Servicios Personalizados
Revista
Articulo
Indicadores
-
Citado por SciELO
-
Accesos
Links relacionados
-
Citado por Google
-
Similares en SciELO
-
Similares en Google
Compartir
Historia (Santiago)
versión On-line ISSN 0717-7194
Historia (Santiago) vol.44 no.1 Santiago jun. 2011
http://dx.doi.org/10.4067/S0717-71942011000100010
HISTORIA N° 44, vol. I, enero-junio 2011: 205-206
RESEÑA
Álvaro Góngora y Rafael Sagredo (compiladores), Fragmentos para una historia del cuerpo en Chile, Santiago, Aguilar Chilena de Ediciones, 2010, 507 páginas.
"Son estos indios de Chile los más blancos de la América, y los que nacen en más altura al polo y en regiones más frías lo son más, como lo vemos también acá en Europa, pero aún los que están en la mesma altura de Flandes, a su opuesto, nunca llegan a ser tan blancos como los flamencos, ni jamás vi uno rubio. Todos, así hombres como mujeres, tienen el pelo negro y muy duro y grueso, de manera que los mestizos que son hijos de español y de india, no hay otra señal para
distinguirlos del puro español y española, sino en el pelo, que hasta la segunda o tercera generación no se modifica; en todo lo demás no hay diferencia alguna, ni en las faiciones del rostro, ni en el talle y brío, ni en el modo de hablar ni en la pronunciación, y esto no solo en los mestizos, sino también en los mesmos indios de aquella tierra, los cuales, cuando se crían entre nosotros cortan tan bien la lengua española, que ni la frase, ni en el modo de pronunciar, ni en los dejos se reconoce diferencia alguna" (p. 117).
Esta cita del jesuita Alonso de Ovalle bien podría describir las operaciones metonímicas que aparecen en muchos de los artículos del libro que comentamos y que nos retrotraen a una marca difícil de transformar, como es la aparición de identidades corporales luego del proceso de conquista. Podríamos conjeturar que nuestros antepasados y antepasadas, los miembros de las antiguas culturas de la zona central, los Bato y Llolleo, no se comprendieron unos a otros como más o menos blancos, con el pelo más o menos duro y grueso. La representación de los sujetos que entiende su identidad desde una parte del conjunto de sus rasgos corporales emerge al interior de un sistema de prestigio y poder que, como podemos concluir de este libro, se profundizó en la Colonia tomando ribetes particulares y se reelaboró en la República. Sin embargo, de la lectura de algunas de las contribuciones de esta compilación podemos colegir que aún se mantiene en tanto estructura de jerarquías, que sigue realizando incansablemente ese perverso -cuando se trata de identidades- juego metonímico de la parte por el todo.
Entiendo este libro, fruto de la labor editorial de los profesores Góngora y Sagredo, como una sugerencia; sugerencia en el sentido de su definición, "hacer entrar en el ánimo de alguno una idea o especie, insinuándosela, inspirándosela o haciéndole caer en ella" (RAE).
La idea o ánimo que inspira es sin duda la pregunta por el cuerpo, respondida disciplinariamente desde la historia, pero insinuando la necesidad de un cruce para completar quizás la idea de fragmento o para complejizar un concepto que a veces se toma de manera literal, otras descalzado, otras ingenuamente. Así, lo que sugiere esta lectura es precisamente una futura puesta en escena de otras miradas que compliquen y desestabilicen el discurso social sobre el cuerpo, que lo interroguen en sus aristas más profundas, que lo abran a su devenir y a su conflictividad. El mérito de este libro como insinuación es quizás el murmullo que lo recorre como acercamiento a una materia de múltiples significaciones -el cuerpo mismo como significación-, particularizada en una sociedad: la chilena. La metáfora que puede condensar el valor del texto la encuentro en una frase de la tonada "La Enagüita": "Como que se asoma como que se esconde, pero sin que sepas ni cuando ni donde". Les recuerdo que esa tonada está dirigida a una mujer, Rosa, que cuando sube la pierna se le asoma la enagua (y, si se acuerdan, a los que miran la boca se les hace agua). Defino este texto con esa metáfora pues se asoma en nuestro campo reflexivo local como la punta de la enagüita, como una suerte de invitación a descorrer el vestido de la Rosa. Me referiré en este comentario a algunos de los textos de esta compilación, sobre todo a los que me han parecido más insinuantes en relación a las temáticas que domino.
La compilación de Álvaro Góngora y Rafael Sagredo se compone de un cuerpo de 11 artículos que tocan su materia desde los ángulos biológicos, canibalísticos, urbanos, eróticos y de seducción, de consumo, raciales y laborales, hasta los de género (cuerpos embarazados y cuerpos bellos), tramando de ese modo una serie de relatos que a veces dialogan entre sí, pero que en general son autónomos unos de otros. El tejido que resulta es a veces denso y otras suelto, aportando desde sus diversos espesores destellos que sugieren y enseñan aspectos ya señalados por historiadores y antropólogos (como los del mestizaje), o poco conocidos, como en el caso del trabajo de Marcos Fernández y de María Soledad zárate.
El primero aparece como una puesta en escena ligada a los principios de incorporación de bebidas alcohólicas y drogas, que muestra cómo se ha ido construyendo la idea del "curado chileno" y proporciona importantes datos para comprender el devenir de una sociedad más ligada al consumo oral que a lo masticado. La antropología de la alimentación menciona que hay culturas cuyo principio de incorporación está relacionado a la succión -es decir a aquellos gestos del lactante que es invadido por el placer del alimento- y otras a la masticación. Marcos Fernández muestra cómo el discurso médico dominante del siglo 19 asoció a los hombres del mundo popular con el alcoholismo, construyendo una fina diferenciación de ebrios, "una embriaguez del hombre que se mantiene con frutas u otros alimentos poco sustanciosos, violenta, malévola y a menudo mortífera; de la del hombre bien alimentado, más bien alegre, humorística y divertida" (p. 291). Resulta de gran interés este artículo como mirada histórica hacia ese rasgo alcohólico de nuestra cultura y su asociación con las representaciones simbólicas del género, principalmente masculino, que se han ido tejiendo en el tiempo.
El texto de María Soledad zárate descubre los modos de construcción de la maternidad y el discurso consabido de sus disciplinamientos, la relación madre/ leche (quizás otro elemento que se confabula en nuestra cultura de la succión), pero sobre todo coloca el acento en una forclusión: la de la nodriza o la ama de leche, poniendo de manifiesto la doble represión de esa figura en nuestro imaginario, la segunda madre que generalmente proviene de ese sector que el jesuita Ovalle definía como de "pelo negro, duro y grueso". Oficio destituido, "amamantamiento mercenario" como dice zárate, pero que sin duda un análisis de su devenir leído en clave de género, clase y etnicidad nos acercaría a otros matices de la clasificatoria jerárquica del cuerpo en la sociedad chilena.
En el trabajo de René Salinas encontramos nuevamente los principios jerárquicos de los cuerpos, sobre todo femeninos, poniendo en evidencia que en materia de pulsiones las normas y sus obvias transgresiones produjeron un discurso social de cuerpos más o menos vulnerables y vulnerados. una materia en la que este trabajo aporta es en ilustrar la larga data de las tendencias homosexuales y lésbicas, así como la pedofilia, por cierto no denominadas de ese modo en la Colonia y entendidas como nacidas del demonio. Asimismo grafica lo antiguo del conflicto, hoy en el tapete, de la sexualidad sublimada de los sacerdotes y de los métodos de la confesión como fórmula ambigua de sanción y goce. Salinas informa que algunas mujeres se sintieron acosadas con "preguntas y propuestas" sobre su intimidad sexual: "[...] y de qué postura se ponía ella cuando estaba con su marido [...] y de qué manera se meneaba, que cómo hacía si recibía mucho deleite [.] si tomaba en las manos las vergüenzas [genitales] a los hombres [.] y si ella se metía las manos en sus vergüenzas [.] qué tan grande tenía el vello de sus vergüenzas y de cuánto en cuánto se lo quitaba [...]". La cita, hablando por sí sola, devela la complejidad aún no resuelta del sacerdocio y el celibato, sugiriéndonos -desde el siglo XVII- el lenguaje en que se construyen las fantasías eróticas de todos los tiempos.
Complementaria a esta mirada es la de Rafael Sagredo, quien escudriña en las imágenes de lo femenino a través del discurso estético y testimonial de los viajeros del siglo XVIII. Su artículo insinúa una génesis del imaginario de la hospitalidad chilena en la apertura especialmente seductora de las mujeres de las élites a los extranjeros. Las razones de ello se afincan de nuevo en las estructuras de prestigio y poder que daban, como una suerte de maná, un toque especial a quienes se "rozaban" con los viajeros. Se aprecia en este juego seductor una liberalidad de las mujeres, sobre todo de la élite, respecto a gestos y atuendos, la que por cierto fue reprobada por la Iglesia en la Pastoral de 1762, censurando entre otras cosas: "[.] el abuso de levantar la ropa de modo que se descubriesen los bajos en las personas del otro sexo" (p. 271). Con razón que nuestra Rosa de la tonada, con solo mostrar la punta de la enagüita, causaba la excitación de quienes la observaban. Sagredo piensa que la seducción hospitalaria femenina se produjo en el contexto de su vulnerabilidad social y de la precariedad y fragilidad de una sociedad acosada por la supervivencia en medio de una geografía desafiante.
El otro hilo que trama el cuerpo femenino es el de Jacqueline Dussaillant, aproximándonos al devenir del cuerpo de las mujeres ataviado por las ideologías de lo correcto y decente, así como por su pertenencia de clase. De modo implícito podemos leer en este artículo las prisiones del ideal normativo de belleza y las obsesiones cosméticas que hasta hoy se mantienen. La apariencia del cuerpo femenino va diseñando los sistemas simbólicos y sociales de género, y como dice la autora ya en el siglo XIX: "Indudablemente [éste] fue uno de esos signos, en cuya materialidad debían expresarse las virtudes de una mujer delicada, sensible y fuertemente apegada a sus roles de esposa y madre. Desde el cuerpo o el rostro podía leerse el alma [.] era un cuerpo fuertemente asociado a su naturaleza reproductora, por lo que además debía ser sano. El pelo, abundante, lleno de brillo, largo y rizado [.] la piel seguía exigiendo la blancura [.]" (p. 460). La racialización y la generización de las jerarquías puede así escucharse en la noción misma de belleza femenina.
El panorama urbano que aporta Álvaro Góngora dibuja una imagen en la cual el locus es el escenario de Santiago. Ocupo la palabra escenario pues el autor hace aparecer y desaparecer de las distintas dimensiones citadinas los cuerpos. Así transitamos desde lo público hacia lo doméstico, asistiendo a la ocupación que los diversos sujetos hacen de los lugares en que habitan, trabajan o simplemente recorren. Esta aproximación reviste interés cuando se introduce en los sentidos alojados en el cuerpo y nos sugiere el modo en que los ojos de nuestros y nuestras antepasadas coloniales miraron, los olores que olfatearon, los gustos que los deleitaron, los sonidos que escucharon, el dolor de los cuerpos arrodillados o lacerantes y sus silencios de Semana Santa. También Góngora resalta los cuerpos obligados a la sumisión y la racialización de los vínculos de género y clase: "En relación a la tez se utilizaron expresiones tales como 'color de mulato'". El cabello también servía como exteriorización sanguínea. Si el pelo era corto y crespo, o bien lucía mechón breve, rizado y negro, se trataba de un mulato puro. "Este prejuicio racial se hizo extensivo en no pocas ocasiones a la sangre indígena y mestiza confundiéndola con la africana, y a ciertos oficios para los cuales se exigía ser persona libre de "mala raza" (p. 183). El escenario Santiago, entonces, descorre algunas cortinas que permiten conocer el cuerpo urbano colonial contextualizando y pormenorizando los múltiples recovecos discriminatorios de su presencia en Chile.
La racialización del cuerpo y sus efectos de dominación pueden ser asidos en el texto de Margarita Alvarado y Pedro Mege, así como la deconstrucción ideológica de la aparente inocencia de las cámaras que registraron a los habitantes del sur del mundo. El racismo, el evolucionismo y el determinismo ambiental serán los ojos que retraten a selknam, kaweskar y yamanes, y los que construyan pares dicotómi-cos donde los grupos canoeros y pedestres son homólogos a la oposición pobreza/ bienestar; naturaleza/cultura. En el primer polo kaweskar y yamanes y en el segundo los selknam, develando así un imaginario que introyecta la oposición barbarie/ civilización, ya no solo dentro de las identidades nosotros/ellos, sino también al interior de lo que se considera como alteridad. Este modo de acercarse a la construcción de los cuerpos indígenas hace posible desmontar los relatos racistas que casi siempre subyacen a su apelación.
Por último, el cuerpo de la clase es abordado por Luis Ortega y Enzo Videla, a través de la deconstrucción de la figura del trabajador, especialmente el minero. La mirada hacia el cuerpo que proponen los autores revisita un viejo tema ligado a la explotación del trabajo producido por la energía humana, en este caso con una mirada que desnuda los conflictos entre trabajo y cambios tecnológicos, pero que sobre todo desteje el proceso laboral en que las identidades masculinas se fundan, sacando a luz los procesos reivindicativos y "[.] la socialización del dolor causado por las condiciones de trabajo y por las enfermedades derivadas de ellas [.] Un tema que aparece crecientemente en la prensa obrera de inicios del siglo XX es el deterioro de los cuerpos y las pérdidas de vidas en los lugares de trabajo" (p. 427). Resulta muy sugerente este aporte, desde una perspectiva de la larga duración de muchos de los nudos del pasado en una sociedad como la nuestra, en la que, como dicen los autores, pese a la modernidad persisten los abusos del cuerpo de los trabajadores.
Así, no queda más que celebrar esta compilación, por asomarse a una materia que deberá necesariamente ser complementada y tensionada desde lo teórico y lo documental, para que los fragmentos que nos propone se encajen o desencajen en un relato que permita ver no solo la punta de la enagüita, sino lo que ella cubre. Por lo pronto, apreciamos desde este esfuerzo escritural que en el Chile contemporáneo de las jerarquías aún no han desaparecido las metonimias, y si seguimos una historia del pelo -retornando a la cita con que inicié este comentario- comprenderemos cómo esa materia que crece sin nuestra voluntad trenza un relato abigarrado de prestigio y poder, hasta hoy en que peloláis y onduláis siguen siendo las partes que identifican el todo. Este libro, entonces, parece querer decirnos que la cultura chilena graba a fuego el cuerpo como lenguaje de la diferencia y de la desigualdad.
Sonia Montecinos
Universidad de Chile