“Porque no tenemos nada, queremos hacerlo todo”. (Carlos Dittborn)
Definiciones
Existe más de una nada. Aunque en español se utilice una sola palabra, entre sus diversas acepciones podemos distinguir una importante diferencia entre una nada absoluta, que designa la inexistencia total de cualquier ser o cosa, y una nada más contingente o específica, que designa algo mínimo o de escasa entidad. Esta distinción se corresponde aproximadamente con la variación de términos que existe en otras lenguas: “nothingness” versus “nothing”, “néant” versus “rien”, “nulla” versus “niente”, etc. Estos conceptos, sin embargo, se apartan radicalmente de la manera de entender la nada en Oriente, donde es entendida como una “nada relativa”, un estado de indiferenciación o abolición de los opuestos (Juan Eduardo Cirlot 327).
La nada absoluta ha dejado sentir su apabullante peso sobre el pensamiento occidental. Muchos filósofos han renunciado a la posibilidad de reflexionar sobre ella y referirla; Parménides (2012), por ejemplo, recomendaba: “Fuerza más bien al pensamiento/ a que por tal camino [del no-ente] no investigue” (41). Esta recomendación recuerda, evidentemente, el cierre del Tractatus de Wittgenstein (2003): “De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca” (277). A pesar de estas admoniciones, son numerosos los pensadores que no se han resistido a su influjo y que han intentado una y otra vez hablar de la nada. Sergio Givone (2001), si bien asume que de “la nada no puede decirse sino que no es” (187), traza en su propia Historia de la nada una trayectoria desde los presocráticos y Plotino, hasta llegar a Sartre y Heidegger que muestra la enorme variedad de aproximaciones que esta noción ha provocado.
¿Con qué lenguaje puede referirse la nada, aquello que no es? Una larga tradición ha respondido paradojalmente a esta pregunta mediante un no-decir, mediante un discurso apofático (“apophasis” significa, en griego, “negación”). William Franke, recopilador de On What Cannot Be Said. Apophatic Discourses in Philosophy, Religion, Literature and the Arts (2007), caracteriza así estos esfuerzos: “languages for what cannot be said, languages that cancel, interrupt, or undo discourse, languages that operate, paradoxically, by annulling or unsaying themselves. They manage to intimate or enact, by stumbling, stuttering, and becoming dumb-some-times with uncanny eloquence what they cannot as such say” (1).
Según explica Alois M. Haas (1999), “Nada” es uno de los nombres que se le ha dado a dios en el cristianismo (13). Esta denominación no significa una minimización de su entidad sino, por el contrario, el reconocimiento de la imposibilidad de abarcarlo mediante el lenguaje. Haas señala primeramente a Dionisio Areopagita, quien en el siglo V inaugura esta “teología negativa” al plantear la imposibilidad de definir a la divinidad o “Causa suprema”, y sitúa en este mismo camino a Juan Escoto Eriúgena, el Maestro Eckhart, Margarita Porete, Heinrich Seuse, Angelus Silesius e incluso a San Juan de la Cruz. Tanto la recopilación de Franke (2007) como Mystical Languages of Unsaying de Michael A. Sells (1994) extienden esta lista más allá del cristianismo, hasta místicos de la cábala y del sufismo. Por su parte, Jean-Luc Marion, en El ídolo y la distancia (1999), prolonga esta ruta hasta Hölderlin y Nieztsche. Igualmente, numerosos flósofos contemporáneos han establecido diálogos con la tradición de la teología negativa, como Jacques Derrida (Cómo no hablar. Denegaciones, 1997) y Giorgio Agamben (El lenguaje y la muerte, 2002).
Resulta atractivo comprobar, por otra parte que, a pesar de la ya mencionada diferencia conceptual con la nada oriental y la distancia entre estos contextos, es posible establecer un vínculo con problemáticas similares respecto al rol del lenguaje frente a lo indefinible. El conocido pensador chino Zhuangzi, por ejemplo, remarca que el “dao” (camino): “no puede ser enunciado; lo que se enuncia no es él […]. El dao no debe ser nombrado” (cit. en Cheng 81). D. T. Suzuki, en su Introducción al Budismo Zen (2006), también apunta que “la lengua humana no es un órgano adecuado para expresar las verdades más profundas del Zen, puesto que este jamás se puede convertir en objeto de interpretación lógica” (38).
Sanford Budick y Wolfgang Iser, editores de la colección de ensayos Languages of the Unsayable. Te Play of Negativity in Literature and Literary Teory (1996), reconocen el “giro negativo” que ha tomado el lenguaje poético, filosófico e histórico (xi). En efecto, este concepto atraviesa numerosas reflexiones a lo largo del siglo XX. Hugo Friedrich, en su clásico La estructura de la lírica moderna (1974), ya señalaba: “La explicación de la lírica moderna se halla ante el problema de buscar categorías con las cuales se la puede describir. [...] las que se imponen son sobre todo categorías negativas” (27), como la deshumanización, la obscuridad y el absurdo. Teodor W. Adorno, por su parte, utiliza categorías negativas para referir el dolor, la resistencia a la comprensión y la autonomía y potencial crítico del arte. En su Teoría estética (2004) escribe: “Sólo mediante su negatividad absoluta, el arte dice lo indecible, la utopía” (69); y más adelante: “Toda obra de arte [es] una cosa que niega el mundo de las cosas” (208).
Desde nuestra perspectiva quisiéramos, sin embargo, rescatar esta denominación específicamente a partir de su uso en el marco del discurso apofático propio de la teología negativa en su intento por referir la nada. Algunos estudiosos contemporáneos ya han propuesto una continuidad entre el discurso apofático y ciertas modalidades propias de la literatura y el arte del siglo XX. Shira Wolosky, en Language Mysticism. Te Negative Way of Language in Eliot, Beckett, and Celan (1995), retoma el tópico de la indecibilidad estudiado por Curtius; Mark C. Taylor, en Disfguring. Art, Architecture, Religion (1992), proyecta este discurso hacia el arte y la arquitectura contemporánea; y Amador Vega dentro de Zen, mística y abstracción (1992) propone una “estética apofática” o “estética negativa”, que tiende hacia la abstracción (107). Es desde esta perspectiva que nos situamos, pero advertimos que nuestro interés principal no es la dimensión religiosa del discurso apofático, sino más específicamente sus estrategias de lenguaje, que consideramos comparables a aquellas utilizadas por escritores y artistas contemporáneos. En ese sentido nos parece pertinente, además, la recomendación de Budick e Iser, quienes indican que la negatividad sólo puede ser descrita en términos de sus operaciones, y no como una entidad aprehensible (xii-xiii).
Así, aspiramos a rescatar el potencial del discurso apofático no sólo a nivel filosófico o teológico, sino como una poética. Victoria Cirlot (2014) recuerda que Paul Valéry “no entendía poética en su sentido restringido como el conjunto de reglas y preceptos estéticos concernientes a la poesía, sino en su sentido propiamente etimológico como ‘todo aquello que tiene que ver con la creación o la composición de obras en las que el lenguaje es al mismo tiempo sustancia y medio’” (15). Esta perspectiva coincide con una definición “expandida” del término propuesta por Brian M. Reed (2012): “a label for any formal or informal survey of the structures, devices, and norms that enable a discourse, genre or cultural system to produce particular efects” (1059). Nos valdremos, pues, de esta mirada que permite abarcar no sólo el género poético sino también la narrativa u otro tipo de obras que combinan texto y visualidad. Así, nuestra definición de poética negativa implicará en primera instancia el estudio de las estrategias y procedimientos que pretenden referir la nada.
Trayectorias del lenguaje y la nada
“Farai un vers de dreit nien” fue el desafío autoimpuesto por el trovador provenzal Guilhem de Peitieu (1071-1126). Para Victoria Cirlot (1999), este verso puede ser traducido de dos maneras: “Haré un poema sobre nada” (la nada será el tema del poema), y “Haré un poema a partir de nada” (la nada como la materia a partir de la que se crea), en tanto eco de la “creatio ex nihilo” divina (37).
Päivi Mehtonen declara que con el poema de Peitieu se erige el punto de partida de una “Poetics of Nothingness” (9). En efecto, este no fue un gesto aislado, y dentro de los mismos trovadores hubo disputas sobre la posibilidad o no de nombrar la nada, como es el caso de la “tenso de non re” de Aimeric de Peguilhan y Albert de Sestaro (Cussen 85-88). Las discusiones no cesan: a partir de 1634, por ejemplo, se desarrolla una intensa “quaestio de nihilo” que ocasiona “disusati mostri d’eloquenza”, como manifesta Luigi Manzini en su discurso “Il Niente” (cit. en Ossola 96). Tal como él mismo plantea, la nada merece ser alabada por sus cualidades: “il Niente include in sé tutto ciò ch’è possibile e tutto ciò ch’è impossibile. Dunque il Niente è più universale dell’onnipotenza, s’ella non si estende che a’ possibili” (cit. en Ossola 98). Asimismo, como explica Carlo Ossola (1997), recopilador de los textos de esta querella, la ausencia de referente permite una liberación de los cánones de la imitación: “la scrittura potrà concrescere come monstrum, meravigilia del mostrare l’indescrivibile” (xx). Casi cien años después encontramos otro relevante aporte: L’eloge de rien, publicado anónimamente por Louis Coquelet (2011). Ya desde el título (Elogio de Nada), la dedicatoria “a Nadie”, el “Enigma sobre NADA” que cierra la primera parte, y el epigrama que finaliza la obra, se reafirma su intención humorística, como si la nada fuese una especie de solución universal, imposible de ser rebatida: “NADA es excelente en Verso y en Prosa, en Griego y en Latín, en Francés e Inglés, en cualquiera de las Lenguas que sea” (18); “¿Qué hay en el mundo más precioso que el oro, la plata, las perlas y las piedras preciosas? NADA” (34). Como una especie de reverso, a este ensayo le sigue el “Elogio de Algo”,1 que replica la misma estructura: así, pareciera desactivar la oposición entre ambos conceptos, para disolverlos en la misma ambigüedad e intrascendencia.
Más adelante, dos importantes autores del siglo XIX también se sitúan puntualmente frente a la nada, pero desde distintas veredas: Flaubert (2007), en una carta de 1852, desea escribir “un libro sobre nada [...] un libro casi sin tema o en el cual el tema fuera poco menos que invisible” (120). Mallarmé (1998), en cambio, cuenta a su amigo Henri Cazalis, que al ahondar en el verso se encontró con el abismo de la nada, que lo ha dejado “muy desolado como para poder creer incluso en mi poesía y ponerme de nuevo a trabajar” (470). Muchos vanguardistas de las primeras y convulsas décadas del siglo XX también asumen la nada como punta de lanza, en especial los dadaístas: “Dadá no quiere nada”, escriben sus miembros en un texto colectivo (cit. en Huelsenbeck 29); “Dadá no significa nada”, lo define su líder Tristan Tzara en el Manifesto Dadá de 1918 (cit. en Huelsenbeck 91); “Dadá es como vuestras esperanzas: nada/ como vuestro paraíso: nada/ como vuestros ídolos: nada/ como vuestros políticos: nada/ como vuestros héroes: nada/ como vuestros artistas: nada/ como vuestras religiones: nada”, proclama Francis Picabia en el “Manifiesto Caníbal Dadá” (cit. en Huelsenbeck 41). Sus pares del grupo ruso “Nitchevoki” (que podría traducirse como “nadaístas”) también hacen una invitación radical: “Write Nothing! / Read Nothing! / Say Nothing! / Print Nothing!” (cit. en Information as Material 28). Al interior de las vanguardias latinoamericanas también surgen destellos negativos. Por ejemplo, en la narrativa de Felisberto Hernández (1998): “Por agarrarme de algo, o para empezar a escribir, diré que no se me ocurre nada, o más bien dicho lo escribiré” (266); en la monumental Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio Fernández (1995): “cuando quiero pensar en la nada ¿surge en mi mente alguna imagen sobre la cual recaiga ese pensar? Si la hay, pienso en algo y no en nada; si no la hay, no pienso” (205); e, incluso, en las insistentes negaciones de Oliverio Girondo en En la masmédula (1999): “ni yo ni fosa ni hoyo/ el macro no ni polvo/ el no más nada todo/ el puro no/ sin no” (231).
Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial sobreviene un cuestiona-miento del sentido del lenguaje, que cristaliza en el famoso dictamen de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. Esta crisis sigue vigente hasta hoy: Rancière (2007), por ejemplo, se pregunta por las condiciones de violencia política que vuelven ciertos eventos irrepresentables e impensables (109). De cualquier modo, la poesía de Paul Celan, de Juan Gelman, de Raúl Zurita y tantos otros que han padecido el horror demuestran que sí es posible seguir escribiendo, siempre y cuando se asuma una palabra que, como dice Blanchot (1991), “no habla sino porque la muerte habla en ella, negando lo que ella, la palabra, es” (34). La conciencia crítica se instala, pues, de manera definitiva, y se despliega como una tensión entre la imposibilidad de la escritura y su necesidad. Marguerite Duras (2010) lo expresa de manera rotunda: “Escribir./ No puedo./ Nadie puede./ Hay que decirlo: no se puede./ Y se escribe” (54-55). Desde una postura menos existencial, otros escritores asumen que simplemente ya no queda nada que decir. Sólo queda, pues, proferir esa nada, como afirma alegremente John Cage: “No tengo nada que decir y lo estoy diciendo y eso es poesía como la que necesito” (109).
De manera paralela a la tematización de la nada como bloqueo o impulso de la escritura en estos casos, surge también la pretensión de otorgar una representación material de la nada. Un antecedente ineludible es “a chapter which has, only nothing in it” (530) que corresponde únicamente al título del capítulo en una hoja en blanco del Tristram Shandy de Lawrence Sterne (1997). El uso expresivo de los espacios en blanco se convertirá, por cierto, en un recurso frecuente a partir del Coup de dés de Mallarmé, y encontrará un eco en el “Poema del fin” del futurista ruso Vasilisk Gnedov, compuesto tan solo por su título sobre una página vacía (“Vasilisk Gnedov” web). Un espacio particularmente propicio al desarrollo de estas prácticas lo constituirá ese género híbrido conocido como “libro objeto” o “libro de artista”. Como apunta Giorgio Mafei: “De vehículo contenedor [el libro en el siglo XX] pasó a ser, en sí mismo, contenido y mensaje” (cit. en La Fuente 27). Uno de sus principales practicantes y teóricos, Ulises Carrión (2012), señala: “El libro más hermoso y perfecto del mundo es un libro con las páginas en blanco, como el lenguaje más completo es el que queda más allá de lo que las palabras del hombre pueden decir” (51).
Un campo limítrofe para estudiar las relaciones entre el lenguaje y la nada es el cruce que se produce entre la poesía experimental y el arte conceptual en la década de los sesenta y setenta. Al igual que Pilar Parcerisas en Conceptualismo(s) Poéticos / Políticos / Periféricos. En Torno al Arte Conceptual en España, 1964-1980 (2007) y Luis Camnitzer en Conceptualism in Latin American Art: Didactics of Liberation (2007), Liz Kotz en Words to Be Looked At. Language in 1960s Art (2007), propone este acercamiento:
Almost anyone with a passing knowledge of contemporary art knows that language in its many forms -as printed texts, painted signs, words on the wall, recorded speech, and more- has become a primary element of visual art. Under labels like Fluxus, Pop Art, Conceptual art, and text and image, words have proliferated in art since de 1960s -in a complex relation with poetry, newly emerging activities of performance art, and the world of experimental music. (1)
Esto resulta particularmente pertinente en el caso del grupo Art & Language y de Joseph Kosuth, una de cuyas obras más conocidas es “10 Definitions of Nothing” (1968), que consiste justamente en la impresión de diez definiciones de “nada” tomadas de distintos diccionarios. Esta obra es tan sólo uno de los hitos en el progresivo camino hacia la desmaterialización del arte descrito por Lucy Lippard y John Chandler en 1968: “We still do not know how much less ‘nothing’ can be. Has an ul-timate zero point been arrived at with black paintings, white paintings, light beams, transparent flm, silent concerts, invisible sculpture, or any of the other projects mentioned above? It hardly seems likely” (50). Al menos cinco exposiciones recientes, cuyos catálogos hemos podido consultar, confirman que aún queda espacio para mucha nada: Te Big Nothing y Nichts. Nothing recogen obras, principalmente conceptuales, en torno a la nada y la negatividad; el catálogo Voids, correspondiente a la exposición curada por Mathieu Copeland registra la genealogía de exposiciones vacías iniciada por Yves Klein; Invisible. Art about the un-seen también se sitúa en la misma trayectoria; y en In Deed: Certificates of Authenticity in Art, se compilan los certificados de obras potenciales o derechamente inexistentes. En este contexto se ha dado también el auge de la poesía conceptual o conceptualismo, que ocupa parte importante de la escena norteamericana de estos últimos años, con fguras como Kenneth Goldsmith o Robert Fitterman. Sus obras se caracterizan, al igual que el arte conceptual y otros antecedentes como las instrucciones de Fluxus, las “proposiciones a realizar” de Guillermo Deisler o las “acciones imposibles” de la poesía experimental española (cit. en Millán y García Sánchez 23), por la preeminencia del concepto por sobre su realización. El estudio que mejor da cuenta de este efervescente panorama es No Medium, del poeta conceptual y académico Craig Dworkin, quien analiza numerosas obras en blanco, o borradas, no sólo visuales sino también literarias, cinematográficas y musicales, principalmente del ámbito norteamericano y europeo, para interpelarlas más allá de su desnudez: “I sought to understand whether such works can actually say substantively diferent thing, if they can ever speak of more than their blankness. I have tried, as they have, to ‘farai un vers de dreyt nien’” (33).2
Textos sobre nada y de nada
Estas diversas declaraciones y reflexiones de escritores, así como de teóricos, artistas, músicos y también místicos, demuestran que la nada provoca actitudes y aspiraciones muy diversas: puede ser considerada un desafío o una amenaza, una iluminación o un pozo sin fondo, fértil o destructiva, divertida o dramática, objeto de pasión, indiferencia o decepción. El resultado de estas pulsiones reunidas en una misma obsesión continúa desplegándose de manera muy pronunciada en una serie de novelas, ensayos, poemas, libros de artista y obras conceptuales contemporáneas, publicados en contextos culturales muy diversos, pero que comparten sus estrategias y procedimientos.
Una de las tendencias que resalta es la intención de dar cuenta de la acción paralizadora de la nada. Existen muchos textos, principalmente en prosa y que combinan la narración, el ensayo y la autobiografía, en los cuales no hay ningún desarrollo de la acción: la escritura sólo relata la imposibilidad de la escritura. Un ejemplo paradigmático de esta condición recursiva es La Escritura no Escrita (1966) de José Luis Castillejo, que forma parte del proceso de depuración de la escritura iniciado por el escritor español luego de su experimentación visual con los libros de artista. Como explica Roberto García Mesa (2001), este libro “centra su atención en torno a una cuestión de Plotino: ‘¿Qué es esto que no existe?’” (107). El lenguaje de Castillejo es sentencioso y continuamente reiterativo: “Hace años me interesó más lo escrito de la escritura; ahora, en cambio, me preocupa más lo no escrito” (7); “Lo no escrito en lugar de lo escrito./ Lo escrito ha sido desplazado./ Lo escrito puede estar en otro lu-gar./ [...] La escritura ya no necesita ni siquiera de sí misma” (127). Marcel Bénabou, miembro del OuLiPo, en cambio, repasa su poco productiva trayectoria en Por qué no he escrito ninguno de mis libros (1986), mediante numerosas citas de otros autores sobre la imposibilidad de la escritura. Así consigue, paradójicamente, escribir su primer libro: “Escribir que se querría escribir, ya es escribir. Escribir que no se puede escribir, también es escribir” (129). Paralelamente, Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía (2000), inventa a un oscuro narrador dedicado a rastrear los “bartlebys”, aquellos escritores que renunciaron a la escritura, como Rimbaud, Rulfo, Salinger y tantos otros, pero que encuentra, sin embargo, una posibilidad futura en esta “tendencia que se pregunta qué es la escritura y dónde está y qué merodea alrededor de la imposibilidad de la misma y que dice la verdad sobre el estado de pronóstico grave -pero sumamente estimulante- de la literatura de este fin de milenio./ Sólo de la pulsión negativa, sólo del laberinto del No puede surgir la escritura por venir” (13).3 No podemos obviar, asimismo, La novela luminosa (2005) de Mario Levrero, que es simultáneamente la crónica y el acto mismo de la no escritura. El año 2000, este autor recibió una beca de la Fundación Guggenheim para finalizar una novela, cuyo impulso había sido una conversación que sostuvo con un amigo, a quien le narró una experiencia luminosa de gran trascendencia y le explicó lo difícil que le resultaría hacer un relato con ella debido a su convencimiento de que “ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel” (13). De todos modos, su amigo lo insta a escribirla así, sencillamente, como acaba de hacerlo, sin complicarse la vida, pero Levrero sí se complica la vida y se interna por “por caminos insospechados, aunque muy lógicos” (15). Este proceso, señala Levrero, está maravillosamente explicado “en Las moradas, de santa Teresa, mi patrona” (15) quien también experimentó la cortedad y la necesidad de decir tras haber recibido una visión divina. Finalmente, el autor no es capaz de terminar su novela, y asume su derrota: “la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso” (19). Sin embargo, registrará minuciosamente sus avatares en “El diario de la beca”, que ocupa casi todo este libro. La escritura persiste apenas como un gesto automático, como un saludo a la bandera de la Nada: “No estoy escribiendo nada que valga la pena, pero estoy escribiendo, y por lo menos muevo los dedos sobre el teclado” (44).
Algunos escritores, particularmente poetas, colocan el foco no tanto en el acto físico de la escritura, sino en el “decir” o, más bien, el “no-decir” como la única posibilidad que resta. Hugo Gola, en Filtraciones (1996), lo representa a través de versos sinuosos, que se corresponden con el constante ir y venir de su discurso: “Aquello que no se puede/ aquello que no es posible/ aquello que nadie puede/ precisamente/ aquello/ que ya no puedo/ ni tú puedes/ ni él/ aquello/ precisamente/ que no puede nadie/ ni hoy/ ni nunca/ precisamente aquello/ aquello es/ precisamen-te/ precisamente” (245). Esta renuncia a la referencialidad se condice con las intenciones que declara en sus propias reflexiones: “Cada vez me atrae más la idea de la poesía como un ‘no decir’. No la adhesión que suele producir la palabra que enumera, o cuenta, sino aquella revelación que la palabra aislada, cargada de silencio puede originar” (Prosas 20). Américo Ferrari, por su parte, toma un camino similar, en el que no sólo deja entrever las infuencias de varios de los poetas que ha estudiado (Vallejo, Girondo, Celan y José Ángel Valente, entre otros) sino también la atracción que le provoca la tradición apofática. Un buen ejemplo es su poema “Decir no dicho”: “sólo el instante más recogido del silencio abre el sentido extremo del decir: el desdicho, el negado en el instante mismo del de decir” (Noticias del deslugar 56). Él mismo lo comenta en estos términos: “En realidad esos poemitas no dicen nada o muy poco. Recuerdo un bello poema del gran poeta Martín Adán que dice lo que realmente es: ‘Poesía no dice nada, / Poesía se está callada / Escuchando su propia voz’. ¿Qué se puede añadir?” (“Ni cuento ni canto” E5).
Otra tendencia que supone un atractivo importante para nuestra formulación de las poéticas negativas es aquella en que se opta por referir la nada no sólo mediante el lenguaje, sino mediante los soportes mismos de la escritura, e incluso más allá. Pensamos, por ejemplo, en Reading the Remove of Literature (2006) de Nick Turston, quien, como lo haría cualquier estudiante, tomó una copia de El espacio literario de Blanchot, la subrayó y llenó con sus propias anotaciones, pero luego produjo una versión en la que borró todo el texto original, dejando solamente los títulos de los capítulos y su propia marginalia. Este gesto fue replicado en Partially Removing the Remove of Literature (2014) de Kristen Mueller, quien tomó el libro de Turston y borró sus anotaciones: sólo quedaron en pie las líneas subrayadas. El poeta chileno Juan Luis Martínez, en La nueva novela (1985) no sólo alude al “pajarístico”: “A través de su canto los pájaros / comunican una comunicación / en la que dicen que no dicen nada” (89), sino que también ofrece “[l]a página en blanco” (87), una página en papel diamante que sólo incluye un título y una nota al pie, y que precede a una página completamente en blanco (89). Algo similar ocurre al final de su libro póstumo El poeta anónimo (finalizado en 1993): la última sección, titulada “El Castillo de la Pureza”, también es una página en blanco (s/n). De modo similar, algunos de los últimos libros objeto del español Francisco Pino representan otro en la reducción de la escritura. En el impronunciable n, por ejemplo, no hay ninguna palabra, ni siquiera en su título ni en el índice del volumen en el que está contenido (el tercero de su compilación SIYNO SINO, 1995), y las hojas están recortadas interiormente para crear espacios vacíos, a los que otorga un sentido místico: “los espacios vacíos son infinitos y totales. Dios nos habla con esos vacíos hasta revelarnos la suprema verdad inefable” (“Poética” 25). Un caso en el que también se funden el concepto y la acción es “A Box of Nothing”. El poeta canadiense Derek Beaulieu envió por correo, el 7 de abril de 2011, una caja vacía. Se cercioró de asegurar el contenido por un alto valor, y pagó más de cien dólares por el envío. El código de barra producido en esta operación fue exhibido en la exposición “Te History of Tradestamps” en Te Bury Museum and Archives, y a juicio de su autor “is the symbol of nothing”.
La nada simbolizada en ese gesto se encarna de una manera quizás aún más elocuente en algunas obras ubicadas en la conjunción entre la poesía y el arte conceptual, a veces rotuladas como “obras mentales”. Se trata únicamente de textos que explican cómo deberían realizarse y/o imaginarse otras obras o acciones aún inexistentes. Un caso bastante famoso es el libro Grapefruit (1970) de Yoko Ono, quien recoge una serie de instrucciones para realizar, indistintamente, poemas, pinturas, flms y performances. Algunas de ellas son concretas y perfectamente realizables, mientras que otras sólo pueden ser concebidas mentalmente. Así lo podemos observar en este conjunto de “line pieces”: “Draw a line./ Erase the line”; “Erase lines”; “Draw a line with yourself./ Go on drawing until you dissapear” (s/n). Los números pares de la revista Crux Desperations, dirigida por Riccardo Boglione, poeta italiano residente en Montevideo, corresponden a los “mental issues” (traducibles tanto como “números mentales”, o “problemas mentales”), es decir, ediciones en las que se recopilan solamente obras potenciales, como “100 Tragic Deaths” de Simon Morris: “A book of 100 signatures by medical doctors, taken from death certificates, recording the moment they certifed, by hand, that someone was no longer living” (nº 2); “all the words” de Michalis Pichler (nº 4) o “Create a series of artistic vitrines which contain solely the blank pages from John Cage’s Silence” de Derek Beaulieu (nº 4). Finalmente podemos mencionar uno de nuestros ejemplos favoritos, el número 25 de la revista Diagonal Cero, esa cosa trimestral editada por Edgardo Antonio Vigo, del que sólo se indicó que estaba “dedicado a la nada”, pero que nunca apareció. No sabemos, siquiera, cómo podríamos registrarlo en la bibliografía de este ensayo.
Es evidente que este tipo de obras reclama una interpretación que vaya más allá de un enfoque meramente contenidista, como el que critica César Aira (2014): “[e]l modo más común de describir o recomendar novelas consiste en decir ‘es sobre...’, y a continuación poner el tema o ambiente o personajes: ‘una familia disfuncional’, ‘los refugiados de la guerra en Sudán’, ‘dos jóvenes que buscan su vocación’...” (23). En efecto, en estas narraciones o poemas prácticamente no hay tramas, sentimientos o moralejas a los que aferrarse. Sí resulta mucho más evidente, en cambio, su condición metaliteraria, es decir, “una literatura de la literatura, en la que el texto se refere, además de a otras cosas, al mismo texto, una literatura que se construye en el proceso mismo de la escritura y con los materiales de la propia escritura” (Camarero 10). Por otra parte, se nos obliga a prestar una atención especial a los paratextos, es decir, el nombre del autor, el título, índice, colofón, etc. y que, en muchas de las obras de nuestra selección, constituyen el único texto disponible.
La condición material también reclama de modo urgente nuestro interés. Es cierto que, desde la perspectiva del arte contemporáneo, se ha vivido un proceso de progresiva desmaterialización, para citar nuevamente la categoría propuesta por Lippard y Chandler. Tal como señala Jacob Lillemose, si bien esta noción ha persistido hasta hoy de manera algo confusa, puede caracterizarse, en general, como aquel arte y estética “en donde las ideas y el discurso -no las convenciones formales del medio- constituyen los elementos principales”. Pero si miramos el proceso que ha ocurrido en la literatura de las últimas décadas, nos encontraremos con uno prácticamente opuesto, en el que tanto los autores como sus críticos están comenzando a valorar cada vez más las condiciones materiales de la escritura. Johanna Drucker, una de las principales estudiosas del libro de artista, asume esta prioridad:
At its most fundamental writing is inscription, a physical act which is the foundation of literary and symbolic activity. Typography, artists’ books, concrete poetry, and visual art which use text as an image [...] take these written traces to a higher level of organization as symbols, signs, syntactic and semantic structures. Through these material forms writing functions culturally, physically, and metaphisically. (3)
Consideramos, entonces, que ambas categorías (materialidad e inmaterialidad) pueden utilizarse de modo complementario para analizar una serie de objetos textuales, situados en la intersección de la literatura y las artes visuales, que reclaman simultáneamente la consideración de sus peculiaridades formales como su posibilidad de realizarse más allá del soporte en que se encuentran confinados.
Ahora bien, si queremos avanzar en nuestras interpretaciones y valorar de manera más precisa la acción de estas poéticas negativas, nos tendremos que situar necesariamente en el horizonte de expectativas en el cual estas obras han sido realizadas. Las páginas en blanco de Juan Luis Martínez, por ejemplo, podrían parecerle a un lector despistado una operación lúdica o misteriosa, pero en el marco de la historia chilena contemporánea no pueden dejar de ser leídos también como una representación de la censura o la desaparición. Al mismo tiempo, también se emparentan con las páginas en blanco de un famoso libro de esos años, La Hinteligencia Militar (1986) de Sergio Pesutic que, sin embargo, operan de un modo más satírico. Ambos casos son un ejemplo muy elocuente de que la crítica e incluso la destrucción o borradura del lenguaje y sus soportes, pueden ser leídas, en última instancia, como una afirmación de la escritura: “to speak and yet to say nothing is a way of allowing language to maintain the plenum; and this is to say that a literary use of language, as it approaches the condition of negative discourse-is a way of holding the world in being against the annihilation that takes place in man’s ordinary utterances” (Gerald Bruns, cit. en Budick e Iser 206).
Textos para nada
Guilhem de Peitieu cumplió su promesa de escribir un poema sobre y de nada, pero lo hizo con estrofas absurdas y contradictorias que parecieran confirmar y negar simultáneamente sus capacidades como poeta. Como plantea también Victoria Cirlot (1999), sus versos desembocan en una disolución: “el mismo verso es nada” (46), es decir, la nada es también el único resultado de la operación. Algo similar fgura en un poema de José Corredor-Matheos (1975): “Escribir un poema/ que nada signif-que” (11), es decir, “un poema que no tenga significación alguna, o cuya significación sea correspondiente a la que provoca la nada” (Cussen 88). Creemos, entonces, que podríamos ampliar nuestra definición inicial de poéticas negativas: no sólo aquellas que pretenden utilizar la nada como tema o materia, sino además aquellas que intentan provocar el efecto de la nada.
Para que un texto escrito “para nada” pueda actuar y así decepcionar expectativas, debe crear primero las condiciones para que el lector acepte la invitación. Un ejemplo paradigmático es Samuel Beckett, precisamente en sus “Textos para nada”, quien insiste que la respuesta no es, como podría pensarse, quedarse callado, sino hablar: “no es el silencio. No, esto habla, en alguna parte se habla. Para no decir nada” (114). Es preciso utilizar, entonces, los soportes, las convenciones y los circuitos de la literatura, o de la escritura en general, pues de otro modo pasaría desapercibido. Así lo hace Lawrence Gifin en su libro Non Facit Saltus (2014), cuyo título se inspira en la sentencia “Natura non facit saltus” (“La naturaleza no procede por saltos”). La portada de este libro editado por Troll Tread (disponible en pdf de descarga gratuita y también en formato impreso por la plataforma Lulu.com) deja en blanco el espacio correspondiente a la ilustración, y sus páginas se encuentran vacías excepto por las indicaciones a pie de página que simulan la estructura de la serie Choose your own adventure. La premisa de estos libros, tan populares en los ochenta, era precisamente posibilitar el acceso a finales distintos a partir de las opciones que el lector iba tomando. En este caso, ocurre todo lo contrario: al final de la página 1 se escribe: “If you want to go to page 2, turn to page 2”; en la siguiente, “If you want to go to page 3, turn to page 3 ”, hasta la 99, que dice “If you want to go to page 100, turn to page 100”. Y en la página 100 no hay nada. La ilusión de interactividad, incluso de una supuesta libertad de la escritura, se diluye rápidamente en este libro que no permite escoger ninguna aventura.
Algo similar podría ocurrir si nos enfrentamos en un museo a alguna de las escrituras ilegibles que el calígrafo japonés Inoue Yuichi (1916-1985) realizó a mediado de la década de los cincuenta. La calificación de “escritura”, de hecho, es relativa, pues sus trazos no constituyen un código y desplazan la caligrafía hacia el terreno de la abstracción.

Imagen 2: InoueYuichi. Obra N°4, 1955. Esmalte en papel Kent, terminado con gel medium, 79 x 110 cm.
El 8 de junio de 1955 Inoue escribió en su diario: “Tere is no horizontal, no vertical, no straight, no curved. It transcends everything and is nothing” (Akimoto 21). En la imagen superior no podemos identificar un arriba o un abajo. De hecho, al igual que numerosas pinturas abstractas, esta podría ser expuesta invertida sin que el espectador lo notara. Por otra parte, la comunicabilidad de un caracter, al igual que una palabra en alfabeto latino, exige ciertos rasgos mínimos para ser reconocidos. Como es sabido, las reglas compositivas de los caracteres son tremendamente estrictas; cada trazo debe realizarse en un orden específico y en una dirección determinada. La crítica especializada no ha sabido calificar con seguridad esta serie de obras como “pinturas” o “caligrafía”.
En ambos casos, y probablemente en la mayoría de las obras que hemos citado a lo largo de este ensayo, muchos lectores podrán pensar que este tipo de obras no merecen ser calificadas como literatura, y que apenas son bromas o ejercicios ociosos. Pero lo cierto es que estos ejemplos sólo enfatizan de manera más evidente la acusación de inutilidad que históricamente se ha ceñido sobre estas tareas, como muy bien asume el poeta boliviano Juan Carlos Ramiro Quiroga: “La pareja de la inutilidad. El poeta no se ocupa de nada y el lector no habla con nadie. No hacer nada y no hablar con nadie es el común denominador de ambos estados. No hacer-no hablar, ambos niegan el movimiento porque no se ocupan de nada” (25). Es por ese motivo, para enfrentar estos prejuicios, que hemos querido argumentar “cuantitativamente” con una lista tan extensa y amplia de autores obsesionados por la nada y mostrar en toda su riqueza esta tradición negativa. Creemos, además, que estas poéticas negativas merecen ocupar un lugar en nuestro propio medio cultural, pues pueden ser leídas como una forma de resistencia al interior de un ambiente en el que novelistas, poetas y artistas insisten en la necesidad de “contar historias”, “transmitir un mensaje” o “articular un discurso”. Aunque pueda resultar caricaturesco, vale la pena rescatar el lamento del crítico Ignacio Valente en su artículo “Poesía in-significante”, publicado en noviembre de 2015. Allí parte de la premisa que “Todo lenguaje está por esencia destinado a decir algo a alguien. En esta afirmación de Perogrullo convergen el sentido común más elemental y la más sofisticada teoría del lenguaje. ¡Decir algo! ¿Por qué recuerdo una cosa tan obvia? Porque tengo en mis manos algunos libros de poesía joven y no tan joven, que verso a verso... no dicen nada, o mejor, casi nada”. Valente (2015) se preocupa, en particular, por aquellos que “encuentran en la poesía un terreno fértil para parecer que dicen algo sin decir nada, gracias a la ambigüedad de las imágenes oscuras”, una ambigüedad que, a su juicio, está lejos de la sugerencia provocada por simbolistas y vanguardistas. Así, sólo han copiado “la cáscara del procedimiento, y por eso han caído en una oscuridad vacía: en la insignificancia” (E11).
Fernando Pérez Villalón (2015) respondió a esta columna con su ensayo “Varias maneras de no decir nada”:
¿Qué quiere decir que un poema no diga nada? ¿Es posible no decir nada? ¿Qué sería decir ‘algo’ en poesía? ¿Expresar un sentimiento, una opinión, una visión de mundo? ¿Transmitir, comunicar algún tipo de mensaje o contenido a los lectores? ¿Es tan obvio que ‘Todo lenguaje está por esencia destinado a decir algo a alguien’? Si es así, ¿qué sucede si contravenimos esa obviedad, si pervertimos o alteramos la esencia del lenguaje, si lo utilizamos para otros fines, si lo destinamos a decirle nada a alguien, o a decirle algo a nadie? (web)
Pérez Villalón también destaca la potencialidad provocadora de esta acción: “Escribir poemas que no digan nada puede ser un modo de reaccionar contra la poesía contenidista, en un mundo en el que estamos rodeados de políticos, periodistas, profesores y pedantes que intentan decir algo. No decir nada puede ser un gesto refrescante, una terapia, un modo de rozar a los límites del lenguaje que nos permita comprender mejor su lógica o carencia de ella”.
Resulta curioso, sin embargo, encontrar una coincidencia entre el cura Valente y el flósofo de moda Byun-Chul Han (2016), cuya postura a este respecto se supondría más sofisticada. En La salvación de lo bello, su crítica al arte de Jef Koons también alude a que, detrás de su atractiva superficie, no hay “nada que interpretar, que descifrar ni que pensar”, pues está “vaciada de toda profundidad, de toda abisalidad, de toda hondura” (12). Lo repite una vez más al comentar una de sus piezas más famosas: “El Ballon Dog no es ningún caballo de Troya. No esconde nada. No hay ninguna interioridad que se oculte tras la super-ficie pulida” (16).
Se hace ineludible recurrir, como también lo hace Pérez Villalón, a Hans Ulrich Gumbrecht (2005), un pensador que lleva bastante tiempo abogando por otra forma de lectura, y quien critica el valor positivo que le atribuimos, de modo automático, a la profundidad:
Si llamamos “profunda” a una observación, se supone que la elogiamos por haber dado un significado nuevo, más complejo y particularmente adecuado a un fenómeno. Lo que sea que califiquemos de “superficial”, en contraste, tiene que carecer de todas esas cualidades, pues lo que implicamos es que no ha tenido éxito en ir ‘más allá’ o ‘más hondo’ respecto de la primera impresión producida por el fenómeno en cuestión (normalmente, no nos imaginamos que algo o alguien pudiere desear quedarse sin profundidad). (35)
Frente a lo que considera un exceso de interpretación metafísica al interior de las Humanidades, Gumbrecht propone la noción de “producción de presencia”, la que comprende en términos de “toda la clase de eventos y procesos en los cuales se inicia o se intensifica el impacto de los objetos ‘presentes’ sobre los cuerpos humanos” (11). Sería interesante preguntarse, entonces, en qué medida estas poéticas negativas, incluso a partir de su retraimiento y mudez, hacen gala precisamente de dicha condición, al ofrecerse simplemente como objetos al alcance de nuestros cuerpos.
Podría parecer que nos hemos alejado demasiado de la inspiración mística que convocamos al inicio de este ensayo. Creemos, sin embargo, que de este modo estamos más cerca del problema esencial del discurso apofático, que se fundamenta justamente en la imposibilidad de las palabras por dar cuenta de algo más allá que sí mismas. Mark C. Taylor, en una entrevista a propósito de su libro Hiding, también enfatiza la valoración de la superficie desde una perspectiva religiosa: “Surface has never been accepted and embraced as such but is always justifed in terms of the heavens or the depths. When height and depth collapse, we are left with nothing more and nothing less than the proliferation of feeting surfaces” (“Mark C. Taylor in conversation with Buck Tampa”). Y en su comentario a “Cómo no hablar. Denegaciones” de Derrida, acentúa de modo radical el carácter de esta búsqueda: “Language always implies a ‘profound formerly’ or ‘unpresentable before’ that never was, is, or will be present. Since ‘the genesis of secrecy’ is always missing, there is nothing to tell. I repeat: Tere is nothing to tell. Te secret is that there is no secret” (Nots 45).
Éste ha sido el resultado de nuestro empeño, lo único que hemos podido obtener hasta ahora quienes nos sentimos los trabajadores de esta “oficina de la nada”, como la llamaría Miguel de Molinos (cit. en Andrés 385). Sólo hemos aprendido un poco de las posibilidades e imposibilidades del lenguaje, pero aún no hemos aprendido nada de la nada.