Nacido en Constanza, Nicholas Georgescu-Roegen fue el economista ecológico más importante del siglo XX y, a su vez, un académico muy particular. Su impecable manejo de las matemáticas y la estadística lo hizo respetado en el círculo de economistas más influyentes en la segunda mitad del siglo pasado, y su inquebrantable voluntad de investigador lo llevó a señalar las ficciones de la teoría económica tradicional, al punto de convertirse en un economista disidente dentro del sistema.
De origen humilde y educado en Rumania, realizó todos sus estudios con becas. Se graduó en matemáticas en 1926, la Universidad de Bucarest le otorgó fondos para doctorarse en estadística en París, donde se tituló con honores en 1930. Luego amplió sus estudios con un postdoctorado en Londres hasta 1932. En 1934 recibió una beca de la Rockefeller Foundation para estudiar en Harvard University durante dos años. Fue en esa época donde conoció y trabajó junto al economista Joseph Schumpeter, quien sería una influencia fundamental en su carrera (Maneschi, 2006). Allí cimentó su reputación como un economista matemático de primer orden.
De su mentor aprendió la forma dinámica de describir el sistema capitalista, imposible de enmarcar solamente dentro de los preceptos de la economía neoclásica de naturaleza mecanicista, y que las evoluciones económicas más relevantes son de tipo cualitativo y no cuantitativo (Gowdy, 1998). Pese a un futuro prometedor en Harvard, entre 1936 y 1948 Georgescu-Roegen regresó voluntariamente a Rumania donde, junto a su actividad académica, ocupó puestos diplomáticos, obteniendo a la vez un conocimiento profundo de las economías campesinas. La situación política tras la Segunda Guerra mundial lo empujó a huir del país y volver a Estados Unidos en 1948, y después de una breve estadía en Harvard, obtuvo un puesto permanente en la Universidad de Vanderbilt.
Georgescu-Roegen poseía una curiosidad innata que lo llevó a traspasar las disciplinas de forma poco convencional, moviéndose entre matemáticas, economía, filosofía y ciencias físicas y biológicas, lo que muchas veces produjo incomprensión en sus contemporáneos. Al cuestionar los fundamentos de la economía neoclásica que dominaron el siglo veinte, este economista heterodoxo propuso un modelo alternativo que yo llamo ‘bioeconomía’, con implicancias sociales, políticas y tecnológicas; y que ha llegado hasta nuestros días en los postulados de la economía ecológica y en las estrategias decrecentistas de todos los que cuestionan el crecimiento como mantra utilizado para justificar la naturaleza extractiva del capitalismo y que ha cimentado el desarrollo de la arquitectura contemporánea.
La economía es evolución y es biología
Otro aporte fundamental de Georgescu-Roegen fue considerar la actividad económica humana como una característica de evolución biológica que puede describirse bajo el prisma de la segunda ley de la termodinámica: la Ley de la Entropía. Al integrar flujos de energía y materiales en el proceso económico (funciones de producción) donde, por lo normal, sólo se incluyen factores productivos como el trabajo y el capital, Georgescu-Roegen nos recuerda que el ser humano no produce materiales, sólo los gestiona. Apoyado en las ideas del biofísico Alfred Lotka, argumentó que los objetos que fabricamos, sean máquinas, edificios o electrodomésticos, pueden considerarse auténticos órganos “exosomáticos”, a diferencia de los órganos “endosomáticos”, que son aquellos propios de nuestro cuerpo (Bobulescu, 2015). Los órganos exosomáticos nos han permitido ampliar el radio de acción más allá de nuestros límites corporales (Figura 1). Construimos estos órganos con recursos minerales y energéticos a un ritmo de extracción y transformación tal, que al final nos hace actuar como un verdadero agente de cambio geológico en la Tierra. Georgescu-Roegen alerta que gran parte del desastre actual, la devastación ecológica generalizada y las desigualdades sociales, se deben justamente a la evolución exosomática. La larga historia de la humanidad en el uso de estos órganos exosomáticos ha creado una ‘adicción’ a la comodidad y al placer que proveen. La dificultad es que producirlas depende de reservas finitas de materias disponibles, lo que pone nuestra obsesión por tener más y mejores ‘cosas’ en conflicto con los límites biofísicos del planeta. Y es justamente el control sobre estos recursos minerales la causa de las grandes conmociones históricas, sean guerras o migraciones (Georgescu Roegen, 2007).
Una segunda característica de la evolución exosomática es que viene inexorablemente acompañada de conflictos sociales. Para Georgescu-Roegen, la división en clases sociales es el resultado de un proceso de producción que divide a las personas en “gobernantes” y “gobernados” y de un proceso de distribución en que los beneficios de la producción y el disfrute de estos órganos exosomáticos favorecen a los que tienen más.
Los verdaderos límites del crecimiento
Para el economista rumano, el gran fracaso de la economía neoclásica fue ver los recursos minerales y energéticos como algo dado y teóricamente ilimitado. Culpó a los economistas ortodoxos de considerar que el mercado es una relación mecánica de oferta y demanda que puede equilibrarse de forma matemática (Figura 2).Si esto fuera así, ¿cómo es posible que los economistas fallen tan escandalosamente a la hora de predecir las crisis? La bioeconomía nos recuerda continuamente la base biológica del proceso económico sujeto a cambios cualitativos difíciles de predecir únicamente con herramientas analíticas; y pone en evidencia que la humanidad depende de un stock limitado de recursos minerales, desigualmente localizados y violentamente apropiados (Georgescu Roegen, 1977).
A raíz de la crisis energética de los setenta algunos autores propusieron incorporar matemáticamente esos recursos a las funciones agregadas de producción (Daly, 1997) como una forma de solucionar el dilema puesto en evidencia por el informe The Limits to Growth (Meadows et al., 1972), a lo que Georgescu Roegen (1979:97-98) objetó que ningún agente económico puede crear o destruir los materiales con los que trabaja, de esta forma el capital no puede crear la sustancia de la que está formado.
Varias características de la termodinámica como el cambio cualitativo, la irreversibilidad, la indeterminación y la escasez real se oponen al modelo mecánico del progreso económico. Y en realidad producen una imagen radicalmente distinta a la de los diagramas de oferta y demanda. La entropía mide la energía no disponible de un sistema, es decir la energía que no puede reciclarse en absoluto y se disipa como calor residual. Pero sobre todo nos muestra la irreversibilidad de los flujos de materiales. Es prácticamente imposible reciclarlos al 100% porque se necesitarían inputs de energía inmensos que, tratándose de combustibles fósiles, provendrían de la misma base material (Figura 3). Así, la humanidad tiene la distinción de ser actualmente el mayor causante de la degradación entrópica del planeta por las crecientes tasas de extracción de recursos naturales y el vertido de residuos en el medioambiente. En definitiva, producimos mejores objetos pero también mejores residuos.

Fuente: Hammond & Winnett. “The Influence of Thermodynamic Ideas on Ecological Economics: An Interdisciplinary Critique”. Sustainability, vol. 1, no. 4 (2009).
Figura 3 Versión simplificada de los flujos de energía y materiales a través de la biósfera y el sistema económico.
Es llamativa la fe ciega del ser humano en el mantra del crecimiento y en la creencia de que la tecnología podrá optimizar indefinidamente el uso de los recursos. Ante ambas cabría preguntarse junto a Óscar Carpintero (2006:207):
¿Cuál es la razón por la que los importantes incrementos de la eficiencia en el uso de los recursos no se han traducido en disminuciones del impacto ambiental? ¿Por qué en un escenario de escaso crecimiento demográfico en los países ricos y de un progreso tecnológico importante, se ha acentuado el deterioro ecológico del planeta a escala global y de las economías nacionales en particular?
Para Georgescu-Roegen (2010 (1972):17-18) “Lo que importa (...) no es sólo el impacto del progreso tecnológico sobre los recursos por unidad de PIB (Producto Interior Bruto), sino especialmente el aumento de la tasa de agotamiento de los recursos que es un efecto secundario de ese progreso”. Esta descripción coincide con el llamado efecto rebote que el economista William Stanley Jevons (1865) ya advirtió en The Coal Question y que contradice la creencia de que mejorar la eficiencia permite usar menos cantidad de un recurso, pues en realidad alienta un mayor consumo.
La arquitectura, una actividad extractiva
Ese flujo de recursos materiales en los que Georgescu-Roegen centró su preocupación científica es el que hace posible toda actividad arquitectónica. Pese a ello, nuestra disciplina trata con los materiales desde una óptica estética y estática, centrada en ensalzar el uso auténtico de los materiales a partir de sus características físicas. Sin embargo, poco o nada se habla de que la arquitectura es un agente más en el proceso de extracción, transformación y reubicación de materiales y energía. Nuestra actividad contribuye al aumento de la entropía del entorno ya que depende de abundantes recursos minerales. Piedras, arenas, yeso, gravas, cemento, acero, madera, vidrio a las que se unen los usos indirectos como la maquinaria y las tecnologías de la información con su ingente consumo de minerales. Los procesos que permiten la disponibilidad de materiales de construcción rara vez son tomados en cuenta en las fases de planificación y diseño (Malterre-Barthes, 2020).
Partimos de la premisa de que los materiales están disponibles y que la última barrera para su utilización es disponer del capital suficiente para adquirirlos y la tecnología para extraerlos, transformarlos y llevarlos a la obra. Las preocupaciones en materia de sostenibilidad priorizan el consumo energético (que en realidad tiene una base material) y han reducido la dimensión material a un mercado de certificados que aparentemente garantizan reciclabilidad o un impacto ambiental mínimo. Y con acreditar eso nos contentamos, sin cuestionar las políticas de certificación y el metabolismo oculto en los procesos de fabricación y reciclaje. Cada decisión de diseño, cada solución constructiva tiene un efecto en el flujo de materiales que provienen de la corteza terrestre, es decir, que afecta no sólo al lugar de implantación, sino que llega al sitio mismo de extracción.
Las formas de extracción y explotación de recursos son en realidad violentas y en su lugar de origen afectan a seres humanos y no humanos. No es casualidad que muchos de los reclamos de las poblaciones racializadas denuncien el despojo de tierra, destrucción de la biodiversidad, contaminación de sistemas acuáticos y deterioro de la soberanía alimentaria, que en contraste permiten el crecimiento económico en otras latitudes (Chávez, 2018).
Frente a esta realidad algunas prácticas arquitectónicas trabajan en la búsqueda de nuevos modelos de acción. Sus propuestas son aún anecdóticas dentro del panorama arquitectónico dominante y, con cierta indiferencia, se consideran algo menor, como ocurrió con las propuestas de Georgescu-Roegen. Sus ideas varían desde proponer un estado estacionario, una moratoria en la actividad constructiva, no demolición sino el reaprovechamiento del parque construido o el desmantelamiento de los excesos constructivos.
Históricamente podemos ubicarlas como continuadoras de una línea de pensamiento que advierte de los limites biofísicos del planeta y de la voracidad extractiva del capitalismo (Figura 4). Prácticas como las del colectivo belga Rotor1 que desde 2005 centra su actividad en el registro y reaprovechamiento sistemático de materiales de la industria de la construcción en línea con las ideas de Lacaton & Vassal, o del estudio madrileño n’UNDO (2017) que con su cuidado alegato “Desde la Resta” hacen una llamada a la pausa, la mesura y el dejar de hacer en arquitectura. En esa misma línea podemos situar el trabajo de Charlotte Malterre-Barthes que desde el mundo académico propone una moratoria global a la construcción, o el estudio Space Caviar (2021) con su investigación sobre la posibilidad de una práctica no extractiva y Marina Otero, Susana Caló, Anastasia Kubrak y Godofredo Pereira explorando los deseos y procesos compulsivos de extracción2, que directamente les conecta con uno de los pilares fundamentales del pensamiento bioeconómico de Georgescu-Roegen (1996:41) sobre la irreversibilidad del desgaste entrópico de los materiales y la economía de los procesos biológicos.
Es aún incierto si tales iniciativas podrán sumar la suficiente masa crítica como para que se extienda una práctica arquitectónica no extractiva o decrecentista, o si por el contrario como decía el brillante economista rumano, seguiremos sin cuestionar el crecimiento y “decididos a llevar una vida corta pero extravagante” (Georgescu-Roegen, 2007:51).