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Acta literaria

versión On-line ISSN 0717-6848

Acta lit.  n.26 Concepción  2001

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482001002600002 

Los bárbaros en el Reino de Chile
hacen ganchillo
*

Mario Rodríguez F.


Universidad de Concepción

I. LA GUERRA

El estrépito, los alaridos de las victorias, los lamentos de las derrotas, la mucha sangre derramada en el enfrentamiento de españoles y araucanos crearon el mito de la guerra heroica que obscureció "otra guerra", la que proviene del ejercicio del poder como guerra continua, una guerra silenciosa, entendida como la relación de fuerza permanente que organizó las formas sociales de la Colonia.

Este fondo imborrable de todas las instituciones que regían en el reino de Chile es expresado por un discurso histórico-político, un nuevo discurso que nace con la conquista y expulsa al jurídico-filosófico medieval imperante en la península, construido en torno al modelo de la antigüedad clásica que concebía la historia como el triunfo de la ley.

Los discursos clásico y medieval suponían que existía un orden ternario o una pirámide de subordinaciones, suposición que fue rechazada por el nuevo discurso que expresaba un binarismo irreductible de fuerzas constantemente en pugna.

La naturaleza dividida del orden social explica que el sujeto que habla en el discurso histórico-político colonial sea un sujeto fundamentalmente beligerante. El pretende crear una verdad ligada siempre a una relación de fuerza, a un foco de poder; erige una verdad arma que produce un desgarramiento de una posible verdad jurídico-filosófica que había tratado de imponer el legislador clásico o el historiador medieval, como Alfonso X el Sabio, que se situaba entre los campos en lucha como personaje de la paz y el armisticio.

Núñez de Pineda, el padre Alonso Ovalle, González de Nájera, Juan Falcón, Diego Rosales y tantos otros cronistas coloniales, siempre están forzosamente de un lado o del otro, el de los cronistas verdaderos contra los mentirosos, el del que cuenta la historia, el del que conjura el olvido, contra otro que difama, que clausura la memoria, que oculta la verdad. Se trata de relatos enzarzados en una batalla permanente (que expresa la guerra perpetua que atraviesa la sociedad), que trabajan por una victoria determinada que implica la sobrevivencia misma del sujeto como actor social. Por ello el discurso nunca es el de la totalidad, sino siempre una parcialización de los acontecimientos, aunque se crea penetrar en la razón verdadera de ellos, como sucede en el Cautiverio feliz:

¿Cómo
puede en paz este reino conservarse, ni esta conquista tener dichoso asunto, ni la guerra dejar de ser sangrienta y dilatada, si al contrario se estila y se acostumbra en sus gobiernos? ¿Cuántos de los que han venido a gobernar a Chile, solicitan conveniencias públicas y la opulencia de los que son sus súbditos? Algunos se han reconocido en otros tiempos, y por desdicha nuestra y plaga universal de nuestras Indias, fueron sus años cortos y limitados sus días, así por fatales accidentes como por interinarias mudanzas, que son perjudiciales al gobierno, si en él sus medras se van reconociendo más, en lo común y general ¿quien hai que no desnude a los ricos de sus bienes, y a los pobres les quite aun la sangre de sus venas? Estos son los más ciertos enemigos, y los que con afecto solicitan del reino las ruinas y las guerras las hacen dilatadas (Cautiverio feliz, pág. 16).

La visión totalizadora, propia del discurso filosófico-jurídico de la antigüedad, es relativizada por la insistencia en solo un punto de vista, eminentemente político, que parcializa interesadamente la causa de la guerra: la plaga universal constituida por los malos gobiernos.

La consecuencia más importante reside en que el narrador llega al convencimiento de que existe una guerra interna, perpetua, en el bando español que explica la guerra externa, dilatada. No de otro modo puede entenderse la afirmación que los "más ciertos enemigos son aquellos hispanos que desnudan al rico y chupan la sangre de los pobres. Aquí está presente la idea de una guerra política interna que nos llevará a concluir que la política retratada en los textos coloniales es la continuación de la guerra por otros medios.

Por lo tanto, no estamos frente a relatos del armisticio y la paz, como lo eran los del discurso de la antigüedad, apegados a una verdad jurídica que estaba por encima de los intereses políticos o de bandos.

Por el contrario, los narradores beligerantes de la historiografía colonial (presentes con la misma intensidad en los discursos épicos de Arauco domado y Purén indómito) consideran que la verdad se despliega siempre a partir de una relación de fuerza que desequilibra las simetrías y hace que la verdad se incline siempre a un lado o al otro.

La contradicción de los relatos se acentúa cuando escriben acerca de una consecuencia dramática de la guerra: el cautiverio de españoles entre los araucanos. Para el autor de el Desengaño y reparo de la guerra de Chile, las historias de los cautiverios devienen pruebas irrefutables de la perversidad de los bárbaros más crueles del mundo (Triviños 2000:96-97).

En tanto para Núñez de Pineda en el Cautiverio feliz: "Los indios no son de tan malos naturales como algunos los hacen pues"..."reconocen lo bueno, reverencian lo honesto y se apiadan de los afligidos (Cautiverio, pág. 357).

Tenemos así relatos de "finezas bárbaras" que se oponen a "relatos de crucifixión (literal o simbólica) de los cautivos reducidos a un "estado muchísimo peor que el de los israelitas en Egipto (Triviños 2000).

Por debajo de la oposición hay rasgos comunes que nos sitúan en la tesis que estamos desarrollando. Ambos tipos de relatos se esfuerzan por partir de una intelegibilidad general de los hechos, que persiste como un remanente del discurso anterior (del clásico, medieval). La intelegibilidad alcanza un abanico amplísimo que va desde el providencialismo hasta la corrupción política de los gobernadores, pero termina siempre en el verdadero fondo del que se ha llamado discurso histórico-político: "La explicación por abajo" (Foucault 2000: 59).

Los relatos de cautiverios infelices son un ejemplo clarísimo del discurso histórico que elige "la explicación por abajo. Ella es un tipo de explicación histórica que para alcanzar algunas reflexiones sobre el sentido de los hechos parte por contar "casos", episodios, en que predomina la confusión de las violencias y de las pasiones; en la que la oscuridad de los azares se confunde con las contingencias más menudas. Los cautiverios son un entrecruzamiento de cuerpos que niega las normas; el sufrimiento se mezcla con pasiones incontroladas, se desatan tecnologías confusas de aindiamiento de cuerpos europeos que pugnan por trasladarse a las almas, como sucede en los casos narrados por Jerónimo de Quiroga y rescatados por Triviños: "Yo conocí muchas señoras (españolas) de éstas, mucho peores que los indios, tan desesperados cuando al cabo de treinta o cuarenta años las sacaron del barbarismo, que bramaban por volverse a él"..."quiera Dios que no hayan peligrado sus almas, que ésta es la única miseria" (Memorias, 1979: 284-287).

El relato nos enfrenta a una verdad brutal: las cautivas españolas no deseaban volver a vivir entre los hispanos. Las explicaciones que la crítica contemporánea ha dado a estas actitudes son muchas, desde el "síndrome de Estocolmo", propuesto por Anadón, pasando por la resignación y el acostumbramiento de los que habla Alberto M. Salas, hasta la sugerente propuesta de Jaime Concha, del "milagro cultural". Pero más que las elucubraciones nos interesa la existencia del hecho en bruto y el esquema de explicación que se va tejiendo a partir de él. Hay un eje discursivo en cuya base existe un conjunto de pasiones, furores y gestos al desnudo, que desde una explicación "por arriba" se pueden calificar como expresiones de una irracionalidad primitiva, de una animalidad (bramidos) incontrolada. Sin embargo, allí resplandece la verdad. A medida que ascendemos por el eje del discurso, vamos encontrando explicaciones cada vez más elevadas, una racionalidad creciente que se podría definir como la del cálculo, la artimaña, la estrategia para demostrar la superioridad de una raza sobre la otra. Una racionalidad que a medida que se acrecienta es cada vez más intolerante, más ligada al poder, como se puede apreciar en los textos de Ovalle, González Nájera, Arias de Saavedra. De lo cual se deduce que la verdad está al lado de la irracionalidad y del hecho en bruto, mientras que la quimera y la mentira residen en la razón. Inversión notable del discurso histórico que privilegiaba la racionalidad ligada a lo justo y al bien para separarla de los azares y la violencia vinculados siempre al error.

Ahora la paradoja tremenda que se desprende de la inversión es que el discurso que abomina del indio dice mejor la verdad de la brutalidad de la guerra y del racismo, si logramos penetrar a través de sus artimañas, que el otro tipo que se le opone, el relato de cautiverios felices.

Aceptar esta idea implica despojarse de las ideologías que conducen a una valoración ética de los discursos: los verdaderos vs. los falsos, los mitificadores vs. los humanizadores, etc., y abrirse a la otra idea. Lo que se juega aquí no es lo justo o lo injusto, sino el poder.

Los cautiverios felices son una suerte de oxímoron, niegan lo que afirma el estatuto mismo del discurso utilizado (el histórico-político): la superioridad de una raza. Para ello se recurre a un esquema ideal, la voluntad de Dios, la ley natural, principios fundamentales de humanidad. Se trata de buscar en medio de la relatividad de la historia el absoluto de la ley, de la verdad cristiana, ocultando que bajo los formulismos legales de los filósofos y padres de la iglesia, continuamente citados, resuenan los rencores de una guerra de razas, gritos de victoria y de derrota, revelando que la sangre aún no se ha secado en los códigos. El autor del Cautiverio repite una y otra vez que el principal blanco a que se encamina su discurso es dar las razones del porqué de la dilatación de la guerra con los araucanos (en donde su cautiverio entre los indios será un fundamento para explicar las causas del conflicto); hará patente las verdades, apuntando a un fin político, con lo que queda apresado en las redes de ese naciente discurso histórico que, a fines del siglo XVI, considera que el cuerpo social se divide en dos polos en perpetuo enfrentamiento. Hablando de la guerra con los bárbaros está hablando de otra guerra más importante: la interna que asola el cuerpo social del reino de Chile y que explica la continuidad de la guerra externa.

Se trata de una contrahistoria de la clásica, que fractura la continuidad de la gloria, que pone de relieve que la luz del poder, su deslumbramiento, no solidifica la sociedad colonial y la mantiene, por consiguiente, en orden, sino la divide iluminando al grupo que maneja el poder y dejando en la sombra a quienes lo resisten o lo padecen. La contrahistoria va a hablar desde esa sombra de quienes no han podido alcanzar la gloria o la han perdido. Para el autor del Cautiverio el poder es injusto porque ha decaído en sus más claros ejemplos, las capitanías de los que gobiernan, pero también, porque no le pertenece.

Por ello su discurso, como el de los llamados "relatos de fracaso", es el acto de tomar la palabra para salir de la sombra. Como escribe Foucault definiendo la contrahistoria: "Salimos de la sombra, no teníamos derechos ni gloria, y precisamente por eso tomamos la palabra y comenzamos a decir nuestra historia" (Foucault 2000:72).

Ahora, como estos relatos hablan tanto de desdichas, de exilios, de servidumbres como de milagros, se aproximan acentuadamente al discurso bíblico. Sabemos que la Biblia, a partir de fines de la Edad Media fue el arma de la crítica moral y política contra la ley injusta y la gloria inmerecida. Desde su primer capítulo el Cautiverio nos instala en una suerte de ruptura profética aproximándose a formas religiosas de escritura que expresan la perdición de los hombres y del reino. El discurso histórico en vez de narrar la gloria de los conquistadores se dedica a hablar de las desdichas de los tiempos presentes, desgarrando el cuerpo social, tal como lo había hecho el relato hebreo bíblico:

¡O
como se deben echar menos aquellos antiguos tiempos, cuando los escritos ociosos, fantásticos, quiméricos y fabulosos hallaban príncipes superiores que los sepultaban, y con severidad majestuosa castigaban a sus dueños, y las verdades las colocaban en su merecido asiento! Hoi acontece tan al contrario, que tengo por sin duda que por verdadero que quiera el historiador dejar en memoria lo sucedido, le ha de sobrar el temor y acobardarle el recelo de verse por la verdad aniquilado y abatido. De una respuesta que Cristo, Señor nuestro, dio a los cortesanos del cielo cuando subió triunfante a sus celestiales alcázares, sacaremos la prueba de lo que habemos dicho. Preguntáronle con gran cuidado (después de haber manifestado quien era) que por qué causa venía tan lastimado y con las vestiduras teñidas y ensangrentadas; a que responde a nuestro intento escogidamente: yo soi el que digo la verdad y no puedo ocultarla. Con que nos dio a entender, que el decir verdades trae vinculadas en sí las heridas, la sangre y el abatimiento, y aún la muerte; pues no se puede ya vivir en estos tiempos sin la mentira y la adulación, por estar tan admitida entre los príncipes y señores de éstos nuestros desdichados siglos. ¡Cuán a la contra de lo que nos enseña la divina norma de Cristo, Señor nuestro, como maestro tan celestial, a quien debían imitar y seguir todos los príncipes cristianos y señores poderosos! (Cautiverio, pág. 3).

La historia que aquí se propone no es la de la continuidad de la gloria y del poder, la de la soberanía de los príncipes ­la historia romana, en una palabra­; ahora es la historia que muestra que los reyes han abandonado la severidad majestuosa seducidos por la adulación y la mentira, que los hechos se han vuelto fantasía y quimera, que la verdad trae aparejada la sangre, porque es una verdad sellada por las artimañas del poder, y su desciframiento puede llegar a ser un martirio.

La verdad más sellada entre las sepultadas por el poder que devela el Cautiverio feliz es el reconocimiento de la humanidad bondadosa del indio. Sabemos como dato primario que es su estadía como cautivo entre los araucanos lo que lleva a Núñez de Pineda a tal convencimiento. Estamos aquí frente a la estrategia de la "explicación por abajo". Esta misma explicación nos conduce a una interpretación crucial. Es cierto que el cautivo descubre que los indios son hospitalarios, amistosos y de buen natural, que hay incluso entre ellos "viejos nobles" por sabiduría y comportamiento, lo que induce a la felicidad del cautiverio; nos atrevemos a proponer, sin embargo, que lo feliz reside en propiedad en que la estadía forzosa constituye en la memoria del cronista, ya pasados los años, un "asis de paz" a esa guerra política permanente que desgarraba el cuerpo social español. El cronista accede por un lapso breve a una realidad distinta a la que vive cotidianamente, donde "todo va de mal en peor: no hai quien reconozca el bien que se le comunica; ninguno corresponde a lo que debe; todos los usos se enfrían y entumecen con el oficio que les dan, y con el mando que adquieren, y con las dádivas y dones que reciben" (Cautiverio, pág. 506).

Adviene en el cautiverio a un mundo radicalmente distinto: "Salíamos a la campaña" (con los muchachos indios) "a entremeternos unas veces a la pelota, otras a la chueca, y a ratos íbamos a ayudar a las mujeres a sembrar lo que habíamos arado, que de la misma suerte se convidan a la siembra que indios a la cava; asistimos con ellas una tarde, ayudándolas a beber más que a trabajar, y nuestro viejo Quilalebo hallándose solo, vino en nuestra demanda y nos halló dando fin a un cántaro de chicha y comiendo unos bollos de maíz y porotos mui bien sazonados" (Cautiverio, pág. 304).

Puede decirse que el mundo cotidiano indígena recuerda el de los tiempos míticos en el que el trabajo no era una condena ni el ocio un pecado. También puede reafirmarse la idea del oasis de paz y del "milagro cultural". Pero, en la línea teórica elegida se trata del paso desde una máquina de guerra estatal (la española), definida por la idea del sobretrabajo, a otra máquina de guerra nómade (la araucana), que considera a la pereza como un derecho.

La posibilidad del paso de una máquina de guerra a la otra explica los aindamientos, los "indios blancos" de los que habla Triviños, las actitudes de muchos cautivos, los "malos casos" (apóstatas que huidos entre indios se han transformado en los peores enemigos), los ejemplos escandalosos, etc.

Para entender las transformaciones que se producen al traspasar la línea fronteriza de ambas máquinas es necesario hablar de algunas de sus oposiciones.

La máquina de guerra estatal española y la máquina de guerra nómade araucana son los agenciamientos concretos de lo que podríamos llamar una máquina abstracta (Deleuze, Gerattario 1997:519).

La guerra no es el fin inmediato de la máquina de guerra (Deleuze y Guattari 1997:461 y passim), pero cuando la captura el Estado bajo la organización militar llamada ejército, sí puede llegar a serlo. Tal es el caso de la máquina de guerra española a partir de 1604 con la creación del ejército estatal, por iniciativa del gobernador Alonso de Ribera. La forma ejército obliga a la Corona a replantearse con la mayor fuerza el estatuto jurídico de la guerra, guerra justa o injusta, que provocó polémicas vastamente conocidas.

Que la guerra no es la finalidad inmediata de la máquina de guerra queda expresada claramente en el caso mapuche. El fin de su máquina nómade es ocupar el territorio al sur del Bío-Bío como un espacio liso, desplazarse en ese espacio en todas direcciones y distribuirse según el modelo manada. Su fin es hacer crecer ese espacio poblándolo de la manera con que los animales pastan en una pradera: un modo de distribución difuso, abierto, sin fronteras, un nomos. Ese es el fin de su máquina de guerra, hacer crecer la selva. Cuando aparece la guerra como fin, es cuando se enfrenta al Estado imperial (con sus ciudades) y sus fuerzas de estriaje, fuerzas que pretenden estriar aquel espacio habitado como liso y a las que hay que resistir y destruir. El verdadero fin de la máquina de guerra mapuche es antiestatal en dos sentidos: destruir el despliegue del estado imperial español en Chile e impedir cualquier formación estatal en sus propias prácticas políticas.

Parece quedar claro que la máquina de guerra no tiene por finalidad la guerra. Ella, más bien es un suplemento: su finalidad es conjurar la formación del Estado, sus órganos de poder unipersonales o colectivos, sus dispositivos, como el sobretrabajo.

Los araucanos conjuran cualquiera de estas formaciones del poder mediante sus particulares dispositivos de gobierno, entre los cuales el jefe tiene un lugar preponderante.

Clastres, el teórico de la guerra, describe al jefe como un hombre "cuya única arma instituida es su prestigio, cuyo único medio es la persuasión, cuya única regla es el presentimiento de los deseos del grupo" (Deleuze y Guattari 1997: 365). Habría que añadir, en el caso de los jefes araucanos, el utilizamiento del vigor físico como forma de seducción e imposición, que, a la luz de relatos canónicos, emblematiza Caupolicán.

La existencia del jefe no permite el desarrollo de los órganos de poder estatal, favoreciendo la existencia de bandas. Entre los araucanos se da esta forma de organización guerrera, que es una asociación momentánea de gente armada para combatir, asaltar, robar, y que una vez consumado el hecho determina que sus miembros se separen rápidamente, como ocurre en el Cautiverio, después de la batalla de las cangrejeras, donde cae preso Núñez de Pineda.

La banda entre los indios, ya sea bajo las formas de la maloca o el malón, es un mecanismo de inhibición que impide que los grupos se fusionen y puedan aparecer formas rudimentarias del poder estatal. La banda rechaza la formación de poderes estables, facilita la indisciplina y tolera el abandono y la traición y la posibilidad de que en cualquier momento el jefe sea repudiado.

Cuando se integran las bandas para las grandes batallas, como las de 1598, que culminan con la destrucción de las siete ciudades del sur, su modelo de fusión es el de una organización turbulenta en un espacio abierto, que se ocupa sin medirlo, ya que la banda se desplaza como un flujo. La ausencia de una métrica y la presencia fluida nos indican que la banda se mueve por lo que llamábamos un espacio liso, que debemos entenderlo en oposición al que designábamos espacio estriado. Uno de los modelos del espacio liso, según la teoría que manejamos, es el mar, espacio liso por antonomasia, y que, sin embargo, es también el más estriado cuando aparecen las cartas de navegación (Deleuze y Guattari 1997:488).

Definidos así sumariamente ambos espacios, el hecho que nos interesa se refiere a que la máquina de guerra española se empeña en estriar constantemente el territorio. Desde Pedro de Valdivia adelante, los trayectos de penetración en Chile están subordinados a los puntos: se va de un punto a otro; siempre desde una ciudad o fuerte que se funda a otro por fundar, de tal modo que las líneas están siempre subordinadas a un comienzo o a un fin.

En la máquina de guerra mapuche ocurre lo contrario. Todo está subordinado al trayecto. La sorpresa y posterior muerte que le dan los indios al gobernador Oñez de Loyola en Curalaba no proviene de que la banda de Pelantaro se dirija directamente a ese punto, sino de un aviso casual que hace al grupo armado variar su trayecto.

Para los araucanos lo que interesa es el "entre", lo que está entre los puntos, en tanto que los españoles se interesan fundamentalmente por los puntos de partida y de llegada; el espacio liso del "entre" le es hostil.

Ahora, a nosotros no nos interesa si los araucanos fueron nómades, seminómades y en algunos casos sedentarios, lo que importa es que habitan el espacio como lo hacen los nómades, a pesar de no tratarse de la estepa o el desierto, sino de la selva austral. Deleuze y Guattari afirman, con lógica absoluta, que la tierra se desterritorializa (acto típico del nomadismo) cuando el bosque retrocede y el desierto y la estepa progresan. Pero la máquina de guerra mapuche nos abre la posibilidad de incorporar al paradigma la selva, en cuanto mina y tiende a crecer en todas direcciones, aplastando los estriamientos de los hispanos. El mapuche es un vector de desterritorialización al transformar las estrías del bosque en un espacio liso, cosa que jamás quiso hacer la máquina española de guerra, que trató de estriar constantemente la selva, haciéndola retroceder para llenarla de puntos de referencia. La selva austral equivale al modelo más eficaz de lo liso: el mar, porque también se puede cartografiar, aunque se resista violentamente al tipo de estriamiento que pretende hacer el colonizador.

El mapuche no necesita de cartografías porque se orienta según una topología muy fina: vientos, chasquidos de la selva, rumores del agua, crujidos de árboles, olores del pantano, supliendo la visión limitada por las frondosidades mediante una relación "háptica" (táctil) antes que una "óptica" (visual).

Para el mapuche y su máquina de guerra, la selva deviene espacio sonoro y táctil. En oposición, para el español y su máquina de guerra, la selva es muda y ópticamente ciega.

Las contradicciones no son, sin embargo, absolutas. Los españoles estrían la selva para hacerla lisa, para construir un espacio liso como medio de comunicación. Los mapuches alisan la selva para hacer sus propias estrías de comunicaciones. Lo liso y lo estriado son utilizados en ambos bandos, aunque con finalidades distintas.

Al habitar la selva como espacio liso la máquina de guerra mapuche adquiere una velocidad enorme, se transforma en una productora de flujos veloces. La máquina española se ve abocada, por consiguiente, a un problema de velocidad, debe detener los flujos mapuches disminuyendo su velocidad absoluta a otra relativa, propósito que es conseguido con varios dispositivos: el fuerte fronterizo, la empalizada y otros, que siendo básicamente disciplinarios, como el parlamento y la misión evangelizadora, contribuyen a relativizar las velocidades del movimiento mapuche.

Creemos, entonces, que el habitar la selva como espacio liso explica las formas del desplazamiento mapuche, junto con caracterizar su máquina de guerra. También este habitar, y pasamos a otro punto, que reafirma lo hasta aquí dicho, se expresa en la conocida habitación mapuche: la ruca.

La ruca es una habitación ligera, que en su construcción emplea una tecnología, que en una primera aproximación no se integraría al modelo nómade, el del "fieltro", sino al sedentario, el del "tejido". Pero si examinamos atentamente este entretejido vegetal reforzado con cueros de animales, podemos ver que su técnica equivale a la del ganchillo , que a diferencia de las agujas que tejen el espacio estriado mediante la urdimbre y la trama, dibuja un espacio abierto ­el nomos­ que se puede prolongar hacia cualquier lado mediante sucesivos añadidos.

A diferencia de la casa española colonial, que tolera difícilmente añadidos porque está inmóvil, centrada, integrando el afuera en su espacio cerrado, la ruca se acomoda al espacio exterior, a ese espacio alisado por los flujos mapuches.

Las condiciones que crea el espacio liso nos permiten volver sobre la cita del Cautiverio feliz que parecía remitir a los tiempos míticos, en donde el trabajo no era una condena. Las sociedades que se mueven en un espacio liso tienen una "acción libre" (Deleuze y Guattari 1997: 497) que produce gran variedad de actos liberados de cualquier modelo de trabajo elaborado por el aparato estatal. La falta del modelo condujo a los hispanos a la idea de la pereza o flojera esencial de los indios, que preferían morir antes de trabajar. De lo que se trataba, en el fondo, es que no existía entre los mapuches la necesidad apremiante del trabajo, más bien había una suerte de "derecho a la pereza", propia de las sociedades que no se han dejado normativizar por los poderes del Estado.

Desde esta perspectiva se reafirma el "oasis de paz" que pudo llegar a ser el cautiverio como espacio-tiempo liso, sin la sobrecarga de trabajo (los trabajos de la guerra y los trabajos de la tierra) que caracterizaba el espacio-tiempo estriado de los españoles.

Pasar voluntaria, o involuntariamente por efecto de una derrota, de la máquina de guerra estatal de los colonizadores a la nómade de los mapuches, significaba, por lo anotado hasta aquí, un cambio crucial. Se dejaba de habitar un espacio estriado para pasar a otro liso, se abandonaba una relación óptica con la realidad para acceder a otra háptica; se dejaba de urdir y tramar para hacer ganchillo; se pasaba a formar parte de una banda; se encontraba un "derecho a la pereza" desapareciendo el modelo del sobretrabajo; la vivienda se anexaba al afuera; se perdía la subordinación a los puntos reemplazada por la importancia de los trayectos; desaparecía la estructura binaria excluyente, produciendo, entre otros efectos, lo que el autor del cautiverio llamaba "humanidad del indio", que no era otra cosa que superar el mecanismo binario de superior-inferior, cristiano-hereje, etc., y abandonar, fundamentalmente, un estado social marcado por la guerra interna perpetua, productora infausta de disemetrías, de fracturaciones, de desgarramientos sociales. Guerra que los historiadores franceses habían llamado la lucha de razas, y que Marx, en una carta a Engels de 1852, ligaba a su conocida idea de la lucha de clases.

Las significaciones del cruce de una máquina de guerra a otra abren nuevas interpretaciones del hecho histórico del Cautiverio feliz. "Cautiverios felices" serían aquellos en que el cautivo logra adaptarse al espacio liso, a la visión háptica, al derecho a la pereza, etc., que calificaban el nomos mapuche. Tal vez la referencia más expresiva del cambio tenga que ver con la tecnología de la casa, ya descrita. Metafóricamente, se podría decir que la máquina de guerra imperial urde y trama el espacio social, lo estría. Sabemos que en el tejido del estriado una de las agujas va realizando la urdimbre, en tanto que la otra la función de la trama; mediante la urdimbre, los tejidos se colocan en el telar en forma paralela unos a otros para armar la tela; la trama atraviesa los hilos por entre los de la urdimbre completando el tejido.

Se crea, así, una figura en que se combinan los elementos fijos (la undimbre) con otros móviles que pasan por arriba y por abajo de los primeros (la trama). Tenemos, de este modo, un movimiento de ida y vuelta, que implica un espacio cerrado en el que podemos distinguir un revés y un derecho, ¿no define esta figura la organización que pretendieron darle los colonizadores al reino de Chile, desde Pedro de Valdivia adelante?

El modelo del tejido parece ser el que eligieron los conquistadores para colonizar el país, militar y políticamente.

En este último aspecto, el arte de gobernar procede directamente del modelo. Para entender bien lo afirmado, basta pensar que el rechazo que hace Núñez de Pineda de las formas de gobierno del reino apuntan directamente a la forma en que se urde y trama el poder.

Por consiguiente, la máquina de guerra española trabaja (teje) para configurar un espacio cerrado con un revés y un derecho, con la asignación de un centro, y la existencia de puntos fijos y móviles. Rasgos todos que determinan un modelo político-social que no deja de ser problemático. Varios cronistas, poetas épicos o historiadores coloniales, asumieron, por ejemplo, la tarea de mostrar el revés de su época, oculto bajo un derecho manipulado por las estrategias interesadas del poder, algo así como "hacer patentes las verdades", tarea que habla de una sociedad mistificadora, donde la ley engaña, el monarca se enmascara, el poder crea quimeras y los historiadores mienten.

Cuando los españoles cautivados pasan de esta máquina que teje a otra que usa una tecnología distinta, la del ganchillo, se ven enfrentados a un cambio violento, que puede ser para muchos insoportable y para otros, como ya dijimos, el encuentro con la positividad de lo distinto.

La técnica del ganchillo, reiteramos el tema, puede explicarlo todo. Se trata de una alternativa a la urdimbre y a la trama. El ganchillo abre el espacio en múltiples direcciones fácilmente prolongables, el centro disminuye y se desdibuja, incluso se desplaza continuamente. La ruca, ejemplo de ganchillo, se puede prolongar, se le puede hacer añadidos sin problemas, a diferencia de la casa colonial. La máquina de guerra mapuche hace constantemente ganchillo, trabajando con el retazo, respetando la autonomía de las partes, ignorando el revés y el derecho al trabajar con una sola aguja.

Podríamos decir que si las relaciones sociales entre los españoles están tejidas ­urdidas y tramadas­, entre los indios están zurcidas ­discontinuadas y variables. El Pichi Alvaro, las españolas que no quieren regresar, "hacen ganchillo con los indios". Los que desesperan en el cautiverio, sólo saben: tejer. Culturalmente, el ganchillo le es negado.

En síntesis, pasar de la máquina de guerra española a la mapuche equivale a pasar de la homogeneidad a la heterogeneidad, con todas las consecuencias que ello implica. En la línea elegida nos referiremos a una de esas consecuencias: lo homogéneo es el resultado del urdir y del tramar; lo heterogéneo, del ganchillo. El paso de una tecnología a otra significa un cambio cultural tan radicalizado que explica las visiones dominantes de la época que ante la imposibilidad de procesarlo, eligen la opción más tranquilizadora, la demonización del cautiverio, acto que, volvemos a repetir, no es malvado, injusto o mistificador, sino una estrategia de poder. Reconocemos que es una estrategia muy compleja, porque la satanización proviene de una "explicación por arriba" (Demonio, Dios espiritualidad, inteligibilidad) que termina, sin embargo, por abrirse a la "explicación por abajo" (Brutalidad, superioridad de raza).

En este punto se puede acceder a una verdad perturbadora. Si la "explicación por abajo" revela la brutalidad primitiva que yace en el eje que conforman la ley y el discurso histórico, ¿no será necesario, por debajo de la paz, el orden de los aparatos del Estado soberano, el orden de las leyes, oír y ver el ruido sordo y sombrío de la guerra político-social nunca acabada, una especie de guerra primitiva permanente?

Sin duda que la pregunta va más allá de los textos coloniales ­lugar privilegiado, sin embargo, para responderla­ ya que se refiere a que todo el orden social puede ser un campo de batalla, o que la guerra es la filigrana de la paz. Lo que lleva a plantear si efectivamente la guerra puede considerarse como algo anterior a las relaciones de desigualdad, de explotación del trabajo, de asimetrías sociales. Pregunta: ¿son las instituciones militares y las prácticas que las rodean, en mayor o menor medida, el núcleo de la actividad política?

Dicho de un modo sintéticamente más expresivo, invirtiendo la famosa frase de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política, ¿no se podrá afirmar que la política es la continuación de la guerra por otros medios? (Foucault 2000: 52-53).

No cabe duda que así sucedió en la política elaborada por el imperio español para regir el Reino de Chile, incluso en sus variantes más humanizadoras: como la guerra defensiva, y por ello decíamos que los discursos coloniales son un lugar textual privilegiado para sostener la tesis.

Es inexplicable que gran parte de la interpretación histórica actual ignore esta realidad y siga hablando como si se encontrara ante discursos del tipo jurídico-filosófico que, como ya se dijo, están definidos por una búsqueda de la racionalidad, del orden ilusorio de la quimera, situándose entre los dos polos en pugna, los de la lucha de razas, tratando de conseguir la simetría que proporciona la inteligibilidad de las "explicaciones por arriba".

Se desecha la opción inmejorable de analizar el cambio que significa la irrupción en la tradición histórica del nuevo discurso, eminentemente político, producido a raíz de la conquista y colonización de las Indias. En rigor se le estudia como una continuación del discurso clásico, que Petrarca llamaba la alabanza de Roma, insistiendo una y otra vez en valoraciones, que o bien provienen de la ética filosófico-religiosa o de las ideologías progresistas, como las distinciones entre discursos mitificadores y verdaderos, piadosos-impiadosos, justos-injustos, etc. Todas estas calificaciones ocultan que lo que se juega no es la maldad o bondad de los relatos que hablan de la empresa colonizadora, sino de las distintas estrategias del poder, que bien sabemos por Foucault, no reprimen ni inhiben, sino que mueven, por el contrario, a hablar, producen saberes (no es que el poder sea un saber, lo crea), en fin, producen lo real. Por lo tanto, no son ideologías las que circulan en los discursos coloniales, lo que circula son dispositivos de poder.

Hay, incluso, un aspecto más importante. El análisis contemporáneo de esos discursos evidencia un rasgo implícito en la consideración de los hechos históricos, la idea de que el nacimiento de la juridicidad en el nuevo mundo se debe al azar de las batallas que daban el triunfo a unos y las derrotas a otros. Es posible rastrear este rasgo, a pesar del enmascaramiento que le proporcionaba el aura imperial, que hacía creer que la conquista era parte de los derechos adquiridos por el rey de España.

En este punto preciso es posible distinguir una contradicción real. Es evidente que sólo en los relatos de cautiverios positivos aparece claramente lo ocultado, lo enmascarado y sellado. Cuando los indios sabios preguntan, ¿con qué derecho el rey de España nos viene a quitar nuestras tierras?, estamos en el punto de quiebre en que la nueva historia devela las injusticias de los reyes y la violencia en el origen de la ley.

En los relatos de cautiverios "infelicísimos" no es posible percibir, sino en forma confusa, este rasgo de la nueva historia, ya que se encuentra enmascarado por todas las artimañas del poder.

La inversión de la famosa frase de Carl von Clausewitz, "la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios", produce, por lo tanto, diversos efectos que, en síntesis, serían: 1) el orden político-social es una guerra permanente y 2) las relaciones de poder, tal como funcionan en la sociedad chilena, tienen su base en las relaciones de fuerza establecidas en la época de la conquista, lo que equivale a decir en la guerra y por la guerra.

En cuanto al primer punto, al orden social como un orden de batalla, cabe aventurar que los polos en pugna, ya asentada la colonia en el siglo XVII, son los criollos versus los peninsulares. Lo que reclama el Cautiverio feliz, en relación a la política de la Corona, es que los gobernadores provengan de afuera del Reino de Chile y no se tome en cuenta para su designación a los capitanes curtidos en las guerras contra Arauco; pero básicamente los sectores en pugna serían aquellos que profitan del poder, mintiendo, ocultando, adulando, cometiendo injusticias para conservarlo, y los que se sienten desplazados de su fulgor que consolida. Para los primeros, los desplazados del poder y la gloria son una especie de "subraza" que debe eliminarse porque amenaza la estabilidad del reino. Para los segundos, que son los que denuncian y reclaman, los otros son, a su vez, una "sobrerraza" (clase social dominante diríamos hoy en día) que se ha infiltrado en el cuerpo social y se recrea en él para manejar el poder y causan daño gravísimo al reino, por lo cual debe ser combatida.

El discurso de la guerra interna funciona, entonces, como principio de eliminación, segregación y finalmente normalización de la sociedad. Esta definición utilizada por Foucault para caracterizar la "lucha de razas" (Foucault 2000: 65) nos indica que, efectivamente, la guerra contra los araucanos en todas sus formas, aun en las más humanizadoras, es una empresa racista. En cuanto a la que se libra internamente en el cuerpo social de la colonia, una sola raza parece dividirse en dos: la que ejercita el poder y es titular de la norma y la que se desvía en ella en nombre de derechos no reconocidos.

El segundo efecto que produce la inversión de la frase de Clausewitz consiste en que si aceptamos que la política es la continuación de la guerra por otros medios, debemos considerar que si el poder político declara que busca la paz, no lo hace para neutralizar el desequilibrio que se produjo en la batalla final (contra los araucanos en este caso), sino para reinscribir perpetuamente en nuestras instituciones políticas esa relación de fuerza, esa guerra silenciosa presente en las desigualdades económicas y culturales, que también marcan el cuerpo y el lenguaje.

La política se desarrolla como la reafirmación o la sanción definitiva de la desigualdad o del desequilibrio producido por la guerra en un momento histórico determinado que, en el caso de nuestra sociedad, es la guerra de conquista.

Y permítasenos una disgresión. Toda la historia político-social de Chile podrá verse como la inscripción de este desequilibrio de fuerzas y la derrota, una y otra vez sancionada, de los intentos por suprimirlo. Cada vez que escribamos la historia de la paz y sus instituciones en Chile, estaremos escribiendo esa guerra que nunca termina de librarse.

De aquí se desprende algo brutal: el fin de esa guerra sólo pueden escribirlo las armas en una batalla final. El término de la política, del ejercicio del poder como guerra continua, sólo puede decidirse en batalla.

Desde esta perspectiva, volvemos a reafirmar que los relatos de negación del indio devenido bárbaro inhumano no son perversos ni mitifican la guerra; al contrario, se glorían en los golpes, mutilaciones y estragos producidos por ella. Lo perverso y mitificador está en el conjunto de artimañas, estrategias, operaciones racionalizadas, que permitirá mantener el dominio y la relación favorable de fuerzas. La mentira no está en la guerra. En ella, a pesar de su carácter irracional, está la verdad. La maldad de la mentira no reside en los hechos en bruto, está en la racionalidad que somete a estos hechos a una supuesta coherencia, a una "explicación por arriba", que recurre a una serie de procedimientos para conseguir el desequilibrio y cerrar cualquier posibilidad de volver a jugarse la victoria.

Es necesario aclarar que, al sostener que la verdad está en los hechos en bruto, no se está hablando de un nuevo empirismo, que se opondrá al saber especulativo, abstracto, ideologizado. Se elige, por el contrario, la posibilidad de recuperar la sangre y la violencia que los esquemas ideales (Dios, la aspiración al bien) han secado y acallado. Se trata de recuperar la sangre que se secó en los códigos (Foucault, 2000: 60).

Esa violencia y sangre resuenan y manan de los textos coloniales de una manera terrible. Así pelea don Antonio de Quiñones:

de un tajo cuerpo y venas rasgó a Quempo
y a su pesar le hizo que se sangre;
el mísero Talguín con otro tiempo
que del humor caliente se desangre
y que por la herida a un mismo tiempo
al alma salga envuelta con la sangre,
que como el golpe crudo y filo encarne,
los duros huesos corta y blanda carne;

taladra de una punta el cuerpo a Güebra
y de dos a Motín entrambos brazos;
costillas corta, muele, parte y quiebra,
cabezas, lomos, piernas y espinazos;
no sé si habrá algún médico o algebra
que se atreva a juntar tantos pedazos
de los huesos que rompe, corta y raja
y de sus cojunturas desencaja.

(Purén indómito. Canto XXIV)

La violencia de las mutilaciones reafirma la verdad brutal de la conquista que ya hemos expuesto. Ella reside en la guerra y no en los relatos de paz o de "milagros culturales" u "oasis etnohistóricos" como las historias de cautivos felices. Podría argüirse en contra de esta tesis que esos relatos conforman la otra cara de la conquista, su revés (lo que nos envía a la figura del tejido, ya explicada, la historia como tejido). Nos gustaría que fuera así, porque ellos abren un espacio de paz, una utopía, por encima del fragor de la guerra perpetua, de las dos guerras (la externa y la interna), proponiéndonos que es posible llegar a un armisticio entre los desequilibrios y las asimetrías que ha producido la mucha sangre derramada. Pero la refutación de la verdad brutal de la guerra no se hace cargo de que es falso que las utopías sociales, la ley, las construcciones humanistas de la paz, significan que la guerra ha cesado, que la ley es la sanción definitiva de una victoria final. Por debajo de estas creencias la guerra continúa haciendo estragos en todos los mecanismos de poder, aun en los más regulados como la ley. La guerra, afirma Foucault, es el motor de todas las instituciones y el orden. La paz hace sordamente la guerra hasta en sus más mínimos engranajes. Hay que descifrar la guerra bajo el manto de la paz. Así, late en el fondo de todos los relatos de cautiverios la idea de la superioridad de una raza, clave abisal de todas las guerras.

Se podría calificar esta idea como excesivamente sombría y tal vez sea razonable el reproche. Pero lo que se ha propuesto aquí, en síntesis, es no juzgar las prácticas coloniales de justas o injustas, de humanas o antihumanas, etc., conforme, como ya hemos repetido tanto, a ciertos principios básicos de la ética de la religión o las ideologías progresistas. No se trata de buscar el absoluto del derecho en la relatividad de la historia, se trata de perseguir, más bien, bajo una historia sin límites, los mecanismos de fuerza, el poder que ha generado una guerra inacabable, que, por primera vez en la tradición hispana, hizo presente el nuevo discurso, el histórico-político, en el que se narró la conquista y colonización de las Indias.

II. LA ROSTRIFICACION

En este punto de las metamorfosis del rostro del bárbaro, partimos de las tesis de Deleuze y Guattari sobre la rostridad expuestas en Mil mesetas, repensándolas para aplicarlas en la literatura colonial chilena.

Lo primero que podemos decir es que el bárbaro no tiene rostro para el hombre blanco europeo. Puede tener cuerpo y cabeza, caso en que ésta última es una mera continuación de la corporeidad bruta, de la animalidad, de la vejetabilidad del cuerpo; no podemos hablar de rostro, sino de la cabeza humana como parte del estrato organismo. Ello no significa que no haya existido una cultura indígena, significa, más bien, que esa cultura se organiza en la pertenencia de las cabezas a los cuerpos, sistema que permite un devenir, o múltiples devenires animales. Estos devenires pájaro, estos devenires bestia, son profundamente espirituales porque se trata en ellos de aprisionar el espíritu veloz del ave o el espíritu sagaz del animal, pero nunca labran un rostro, ya que su función posesiva es sólo llenar los huecos, los volúmenes del cuerpo. "Los 'primitivos' pueden tener las cabezas más humanas, más bellas y más espirituales, pero no tienen rostro y no tienen necesidad de él" (Deleuze, Guattari 1997:181).

Lo anterior lleva a concluir que el rostro no es universal, ni siquiera es propio del Hombre Blanco, el rostro es Cristo, el estampado en el sudario: la oquedad de los ojos negros en la blancura del lienzo, agujeros negros en una pared blanca. La relación constituye la máquina de rostrificación europea, máquina abstracta para producir rostros que obedecen a un agenciamiento de poder. Desde este punto de vista, el de la necesidad de una producción social, el rostro es una política.

Luego, en el tema de la rostrificación del bárbaro nos enfrentamos a un problema fundamentalmente político, cuestión que se ve clarísima en los textos coloniales. Podemos distinguir en ellos un grupo que no le asigna rostro al bárbaro: Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile, Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el año 1575, Histórica relación del Reino de Chile. Para este tipo de discurso el indio es pura corporeidad, naturaleza en bruto, animalidad, "aquesta gente perra", como lo llama Purén indómito. Cautiverio feliz y la Historia general de Chile, Flandes indiano pertenecen al otro grupo, al que trata de rostrificar al indio, desterritorializando la cabeza del cuerpo para sobrecodificarla con los rasgos del único molde de rostro posible para el poder colonial, el del europeo medio, con sus mejillas blancas y al agujero negro de los ojos, combinación que nos lleva a admitir que "el rostro es Cristo" (Deleuze y Guattari 1997:189).

Tal es así,que la rostrificación, en el texto más avanzado en esta línea, Cautiverio feliz, tiene graves dificultades para consumar el proceso de sobrecodificación. Bien lo percibe Triviños, desde una perspectiva distinta, al anotar que Núñez de Pineda, como historiador que ilustra con su cautiverio la humanidad del bárbaro, no logra cruzar, sin embargo, todas las fronteras ideológicas que impiden la percepción del diferente como prójimo (1994:139). Ejemplar en el "no cruce" es el episodio, que destaca el mismo crítico, del niño indio enfermo, que se transfigura por el bautismo, se desterritorializa de su corporeidad sufriente y se sobrecodifica a la luz sobrenatural de las visiones de moribundo: "Quedósenos (como he dicho) sin sentido, acezando y sudando, con que todo el día y la noche estuvo de aquella suerte, abriendo a ratos los ojos; y al cuarto del alba, o al salir el sol, levantó la cabeza y me llamó mui alegre, diciendo: mirad, capitán, la señora tan linda, con su hijo en los brazos y tantos pajaritos blancos que están volando por cima, y un hombre vestido de negro, blanco hasta la cabeza, hincado de rodillas: ¿no los veis? y señalaba el techo de la casa" (Cautiverio, pág. 184).

Es evidente que el agenciamiento de poder europeo-cristiano tiene la necesidad de producir un rostro, que no puede ser otro que el rostro de Cristo. El rostro en estos agenciamientos corresponde a una semiótica altamente significativa, profundamente subjetiva, incapaz de comprender la semiótica "primitiva", no significante, no subjetiva, de carácter colectivo y polívoco.

Es cierto que los textos coloniales no pueden percibir al diferente como prójimo, pero no por incapacidad ideológica, sino porque no existen agenciamientos de lo otro. Lo que hay es una indefinida propagación de lo mismo hasta terminar con lo diferente, hasta extinguirlo. Sin duda, que hay mucho de racismo en este proceso, por lo que es importante en qué punto se detiene la propagación de la mismidad. El lugar de detención en relación al punto de llegada ­la exterminación­ es lo que define el mayor o menor racismo de los textos coloniales que proceden por valoración de las desviaciones del rostro tipo, el del Hombre Blanco. Algunos textos, como el Cautiverio feliz, pretenden integrar en las ondas más excéntricas de la propagación los rasgos inadecuados para tolerarlos en ese lugar lejano: Otros, como las Memorias de Quiroga, de modo simple y brutal los borran del sistema pared blanca-agujeros negros, porque no admiten concederle rostro a la alteridad.

Entendida así la rostrificación, es evidente que los mecanismos ya descritos en torno a ella definen el carácter de los relatos de cautiverio. Los llamados cautiverios "felices" son aquellos en que se le concede un rostro al indio; sin duda que con dificultades y en el lugar más excéntrico y alejado del proceso de rostrificación. Ello no significa una comprensión del otro; significa, más bien, un espíritu racialmente tolerante que quiere integrar al diferente, siempre en zonas marginales, atribuyéndole un rostro que, aunque imperfecto, lo aproxime al modelo pared blanca-agujeros negros, a Cristo en una palabra.

Los relatos de "cautiverios infelices" expresan, a su vez, una intolerancia racial casi ilimitada que impide atribuirle un rostro al indio, desnudando toda su corporeidad y bestialidad. En la perspectiva de estos textos no hay personas "de afuera", sino gente que debía ser como nosotros y cuyo crimen es no serlo.

La máquina rostridad (pared blanca-agujero negro) actúa mediante agenciamientos de poder muy específicos. Agenciamientos despóticos o agenciamientos autoritarios determinan la significación y la subjetivización adecuadas para desarrollar el proyecto imperial.

Su cumplimiento está fundado ya sea en una abolición del enemigo o en la tarea de disciplinar los cuerpos. La abolición está presente en aquellos proyectos históricos que se niegan a rostrificar al indio. La empresa disciplinaria corresponde a los que postulan la rostrificación del bárbaro a través de los "dispositivos" de poder de la empresa colonial, destinados a disciplinar los cuerpos y las almas: las misiones y parlamentos (cfr. Boccara 1998: 34-35).

Estas dos fórmulas básicas que utilizó la máquina de guerra imperial para someter al bárbaro (el exterminio militar y los dispositivos disciplinarios de la evangelización) revelan aspectos básicos del proceso colonizador.

Primero, que la evangelización es parte de la máquina de guerra, aunque sea un suplemento de ella, lo que obliga a repensar los pacifismos humanizadores de las tesis lescasianas.

Segundo, que el encuentro con el bárbaro es un proceso mucho más complejo de lo que se cree en las tesis tradicionales. Para una correcta interpretación deben separarse dos figuras usualmente confundidas: la del bárbaro y la del salvaje.
Este último aparece siempre contra un fondo natural. Es el hombre de la naturaleza, bueno o malo, como en las relaciones históricas de Colón, según varían las circunstancias que rodean al almirante. El carácter positivo reside, fundamentalmente, en que es el hombre del intercambio, está dispuesto a dar para recibir. Carece de historia y de relaciones sociales estatuidas (no tiene la noción de familia, argüían los primeros conquistadores).

El bárbaro, en cambio, sólo puede aparecer en relación a un fondo social. El bárbaro no se comprende ni se caracteriza sino en contraste a una civilización de la que es ajeno. "No hay bárbaro si en alguna parte no hay un punto de civilización con respecto al cual aquél es exterior y contra el que combate" (Foucault 2000: 180).

La figura del bárbaro en el discurso colonial aparece unida a la historia (la peninsular), a una civilización a la cual se opone y quiere destruir. Si el salvaje puede ser bondadoso (como lo pensaron los utopistas del siglo XVIII), es porque está unido a la naturaleza. El bárbaro no puede serlo porque su unión es con el saqueo, el pillaje, el incendio de las ciudades. El bárbaro, en relación al poder, no cede nunca su libertad. En cambio, el salvaje cuando tiene en sus manos la libertad la cede para garantizar sus bienes o su vida. Si el bárbaro llega a aceptar un jefe lo hace para multiplicar sus fuerzas y no para ceder sus derechos. A diferencia del salvaje, en la que se puede reconocer la forma aceptable y jurídica de la bondad, el bárbaro no puede ser más que inhumano o arrogante. Un pueblo que a ningún rey obedece.

La dificultad de integrar al bárbaro a un orden jurídico o económico, se va acentuando con el proceso colonizador, por ello, la palabra bárbaro, cuando aparece en el discurso de la conquista, no tiene la virulencia que va a adquirir más tarde. Así, Ercilla la utiliza de un modo altamente valorativo, pero el término se va cargando de significaciones negativas y racistas a medida que se va viendo que es casi imposible "estriarlo", someterlo al orden de la ley imperial.

La explicación de la paulatina negativización del término y éxito de ella parece deberse a la ligazón que el bárbaro tuvo en Europa con el pillaje, y la brutalidad, "el hombre del saqueo y del incendio, el hombre de la dominación" (Foucault 2000:181), que pareció no convenir en un principio al indio, pero sí a su ulterior impulso de resistencia y agresión al proceso civilizador colonial.

Colón creyó encontrarse frente al salvaje, el hombre del intercambio, repetimos; Valdivia frente al indio, un aborigen del nuevo territorio; en cambio los cronistas y poetas épicos del siglo XVII, en Chile, comprendieron que el hombre que tenían delante, a pesar de algunas cualidades (valiente, altivo), no podía ser sino inhumano y violento, porque no era el hombre del intercambio y la naturaleza.

Colón y Valdivia, y mucho más el padre Bartolomé de las Casas, creyeron que con la gente del Nuevo Mundo podía pactarse para desarrollar un orden económico y jurídico, en cuanto era un salvaje, carente de historia y de pasado, movido por el solo interés del intercambio. El salvaje salido de las selvas recordaba un tiempo primitivo, utópico, antes que se constituyera la sociedad y por lo tanto posible de integrar a un orden civilizado ­como el imperio español.

Los cronistas de las guerras de Arauco en el siglo XVII, impulsados por lo interminable de las batallas, llegaron al convencimiento que el mapuche despreciaba y envidiaba su civilización y que no tenía otra finalidad que destruirla. Era, por lo tanto, un bárbaro.

De aquí la dificultad para concederle un rostro a este sujeto inhumano al que no le convenía la máquina de rostrificación pared blanca-agujeros negros.

Fundamental nos parece, entonces, la diferencia para entender la dificultad en el proceso de rostrificación del bárbaro.

Tal vez esta explicación conduzca a un equívoco, creer que el rostro supone un significante o sujeto anterior. El orden es diferente; y aquí entramos en una línea de diferenciación altamente marcada: el orden es totalmente inverso. Lo primero es el agenciamiento de poder despótico y autoritario que realiza el cronista, historiador o poeta épico colonial; ese poder es el que desencadena una máquina de rostrificación capaz de conferirle una subjetividad ­el agujero negro­ y una significación ­la pared blanca­ al sujeto en cuestión.

Dicho de otro modo, lo que importa aquí es la relación del rostro con los agenciamientos de poder. Lo demás es ideología, abstracción perversa. Cuando el agenciamiento de poder funciona con el máximo de autoritarismo, estamos frente a los relatos de cautiverio que se niegan a rostrificar al indio. En los que le conceden la posibilidad de un rostro, aunque sea en los puntos más excéntricos, el despotismo es menor, pero de ningún modo inexistente.

En virtud a lo dicho, la conclusión sintética del primer apartado del trabajo ­la guerra­ puede definirse en una frase: los textos coloniales escriben una ecuación: poder=guerra. La frase síntesis del segundo apartado ­el rostro del bárbaro­ es la escritura de un axioma: el poder rostrifica.

BIBLIOGRAFÍA

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Boccara, Guillermo. 1998. "Dispositivos de poder en la sociedad colonial fronteriza chilena del siglo XVI al siglo XVIII".

En Varios, Del discurso colonial al proindigenismo, Temuco, Universidad de la Frontera, pp. 29-41.

Concha, Jaime. 1986. "Requiem por el buen cautivo". En Hispamérica, N 45, pp. 3-15.

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Guattari, Félix. y Gilles Deleuze. 1997. Mil mesetas. Esquizofrenia y capitalismo. Barcelona. Pre-textos.

Núñez de Pineda y Bascuñán, Francisco. 1863. Cautiverio feliz y razón individual de las guerras dilatadas del Reino de

Chile. Santiago de Chile, Imprenta del Ferrocarril.

Pastor, Beatriz. Discurso narrativo de la conquista de América. 1983. Cuba, Ediciones Casa de las Américas.

Triviños, Gilberto. 1994. La polilla de la guerra en el Reino de Chile. Santiago, Editorial La Noria.

______________. 2000. "Punctum y común parecer en el Cautiverio feliz". En Rodrigo Cánovas y Roberto Hozven

______________. 2000. " 'No os olvidéis de nosotros': martirio y fineza en el Cautiverio feliz". En Acta Literaria, N 25, pp. 81-100. *Este trabajo es uno de los resultados de la investigación "La metamorfosis del rostro del bárbaro en los relatos de cautiverios del Reino de Chile", auspiciada y financiada por FONDECYT (Proyecto 1990468).

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