La Biblioteca Nacional de Chile es parte de una serie de edificios permanentes construidos para celebrar el Centenario de la Independencia a principios del siglo XX1. Cien años más tarde, este edificio no sólo ofrece la oportunidad de reflexionar sobre la transformación de la imagen de una nación, materializada en sus instituciones, sino también sobre la capacidad de la arquitectura de dar forma a estas ideas. Por otro lado, las bibliotecas son en sí mismas fascinantes. Mitad edificio, mitad máquina, mirar cualquier biblioteca hoy es ver la crisis del espacio, los objetos, las funciones e incluso la necesidad de una institución como esta: libros y catálogos digitales, repositorios en línea y bases de datos vuelven obsoletas las cosas dentro de este edificio y, sin embargo, ¿podría ser que sigamos necesitándolo (tanto las cosas como el edificio), ya que no es ‘sólo’ una biblioteca, sino uno de los ladrillos fundamentales de la república? Y si es así, ¿podría ser necesario repensar su arquitectura, dado que la sustancia de las bibliotecas ha cambiado radicalmente en el tiempo2?
Empresas continentales
A comienzos del siglo xix, inmediatamente después de la independencia de los Estados Unidos y la abolición de la monarquía en Francia, los países latinoamericanos escucharon el llamado republicano global y se dispusieron a producir lo nuevo. Durante varios años, todo el continente fue un laboratorio para la invención: ¿qué instituciones deberían tener estos nuevos países? ¿Cómo deberían gobernarse, organizarse y describirse las nuevas naciones? ¿De qué formas deberían relacionarse con su pasado colonial común y qué tan lejos deberían ir en el proceso de reinventarse? En la mayoría de los países de América Latina el conocimiento fue parte fundamental de esta autodefinición con la proclamación de las Bibliotecas Nacionales corriendo en paralelo a la batalla armada: Argentina establece su Biblioteca Nacional en 1810, Uruguay en 1816, Perú en 1821, Colombia y Bolivia en 1825.
El caso de Chile no es diferente: la Biblioteca Nacional fue fundada en los inicios de la nación, durante el período de Independencia (1810-1823). Si a los patriotas chilenos les tomó más de veinte años alcanzar la estabilidad política (la República se organizó entre 1823 y 1830), ya estaban bastante seguros del papel que tenía la ilustración en la constitución de una nación. En 1813, el Monitor Araucano declaraba:
(…) al presentarse un extrangero (sic) en el Pais (sic) que le es desconocido, forma la idea de su ilustración (sic) por las Bibliotecas, y demás institutos literarios que contiene; y el primer paso que dan los Pueblos para ser sabios, es proporcionarse grandes Bibliotecas (Henríquez, 1813:215).
La ilustración de la nación y una mirada cosmopolita impulsaba a estos patriotas y la forma de lograrlo fue la creación de una red de instituciones: junto con la Biblioteca Nacional se creó el Instituto Nacional de educación secundaria (1813) y, más tarde, la Universidad de Chile (1843), a lo que seguiría el establecimiento de instituciones similares a lo largo del país (Rengifo et al., 2012). En su mayoría fueron construidos sobre predecesores coloniales y a menudo literalmente, como sucedió con la mayoría de las instalaciones jesuitas en todo el país. Lo mismo ocurrió en el continente: tanto la prehistoria de un pasado colonial compartido como los objetivos utópicos, comunes y republicanos de los libertadores de América sentaron las bases para una red continental de instituciones intelectuales, conectadas al menos en sus definiciones. Todas representaban un cambio de paradigma: eran producto de un conocimiento enciclopédico, analítico e ilustrado.
Territorio y nación
En su ensayo «Las Láminas de la Enciclopedia», Roland Barthes se refiere a estas imágenes como una «estructura de información», un mecanismo de familiarización con «el mundo de los objetos» (Barthes, 1980:29). Esto es justa mente lo que hizo el naturalista, residente en Chile, pero formado en la Sorbonne, Claude Gay: en 1830 le propuso al gobierno chileno la monumental composición de una historia física y descriptiva de la recién formada nación, una completa geología y el relevamiento cabal de las actividades productivas y de la población, junto con un gabinete de historia natural. Con ello imitaba lo que habían hecho Humboldt y Darwin, pero a escala más pequeña (Sagredo, 2012). Sin embargo, era una escala bastante respetable: Gay caminó por el país durante varios años, recopilando datos y produciendo montones de información (Sagredo, 2010). Cartografías confiables que registran montañas, lagos, arroyos y ríos, y dibujos que construyen inventarios de personas, plantas y animales fueron parte de la construcción de una visión enciclopédica de la riqueza de un país emergente que más tarde se convertiría en un inventario completo, el Atlas de la Historia física y política de Chile, a venderse tanto en Europa como en Chile.
Gay no sólo recopiló la información, sino que también la identificó, nombró y clasificó, produciendo a la vez un «inventario y una definición» (Barthes, 1980:24). Esto, como diría Barthes, nunca es una idea neutral, ya que «catalogar no es solamente (…) constatar sino también apropiarse. La Encyclopaedia (y en nuestro caso, el Atlas de Gay) es un gran libro de propiedad» (1980:27). La clasificación y el inventario de la población, la flora y la fauna del territorio permitieron que las particularidades (e identidades) de una nación emergente se hicieran visibles y, una vez señaladas, las hicieron susceptibles de ser gobernadas por la nueva organización del poder. Además, el «Mapa para la inteligencia de la Historia Física y Política de Chile» de Gay (1854), a una escala aproximada de 1:2.000.000, representó por primera vez una visión total del país, ofreciendo no sólo un registro cartográfico del territorio, sino también un medio para transformar su estatus al de suelo chileno. Estos esfuerzos contribuyeron a construir el espacio de la joven república, sentando las bases de un territorio nacional tanto físico como cultural. Así, que el Atlas de Claude Gay fuera uno de los primeros artículos hecho a medida y adquirido como parte de la colección de la Biblioteca Nacional, sólo reafirma el hecho de que esas imágenes contenían no sólo una «estructura de información», sino que eran parte de una ‘infraestructura de formación’ a escala nacional. Lo que es conocido puede ser administrado; lo desconocido puede ser relevado, normalizado, apropiado y, luego, administrado.
(Infra)estructuras metropolitanas
Cien años adelante, para el Centenario de la Independencia en 1910, los chilenos de principios del siglo XX estaban preocupados por cómo conmemorar el nacimiento de la república:
La celebración del Centenario de la Independencia constituyó en Chile una oportunidad privilegiada para impulsar reformas urbanas y levantar monumentos asociados a dichas celebraciones. Su preparación comenzó con bastante antelación. Ya en 1894 se constituyó una comisión preparatoria. (...) Las transformaciones urbanas más evidentes fueron la construcción de algunos edificios institucionales y la localización de monumentos públicos (Pérez, 2017:36)3.
Uno de ellos fue la Biblioteca Nacional: la institución centenaria finalmente se materializaría con la construcción de un edificio. Hasta entonces, la institución se había alojado en cinco lugares distintos: de 1813 a 1828 formó parte de la Universidad de San Felipe (la institución jesuita que precedió a la Universidad de Chile) y estuvo ubicada en la manzana que hoy es el Teatro Municipal. La Biblioteca sólo contenía los libros donados por los primeros patriotas y la colección de los jesuitas, apropiada después de su expulsión. Manuel de Salas, su primer director, emprendió la tarea de inventariar estos primeros volúmenes que, gradualmente, se volvieron demasiados para el lugar. Luego, entre 1823 y 1834, la institución se alojó en el antiguo Palacio Real de la Aduana, construido en 1805 según los planos de Toesca en la esquina sureste de las calles Bandera y Compañía. La colección ya ascendía a 9.577 libros. En 1834 se trasladó a un edificio especialmente diseñado para albergar los 40.000 libros que ahora poseía (en la esquina suroeste de la intersección de las calles Bandera y Catedral). Permaneció allí hasta 1886, cuando se trasladó al Palacio del Real Tribunal, un edificio de 1.084 m2 y 695 metros lineales de estantería: un espacio reducido diseñado originalmente para otros fines (De Godoy, 2017).
Después de cuatro décadas en esta última ubicación, las celebraciones del Centenario ofrecieron la ocasión para un cambio. La Biblioteca Nacional surgió como una iniciativa del Departamento de Obras Públicas en 1913 con un fuerte apoyo del Presidente de la República, Ramón Barros Luco. Esta vez, el gobierno chileno estaba pensando en grande. La convocatoria del concurso transmitía la firme convicción de que los edificios públicos debían construirse en manzanas urbanas completas, lo que no ocurría con los edificios de las antiguas instituciones republicanas como el Congreso Nacional o la Municipalidad de Santiago, arrinconados en sus lotes. Entre los nuevos edificios del Centenario (que incluían el Museo Nacional de Bellas Artes, de E. Jéquier, 1905-1910; el Palacio de los Tribunales de Justicia, de E. Doyère, 1905-1911; y la Estación Mapocho, de E. Jéquier, 1905-1912), el edificio de la Biblioteca Nacional sería el más ambicioso de todos no sólo por la forma en que ocupa la grilla urbana del centro de Santiago, sino también porque conjuga tres programas diferentes: la Biblioteca Nacional, el Museo Histórico y el Archivo General de la Nación, todos en la manzana donde el convento y la iglesia de las monjas Clarisas habían estado históricamente ubicados (Valdés, 2017) (Figura 1).

Fuente: De Godoy, 2017
Figura 1 Las cinco locaciones de la Biblioteca Nacional de Chile en el tiempo. Leyenda: 1. 1813 y 1818-1823 Universidad de San Felipe, Agustinas / Mac-Iver; 2. 1823-1834 Ex Aduana, Museo Chileno de Arte Precolombino, Bandera / Compañía; 3. 1834-1886 Edificio de 2 pisos construido para la Biblioteca, Bandera / Catedral; 4. 1886-1925 Palacio Real Tribunal del Consulado, Compañía / Bandera; 5. 1925-2018 Edificio construido para Biblioteca Nacional, Alameda 651.
Sin embargo, la construcción del edificio de la Biblioteca Nacional adquiere una trascendencia que va más allá del monumento único y de su manzana: es parte de un sistema metropolitano de edificios conmemorativos que realizan una acupuntura modernizadora dentro de la ciudad en expansión, inyectando nuevas construcciones que vendrían a sostener el proyecto de nación. Siguiendo con el proceso de transformación iniciado en el siglo anterior por el Intendente Benjamín Vicuña Mackenna, esta operación es informada por una lógica hausmanniana: a una serie de travaux publics se unen «la formalización de instituciones artísticas y la institucionalización de la enseñanza de la arquitectónica a la manera beuxartiana» (Torrent, 1995:3). Las nuevas incorporaciones arquitectónicas no eran sólo edificios, sino también una forma de pensar la ciudad y de formar a sus futuros creadores4. La Biblioteca Nacional no era sólo una forma de conmemorar el centenario de la emancipación política del país, sino también el establecimiento de un aparato público cuyo objetivo era materializar un contrato social republicano, un modo de consolidar un proyecto político mediante la construcción de monumentos arquitectónicos. Lo que está en juego en la Biblioteca no es su imagen como monumento, sino la imagen del país cuyos saberes está organizando.
Edificando una institución
Sin embargo, esto es a comienzos del siglo XX y Francia ya no construía Beaux-Arts, sino un modernismo temprano. Como consecuencia, la propuesta de Gustavo García Postigo era una extraña versión de arquitectura Beaux-Arts moldeada en hormigón - el primer edificio público de hormigón de Chile, aunque absolutamente estándar5 y retrógrado6. Después de colocada la primera piedra el 23 de agosto de 1913, la construcción del edificio tuvo tres etapas: la primera, el ala principal, inaugurada en 1929, que afirmaba la importancia del nuevo principal eje urbano7, luego, el ala oriente (el Museo Histórico), inaugurada en 1939, para, finalmente, estar completo recién en 1963 con el ala norte, diseñada ya de una manera menos ornamentada. Debido a la obvia disonancia retrospectiva generada por la construcción de un edificio de hormigón siguiendo un lenguaje Beaux-Arts a principios del siglo XX, la Biblioteca Nacional ha sido blanco de varias críticas, siendo la más aguda la de Horacio Torrent. Esta es clara: «la transferencia simbólica operada mediante el transporte de los arquitectos académicos a tierras sudamericanas (...), vaciaba (la propuesta arquitectónica de la Biblioteca Nacional) de contenido» (Torrent, 1995:5). Sin embargo, la falta de un sentimiento de responsabilidad hacia el estilo por parte de García Postigo tenía un potencial: la falta de ‘contenido’ arquitectónico sólido sólo indicaba un cierto pragmatismo que podía resultar en un espacio para la invención, no sólo arquitectónica, sino cultural.
Porque, ¿qué es una biblioteca? Un contenedor de la memoria. Un contenedor de conocimientos, un contenedor (tal como afirma Alain Resnais en su película Toute la mémoire du monde, de 1956). Si la crítica de Torrent apunta al lenguaje arquitectónico vacío del edificio, la película de Alain Resnais nos redirige no a la estética, sino al funcionamiento de la biblioteca - a la Biblioteca Nacional de Francia de Labrouste, una especie de Teatro de la Memoria moderno, una máquina que ayuda a amplificar la mente de la humanidad (Yates, 1966). Entonces los ojos deben atravesar las fachadas del edificio y enfocarse en los interiores8.
Si una biblioteca nacional es el depósito de la producción literaria de una nación, un signo de la ilustración de su pueblo, uno tiene que mirar cómo y qué almacena la biblioteca. El problema de la biblioteca entonces no es tan distinto al del arca de Noé, el baúl flotante diseñado por Dios (y ejecutado por Noé), donde - como afirma Hubert Damisch en su texto sobre el Arca en la Enciclopedia de Diderot - el problema central no es teológico, sino de almacenamiento (Damisch, 2016). Como señala Damisch, el artículo del Abbé Mallet sobre el ‘Arca’ muestra cuán desconcertante era evaluar (tanto en la época de Noé como ahora) «la capacidad del arca (...) considerando lo incompleto de los listados de animales existentes por entonces, especialmente en las regiones aún inexploradas del mundo y, por tanto, lo imposible de determinar las dimensiones de la nave ‘en relación con su función’ con cualquier grado de precisión mayor que el de las Escrituras» (Damisch, 2016:119). ¿Cómo calculó García Postigo el tamaño de los depósitos de la Biblioteca Nacional de Chile cuando estaba diseñando no sólo para su tiempo, sino para la eternidad de una nación? ¿Cómo lidió con el dictum de Diderot (1779:635) «el propósito de la Enciclopedia (y en nuestro caso, de la Biblioteca) es reunir el conocimiento existente sobre la faz de la Tierra, explicar su organización general (...) y transmitirla»? Si, como sugiere Torrent, la propuesta de García Postigo es simplemente el resultado de ajustar el edificio a la manzana (Torrent, 1995:3), debe agregársele otro problema: el hecho de que en 1925 se aprobara un proyecto de ley de depósito legal, que se sumaba al decreto de 1820, que obligaba a las imprentas a depositar a partir de ese momento una copia de cada libro, revista o periódico publicado en el territorio nacional, función que continúa hasta nuestros días. El problema del arca de Noé se convierte así en el de la torre de Babel: una estructura en constante crecimiento destinada a colapsar (Ulloa, 2017).
La arquitectura del interior
El proyecto de García Postigo toma posición: diseña no uno, sino dos edificios de depósitos iguales que resultan en las únicas dos estructuras realmente consistentes con el material y la lógica constructiva del edificio (Figura 2). Dos depósitos de hormigón ubicados uno a cada lado del eje principal norte-sur de la Biblioteca: uno para las publicaciones chilenas y otro para publicaciones en general (Díaz, 2017). Este parti organiza el conocimiento en dos categorías distintas, mutuamente excluyentes pero complementarias, que miden exactamente lo mismo y que se enfrentan cara a cara: Chile y el resto del mundo. Por otro lado, los depósitos de hormigón, que asemejan una fábrica, también determinan la manera en la que los libros se organizan en el espacio: rechazando el recientemente creado sistema decimal de Dewey, la Biblioteca Nacional de Chile inventa un sistema propio, uno donde los libros encuentran su lugar de acuerdo con el momento de adquisición y, aún más importante, de acuerdo a su tamaño. La arquitectura del interior es entonces lo que determina la forma en que se organiza la memoria del mundo: dentro de los depósitos (una planta libre isotrópica, homogénea y estandarizada), la estructura de las estanterías se basa en una grilla de 3,48 × 3,48 m, espejada a cada lado por un corredor de 1,4 m de ancho. La altura de piso a techo es de 2,27 m, dada por la combinación de la altura mínima habitable (que alberga siete estantes de hierro fundido de 30 cm de altura) y la altura máxima de acuerdo con las medidas antisísmicas: un orden lógico, derivado de razones puramente técnicas, para un sistema de almacenamiento óptimo. Tal ciencia para la organización de una biblioteca, hecha a medida, propone una cosmovisión general y particular.

Fuente: Valdés, 2017
Figura 2 Estado actual de la Biblioteca Nacional de Chile, junto al edificio del Archivo Nacional.
Esta posición premoderna (donde las particularidades reinan sobre la estandarización) se refleja en los interiores más palaciegos de la Biblioteca. Así como los interiores retratados en las láminas de Diderot, estos están construidos principalmente de madera, rechazando los materiales dominantes del mundo moderno: vidrio, metal y plástico. Parafraseando a Barthes, «es la madera la que domina en este gran catálogo»; la máquina amplificadora sigue siendo artesanal, de la cual «el hombre (...) participa (...) de una manera activa y sutil», creando un mundo operado por las manos, donde no hay «ningún lugar escondido (resorte o cofre) que oculte mágicamente la energía» (Barthes, 1980:28-29); un mundo en el que reinan las manos, lo que reafirma constantemente la familiaridad del hombre con los objetos sobre los que opera. Las salas que activan la maquinaria - las que hacen uso de los depósitos - están talladas o revestidas en madera, adoptando el esplendor de la riqueza Beaux-Arts. Si en la biblioteca de García Postigo la lógica del interior se complementa con tubos neumáticos, tecnologías modernas de calefacción y una conexión de vanguardia con los sistemas de infraestructura metropolitanos (Irarrázaval, 2017), esta es la única contradicción que este edificio podría encarnar.
Pero las salas de madera no sólo hacían referencia a un pasado mayor, común a todos los hombres libres (aquel de las instituciones republicanas francesas que esta joven república citaba libremente). Las salas de la Biblioteca también registraban el terreno más bien abstracto del conocimiento de un modo literal.
Cuando la Biblioteca Nacional abrió sus puertas, las protagonistas fueron una serie de «salas-catálogo» (Solervicens, 2017) diseñadas con el propósito de albergar determinadas colecciones de intelectuales prominentes, como la sala José Toribio Medina y la sala Diego Barros Arana. También había otro conjunto de salas temáticas: la sala Italia, la sala Argentina, la sala Norteamericana, la sala Francia, la sala Británica y la sala Alemania, que contenían colecciones donadas por embajadas, países e instituciones y que revelan un protomapa de conexiones políticas y económicas. Esto no carece de precedentes: Diderot describió el proyecto de la Enciclopedia como una cartografía mundial que muestra las posiciones e interdependencias entre países. El conocimiento se organiza primero de acuerdo a diferentes artículos a la manera de ‘mapas individuales y altamente detallados’, mientras que la Enciclopedia en su conjunto se convierte en un mundo definido por las relaciones entre estos ‘lugares diagramados’ (Lavin, 1994:188). D’Alembert, por su parte, definió el conocimiento mediante metáforas como ‘un vasto océano’, ‘un laberinto’ o ‘el mundo’, como señala Lavin. Todos estos son intentos de dar al conocimiento un lugar concreto. La biblioteca se concibe como un imago mundi, una representación del mundo en el edificio, continentes y territorios materializados en una construcción única (Figura 3).
La naturaleza cambiante de los interiores de la Biblioteca refleja así la naturaleza del esfuerzo por capturar un territorio. Cuando Claude Gay pretendió reunir un conocimiento total del país no sólo se enfrentaba a los volcanes en erupción, sino a la pura imposibilidad de los objetivos de la Ilustración: en el caso de la Enciclopedia, de «reunir el conocimiento existente sobre la faz de la Tierra» (Diderot & D’Alembert, 1779); en el caso de la biblioteca, de contener «toute la mémoire du monde» (Resnais, 1956).
El catálogo y el lugar del conocimiento
Pero, ¿dónde reside el conocimiento en una biblioteca? Los bibliotecarios de la Biblioteca Nacional de Chile cuentan la historia de cómo, cuando varios libros fueron prohibidos durante la dictadura de 1973-1989, nunca los removieron, sino que sólo desaparecieron su ubicación del catálogo9. Las hojas de papel que contenían la posición en las estanterías de los libros prohibidos se mantuvieron ocultas, lo que mantuvo los libros invisibles hasta el regreso a la democracia en 1990. La lógica organizativa hecha a medida, según altura y momento de la adquisición, imposibilitaba la navegación por los estantes, de manera tal que los libros no necesitaron ser movidos: su invisibilidad fue permitida por el sistema que los organizaba. Al igual que el «Atlas» de Borges o su «Emporio celestial de conocimientos benévolos» (Borges, 1999:229-232), las estanterías de la Biblioteca Nacional desarman los «hitos familiares del pensamiento » (Foucault, 1966) y otros sistemas de clasificación más convencionales con una lógica pragmática e incluso ‘aestructural’. Al igual que la Enciclopedia china imaginada por Borges, la taxonomía que el edificio de la Biblioteca Nacional propone para las estanterías también conduce a un tipo de pensamiento sin espacio ni lugar, pero cargado de «caminos enredados, lugares extraños, pasajes secretos y comunicaciones inesperadas» (Foucault, 1966). Si las bibliotecas no sólo organizan objetos y funciones en el espacio, sino que también reflejan y construyen una identidad cultural nacional, esta Biblioteca produce no una visión estándar del mundo, sino una muy particular.
La institución que fuera parte de un esfuerzo continental para la construcción de la identidad nacional en el siglo XIX (que involucraba la descripción y organización de cosas, personas y conocimiento) ayudó a consolidar la idea de lo que era el territorio nacional, sosteniendo una imagen de la especificidad de la nación y posicionándola dentro de una visión del mundo y un lenguaje compartido. Si el inventario era una condición previa para el conocimiento territorial, la apropiación era el requisito para gobernarlo: la Biblioteca Nacional, el lugar donde el conocimiento se almacenaba en forma de mapas, dibujos y escritos, era un repositorio tanto de descripción como de proyecto. Con ello, estaba destinada a albergar una paradoja irreconciliable: tenía que albergar toute la mémoire du monde, pero limitada y encerrada por la arquitectura. Esta paradoja, junto con el hecho de que cien años después de la construcción de este edificio el status del libro ha cambiado debido a la revolución digital, ha empujado la tipología hacia nuevos horizontes de debate. Los propios objetos que este edificio conserva y protege están bajo escrutinio. Si bien esto parece sugerir que la Biblioteca podría volverse redundante, sigue siendo uno de nuestros ladrillos republicanos. La contradicción entre el edificio y la institución abre la posibilidad de una crítica multiescalar y polifónica de la arquitectura y sus deficiencias y capacidades para materializar ideas.