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Revista musical chilena
versión impresa ISSN 0716-2790
Rev. music. chil. v.51 n.187 Santiago ene. 1997
http://dx.doi.org/10.4067/S0716-27901997018700014
Mi relación con la música chilena de los años 50
El día 5 de junio de 1996 a las 12;00 hrs., se realizó una mesa redonda en la sala Isidora Zegers de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, donde participó un grupo importante de compositores, alumnos directos de Fré Focke, los que fueron Miguel Aguilar, Leni Alexander, Tomás Lefever y Manfred Max Neef. Junto a ellos estuvieron Fernado García y Cirilo Vila. Personalmente, como presidente de la Asociación Nacional de Compositores de Chile (ANC) y organizador de la mesa, me correspondió ser el moderador.
El encuentro estuvo enmarcado dentro de un proyecto mayor, que incluyó un concierto de música de Anton Webern, Fré Focke y compositores chilenos, realizado el 21 de diciembre de 1995 en la Sala América de la Biblioteca Nacional, y un concierto de cierre y culminación, realizado a sala llena en el Instituto Goethe el mismo día 5 de junio de 1996, a las 19;30 hrs., en el que se interpretó música de Anton Webern, Fré Focke, Miguel Aguilar, Leni Alexander, Juan Allende-Blin, Roberto Falabella, Celso Garrido Lecca, Tomás Lefever, Eduardo Maturana, Manfred Max Neef y León Schidlowsky. El proyecto fue posible gracias al apoyo de las embajadas de Austria y Holanda, y en la organización, junto a mí colaboraron Cirilo Vila y el compositor holandés, residente en Chile, Willem Dragstra.
Si bien desde algunos años atrás personalmente ya había tenido un primer acercamiento a la música de la dácada del 50 -gracias a mi amistad con varios de los compositores citados en los párrafos anteriores-, fue en este proyecto concreto donde experimenté mi mayor acercamiento hacia ellos, su música y su historia. Supe más de la importancia que tuvo Fré Focke, de su genialidad como músico, maestro y compositor; de su rica relación con sus alumnos; de la marginalidad que tuvieron que soportar debido al rechazo del círculo de "compositores oficiales" de la época, etc.
Por razones que fundamento más adelante, el 5 de junio de 1996 significó para mí un día histórico. Moderar la mesa redonda, con la presencia -en carne y hueso- de connotados compositores de una parte importante de nuestra historia musical, me llenó de emoción, nerviosismo, respeto, asombro y admiración. Fueron tantas las impresiones y sensaciones que viví simultáneamente que, tal vez por ofuscamiento, pocas veces he estado tan serio como en aquella ocasión. Sentí llenar un profundo vacío de mi vida musical: carencias y ausencias postergadas por demasiado tiempo. Sentí ser parte de una expectación y ansiedad colectiva, compartida por los asistentes. Sentí que se ataban muchos cabos sueltos, acercándome a una verdad más completa, aunque fuera fugazmente. Tuve sentimientos encontrados -de vergüenza, culpabilidad e impotencia-, al asistir a un acto de reconocimiento público de emergencia, demasiado atrasado, sin alternativas reales para difundir una música que merece, con creces, ser difundida.Sentí estar compartiendo un momento trascendente, en que por unos minutos el silencio histórico era superado por el testimonio vivo de sus protagonistas.
Ahora bien, dar un testimonio respecto a mi relación con la música chilena de los años 50, me llama inmediatamente a dar un testimonio respecto a mi experiencia con la historia, la memoria y tradición musical chilena en general, por cuanto los vacíos, los eslabones perdidos (o escondidos) de la cadena, abundan no sólo por esos años, sino que en muchas otras décadas de nuestro pasado musical.
Tales vacíos los sufrí ya al comenzar mis estudios musicales en el colegio,después en algunas escuelas especializadas y, finalnalmente,en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, donde nunca pude sentir la presencia de una tradición musical chilena, donde nunca pude encontrar el espacio, los hilos conductores, los eslabones que me pudieran vincular con mi pasado. Sólo hubo hechos aislados, comentarios de pasillos y conciertos ocasionales que, como puntas de iceberg, daban ciertas pistas sobre la existencia de un mundo musical mayor que, por diversas razones, permanecía oculto, misteriosamente, casi como un tema tabú. En realidad esta situación, al menos en el ámbito de la música de tradición escrita o docta, no era más que un reflejo de lo que en general ocurría a nivel de la educación y difusión musical de todo (o casi todo) el país.
Paralelamente, acaso como un contrapunto de vida, en mi ambiente familiar materno (tribu bastante fuerte y numerosa, enraizada en la cultura campesina y costina), estuve siempre rodeado de música folclórica y popular chilena (y a veces también argentina y mexicana), a un nivel tan cercano y directo como las creaciones y el canto de mi propia madre y mis tíos.Después, en mi adolescencia, escuché bastante música popular chilena a través de la radio, que, sobretodo en la década del 60, tuvo una destacada presencia en el medio. Asimismo en esa época, los Beatles y otros conjuntos o cantantes internacionales empezaron a ser referentes importantes no sólo para Chile.
De esta manera, al entrar al mundo académico de la música me vi enfrentado a un mundo polarizado y contradictorio, donde por una parte tenía un pasado y una tradición musical chilena muy cercana (gracias a mi familia y a la radio de la época), y por otra tenía un pasado y una tradición musical casi puramente europea, a veces cercana y a veces muy lejana, que heredé gracias a mi formación académica. No obstante, cuando tomé conciencia de la falta de paternidad y maternidad musical en el ámbito de la música chilena docta, me di cuenta de que era, en cierta medida, un huérfano, un "músico sin pasado", como diría Roberto Escobar. Me sentí afectado por un profundo vacío histórico, por una falta de referentes chilenos (y latinoamericanos) que gatillaron en mí un conflicto que no me ha dejado tranquilo hasta hoy día, acaso como carencias que me motivan a trabajar, a buscar y a descubrir un mundo oculto (pero muy cercano) que está latente y pujante, tratando de salir a la superficie de la vida cotidiana.
Nací el año 1955, vale decir en medio de la susodicha década del 50 y en medio del siglo XX, después de dos guerras mundiales que marcaron el devenir de la cultura occidental contemporánea. Por ello, siento que pertenezco a una generación "pivote", que o bien sirve de puente generacional entre las dos mitades de este siglo, o bien sirve de quiebre generacional, dejando el correspondiente vacío histórico, sin responder por el destino de las futuras generaciones.
Es más, las generaciones nacidas el 50 nos enfrentamos a otro quiebre que también es clave dentro de nuestra historia. Me refiero al golpe militar de 1973 y a la posterior dictadura que se prolongó hasta 1989. En el golpe, muchos estábamos iniciándonos en la universidad y otros estaban concluyéndola; vale decir, nos encontrábamos en un momento decisivo, lleno de expectativas, consolidando nuestra personalidad y definiendo nuestras opciones futuras. No obstante, el golpe cambió completamente el curso de los acontecimientos. En el caso particular de la música, desapareció la ley que permitió la existencia del Instituto de Extensión Musical y de los Festivales de Música Chilena y, con ello, una importante actividad musical (hilos que estaban tejiendo nuestra historia) cayó en el silencio más absoluto. Así, por estas razones y sinrazones, nuevamente se generó un profundo vacío que nuestra generación vivió y sufrió en carne propia. Y así también hubo varios compositores exiliados que abandonaron el país. Otros enmudecieron y otros se sometieron (o adaptaron) a las nuevas leyes que imperaron en el régimen militar. Incluso hubo una generación completa de compositores (anterior a la nuestra) que simplemente no existió. Con ello, las vertientes de nuestra historia se siguieron interrumpiendo, la cadena perdió más eslabones y, en general, la cultura chilena cambió profundamente, haciéndose muy difícil empalmar al Chile de antes de los 70 con el Chile actual.
Pero el problema creo que es más complejo aún. Acaso responde a una matriz estructural adquirida en la colonia, y reforzada en los siglos siguientes, que está fuertemente arraigada en nuestra mentalidad. Chile vivió por siglos ligado a España, a través del Virreinato del Perú, y desligado de lo que ocurría en su territorio (salvo las guerras). De esta manera, Chile nació como un país que ocultó lo que había adentro (acá) y vivió de lo que había afuera (allá), sin desarrollar con ello -al menos explícitamente- el sentido de lo propio y el sentido de pertenencia. Y esta forma de vida, sin duda, explica en gran medida el predominio de una "cultura implícita", tan peculiar nuestra, a veces oculta y a veces confusa y ambigua (donde las cosas no se dicen por su nombre), que naturalmente no responde ni corresponde a la cultura oficial y académica.En este ámbito, Chile se acostumbró a vivir de la cultura europea, al extremo de llegar a ser "más papistas que el papa" en muchos aspectos. De allí que en las academias uno se sienta como un huérfano, desarraigado y en contradicción con la cultura que le toca vivir en la vida real de cada día. Y en el caso de la música la situación es extrema, por cuanto, a pesar de estar a punto de concluir el siglo XX, nuestra educación musical y las temporadas de concierto se basan principalmente en la música europea del siglo pasado; vale decir, nuestros centros musicales significan importantes reservas de la música decimonónica europea.
Lo anterior se refuerza doblemente por nuestro largo aislamiento geográfico, que, concuerdo en que imprimió en nosotros un fuerte carácter isleño e introvertido, tal como lo han sostenido muchos investigadores. Y ello se tradujo en un marcado "complejo de carencia", que explica nuestra tendencia a sobreestimar y copiar ciegamente todo lo de afuera. Así, en el campo de las artes, hoy seguimos dependiendo fuertemente de Europa; y en otros ámbitos, la dependencia es cada día más fuerte de los Estados Unidos.
Centrándome ahora específicamente en la música docta, resulta que ella se enseña en las academias y, por lo tanto, es víctima directa del síndrome europeo. El complejo de carencia nos pesa mucho y la tendencia es buscar permanentemente los referentes musicales en el viejo continente. Es más, buscamos la aprobación y reconocimiento europeo como único camino posible para validar y legitimar "nuestra música". De allí entonces que todo lo que se origine acá tienda a permanecer oculto y aparentemente olvidado, restándole importancia. Los compositores jóvenes (y no tan jóvenes) van a buscar su "pasaporte artístico" a Europa, y vuelven con las últimas novedades para ubicarse cómodamente en la "vanguardia chilensis". De esta manera, cualquier escuela creativa que se empieza a generar en Chile tiende a desaparecer, interrumpida por quienes prefieren legitimarse en Europa. De allí que la historia musical chilena sea en realidad la "historia de los procesos interrumpidos"; de allí que nos cueste tanto tener nuestros propios referentes. Y es importante aclarar que no es por mala memoria; sino por nuestro "complejo de carencia" (e inferioridad), el cual nos mueve constantemente a "ocultar" lo nuestro y a añorar y a copiar lo de afuera.
Este comportamiento es el que origina nuestra "cultura implícita", que lleva a operar a nuestra memoria a un nivel inconsciente. Y por ello no estamos acostumbrados a enfrentarnos cara a cara con nosotros mismos. Y por ello creo que la experiencia del 5 de junio fue tan intensa (y para algunos desconcertante). Fue la punta de un iceberg que surgió por un momento; la memoria implícita que súbitamente se hizo explícita, el inconsciente que se hizo consciente, lo propio que afloró en medio de la "copia (in)feliz de otros edenes".
Encontrarme directamente con protagonistas de nuestra historia musical, de nuestra herencia y tradición, fue establecer un puente generacional, ligar un cordón umbilical, recuperar eslabones perdidos y vitales que me comprometen y entusiasman enormemente.
Estoy cierto que sin pasado no hay presente ni futuro que valga: Sin tradición, la vanguardia -si es que existe- se transforma en un peligroso y engañoso esnobismo.
Gabriel Matthey Correa