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Revista musical chilena
versión impresa ISSN 0716-2790
Rev. music. chil. v.52 n.189 Santiago ene. 1998
http://dx.doi.org/10.4067/S0716-27901998018900005
La interrupción de la leyenda
Aun para un compositor latinoamericano de mi generación, los Festivales de Música Chilena constituían algo legendario. Y algo de lo mucho que se había perdido en los años de la barbarie. Por esa sola razón, la posibilidad de que se volvieran a poner en pie me pareció una magnífica iniciativa, digna de todo apoyo.
Detenidos en pleno período republicano tras el decimoprimero, realizado en 1969, los festivales tuvieron una reaparición fugaz y acotada en 1979, sin perder, en plena dictadura, la exigencia de calidad1 . Chile daba, también en ese terreno, un ejemplo de constancia y continuidad difíciles de lograr en América Latina. Ahora, en 1998, su replanteo implicaba muchos riesgos para quienes asumían la responsabilidad de organizarlos. En la década del 1980, había sido la Agrupación Musical Anacrusa la que había rescatado la idea de situaciones removedoras de la creación musical culta, organizando con gran eficiencia numerosos eventos de gran trascendencia e imborrable recuerdo, que constituyeron una de las señales de la resistencia cultural. Poco después, la Universidad Católica ponía en marcha un festival que, al tener respaldo universitario, se constituía, de hecho, en sucesor de los once realizados entre 1948 y 1969 por la Universidad nacional. Había en ellos búsqueda de calidad e intención de amplitud de miras. En ambos casos, había una innovación respecto a los festivales del pasado: se introducía, con mayor o menor énfasis, una visión de lo que acontecía fuera de Chile.
Este detalle, que podría pasar inadvertido en ese momento, se constituye hoy, después de este XIII Festival, en una de las innovaciones posibles. Uno de los grandes problemas de la creación musical culta en Chile ha sido su vocación de insularidad respecto al resto de América Latina, y - al mismo tiempo - su epigonalidad conservadora respecto a los centros norteños de poder, exportadores e imponedores de modelos artísticos.
La presencia de compositores chilenos en eventos realizados en otros lugares del continente ha sido por lo menos escasa en los últimos tres decenios. No se trata de una particularidad chilena, pero se da también en Chile. Resulta difícil ver a un joven chileno estudiante de composición en algún curso de temporada efectuado en otro país latinoamericano. Y resulta difícil ver a un compositor - joven, maduro o anciano - en festivales o seminarios o talleres realizados fuera de Chile.
El aislamiento resultante de esta ausencia en tierras extranjeras pero hermanas es siempre nocivo, en Chile como en cualquier otro país. El compositor queda mucho más prisionero de su propio ombligo, y el movimiento compositivo en su totalidad se muerde la cola. No hay casi posibilidades de apoyarse en la experiencia del colega de otro lugar de América Latina, como las hubo de alguna manera en las décadas del 1950 y del 1960, tanto en la música culta2 como en la popular3 . Algunos individuos se salvan por su propia capacidad de saltar por encima de los obstáculos de la vida o por su talento excepcional (Violeta Parra sigue siendo una referencia ineludible, también en este caso). Pero el movimiento creativo en su conjunto se estanca y retrocede en su vivencia del momento histórico propio. Sobre todo cuando inciden circunstancias políticas que dramatizan la insularidad (la dictadura fascista en Chile, el bloqueo imperial a la soberanía revolucionaria en Cuba).
Entender como fundamental la información auditiva permanente de lo que acontece en la música fuera de fronteras (tanto en los países hermanos como en el imperio) resulta pues una cuestión de vida o muerte para un movimiento compositivo. Y pienso que éste deberá ser un punto a considerar en la planificación futura de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, bien como parte de los Festivales (que no podrían dar espacio suficiente para tanta información faltante), bien como parte de una programación permanente, amplia, bien estructurada, y bien publicitada, a lo largo de todo el año.
Es curioso. La insularidad tiene sus contrapesos. En la mayor parte de los países de América Latina, a nadie se le ocurriría organizar (ni dejar organizar) un festival de lo que el país está produciendo en materia de música culta. En el Uruguay, por ejemplo, con una treintena de compositores vivos en actividad, gobernantes nacionales y municipales, dirigentes universitarios o de instituciones musicales oficiales, fundaciones y espónsores, esquivan la responsabilidad histórica. En muy pocos países se da por descontada la importancia de tal tipo de eventos para la salud de la vida cultural del propio país: en México, en Brasil, en Venezuela. En Chile, la actitud colonial implícita en el quehacer cultural latinoamericano no ha llegado a cegar a los responsables de la cosa pública, y, por el contrario, les permite imitar ciertas actitudes de los países poderosos, entendiendo que hay una fuerte razón detrás de ellas. La importante tradición chilena de los festivales bienales había marcado las décadas del 1950 y 1960, y había producido en su transcurso una efervescencia compositiva envidiable, similar a la que el Uruguay pudo haber tenido en épocas más lejanas pero que supo perder sin pudor, pedazo a pedazo. Este reencuentro con esa tradición en enero de 1998 fue posible por la responsabilidad asumida, en Santiago, como otrora, por la Universidad de Chile, por el apoyo del Fondo de Desarrollo de las Artes y la Cultura del Ministerio de Educación, y el patrocinio de la Asociación Nacional de Compositores y del Consejo Chileno de la Música. Y por la gran eficiencia en todos los detalles organizativos de un equipo humano sólido y entusiasta.
El solo anuncio del XIII Festival de Música Chilena convocó decenas de compositores, de los que un jurado de selección programó 34, en estrenos de otras tantas obras de cámara. Un público atento - y mayormente joven - siguió las peripecias durante cinco intensos conciertos, votó a sus favoritos al término de cada uno de ellos, y concurrió a escuchar a los seleccionados para una rueda final en dos últimos conciertos. El aire era de fiesta, de feliz encuentro, de brindis. De los músicos chilenos, de los chilenos de dentro con los chilenos radicados fuera del país, de los noveles con los maduros.
Llamó poderosísimamente la atención el alto nivel interpretativo general de todo el Festival. Las ejecuciones fueron de primerísimo nivel, con un desfile interminable de más de un centenar de serios y responsables instrumentistas y cantantes que habían dispuesto de varias semanas para estudiar sus respectivas partituras. El público recibía una imagen correcta de lo que sus coterráneos habían estado produciendo, y los compositores se sentían respetados y responsablemente trasmitidos. Señalo este aspecto de la elevada calidad interpretativa del Festival, porque el lector común difícilmente imagine que no es ésa la norma de este lado del continente, cuando de ejecuciones por organismos oficiales se trata. Sería injusto en este caso dar nombres. Y me resulta muy injusto el no darlos. Es difícil encontrarse con una responsabilidad tan sostenida en situaciones de estreno de obras contemporáneas, en cualquier rincón del así llamado Primer Mundo.
Los conciertos fueron sistemáticamente filmados en tres cámaras por un equipo competente, partituras en mano, y registrados además en grabación digital. Quien llegara tarde o decidiera salir a tomar aire, podía seguir el concierto, con excelente calidad de sonido e imagen, en el hall de acceso de la acogedora Sala Isidora Zegers, en pleno centro de la ciudad. El público recibía cada día un programa cuidadosamente impreso, que transcribía además los textos de las obras que los tuvieran.
Obviamente, la calidad de la treintena de estrenos resultó muy despareja. Pero el amplio criterio de selección, ejercido tras tantos años de silenciamiento del Festival y discutible en otras circunstancias, permitió conocer las tendencias muy diversas que coexisten en el país, así como la palabra de todas las generaciones de creadores, desde las de algún septuagenario ilustre hasta la de numerosos jovencitos estudiantes. Faltó la obra de algunas figuras importantes, ya sea por implicancia en las tareas organizativas, ya por no tener obras sin estrenar en el país (condición sine qua non para participar en el Festival, que quiso conservar ese principio establecido en el primero, efectuado hace 50 años, en 1948). Así, no se pudieron escuchar composiciones de, por ejemplo, algunos representantes de la generación joven, como Eduardo Cáceres, una personalidad muy destacada de ésta, o de algunos de los héroes del pasado - lejano o cercano -, como Leni Alexander, Gustavo Becerra, León Schidlowsky, Cirilo Vila y Gabriel Brncic, o de jovencitos que ya han iniciado con éxito su trayectoria, como Francesca Ancarola, que ha preferido un dudoso curso de canto en el extranjero a las angustias cotidianas de la tarea compositiva.
Carente de esa base mínima de información acerca de la música de nuestros días - y por ende de habituación con sus códigos, sus tics, sus lugares comunes, sus posibles riesgos -, el principio de votación universal amenazó con hacer naufragar el decoro del Festival. Sin referentes suficientes, hasta el público de "profesionales" quedaba a la deriva, y sus votaciones no resultaban más lúcidas que las de los supuestos legos. Un torpe ejercicio de estudiante con lenguaje de un siglo atrás podía recibir igual cantidad de votos que un refinado trabajo de un compositor consumado, y la descalificación podía alcanzar a algunas de las propuestas más inquietas e inquietantes, en una situación que hubiera alimentado abundantemente las visiones elitistas de los Ortega y Gasset de otrora.
El primer premio, con todo, se salvó de dejar en evidencia tal problemática. De lo escuchado, el público concedió la mayor cantidad de votos a Juan Orrego Salas (1919) por su Partita opus 100 (1988) - obra que cerraba el quinto concierto -, quizás influenciado por el anuncio de que el anciano compositor había sido uno de los galardonados en 1948. Se trata de una obra muy bien construida pero algo alargada, donde el notable oficio puede resultar retórico en el primero y último de sus cuatro movimientos, pero hace posible la comprobación del buen compositor en los dos movimientos centrales (con un hermoso comienzo en el segundo, y un refinadísimo e impresionante final en el tercero - que ojalá hubiera sido el magnífico final de la obra toda -).
Obviamente, sólo el tiempo permitirá emitir juicios más fundamentados. Y, en ese sentido, el lector debe tener en cuenta que este artículo se está escribiendo exclusivamente en base al recuerdo de lo escuchado, y gracias a las anotaciones - siempre escasas - que el musicólogo y el crítico suelen hacer en sus programas, al igual que muchos escuchas "no profesionales". Las grabaciones, una vez que estén disponibles, constituirán la posibilidad de arrepentirse para siempre de lo escrito aquí.
Orrego Salas mostró una vez más su notable oficio, que lo ha hecho merecedor de respeto a nivel internacional desde hace varias décadas. Pero delató al mismo tiempo cierto aroma añejo en su lenguaje, y poca afinidad con las tijeras, instrumento compositivo básico, si los hay. Además de la de Orrego, hubo un conjunto de hermosas composiciones, de las que quisiera destacar las de Celso Garrido-Lecca (1926), Fernando García (1930), Sergio Ortega (1938), Gabriel Matthey (1955) y Marco Antonio Pérez (1966). Y varias obras elogiables, como las de Miguel Aguilar (1931), Alejandro Guarello (1951), Jorge Martínez (1953), Juan Carlos Vergara (1969) y Paola Lazo (1969).
Arte poética (1988, versión 1996), de Miguel Aguilar, para cantante, clarinete, corno, violín y violonchelo, sobre textos de Vicente Huidobro, es muy "generacional", pero de buena y límpida factura. Hay un invisible lazo que une con coherencia estilística esta obra reciente a los logros de su temprana juventud (la breve y valiosa Obertura al teatro integral, de 1954, por ejemplo). Alejandro Guarello, docente respetado y músico de larga trayectoria, constituye un buen ejemplo de ese Chile isla, en el que pareció quedar, por años, prisionero de una incomprensible y paralizadora obediencia a los neoacademicismos disfrazados de contemporaneidad. Seguramente nos falta conocer eslabones importantes de su producción, porque parece estar en un momento fermental de cuestionamiento de esa actitud quietista, con los inevitables quiebres en la lógica del decurso musical que los auto-cuestionamientos suelen producir. En Cuarterola, para flauta, marimba, piano y violonchelo, logra dar un paso adelante, demostrar su buen oficio y mantener el interés. Jorge Martínez, en Quid est veritas? (1983), para piano, se arriesga en un árido juego acórdico con duraciones diferenciadas, que lo delata como bien informado acerca de lo que ocurre en el resto del mundo - cosa no habitual en los compositores más jóvenes de Chile, herederos de ese viejo complejo de insularidad del país, y en su mayoría muy ingenuos - y lo muestra "de vuelta" de todo ello. Juan Carlos Vergara muestra en Trance (1997), pieza electroacústica comandada "en vivo" por computadora, tener buena pasta, musicalidad, y saber sobreponerse a la fascinación de la tecnología para lograr una buena construcción. Paola Lazo hace en Kaliz (7) (1996) un interesante tejido minimista para dos pianos.
Celso Garrido-Lecca es un peruano que vivió buena parte de su vida en Chile. Su Canciones de hogar (1986/1987), sobre textos de César Vallejo, para cantante popular amplificada, guitarra amplificada y cuarteto de cuerdas, resulta simplemente excelente, y profundamente emotiva. Garrido-Lecca es sin duda uno de los grandes compositores que ha dado América Latina. Huidobro sirvió también de punto de partida para Retrospecciones (1994), una composición de Fernando García también excelente, refinada y concentrada, escrita desafiantemente para cantante, saxofón contralto y piano. Otro de los compositores latinoamericanos de referencia. Sergio Ortega constituyó la principal sorpresa para muchos que habíamos desesperado por sus años de incomprensible populismo. El brillante joven compositor de mediados de la década del 1960 había navegado en forma aparentemente desorientada durante las décadas del 1970 y del 1980, con disciplina jesuítica y desafiante tozudez, a la deriva de las herencias malditas de los estalinismos que fueran habituales en algunas izquierdas latinoamericanas. En el XIII Festival las cosas fueron netamente distintas. Su Tacuabé (1991/1992), una muy riesgosa "música para viola y narrador", acomete con austeridad un cálido texto de Eduardo Galeano sobre un tema que los uruguayos no hemos tenido la valentía de abordar, y resuelve muy bien su obra, que esquiva un comienzo retórico y logra además evitar la casi inevitable demagogia potencial a que podía haberse prestado el tema. Gabriel Matthey da en sus Estudiantinas, serie S2 (1996/1997), para saxo contralto, el gran salto que prometía desde hace algunos años, en los que prefería la actitud de timidez isleña de los compositores de su generación. La obra, que parte de un planteo anti-trascendente con la excusa de suministrar material de interés musical para uso de docentes de interpretación instrumental, es no sólo muy-muy buena, sino que posee una notable carga expresiva, con un sensible uso del silencio como materia sonora. Sillons (1996), de Marco Antonio Pérez, discípulo de Ortega, es un muy buen trabajo (con un probable tropiezo al final), estructurado para un dúo no habitual: clarinete y violonchelo.
No es poca materia valiosa en un solo festival con obras exclusivamente de cámara de compositores de música culta de un único país.
1 Véase el muy completo artículo de Luis Merino. "Los Festivales de Música Chilena: génesis, propósitos y trascendencia". Revista Musical Chilena, XXXIV/149-150 (enero-junio, 1980), pp.80-105.
2 Véase el excelente artículo-manifiesto de Gustavo Becerra a propósito de la "Sinfonía para cuerdas" del coetáneo uruguayo Tosar : "Sinfonía Nº 2 para cuerdas de Héctor Tosar" Revista Musical Chilena, XI/55 (octubre-noviembre, 1957), pp.5-23.
3 Véase el libro testimonial de Osvaldo Rodríguez Cantores que reflexionan: notas para una historia personal de la Nueva Canción Chilena (Ediciones Literatura Americana Reunida, Madrid, 1984).