Introducción
En la última década, la violencia vinculada con pandillas (maras 1 ) en Tegucigalpa, Honduras, ha puesto a la ciudad en el ranking de las ciudades más peligrosas del mundo (Insight Crime y La Asociación para una Sociedad más Justa, 2015). Frente a este problema, el gobierno ha implementado desde el año 2011 el Programa Barrio Seguro. Este programa apuesta por el involucramiento ciudadano en la respuesta a la criminalidad y fomenta que los residentes se coordinen para proteger sus hogares y espacios públicos. Al igual que en otros contextos de la región (Garland, 2005; Sozzo, 2009 ), en distintos barrios y colonias de la ciudad, sujetos y familias han adoptado diferentes prácticas de protección y defensa frente a la amenaza y ansiedad que produce la violencia en la vida cotidiana ( Proceso Digital, 2011).
Algunas de estas medidas preventivas se despliegan a partir del enfoque de la prevención situacional del delito (Welsh, & Farrington, 2012) y son definidas por la sociología urbana como prácticas de gestión de la inseguridad (Kessler, 2009; Villareal, 2015 ). Estas refieren a estrategias cotidianas, individuales y/o colectivas, que se movilizan modificando —la mayoría de las veces— el espacio habitado ( Álvarez y Auyero ,2014 ; Caldeira, 2000; Dammert, 2012; Davis, 2001; Kessler, 2009; Low, 2003; Rebotier, 2014 ; Roitman, 2003 ; Swampa, 2003 ; Trebilcock, & Luneke, 2019; Villareal, 2015 ).
Un aspecto menos analizado por la literatura refiere a cómo estas estrategias ciudadanas producen de manera situada y práctica el espacio público en ciudades con altos niveles de violencia. La mayoría de las teorías de la criminología ambiental que han inspirado estas iniciativas se basan en ciudades del norte global afectadas por el delito común, pero es aún escaso el conocimiento acerca del fenómeno en barrios con altos niveles de violencia. Por otra parte, tampoco el conocimiento existente ha relevado de manera suficiente aquellos procesos y mecanismos de gestión de la inseguridad que producen el espacio. De esta forma, las preguntas que orientan la investigación refieren a: ¿cómo las prácticas de gestión de la inseguridad movilizadas por la ciudadanía producen el espacio público? y ¿cuáles son los alcances sociales, físicos y simbólicos de las prácticas de la gestión de la inseguridad? La hipótesis es que las prácticas de gestión de la inseguridad a cargo de la ciudadanía han generado social, simbólica y físicamente el espacio público, afectando de manera diversa las condiciones que facilitan la ocurrencia de delitos y el temor a estos.
La investigación se basa en un enfoque cualitativo de carácter exploratorio, y se aplica al caso de la colonia Kennedy en la ciudad de Tegucigalpa. La metodología, por su parte, consideró el uso de técnicas de observación etnográfica, registros audiovisuales, entrevistas caminadas a residentes del barrio y análisis de documentos.
En las siguientes páginas, se da cuenta de los conceptos teóricos clave que encuadran la investigación, se presenta el caso de estudio y el diseño metodológico. A modo de resultados, se analizan las percepciones sobre peligros y amenazas que tienen los habitantes de la colonia (espacio simbólico) y los cambios que ha producido la gestión de la inseguridad en la dimensión física y social del espacio público. A modo de conclusiones, se exponen críticamente los alcances y limitaciones que adquiere el involucramiento ciudadano en estrategias de prevención situacional del delito, cuando se habita en ciudades con altos niveles de violencia, y la necesidad de resituar el debate en torno a la relación entre inseguridad/delitos/ planificación urbana en la ciudad latinoamericana.
Antecedentes teóricos
La prevención situacional del delito
El delito y la violencia en los espacios públicos han sido ampliamente abordados por la sociología urbana y por la criminología ambiental ( Ceccato, 2016 ; Ceccato et al., 2020). Existe un consolidado acervo de conocimiento respecto de los determinantes de la inseguridad dentro de los cuales se identifican factores en el nivel individual, social y físico-ambiental. A nivel ambiental, las características de los elementos físicos que componen un espacio impactan en la ocurrencia de crímenes y en el temor a estos (Costamagna et al., 2019 ; Gray, & Novacevski, 2015; Jongejan, & Woldendorp, 2013). Por ejemplo, los lugares bien iluminados, con campo visual despejado, con vegetación balanceada y mobiliario urbano de calidad generan menos delitos que un espacio degradado físicamente (Casanova y Contreras, 2010). Los aportes de Jacobs (2011), Newman (1973), Coleman (1988 ) y Hillier y Sahbaz (2008 ) han evidenciado que determinados diseños de avenidas, calles y espacios públicos inciden tanto en la prevalencia de delitos como en el temor a ser víctima de estos. Este set de teorías destaca que factores como la falta vigilancia natural, el diseño de calles laberínticas, la ausencia de dispositivos de defensa, el deterioro de los espacios, la presencia de actividades antisociales y/o sitios eriazos, basurales o casas abandonadas aumentan la probabilidad de problemas ( Armitage y Pascoe ,2018 ). Y es que, como destacan estas teorías, existen condiciones físicas ambientales y del diseño urbano que actúan como factores de riesgo, las cuales incrementan la probabilidad de ocurrencia (Brantingham, & Brantingham, 1995; Ceccato, 2016 ).
La mayoría de las investigaciones que abordan la relación entre delitos, inseguridad y espacios públicos se enfoca en identificar determinantes físicos espaciales, promoviendo múltiples iniciativas en plazas, parques y calles bajo el paraguas teórico del enfoque de prevención situacional ( Clarke, 1995 ). Este enfoque apunta a disminuir la oportunidad del delito disuadiendo a posibles victimarios de realizar actos delictivos. Detrás de este paraguas teórico, se concentran la teoría de las actividades rutinarias, la teoría de patrones delictuales y teorías del diseño ambiental ( Ceccato, 2016 ). Dentro de este último grupo, destacan las iniciativas inspiradas en el enfoque CPTED (Crime Prevention Trough Environmental Design), que busca poner en práctica cinco principios: 1) el control natural de los accesos (que implica que el diseño de los accesos de un espacio sean observables); 2) la vigilancia natural lograda mediante el diseño de las ventanas, la iluminación y del paisaje; 3) la mantención, que involucra planes de limpieza de espacios públicos; 4) el reforzamiento territorial que refiere al cuidado que tiene un individuo de su entorno inmediato y; 5) la participación comunitaria, la cual considera que los vecinos, que son quienes mejor conocen el barrio, son los llamados a actuar (Jeffrey, 1977; Saville, 2009 ). Si bien, son extensas las experiencias desarrolladas y también la investigación existente en torno a la aplicación de estos principios teóricos, un aspecto que no se ha problematizado lo suficiente se refiere a cómo estos conceptos trascienden el contexto anglosajón (desde el cual emergen) y se adaptan a territorios con altos niveles de violencia.
Por otro lado, las iniciativas de prevención situacional involucran los postulados de la teoría del desorden social o de las ventanas rotas, la cual propone que áreas con múltiples incivilidades físicas, tales como la precia de basura, grafitis, ventanas quebradas, jardines descuidados y casas en mal estado, entre otras, sufren consecuencias que van más allá del propio desorden y decadencia (Wilson, & Kelling, 1982), facilitando la ocurrencia de problemas más graves, como crímenes u homicidios. Desde esta perspectiva, la mantención y organización ordenada de los usos del espacio público juegan un rol relevante en la disminución del delito y el temor a este. Pese a que estos presupuestos han sido extensamente aplicados en diversas ciudades de USA, esta teoría no problematiza las causas que están a la base de determinados comportamientos, dado que supone que la participación de la comunidad carece de intereses particulares a veces diversos y también contradictorios.
Por último, un tercer cuerpo teórico se relaciona con los postulados de la ecología del delito, que releva las condiciones sociales que explican la inseguridad como, por ejemplo, el bajo nivel de conocimiento entre vecinos, la desconfianza interpersonal, la baja capacidad asociativa y el bajo capital social (Gainey, et al., 2011; Sampson, 2012 ). Como destaca Loukaitou-Sideris (2012 ), los factores sociales en los espacios públicos contribuyen de manera determinante en la ocurrencia de situaciones delictuales y en las percepciones de los sujetos. Sin embargo, estas teorías no asumen el carácter problemático que las relaciones sociales adquieren en ciertos territorios, especialmente en aquellos más afectados por la violencia y el crimen (Low & Maguire, 2019).
Así, las teorías ambientales que abordan la inseguridad tienden a desproblematizar la dimensión situada, espacial e histórica que tiene el crimen y las condiciones que lo gatillan; al mismo tiempo que no se focalizan en la capacidad productiva del espacio que tiene el temor al delito y la violencia cuando se movilizan distintas iniciativas de gestión de la inseguridad.
La gestión de la inseguridad
Investigaciones recientes han puesto foco en los procesos, prácticas y significados que el delito produce socialmente. Tal como destacan Ceccato (2012 ) y Walklate (2012), la inseguridad frente a este debe ser abordada desde su capacidad productiva. En este subcampo de conocimiento, las investigaciones han analizado las iniciativas que sujetos y colectivos movilizan para negociar con la ansiedad e incertidumbre que produce la violencia en el entorno urbano próximo. Ello, en un contexto en el cual, la participación ciudadana y el involucramiento de sujetos ha sido promovido y propiciado por gobiernos y autoridades políticas a través de estrategias de prevención situacional del delito.
El concepto de gestión de la inseguridad se vincula con las teorías sociológicas de gestión del riesgo, las que asumen que esta es fruto de la iniciativa humana, y puede ser desincentivada en la medida en que se implementen acciones y prácticas que limiten el actuar de los delincuentes ( Luneke, 2018). De acuerdo con diversos autores, se identifican dos tipos de estas acciones:
las evasivas y las defensivas. Las prácticas evasivas son aquellas que buscan aislarse de riesgos y peligros evitando espacios, lugares y personas. Estas prácticas por lo general afectan dos aspectos de la vida cotidiana: la movilidad y el uso del espacio público. En ciudades o vecindarios inseguros, las personas permanecen más tiempo en sus hogares, haciendo que parques o calles sean abandonados y se deterioren (Shapiro et al., 2014 ). También la inseguridad limita la movilidad de los individuos, pues, mientras más inseguro se considere un trayecto, menos se utiliza, al mismo tiempo que se restringen los horarios y se prefiere el uso de vehículos privados (Kessler, 2009). En ciudades de alta violencia, las caravanas comunitarias (salir juntos desde los barrios cerrados) y/o movilizarse en grupos en el transporte público son estrategias comunes ( Villareal, 2015 ). También, los padres no dejan solos a sus hijos, los van a dejar y buscar a las paradas del autobús, además que monitorean constantemente sus movimientos y los de sus amigos.
Dentro de las prácticas defensivas, Kessler destaca (2009) que es posible identificar aquellas que buscan la protección y defensa frente al peligro. A nivel individual, las personas toman clases de defensa personal, o cargan armas blancas o de fuego dependiendo del contexto. También, estudios muestran que, con el objetivo de cuidarse, sujetos comparten su ubicación a través de los medios digitales o colocan sistemas de georreferenciación a sus automóviles o aparatos electrónicos (Auyero, & Kilanski, 2015). La protección de calles y hogares también son prácticas comunes mediante alarmas, perros, etc., al igual que el uso de WhatsApp o de aplicaciones digitales como Sosafe ( Torres, 2017 ). En condominios cerrados, las prácticas más comunes consisten en sistemas de seguridad privada, la construcción de muros perimetrales, la instalación de portones en los accesos y cámaras de vigilancia (Breetzke et al., 2014 ; Chase, 2008 ; Grundström, 2017 ; Lemanski, 2001 ; Tedong et al., 2014).
En América Latina se ha promovido una intensiva agenda pública de seguridad ciudadana que ha incentivado este tipo de prácticas en la cual los sujetos y comunidades son llamados a coproducir la seguridad en los vecindarios y a prevenir los delitos produciendo de distintas formas el espacio habitado ( Lazreg, 2018 ; Villareal, 2015 ; Zubillaga, 2015 ).
La producción del espacio
Destaca Lefebvre (1974) que “el espacio no puede ser concebido más como pasivo o vacío… el espacio es productivo y productor: entra en las relaciones de poder, en las relaciones sociales y en las fuerzas productivas” (p. 55). Desde esta perspectiva, el espacio no remite solamente a un espacio físico, sino que implica un espacio percibido, concebido y vivido que actúa como articulador de la ciudad. Soja (1996), quien revisita la teoría de la producción social del espacio de Lefebvre, destaca que el espacio público es el resultado de la interacción de tres tipos de espacios: el espacio físico- material; el espacio imaginado y el espacio vivido, y es el resultado de la relación entre los primeros dos tipos —el material y el imaginario— en donde se da lugar a experiencias individuales y acciones colectivas. Estas ocurren en la dimensión cotidiana de la vida, en tanto cada individuo acumula experiencias que se van almacenando en su memoria, formando un mundo invisible, lleno se símbolos personales (De Certeau et al., 1999). Este surge del mundo visible, en la medida que una misma persona realiza diversas actividades en un mismo espacio físico. Las actividades que cada individuo ejecuta día a día surgen a partir de sus características particulares, de su educación, de sus experiencias, de su historia o de su cultura. Características que le otorgan a cada uno la capacidad de percibir, valorar y simbolizar una realidad espacial de forma singular ( Pinassi, 2015 ).
Desde estas perspectivas, el espacio público es reconocido social y culturalmente a partir del desarrollo de actividades (De Certeau et al., 1999). De acuerdo con los postulados de Gehl (2011) y Gehl y Svarre (2013), se pueden realizar tres tipos de actividades en el espacio público: las actividades necesarias, que son aquellas cotidianas de carácter obligatorio, como movilizarse al trabajo o a la escuela; las actividades opcionales, que son todas las que el individuo puede realizar o no de acuerdo con lo que desee, por ejemplo, dar un paseo; y las actividades sociales, que implican la convivencia de un individuo con otros en el espacio público, por ejemplo, jugar entre amigos o conversar. Las actividades que los individuos realizan o no en el espacio público dependen de la forma cómo estos perciben, experimentan y utilizan a diario el espacio urbano. Espacio que es dinámico y cambiante, y que va siendo moldeado por la manera cómo las personas se desenvuelven socialmente en el tiempo ( Goonewardena, 2019 ).
Así, el espacio público se modifica de acuerdo con las prácticas y percepciones que manejan los sujetos respecto de su entorno construido. A la luz de estas teorías, los espacios que persisten en el tiempo son aquellos que son utilizados activamente por los individuos y los que son escenarios de constantes encuentros cara a cara ( Schoper, 2019 ). Como destaca Davis (1990), el espacio público se transforma y reconfigura (física, social y simbólicamente), a partir de las prácticas que los sujetos y colectivos sociales movilizan de manera cotidiana en sus entornos residenciales, frente al peligro y la amenaza del delito y que, como destaca Soja (1996), convierten a la ciudad en archipiélagos carcelarios. Si bien estas teorías relacionan el temor al delito con el espacio público, dando cuenta cómo ha impactado en la morfología de la ciudad de fines de siglo XX, el análisis se centra en la macroescala y no aborda —desde lo microlocal y la dimensión cotidiana de la vida— cómo el crimen y el temor a este produce de manera situada y práctica el espacio público y los alcances que ello tiene para la disminución de la inseguridad y de los delitos en la ciudad latinoamericana.
Metodología
El caso de estudio
La investigación se basa en un estudio de caso: la colonia Kennedy en la ciudad de Tegucigalpa, Honduras. Esta se ubica en el sector sur poniente de la ciudad ( Figura 1 ) y se compone de 4.822 viviendas agrupadas en 367 bloques peatonales (Instituto Nacional de Estadísticas de Honduras [INE], 2013). Para el año 2013, vivían en ella 18.700 habitantes, lo que la convertiría en uno de los barrios más poblados de la capital (INE, 2013).
Su origen se remonta al año 1966 y fue uno de los primeros proyectos de vivienda social en la ciudad ( Herrera, 1986 ). La colonia Kennedy fue seleccionada como un caso clave (Gerring, 2009), en tanto que es uno de los barrios con mayores índices de violencia y presencia de pandillas de Honduras ( Elyssa, 2015; Observatorio Nacional de la Violencia , 2015). Presenta una morfología reticular que se estructura a partir de cinco calles principales, las que atraviesan su territorio de oeste a este y que tienen como punto de inicio el boulevard Centroamérica. Estas vías son vehiculares y se interceptan con otras que atraviesan la colonia de norte a sur. Juntas forman una retícula semiortogonal de manzanas residenciales; cada manzana se compone de una serie sucesiva de bloques de viviendas que están separados uno del otro por calles peatonales de escasa distancia. También, y como se observa en la Figura 2 , está constituida por cuatro sectores en los cuales existen servicios urbanos y áreas verdes.
La Kennedy, como le nombran los vecinos, es conocida en la ciudad como un barrio peligroso. Uno de los principales problemas que aquejan a vecinos es la violencia asociada a la presencia de la mara MS13 o Mara Salvatrucha, la que controla pasajes y calles de la colonia. Frente a ello, el municipio ha fomentado la participación de los ciudadanos en estrategias de prevención del delito de manera similar a lo que hace en otros sectores de la ciudad, afectados por la presencia de pandillas violentas. Y es que, en la ciudad de Tegucigalpa la presencia de maras existe en 222 barrios o colonias: la Mara 18 (M18) que opera en aproximadamente 150 y la MS13 presente en 70 de los vecindarios. El tipo de organización y delitos que cometen ambas maras se vinculan al narcomenudeo 2 , robos y reventa de automóviles, la extorsión a nivel micro y macro 3 y el sicariato (InSight Crime y La Asociación para una Sociedad más Justa, 2015). Ambas organizaciones criminales controlan los barrios en la ciudad, produciendo una permanente percepción de inseguridad en los vecinos. Al respecto, la encuesta de percepción ciudadana sobre inseguridad y victimización en Honduras muestra que, en el año 2018, el 87,6 % de la población consultada se siente muy insegura dentro del país, el 52,4 % se siente inseguro dentro de su municipio y el 34,5 % de las personas se siente insegura en su barrio (Instituto en Democracia, Paz y Seguridad, 2018).

Nota. Mapa elaborado sobre la base de Google Earth
Figura 1 Ubicación y mapa general de la colonia Kennedy
Diseño metodológico
La investigación tuvo un carácter exploratorio y cualitativo, e indagó en las prácticas de gestión de la inseguridad y la producción del espacio público mediante técnicas de recolección de información de carácter etnográfico.
Se recopiló información correspondiente a los espacios públicos de la colonia siguiendo las propuestas de Gehl y Svarre (2013). Primero, se compilaron imágenes satelitales y se realizaron visitas de campo que sirvieron para identificar los espacios públicos existentes en la colonia. Posteriormente, se seleccionaron aquellos donde se realizaría la observación etnográfica y las entrevistas caminadas. Se optó por aquellos que presentaban mayor heterogeneidad de usos de suelo y por su alta afluencia de público y presencia de pandillas. La observación en los espacios públicos tuvo como objetivo registrar las características físicas y usos sociales de estos. Esta información siguió una pauta de registro estructurada aplicada por las investigadoras. En una tercera etapa, y con el fin de conocer la percepción de riesgos y peligros estimados por los sujetos y las prácticas de gestión de inseguridad frente a estos, se aplicaron las entrevistas caminadas a 15 personas: siete mujeres y ocho hombres de diferentes rangos etarios. Esta técnica permite conocer —a partir de la experiencia situada del sujeto en el entorno construido— los significados y sentidos asociados al peligro y los riesgos, y lo que se hace frente a ellos (Evans, & Phil, 2011). Los sujetos fueron contactados mediante muestreo en cadena, mientras transitaban en el espacio público. La muestra fue abierta (sin segmentación previa) y se definió su número por criterio de saturación de información. La información recopilada fue analizada de manera triangulada, bajo análisis cualitativo de contenido, utilizando vaciado de rejillas. Esta información primaria fue complementada con la revisión y sistematización de información de fuentes de información secundaria.
Resultados
En colonia Kennedy, la información relevada da cuenta de que los vecinos movilizan un set de prácticas que les permiten lidiar con los peligros que perciben de manera cotidiana en su entorno y espacios públicos. Entre los significados asociados al peligro se encuentran los delitos y la violencia, pero también la preocupación por el desorden y desorganización urbana y la mala calidad de los espacios públicos. Frente a estos, los sujetos y comunidades movilizan distintas prácticas de protección y cuidado que producen el espacio físico al mismo tiempo que lo transforman simbólica y socialmente. En la colonia Kennedy, y como se analiza a continuación, peligros y riesgos percibidos movilizan procesos de urbanismo militarizado, al mismo tiempo que prácticas de vigilancia social que configuran relaciones sociales discontinuas.
El espacio simbólico, físico y social se ensamblan a través de las prácticas de gestión de la inseguridad que movilizan a diario los vecinos de La Kennedy.
Riesgos y peligros percibidos en los espacios públicos: el espacio simbólico
La Kennedy es peligrosa. Así lo sienten y perciben quienes residen y habitan la colonia. La presencia de la mara MS13 genera incertidumbre y ansiedad en los vecinos. En La Kennedy, el accionar de esta pandilla atemoriza, pues se les relaciona a delitos comunes y homicidios, a consumo y tráfico de drogas y de alcohol en los espacios públicos.
Sin embargo, y si bien la presencia de la mara es el principal agente de peligro para los residentes, existen otros factores en el espacio público que producen inseguridad. Entre estos, como se observa en la Figura 3 , destacan aquellos que remiten a delitos comunes y/o riesgos y peligros de carácter urbano. Es decir, el significado asociado a lo peligroso trasciende la sola preocupación por el delito.
Respecto de los peligros vinculados con el delito, los participantes del estudio destacan elementos del entorno físico como el consumo de drogas y alcohol en los espacios públicos, edificios abandonados, mala iluminación, la existencia de muros ciegos y áreas en desuso, confirmando lo que la criminología ambiental destaca como productores de temor al delito: las incivilidades y el deterioro físico de los espacios. Esto se constata en la observación etnográfica, la que evidencia también la mala calidad del alumbrado público y follajes de árboles descuidados, que dificultan la vigilancia natural de los espacios (Casanova y Contreras, 2010).
Dentro de los riesgos asociados a la calidad de los espacios y el orden urbano, se identifican calles inundadas por malas conexiones a conductos de agua, pavimentos en mal estado, estrechez de las calles, el deterioro de edificios, tragantes de aguas lluvias dañados y obstruidos y calzadas y aceras en mal estado. Estas condiciones son percibidas como peligrosas, en tanto son facilitadoras de accidentes, incendios o emergencias que para los vecinos son difíciles de resolver.
También entre los vecinos es recurrente la percepción de desorden y desorganización del espacio público. La afluencia comercial ha hecho que las calles y áreas verdes se hayan transformado en zonas de estacionamiento vehicular con altos niveles de saturación. Además, como se puede apreciar en las Figura 4 y Figura 5 , a lo largo de las vías existen comerciantes ambulantes ubicados en las aceras y áreas verdes, además de automóviles circulando por las calles o mal estacionados. Como destacó un vecino:
el espacio está saturado, se llena de vendedores que no dejan caminar tranquilamente. Hay mucha gente comprando y vendiendo, los autos están aparcados en cualquier acera y eso a mí me intranquiliza en estas calles (Mujer, 55 años).
A su vez, se observa que los usos del espacio impiden una buena visibilidad en las calles, lo que disminuye el control y la vigilancia natural sobre el espacio público (Jacobs, 2011).
Junto con ello, en pocas cuadras se concentran distintos tipos de comercio (agencias financieras, clínicas, laboratorios médicos, gimnasios, farmacias, restaurantes, reposterías, ventas de ropa y tiendas) y muchos locales comerciales han extendido sus negocios hacia espacios verdes colindantes para aumentar sus metros cuadrados. Ello refuerza la percepción de saturación y caos.
Tal como destaca Luneke ( 2021), ambos tipos de riesgos y peligros se entrelazan y configuran la percepción de inseguridad que alimenta el temor a ser víctima de delitos en los espacios públicos, y que moviliza prácticas de protección individual o colectiva en los vecindarios.
Amurallamiento y barrio fortaleza: la producción física del espacio habitado
La inseguridad percibida ha llevado a vecinos de la colonia a movilizar prácticas de gestión de la inseguridad, que son en su mayoría de carácter individual. Dentro de estas, la más evidente es la intervención física en casas y en las calles. Al observar hacia el interior de las manzanas se identifican los bloques peatonales de viviendas con mucho encerramiento físico. En sus inicios, las casas poseían un área verde en el frente, no obstante, el perfil general de las viviendas ha sufrido transformaciones físicas puesto que los vecinos las han ampliado (dormitorios o terrazas) hacia las calles y las han cerrado ( Figura 6 ). Los callejones peatonales entre bloques son angostos, lo que redunda en que el espacio de acceso a las viviendas tenga un diseño laberíntico.
La instalación de altos muros perimetrales de bloque de concreto y el uso de portones metálicos son también comunes en la colonia. Estos cambios coinciden con los estudios de Davis (2001), quien destaca que las personas que viven en un barrio peligroso se sienten más seguras en la medida en que sus viviendas se asemejan a una fortaleza. La observación etnográfica muestra que muchas de las casas están rodeadas no solo de altas murallas, sino que también de cercos eléctricos y portones. Así, las prácticas de encerramiento físico y enrejamiento son comunes, pese a que las teorías de la prevención situacional destacan que la vigilancia natural y la continuidad visual entre la calle y la casa son factores que previenen la comisión de delitos y disminuyen el temor a estos.
Por otra parte, los participantes del estudio afirman que otra medida ha sido iluminar determinados pasajes o espacios públicos sin esperar la respuesta del municipio. Han hecho esfuerzos colectivos para recuperar y mejorar aquellos más deteriorados. Como se observa en la Figura 7 , y como destacó uno de los entrevistados:
Nos organizamos acá y juntamos dinero para alumbrar este callejón. No podíamos esperar que pusieran esa bombilla… era muy oscuro de noche y nadie quería pasar por allí (Hombre, 51 años).
Urbanismo militarizado y vigilantismo ciudadano como gestión social del espacio
Las transformaciones físicas que han producido las prácticas de gestión de la inseguridad van acompañadas de prácticas de vigilancia en el barrio por parte de sus vecinos. En las entrevistas, muchos participantes señalan que han decidido resguardar sus viviendas con alarmas residenciales: “yo mandé a ponerle a la casa alarmas, porque a veces quedaba la casa sola y me da mucho temor”. (Mujer, 70 años). Adicionalmente, en algunos bloques se han instalado cámaras: “Nos hemos organizado entre los vecinos del parqueo y ya están instaladas siete cámaras en ese sector”. (Hombre, 43 años). Estas prácticas son comunes en un barrio en el cual los vecinos no tienen recursos para pagar a empresas de seguridad privada.
También en algunos pasajes y calles, los residentes se organizan por bloques para contratar a una persona que cuide por las noches los espacios utilizados para estacionar vehículos, pues la mayoría de las casas no cuenta con garaje privado. Ello instala una dinámica de sospecha permanente sobre quienes no residen en el barrio. Esta situación en ocasiones implica un riesgo, pues se ha comprobado que algunos de los vigilantes se encuentran vinculados con el narcotráfico y/o las maras, y son ellos mismos quienes distribuyen droga. Un vecino afirma: “Un día unos cipotes 4 se me acercaron a preguntarme por el vigilante, y después me di cuenta de que le andaban comprando droga”. (Hombre, 51 años). También, en algunos casos, vigilantes han sido asesinados por las bandas, lo que ha aumentado el consumo de dispositivos tecnológicos de seguridad.
Los vecinos también hacen uso de las redes sociales vigilar el barrio. Tal como en el caso de las investigaciones realizadas en Córdoba por Torres (2017 ) o Luneke en Santiago (2021), en la colonia Kennedy el espacio virtual es usado con estos fines. Actualmente existe una página de Facebook denominada La Kennedy, red que cuenta con la participación de más de 16.000 personas, en la cual se publica información sobre delitos y asaltos. Una joven afirmaba ser fiel seguidora de la página y comentaba: “Yo allí me informo… paso pendiente, porque si no me va a llevar la chula 5 ”. (Mujer, 30 años).
El aumento de la participación civil en la prevención del delito ha convertido a los hogares, vecindarios y ciudades en espacios de vigilancia social permanente, al mismo tiempo que en espacios intervenidos tecnológicamente por diferentes dispositivos de seguridad y control. En la colonia Kennedy, el miedo al crimen ha generado ciudades fortalezas y amuralladas bajo el vigilantismo ciudadano ( Goldstein, 2006 ) y el nuevo urbanismo militarizado ( Glück, 2017 , Graham, 2011).
El espacio vivido: relaciones sociales discontinuas
En la colonia Kennedy los vecinos viven con temor. El delito moviliza distintas rutinas diarias que tienden disminuir las interacciones sociales, el desuso de calles, parques, plazas y una tendencia a no salir de la casa, lo cual acrecienta la percepción de desorden y desorganización del espacio. Destaca la restricción de uso del espacio público, ya sea porque se evita salir en determinados horarios o recorrer ciertos lugares. La mayoría de los sujetos, especialmente las mujeres jóvenes, no transitan por callejones peatonales de carácter laberíntico, pues son muy oscuros y prefieren circular por las calles principales y grandes avenidas donde existe mayor concentración de personas y mejor iluminación. Además, como destaca un entrevistado hombre y joven, el temor al delito hace que los vecinos circulen de forma rápida por las vías y eviten hacer uso de algunos parques y canchas públicas: “De repente, lo primordial para mí sería no visitarlos, prefiero no pasar por ahí”. (Hombre, 43 años). Además, los entrevistados señalan que sus desplazamientos y actividades las realizan con sigilo y observan permanentemente su entorno.
De hecho, investigaciones muestran que el abandono del espacio público, el aislamiento y la disminución de las interacciones sociales es una de las consecuencias más directas de la violencia y el delito ( Dammert, 2007 ; Villareal, 2015 ). En la colonia, el abandono de estos ha alterado las dinámicas sociales entre los vecinos del barrio y, como señala una mujer entrevistada: “No soy mucho de andar así relacionándome, no, no soy mucho, prefiero estar en mi casa y no vincularme con los vecinos”. (Mujer, 38 años).
Otra restricción refiere a los horarios en los que se usa el espacio público. Tanto hombres y mujeres circulan por las zonas donde se sienten seguros, pero en horario diurno, “ni muy de mañana, ni muy de noche”. (Hombre, 55 años). Adicionalmente las vecinas prefieren utilizar el vehículo para movilizarse que salir a pie. Las personas que trabajan aprovechan el regreso a casa para realizar las compras necesarias y no salir más de dos veces de su hogar: “Normalmente cuando quiero comprar algo no estoy en la casa, sino que vengo del trabajo y paso comprando, pero voy en el carro entonces siento que voy más seguro”. (Hombre, 30 años).
Otro efecto asociado a la percepción de peligros refiere a que vecinos más antiguos se han ido del sector y ha aumentado el arriendo de casas. La constante rotación de residentes en el barrio incide a su vez en bajos niveles de conocimiento interpersonal. Como resultado, en las entrevistas es común escuchar: “Aquí no hay comunión, o sea que sálvese quien pueda, tómese la medida quien pueda”. (Mujer, 55 años). Así, la falta de interacción entre vecinos se traduce en débiles vínculos sociales que actúan como un facilitador para el desarrollo de desórdenes sociales que, como destaca Sampson (2012 ), producen la percepción de inseguridad y disminuyen la capacidad de los vecindarios de responder a peligros y riesgos asociados a la delincuencia. En este sentido, las iniciativas de prevención que han llevado a cabo los residentes han sido en su mayoría de carácter individual, y van en el sentido de un mayor aislamiento y menor vínculo social.
Conclusiones
En colonia Kennedy, los peligros y riesgos percibidos por sus habitantes remiten al delito, pero también al orden urbano. La investigación muestra que la inseguridad en la colonia entrelaza percepciones que atemorizan e intranquilizan a los sujetos, tanto por la presencia de bandas y hechos violentos como por la mala calidad, diseños laberínticos y desorganización de sus espacios públicos. Este hallazgo confirma lo que la teoría constructivista ha destacado respecto de lo situado y culturalmente significado, que es el temor al crimen y cómo este cataliza otras preocupaciones y ansiedades en la escala de los barrios ( Taylor, 1996 ). Desde estas perspectivas, el espacio
público en La Kennedy es significado por sus habitantes como un locus de riesgos y problemas que trascienden a la criminalidad. La identificación de riesgos y peligros en este estudio constata cómo la desorganización social y espacial, la falta de planificación urbana y la escasa inversión pública en mobiliario urbano están en la base también de la inseguridad cotidiana. Este punto pone en relieve la necesidad de resituar el rol que cumple la planificación urbana en el debate de la inseguridad pública para no focalizar todos los esfuerzos de política pública en iniciativas acotadas de prevención del crimen. En este sentido, y como destaca Luneke ( 2021), la agenda de seguridad se ha hiperfocalizado en intervenciones de pequeña escala en los espacios públicos desde la perspectiva ambiental y no dialoga con enfoques de desarrollo urbano y planificación en los territorios. Comprender qué está a la base de la demanda ciudadana por seguridad y cuál es la relación con mecanismos e instrumentos urbanos es tarea pendiente en la ciudad latinoamericana.
Por otra parte, la inseguridad percibida genera diversas prácticas que los sujetos movilizan de manera cotidiana para protegerse y cuidarse. Los resultados muestran que estas prácticas son, en su mayoría, de carácter individual y se han focalizado en la defensa de sus hogares y espacios residenciales mediante el amurallamiento y fortificación en el vecindario (Caldeira, 2000). El involucramiento y coordinación social entre vecinos se ha orientado a la vigilancia del barrio a través de distintos dispositivos tecnológicos, dando forma a la militarización de los espacios públicos analizada en otros contextos (Graham, 2011). Estas prácticas agudizan la desconfianza interpersonal, instalan la sospecha sobre los otros y generan el empeligrosamiento social de sujetos y espacios (Kessler, 2009). Y es que, la vigilancia social genera estados permanentes de alerta entre los vecinos que conllevan inevitablemente a desconfiar, a aislarse y al deseo de abandonar el barrio ( Luneke, et al., 2021). El espacio público se convierte así, en un espacio ajeno y las relaciones sociales en vínculos discontinuos.
Estas prácticas también muestran que la participación ciudadana en las estrategias colectivas de prevención situacional del delito no ha logrado generar lazos y formas de relacionamiento que favorezcan la cohesión social y lo que Sampson (2012 ) ha denominado eficacia colectiva. Esto es, la capacidad que tienen las comunidades de organizarse y servir de barrera frente al deterioro criminógeno de los barrios. También Pearce (2010 ) critica el alcance de estas medidas para el caso de ciudades colombianas en las cuales el amurallamiento ha ido acompañado prácticas de exclusión y estigmatización hacia los más pobres, quienes son los portadores del peligro.
En este sentido, los hallazgos de la investigación problematizan los alcances que tiene la participación ciudadana en materia de prevención situacional del crimen, cuando se trata de territorios afectados por altos niveles de vulnerabilidad urbana y violencia. En barrios como la colonia Kennedy, los principios de la prevención situacional y el involucramiento ciudadano han producido —paradojalmente— espacios públicos amurallados, fortificados y débiles vínculos sociales. Todos factores que, sin reducir el delito, aumentan el temor a este según la criminología ambiental.
Estos resultados dialogan con aquellos estudios que han sido críticos con el enfoque de factores de riesgo y de prevención ciudadana de la criminalidad, el cual señala que la perspectiva de prevención situacional se ha expandido globalmente de manera acrítica, se han estandarizado las respuestas frente al delito y han hecho de estas medidas dispositivos a-históricos y a-espaciales (Walklate, & Mythen, 2011). Así, la investigación instala la pregunta por los alcances de estas iniciativas y releva la necesidad de profundizar en una agenda de investigación que analice los procesos de producción del espacio que estas iniciativas gatillan y que tienden a fomentar el control y la vigilancia, obviando el rol que tiene en ello la planificación urbana.