naturaleza, eran las piezas de un ajedrez conceptual cuyo último movimiento pretendía mantener el cosmos en el equilibrio que había antecedido al conflicto.
La muerte era una puerta que unía dos mundos semejantes, aunque no idénticos. Una vez traspasado ese umbral, se entraba a otro en que los ancestros continuaban realizando las mismas actividades que en la tierra, entre ellas la de luchar contra los enemigos125. El lenguaje de las armas era una actividad demarcada por el signo de lo impredecible: la victoria y la derrota, la vida y la muerte eran posibilidades que se debatían imprevisiblemente durante su ejercicio126. Los símbolos, en la medida que encarnaban los valores y los códigos culturales de la sociedad, también participaban de esta dinámica. En las Juntas de Paz las armas eran destruidas y enterradas junto a los tokicura en una clara alusión al fin o muerte del estado de guerra. Diego de Rosales ilustra esta fase del rito con la siguiente cita: “Y al pie del canelo hacen un hoyo y entierran los instrumentos de la guerra de una y de otra parte”127. Los tokicura sufrían una muerte simbólica una vez enterrados: la muerte del estado de guerra iba aparejada con la muerte de los emblemas del conflicto.
Pero el estado de paz fue siempre inestable, la guerra era una posibilidad latente en el diario vivir de los reche-mapuche. Cuando se rompían los acuerdos o se conformaban alianzas para luchar contra un nuevo enemigo, los tokicura que dormían bajo tierra eran traídos a la vida, dando inicio a un nuevo sistema de hostilidades. El informe sobre los indios hechiceros de Boroa indica que después de haber matado a un weke se le sacó el corazón “ensangrentando con él las flechas y el toqui para resucitarle”128. En una junta de guerra, los weichafe se aprestaban a ir al combate después de sacrificar un weke, untando las flechas y el tokicura con su sangre, diciéndoles “hartaos flechas de sangre, y tú toqui bebe y hártate también de la sangre del enemigo, que como esta oveja ha caído en tierra muerta, y le hemos sacado el corazón, lo mismo hemos de hacer con nuestros enemigos con tu ayuda”129. Cual símil de la paz y la guerra, el hacha ceremonial, símbolo de estatus y poder, transitaba entre la vida y la muerte.
Consumir a la víctima (animal o humana130) enlazaba a los concurrentes en un compromiso, ya sea para la paz o la guerra. Desde ambas situaciones se vivenció la conformación de alianzas y la negociación de acuerdos, en otras palabras, la construcción de la política tribal en el contexto del rito.
El sacrificio del cautivo: la víctima zoomorfizada/feminizada y la apropiación de sus cualidades
La práctica bélica en la cultura reche-mapuche estaba revestida de una intrincada red de códigos y valoraciones a través de la cual se encauzaba y consolidaba el prestigio masculino131. El sacrificio de los prisioneros representaba un papel destacado en las Juntas de Guerra, quienes experimentaban por medio del rito un proceso de transformación que implicaba su zoomorfización132 y feminización133.
En el contexto de la lucha entre el bien y el mal134 el concepto de ‘enemigo’ (kaiñe135) en la mentalidad reche-mapuche abarcaba a todos aquellos de quienes consideraban que se había recibido un agravio, ya sea de naturaleza física (rapto de algún familiar, daño corporal, muerte violenta) o sobrenatural (enfermedades y muertes producto de hechizos). La guerra era la consecuencia de la transgresión de un status quo preexistente, era un agravio que había que saldar para volver al precario equilibrio que había antecedido a la vorágine del conflicto.
El sentimiento de deuda que nacía del agravio recibido encendía los mecanismos sociales, políticos y rituales que daban origen a las alianzas entre los bandos en disputa: enemigos y aliados, el mal y el bien se encarnaban en coaliciones, cada una de las cuales se consideraba con el justo derecho de vengar lo que concebían como una iniquidad de la contraparte, del agresor y sus pares. Existían fórmulas que buscaban evitar el despliegue del sistema bélico, como la compensación material. Así, por ejemplo, el militar Francisco de Mogollón y Ovando, en carta al Rey, de mayo de 1624, señaló: “en caso que haya alguno que mate a otro se hacen pagas de poca consideración a su usanza con ovejas, cántaros de chicha o lo que cada uno puede, con que quedan satisfechos y amigos como de antes”136. Cincuenta años después el sacerdote Diego de Rosales confirmaba esta apreciación al señalar que los caciques tratan de evitar las venganzas
“[…] tasando las pagas que se han de dar para satisfacer a los parientes de el muerto. Y estas muertes se pagan siempre con llancas, que son las piedras verdes y negras, variadas con vetas de uno y otro color, que estiman mas que los diamantes y esmeraldas, de que no hazen caso. Y cada sarta de estas piedras es una paga, y cada muerte se compone con diez pagas. Y si el matador no las tiene, se las han de dar forzosamente sus parientes para salir de aquel empeño, por ser causa de toda la parentela, i uso entre ellos, que lo que no puede uno pagar, se lo ayuden a pagar los parientes, oy por mi, mañana por ti”137.
Sin embargo, cuando no existía la intención de resarcir la afrenta, la guerra se convertía en un hecho inevitable.
La Guerra de Arauco se constituyó en un fuerte factor de cohesión para las parcialidades indígenas que formaban parte de la etnia reche-mapuche, apreciación ya señalada por Ricardo E. Latcham138, y mantenida por historiadores139, etnohistoriadores140 y antropólogos141 en tiempos recientes. Llama la atención que un conflicto que generó debates sobre el modo más adecuado de darle término, barajándose alternativas tan dispares como la guerra defensiva (encarnada en el sacerdote jesuita Luis de Valdivia142), la esclavitud llevada adelante “a fuego y sangre” (con gobernadores como Alonso de Sotomayor143, Alonso García Ramón144 y Francisco Lazo de la Vega145), y el caso extremo del exterminio total (el soldado-cronista Alonso González de Nájera146), no haya despertado un gran interés entre los especialistas por escrutar los símbolos y ritos a través de los cuales se cimentaron las alianzas que sostuvieron la resistencia indígena. Solo en años recientes han aparecido trabajos que se han aproximado, con desigual profundidad, al tema de los ritos de guerra en la cultura reche-mapuche147, los que han significado una superación de otros estudios que adolecían de una falta de profundidad analítica y que solo se apoyaban en la información de los cronistas148.
En los sacrificios humanos realizados por los miembros de esta cultura operaba el mismo sistema de equivalencias simbólicas a que aludimos en la sección precedente. Un adversario podía morir ya sea en el campo de batalla o en el ritual llevado adelante por la comunidad del mapuche captor y sus aliados. Cuando ocurría lo primero, lo normal era que la cabeza del derrotado fuera desmembrada del cuerpo y puesta en el extremo de una lanza149. Si no se trataba de un adversario de reconocido prestigio por su valor o porque ocupaba un lugar de preeminencia en su grupo (un toki, un lonko o un líder militar español), se la hacía circular por la geografía de los bosques, montañas y valles del sur del río Biobío para incitar a la rebelión a aquellas parcialidades que aún no adherían a la lucha o, simplemente, para iniciar un alzamiento. Militares y religiosos se percataron tempranamente de la importancia de este acto de decapitación, y las nefastas secuelas que podría acarrear para la seguridad de los asentamientos españoles. Los soldados-cronistas Alonso de Góngora Marmolejo y Alonso González de Nájera y el sacerdote Diego de Rosales, entre otros, dan elocuentes testimonios. El primero de estos dice que tras una victoria indígena ante los españoles “despacharon mensajeros por toda la provincia, manifestando el buen suceso que habían tenido, y enviaron de presente muchas cabezas de cristianos […] rogándoles que todos tomasen las armas y no perdiesen tan buena oportunidad como al presente tenían para libertarse”150. Alonso González de Nájera es igualmente ilustrativo cuando afirma que los indios de guerra “procuran levantar a los de paz con las cabezas de los capitanes y demás españoles muertos”, ya que “no hay cosa que más incite a las rebeliones”151. Por último, el padre jesuita Diego de Rosales narra la derrota y muerte del capitán español Juan Rodulfo Lisperguer junto a 163 soldados, cuyas cabezas distribuyeron por todos los rincones del territorio incitando a la rebelión152. No debe extrañar que los españoles realizaran grandes esfuerzos en las batallas para evitar ser capturados o muertos por los indios, ya que una cabeza decapitada era suficiente para incitar la rebelión de toda una comarca. Así, por ejemplo, la probanza de méritos y servicios de Mateo de Espinosa pondera su valiente accionar cuando “embistiendo con los indios, y peleando con ellos, por debajo de los pies de su caballo sacó a el dicho [Martínez de] Moscoso muy mal herido, en lo cual hizo gran servicio a Su Majestad, porque son de calidad estos indios que en cogiendo una cabeza de español, alborotan la tierra y procuran hacer juntas y borracheras”153. Salvar a un compañero podía evitar la expansión de la rebelión y, por lo mismo, futuras muertes de españoles.
Resulta inevitable constatar la proximidad funcional entre el pulkitún y el uso de las cabezas de los vencidos como medio para convocar a la guerra: la flecha ensangrentada era reemplazada, cuando la ocasión lo permitía, por los cráneos de los adversarios caídos en combate. Lo que es más, no deja de llamar la atención que en el diccionario del jesuita Andrés Febrés el término pùlqui sea equivalente a “la flecha, y también un hueso, o mano, o cabeza de Español, o una flechita, que se envían de mano en mano los Cones, o confidentes quando se quieren alzar, y el que la recibe conciente en el alzamiento, y el que no, no consiente”154. Es justo señalar que, a pesar de la proximidad funcional, la cabeza de los rivales vencidos resultaba ser un medio de convocación más efectivo que las flechas, ya que representaba una señal inequívoca de una reciente victoria sobre las fuerzas enemigas.
Este uso que se hacía de los cráneos ocurría, en la mayoría de los casos, con guerreros indígenas y soldados españoles de menor rango, porque las cabezas de los más reconocidos rivales, tanto por su valor como por su estatus, quedaban bajo la custodia de los ngentoki. Diego de Rosales es el más explícito al afirmar que “cuando en la guerra matan a algun general, o persona de importancia, i le cortan la cabeza, le toca el guardarla al Toqui general, como pressa de grande estima”155.
Estas cabezas-trofeo recibían el nombre de ralilonko, palabra compuesta por los términos rali (escudilla o plato de palo156) y lonko (cabeza o líder157), lo cual da una idea del concepto que se tenía de los cráneos. El lonko (cabeza) era un contenedor de fuerzas, el receptáculo de la energía que daba vida a cada sujeto. Era un repositorio que resguardaba aquello que ponía en movimiento a un ser158. Coincidentemente, los jefes de cada familia extensa (lof) reche-mapuche también eran llamados lonko, correspondencia que explicita el papel organizador y movilizador de estas unidades semánticas: similares en esencia, funcionaban en ámbitos distintos, una a nivel somático (la cabeza que controla el cuerpo) y el otro a nivel del sistema social (el líder que representa a la agrupación).
El que los cráneos de los rivales más connotados permanecieran en manos de los ngentoki muestra que se hacía una valoración diferencial del enemigo. Por cuanto los líderes y grandes guerreros eran capaces de dirigir las acciones de un grupo, se consideraba que poseían una fuerza superior a la de los demás. Vencerlos en batalla representaba una importante fuente de prestigio, lo cual los convertía a ellos y sus pertenencias en un codiciado botín. Es el caso de Pedro de Valdivia, quien fue muerto después de ser capturado en 1553, cuya cabeza fue llevada “a Tucapel e la pusieron en la puerta del señor principal en un palo”159. Las vestimentas que lo cubrían pasaron a manos de su vencedor, el toki Caupolicán; las octavas del poema de Alonso de Ercilla grafican esta situación cuando describen una junta en la que,
Llevaba el general [Caupolicán] aquel vestido
con que Valdivia ante él fue presentado:
era de verde y púrpura tejido,
con rica plata y oro recamado,
un peto fuerte, en buena guerra habido,
de fina pasta y temple relevado,
de celada de claro y limpio acero,
y un mundo de esmeralda por cimero160.
Una suerte semejante corrió la cabeza del gobernador Martín García Óñez de Loyola después de la sorpresiva derrota de su expedición en Curalava en diciembre de 1598. Diego de Rosales dice que una vez consumada la catástrofe “le cortaron la cabeza, y con ella puesta en una pica, cantaron victoria, y cortando otras de los capitanes las llebaron por trofeo”161.
Esta jerarquización de los adversarios y el destino diferencial de sus cráneos (unos para convocar a la guerra, otros para ser conservados por los ngentoki y usarse en los ritos de guerra) revelan que la valoración de la victoria sobre las fuerzas españolas no era homogénea al interior de las comunidades indígenas. Derrotar a soldados de escaso mérito en batallas o emboscadas no tenía el mismo impacto que alcanzar el triunfo sobre los capitanes que hasta ese instante habían sido responsables de los triunfos de las armas castellanas. Esto permite explicar que la muerte de los gobernadores Pedro de Valdivia en 1553 y Martín García Óñez de Loyola en 1598, hayan devenido en dos formidables rebeliones indígenas en que fueron arrasadas ciudades y fuertes. En ambos casos, las comitivas que acompañaban a dichas autoridades, y que corrieron la misma suerte de sus líderes, eran de escaso número. Otros triunfos indígenas sobre contingentes españoles mucho más numerosos no se tradujeron en rebeliones de similar magnitud, y es que matar al líder rival significaba descabezar y desarticular al cuerpo social que este gobernaba. Devenía el caos de la desorganización. La agudeza de Diego de Rosales se percató de este aspecto de la mentalidad indígena cuando señala que una vez “destroncada la cabeza no hallaban difficultad para deshacer el cuerpo”162.
Los ralilonko, a pesar de la muerte, conservaban esa mágica fuerza que había animado a los hombres en vida. Es en el deseo de apropiarse de dicha fuerza que se asienta, en parte, una de las prácticas rituales más llamativas de los reche-mapuche: el consumo de bebidas alcohólicas en los cráneos. Alonso González de Nájera señalaba a comienzos del siglo xvii que los indios “hacen de las calaveras vasos para beber, pintados de varios colores, teniéndolo a gran blasón, especialmente si la cabeza ha sido de algún español señalado”163. Diego de Rosales insiste en esto al decir:
“[…] en las borracheras de mucho concurso le sacan para beber en el [cráneo] por grandeza, de suerte que solamente los caciques, y las personas graues beben, por honra que se les haze, en la cabeza. Que llaman Rali-lonco que quiere decir vaso de cabeza, en el cual no bebe jamás la gente vulgar […] Y assi tienen muchas otras guardadas de capitanes, y personas de quenta, que sacan en sus borracheras, para beber chicha en ellas, sin hazer asco de beber en calabera humana”164.
Andrés Febrés lo define en su diccionario como “el casco de la cabeza hecho plato en que a vezes beben por oprobio de sus enemigos”165.
El anhelo por incorporar las virtudes del rival y hacerse de sus cualidades más dignas de elogio no era el único fundamento de esta práctica. Un objetivo complementario era despojarlo de sus destrezas guerreras para que así se encontrara incapacitado cuando tuviese que enfrentar a la parentela ancestral de su vencedor en la otra vida. Ya habíamos señalado en la sección precedente que la muerte significaba el paso a otro mundo en el que se mantenían las costumbres de la tierra. Como la guerra era un ámbito exclusivo de los hombres, la pérdida de las habilidades significaba una transformación del guerrero: valiéndose del ralilonko, los weichafe que lo habían derrotado en batalla sometían su espíritu a un proceso de feminización166, el que se iniciaba con el consumo de bebidas para despojarlo de sus fuerzas, y que se reforzaba mediante la imposición de abalorios y adornos. Alonso González de Nájera dice que en las celebraciones de victoria, en las ramas del canelo “ponen las cabezas de los españoles que han muerto, cada una en su rama, de manera que se ven los rostros desde fuera, las cuales tienen adornadas de flores y guirnaldas, y aún les ponen sus mismos zarcillos algunas indias”167. La ornamentación de los cráneos con adornos femeninos parece confirmar nuestra observación: reducir al adversario hasta arrebatarle los atributos de su masculinidad a través de la feminización de su persona.
Los cautivos destinados al sacrificio también pasaban por una transformación simbólica. Fiel al sistema de equivalencias y reemplazos que hemos constatado en varios ámbitos del rito de sacrificio, el lugar que ocupaba el weke negro en las Juntas de Guerra podía ser llenado por el prisionero seleccionado para la inmolación168. Lo que es más, una vez iniciado el rito, el que también se efectuaba en el lepum, la víctima obtenía la condición de wekeche, “que quiere dezir en su lengua hombre que an de matar como carnero, porque le matan del mismo modo que matan los carneros de la tierra”169. Hombre y bestia eran, así, entidades ritualmente intercambiables debido a que se había experimentado una antropomorfización de la naturaleza (el weke negro podía ocupar el lugar del prisionero), así como un fisiomorfismo del hombre (el prisionero era clasificado y sacrificado como un weke negro)170.
De todas formas, es justo reconocer que la equivalencia simbólica también tenía sus límites, puesto que ninguna fuente documental señala la práctica del ralilonko con los cráneos de los weke. La naturaleza animal de uno y humana del otro hacía que las homologaciones fuesen válidas solo hasta cierto punto171.
Aunque muchos autores describen sacrificios humanos172, el más vívido testimonio es el que brinda Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, ya que durante su cautiverio presenció la muerte de un soldado español. Veamos el siguiente fragmento:
“En medio pusieron al soldado que trajieron liado para el sacrificio, y uno de los capitanes cojió una lanza en la mano, en cuyo extremo estaban tres cuchillos, a modo de tridentes, bien liados; y otro tenía un toque […] Y esta insignia a modo de hacha sirve en los parlamentos de matar españoles […] Cojió en la mano el toque o, en su lugar, una porra de madera que usaban entonces sembrada de muchos clavos de herrar. [Y entonces] se acercó adonde aquel pobrecito soldado le tenían asentado en el suelo, y desatándole las manos, le mandaron coger un palillo, y [que] dél fuese quebrando tantos cuantos capitanes valientes y de nombre se hallaban en nuestro ejército173. […] De esta suerte fue nombrando hasta diez o doce de los mas nombrados y conocidos, y le mandó cortar otros tantos palitos; los cuales le hizo tener en una mano, y le dijo: tened en la memoria a todos los que hemos nombrado y haced un hoyo para enterrar esos valientes […] Allegóse al desdichado mancebo y díjole: ¿cuántos palillos tienes en la mano? Contólos y respondió que doce; hízole sacar uno preguntándole, que quién era el primer valiente de los suyos […] con que fue por sus turnos sacando desde el maestro de campo jeneral y sarjento mayor hasta el capitan de amigos llamado Diego Monje, que ellos tenían por valiente y gran corsario de sus tierras; y acabado de echar los doce palillos en el hoyo, le mandaron fuese echando la tierra sobre ellos, y los fue cubriendo con la que habia sacado del hoyo; y estando en esto ocupado, le dio en el celebro [sic] un tan gran golpe, que le echó los sesos fuera con la macana o porra claveteada, que sirvió de la insignia que llaman toque. Al instante los acólitos que estaban con los cuchillos en las manos, le abrieron el pecho y le sacaron el corazón palpitando […] Pasó el corazon de mano en mano […] y en el entretanto andaban cuatro o seis de ellos con sus lanzas corriendo a la redonda del pobre difunto, dando gritos y voces a su usanza, y haciendo con los piés los demas temblar la tierra. Acabado este bárbaro y mal rito, volvió el corazón a manos de mi amo, y haciendo de él unos pequeños pedazos, entre todos se lo fueron comiendo con gran presteza”174.
Están presentes todos los formalismos y elementos que participan del sacrificio del weke negro: la ceremonia se realiza en el lepum (dato ausente en la cita)175, el tokicura o hacha de piedra, la clava para desnucar, la extracción del corazón y el curucul (compartir el corazón entre los participantes del rito para significar la unión de las voluntades en torno a una misma causa). Sin embargo, se observa la inclusión de un elemento nuevo, totalmente ausente en el sacrificio del weke, lo que demuestra que la naturaleza de ambos seres (el animal y el prisionero) impedía una total homologación simbólica entre ellos. Tal es el ritual de las varas de madera o cogh, a los que Andrés Febrés define como “unos palitos que dan a los españoles, para que cuenten los valientes de su nación”176. Así como en las Juntas de Paz se enterraban los toki y las flechas para significar la “muerte” del estado de guerra, el entierro de estas varas simbolizaba la muerte de los valientes soldados que representaban. En otras palabras, con el sacrificio del prisionero eran sacrificados, también, todos los guerreros de quienes él había dado su nombre. Es interesante comprobar que la palabra coghit, variación de la raíz cogh, significa “dar flechazo los bruxos para hacer daño”177, lo que invita a suponer que el rito de los palitos envolvía a la vez una muerte simbólica y una potencial muerte física ya que en el fondo se les estaba enviando un maleficio.
Conclusión
En la cultura reche-mapuche de tiempos coloniales los formalismos de la paz y la guerra tenían un punto en común: la práctica del sacrificio. En ambos contextos rituales la muerte de la víctima, ya sea animal o humana, cumplía la doble finalidad de comunicar al grupo con los ancestros, así como de consolidar los lazos que unían a las parcialidades comprometidas con la causa bélica. Por lo tanto, el rito que enmarcaba y daba sentido a la muerte del weke o a los prisioneros de guerra detentaba una connotación a la vez religiosa y social. En el presente estudio hemos planteado la propuesta de que tanto en los ritos de paz como en los de guerra se desplegaba un mismo esquema protocolar, en el que los símbolos eran, en la mayoría de los casos, esencialmente los mismos con pequeñas diferencias de grado. Todo se desenvolvía en un espacio sagrado (el lepum), consagrando los tokicuras (blancos o negros) y el canelo (en las Juntas de Paz) con la sangre de la víctima (el weke blanco para la paz y el weke negro, un perro negro, o el prisionero para la guerra). Durante todo el proceso ritual se ponía en juego una serie de equivalencias simbólicas que, en términos funcionales, permitía reemplazar algunos eslabones sustituyéndolos por otros: perros, weke negros y cautivos (wekeche) guardaban un grado de semejanza conceptual y metafórica entre sí, solo una diferencia de color podía generar sentidos opuestos en el uso de los tokicuras, y las flechas ensangrentadas podían ser reemplazadas por las cabezas de los enemigos decapitados en la convocación a la guerra.
Sin embargo, nada igualaba la fuerza simbólica de la víctima humana. Su sacrificio era complementado con una serie de prácticas post mortem (compartir el corazón, consumo de líquidos en el cráneo, imposición de adornos femeninos) que dan cuenta de su mayor significancia ritual. Al mismo tiempo que se garantizaba la integridad del grupo, el compromiso de los vivos con sus ancestros se manifestaba en la constante búsqueda por privar al rival vencido de su fuerza y sus habilidades. De esta manera se alcanzaban dos importantes objetivos: apropiarse de sus virtudes incrementando las destrezas propias, y debilitarlo para que en el más allá no represente una amenaza para los hermanos, padres, tíos y abuelos que ya habían partido (muchos de ellos como consecuencia de la guerra).
De esta manera, la investigación ha permitido dejar en evidencia el modo en que una intrincada red de códigos de valor y metáforas mantenían unidos y en funcionamiento los eslabones de una cadena ritual que enlazaba al sujeto con la sociedad, al hombre con la naturaleza, la vida con la muerte.
Un estudio de esta naturaleza no solo brinda un set de respuestas para la comprensión de una importante dimensión de la cultura reche-mapuche, ya que también asienta un conjunto de preguntas que invitan a explorar las causas del declive de la práctica sacrificial y el canibalismo en el siglo xviii, periodo en el que se registran testimonios fragmentarios referidos a la distribución de elementos corporales para convocar a Juntas de Guerra. ¿Qué factores incidieron en la paulatina desaparición de ambas prácticas, las cuales habían cumplido un papel preponderante en la conformación de las alianzas indígenas en las centurias precedentes? ¿Fue acaso la presunta extinción del weke, del que ya no se habla en el siglo del iluminismo, lo que gatilló su fin? De haber sido así, ¿por qué esta especie doméstica no fue reemplazada en el contexto de los ritos propios de las Juntas de Guerra y Paz por el ganado doméstico europeo, el que se sabe que fue incorporado exitosamente por los nativos del sur? ¿O fue más bien una consecuencia de la disminución en la intensidad del conflicto fronterizo? Es igualmente válido suponer que la creciente actividad evangelizadora y vigilante de los jesuitas pudo ser el motivo esencial de que el hallazgo de documentos que reflejen estas prácticas se vaya haciendo muy esporádico conforme se avanza en el tiempo. O, en definitiva, que la acción concertada de todas estas fuerzas es lo que brinda de mejor manera una explicación histórica al asunto.
Tal como hemos señalado en el texto, hay referencias que demuestran que todavía se ejercía el sacrificio humano a comienzos de la segunda mitad del siglo xx, pero la naturaleza y objetivos de su ejercicio no parecen amoldarse a aquellos que motivaban la convocación de las Juntas de Guerra y Paz en los días de la Guerra de Arauco. El tema, en definitiva, no está agotado.