El año 2000, antes de la era #MeToo y de la llamada cuarta oleada del feminismo, uno de mis trabajos era la producción editorial de ARQ. Si bien la revista estaba dirigida por una mujer (Montserrat Palmer), escasamente había publicado obras construidas por arquitectas chilenas1. En paralelo, tras cinco años de ayudantías y otros tres de apoyo en cursos diversos finalmente lograba mi primera cátedra independiente en la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Chile, el llamado Taller de Investigación de tercer año, de carácter optativo. Su objetivo central era (y sigue siendo) desarrollar un ejercicio acotado de investigación disciplinar, donde el trabajo ha de adquirir una dimensión colectiva (usualmente dada por una temática común desarrollada a partir de casos ejemplares) y ha de inscribirse dentro de un esfuerzo colaborativo de investigación sobre la arquitectura, el urbanismo y el paisaje en Chile.

Revista Auca 6-7 (ago.1966)
Figura 1 Jaime Besa, Hilda Carmona Low. Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, Campus San Joaquín UC, Santiago, 1961. En la leyenda sólo se menciona a Besa como autor.

Eduardo Waissbluth
Figura 2 Abraham Schapira, Raquel Eskenazi, León Messina. Edificio Ultramar, Viña del Mar, 1965
En ese entonces ya tenía una inquietud incipiente (y precaria) por los estudios de paisaje, pero me rebelaba a profundizar en ellos por el prejuicio vinculado a su supuesta exclusiva asociación como un área de conocimiento de plantas y flores y, por tanto, perteneciente al ámbito femenino. En los mismos términos, me inquietaba que al momento de revisar publicaciones destinadas a reseñar a los causantes - entiéndase personajes y obras - de la materialización de la arquitectura en Chile la presencia de arquitectas apareciera disminuida, aun cuando a simple vista el ingreso a los estudios profesionales ya se acercaba a una proporción de 1:1 entre hombres y mujeres.
Sin ir más lejos, en la reseña más completa que estimo se ha escrito hasta ahora sobre la producción arquitectónica nacional, al menos entre 1925 y 1965, Humberto Eliash y Manuel Moreno sólo nombran a siete profesionales activas: Inés Frey Bruggemann, Montserrat Palmer Trias, Yolanda Schwartz Apfel, Angela Schweitzer Lopetegui, Margarita Pisano Fisher, Iris Valenzuela Alarcón y Ana María Barrenechea2. Frente a este panorama, propuse un taller que indagara y develara sistemáticamente las obras de un grupo de mujeres durante el señalado período de tiempo. Esto a partir de la creencia, o porfía, de que tal producción en algo había aportado al desarrollo de la arquitectura moderna en Chile, respondiendo así a las demandas de transformación urbana en base a nuevos parámetros y experimentos arquitectónico-institucionales y habitacionales, de esparcimiento y recreación.

Arturo Lyon
Figura 4 Gabriela González, Edmundo Buddemberg. Escuela de Medicina de la Universidad de Concepción, Concepción, 1946.

Ariel Chiang
Figura 6 Yolanda Schwartz. Anteproyecto Concurso. Remodelación Bellavista (mención honrosa), Valparaíso, 1969.
Con el fin de ordenar y acotar el trabajo, establecí como punto de partida tres principios para la búsqueda de antecedentes: primero, usar el libro Arquitectura y Modernidad en Chile 1925/1965: una Realidad Múltiple (1989) como base temática de los distintos momentos que caracterizaron la implementación de la arquitectura moderna en nuestro país; segundo, reducir la selección de los posibles casos de estudio al mismo período de tiempo propuesto por Eliash y Moreno; y, tercero, limitar el campo de estudio a las licenciadas de las universidades de Chile y Católica, considerando que ya proporcionaban 89 y 18 nombres, respectivamente.
Si bien las temáticas de género no fueron entonces parte de mi repertorio, he de admitir que no fue fácil abordar el taller al surgir de parte de los estudiantes una cierta reticencia inicial al desarrollo del ejercicio, dada la dificultad de reconocer a alguna líder entre los arquitectos chilenos. Y, objetivamente hablando, se trataba de una inquietud válida ante la incapacidad de establecer si las mujeres son capaces de producir una obra que les permita convertirse en una suerte de ‘maestro’ para sus pares, quienes, sin duda, necesitamos de ciertos parámetros accesibles y medibles para desarrollar una profesión basada en la intuición del diseño y que se enseña atribuyéndole a tal acto el mismo grado de relevancia (aun cuando quien haya formado una oficina profesional sabe cuántas otras herramientas se necesitan para sobrevivir en el rubro). Reivindicar al género dentro de un ‘Star System’ establecido sobre lo que debiera ser definido a modo de consenso como buena arquitectura no podía estar más alejado de mi pretensión inicial que era identificar, objetivamente, posibles roles de las arquitectas a partir del reconocimiento de una obra persistente en el tiempo. En otras palabras, mi pregunta era, simplemente y parafraseando a Eliash y Moreno, si realmente la arquitectura del Chile entre 1925 y 1965 constituyó una ‘realidad múltiple’ en términos de quienes construyeron dicha modernidad.
Metodológicamente, primero se identificaron 27 arquitectas del listado original de 107 mujeres, considerando si sus antecedentes biográficos o documentales podían ser accesibles3. Luego, los estudiantes Fabiola Carreño, Ariel Chiang, Gonzalo Claro Riesco, Carolina Contreras, Arturo Lyon Gottlieb, Camila Martin, Ismael Rengifo Streeter, Pablo Ropert, Daniel Rosenberg, Ronald Ruiz, Patricia Silva, Macarena Vergara, Eduardo Waissbluth y Angélica Zabala Núñez seleccionaron dentro de aquel grupo inicial a aquellas profesionales con más de dos obras construidas y se abocaron a establecer un relato profesional-biográfico de las mismas, incluyendo estudios, influencias, viajes, publicaciones, obras y proyectos, situándolos dentro de un contexto histórico de desarrollo de la arquitectura moderna en Chile y esta, a su vez, en un contexto mayor4.
Como resultado de un trabajo que terminó siendo en extremo entusiasta, fue posible distinguir a Raquel Eskenazi Rodrich al interior de la oficina Schapira-Eskenazi-Messina como agente clave en la definición del borde costero moderno de Viña del Mar y en la incorporación del balcón como un espacio intermedio en la comuna de Providencia. A Margarita Pisano Fisher, quien junto a Hugo Gaggero materializó una versión local de la propuesta ‘wrightiana’ en su casa de Pedro de Valdivia Norte. A Inés Frey Bruggemann (actuando de manera independiente o con su marido, Santiago Aguirre) en la construcción de dos interiores modernos en viviendas santiaguinas y de nuevas arquitecturas estructurales en el Concepción posterior al terremoto de 1939. A Luz Sobrino Sánz, operando en esa misma ciudad, con una producción y operación de relleno de la trama urbana en más de 80 obras construidas. Los alcances de la formalización de los postulados sociales de la modernidad en el proyecto Parque Inés de Suárez de Ana María Barrenechea y equipo, en la innovación tecnológica de la Escuela de Medicina de la Universidad de Concepción de Gabriela González de Groote y Edmundo Buddemberg y en la experimentación con el lenguaje del movimiento metabolista en los concursos de fines de los años 60 desarrollados por Yolanda Schwartz Apfel. O el papel de esta última en la simbiosis mobiliario-estructura para su vivienda en el municipio de La Reina. La transferencia tardía de Victoria Maier Mayer de ideas modernas al ámbito local dos décadas después de su viaje a Viena en 1930. O las opciones de comprensión del proyecto de paisaje como una síntesis resultante de la articulación de procesos de urbanización y sistemas naturales en las propuestas de Hilda Carmona Low y Jaime Besa para la Facultad de Ingeniería en San Joaquín y en dos loteos en la comuna de Vitacura, siempre en Santiago.
Me parece que esta breve descripción es un testimonio real de los papeles desarrollados por Barrenechea, Carmona, Frey, González, Maier, Pisano, Schapira, Schwartz y Sobrino en la construcción de la arquitectura moderna en Chile al representar ámbitos de acción profesional que hasta hoy persisten como tradicionales del género: el ejercicio de actividades docentes o de investigación y de cargos públicos - aunque con escasa presencia en jefaturas - y un accionar en el ámbito privado, la mayoría de las veces dentro de un sistema no autónomo, vale decir, asociadas a algún familiar o como parte de un equipo mayor.
Dieciocho años después de la realización del taller de investigación, y enfrentada al ejercicio autoimpuesto de revisar los primeros 99 números de revista ARQ bajo los mismos parámetros usados en el 2000, me atrevo a creer que usted - lector y lectora - podría manifestar algún grado de sorpresa. Si bien pareciera que el nuevo siglo ha traído consigo una apertura frente al necesario reconocimiento de la participación femenina en la esfera profesional, mi revisión demuestra lo contrario. Si excluimos las publicaciones de proyectos de final de carrera y/o de resultados de taller, obras fuera de Chile, participación en montajes y/o exposiciones efímeras, ensayos, entrevistas y/o análisis críticos (y obras de quien fuera editora de la revista hasta el 2010), sólo es posible identificar siete nombres con más de dos obras distintas construidas localmente5.
La primera referencia bajo estos parámetros aparece en 1994 con Paulina Courard, quien, a través de la propuesta de parques y paseos urbanos desarrollados en el marco de la práctica Teodoro Fernández Arquitectos, se ha convertido en un agente silente en la construcción de la disciplina de la arquitectura del paisaje en Chile6. Algo similar podría plantearse en el caso de Myriam Beach en la labor desarrollada junto a su marido Alberto Montealegre, sin embargo, sus contribuciones efectivas a la discusión del rol del proyecto de paisaje quedan sintéticamente plasmadas en apenas un número de 19967, situación análoga a la de Margarita Murtinho y María José Castillo en las experimentaciones asociadas a la habitabilidad en altura desarrolladas a principios de los años ’90 junto a Francisco Vergara8. Les siguen Antonia Lehmann Scasi-Buffa, la única en recibir junto a su marido, Luis Izquierdo Wachholtz, el Premio Nacional de Arquitectura y quien ha sido excepcionalmente reconocida como individuo operativo en una práctica conjunta de más de tres décadas gracias a la construcción de múltiples edificios institucionales y de vivienda, además de un centenar de casas unifamiliares9. Cecilia Puga Larrain, por su parte, es plasmada en su persistente capacidad de develar la solidez de la estructura y materialidad de la obra en una práctica poco habitual, al menos según estándares ARQ: mayoritariamente independiente o, usualmente, liderando equipos10. Finalmente emerge Piera Sartori del Campo, quien junto a su marido, Mario Carreño Zunino, ha desarrollado en la última década una práctica consistente y vinculante entre emplazamiento, presupuesto y construcción de una relación de continuidad entre el espacio interior y exterior11. Interesantemente, Sartori no ha necesitado una acción reafirmativa de su rol debido al reconocido desempeño en el ámbito de diseño que ambos tuvieron en su paso por Lo Contador.
Es cierto que toda publicación tiene un sesgo editorial, más aún en el caso de una revista que ha buscado posicionarse como ‘el’ organismo de difusión de la arquitectura chilena. A través de la diseminación de un cierto rango de debates ideológicos asociados, por ejemplo, a la inequidad en la distribución urbana de clases, a la gentrificación y a las políticas de vivienda, en los últimos años ARQ ha intentado redefinir el oficio de la arquitectura. También ha buscado influir en la repartición del peso específico del diseño en la enseñanza al discutir, por ejemplo, las responsabilidades sociales de los profesionales chilenos y al proponer una alineación de la práctica con nuevas tecnologías.
Sin caer necesariamente en soluciones facilistas (como una eventual compensación equitativa de páginas según género), me manifiesto expectante a la posibilidad de producir un acercamiento a un grupo escasamente representado en cien números publicados. Si volvemos a los cuestionamientos de mis estudiantes del año 2000, quizás se podría reflexionar no tanto acerca de las causas de la invisibilidad, sino más bien sobre las consecuencias de una participación silenciosa en la materialización de la arquitectura chilena12. Tal ausencia ha generado, por ejemplo, prejuicios dentro del mismo género, a ratos convencido de que los liderazgos pueden encontrarse únicamente en la gestión administrativa de oficinas profesionales, en la producción del ámbito doméstico o en las llamadas labores paisajísticas (sin ir más lejos, considere la opinión juvenil de esta autora). Y si evaluamos nuestra propia evolución y accionar en el contexto local, sin duda vamos a encontrar experiencias discriminatorias dolorosas causadas por quienes son incapaces de manejar su supuesto poder o respetar a quien no ha sido ensalzado como gurú por sus pares. Quizás, entonces, alguno de los siguientes cien números de esta revista podría arriesgarse a producir críticas de alto nivel sobre la obra de arquitectas, independiente de su vínculo profesional, y así empezar a discutir el interés del trabajo realizado y su aporte, modesto pero real, a la transformación de la arquitectura en Chile.

ARQ 45 (julio, 2000): 17-20
Figura 8 Edificio Manantiales. Luis Izquierdo, Antonia Lehmann, José Domingo Peñafiel, Raimundo Lira, 1999.

ARQ 70 (diciembre, 2008): 50-55
Figura 9 Galería Patricia Ready. Luis Izquierdo, Antonia Lehmann, Mirene Elton, Mauricio Léniz, 2008.

ARQ 95 (abril, 2017): 118-125
Figura 11 Gimnasio Municipal de Salamanca. Mario Carreño, Piera Sartori, 2016.

ARQ 28 (diciembre, 1994): 32-33
Figura 13 Casas Museo de Lo Matta (Concurso, primer premio). Luis Izquierdo, Antonia Lehmann, 1994.

ARQ 26 (mayo, 1994): 11-15; ARQ 34 (diciembre, 1996): 44-45
Figura 15 Parque Inés de Suárez. Teodoro Fernández, Paulina Courard, 1993.