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Revista musical chilena
versión impresa ISSN 0716-2790
Rev. music. chil. v.51 n.187 Santiago ene. 1997
http://dx.doi.org/10.4067/S0716-27901997018700013
A propósito de tiempos pasados y tal vez futuros...
Antes que nada quisiera manifestar mi más sincera complacencia por esta tan valiosa cuanto muy necesaria iniciativa de Revista Musical Chilena, en el sentido de ir al rescate de un período especialmente rico y significativo en la historia de lo que ha sido, hasta hoy, la creación musical en Chile. Y digo esto porque me parece cada día más imperiosa, urgente y saludable la tarea de recuperar -críticamente- nuestra memoria musical; es decir, más allá de lo que constituye la historia oficial de la música en Chile -parcial y segada, como todas las historias oficiales- y superando -con una más adecuada perspectiva, hija del tiempo transcurrido- los prejuicios, malentendidos y prematuras canonizaciones que jalonan -muchas veces por razones extramusicales que no es del caso consignar aquí- nuestro pasado musical, asumir, con amplitud y desprejuicio, una revalorización crítica de nuestros compositores y, sobre todo, de sus obras, que es lo que finalmente cuenta.
Es en este contexto, entonces, que el abrir un espacio para una adecuada y justa valoración de lo que fue, para el medio musical chileno, la significativa presencia del eminente músico holandés Fré Focke y, a través suyo -dada su calidad de discípulo de Anton Webern y para una música docta como la nuestra, singularmente epigonal y eurocentrista- la enriquecedora y decisiva influencia de la así llamada segunda escuela de Viena constituye, sin lugar a dudas, un inapreciable aporte.
Lo que yo pueda a mi vez aportar es, sobre todo, el recuerdo y visión de un estudiante de música de las muy venerables aulas conservatoriles de aquel entonces que, no habiendo tenido por lo tanto el privilegio de ser directamente alumno del maestro Fré Focke, pudo aquilitar debidamente sus muy alta calidades de pianista y compositor, tanto en los conciertos habituales como en los Festivales de Música Chilena de aquellos años; por otra parte, mi amistad y frecuentación con algunos de sus discípulos -entre ellos el muy sapiente y weberniano Miguel Aguilar, el siempre imprevisible y creativo Tomás Lefever, la habitualmente sorprendida y sorprendente Leni Alexander- me han permitido, entonces y ahora, apreciar sus genuinas dotes de maestro.
Debo decir, además, que los años cincuenta y el comienzo de los sesenta fueron, para mi, los años determinantes de mi aprendizaje musical en Chile y que, curiosamente, los azares de la vida hicieron que, en 1950 y 1951, yo debiera finalizar mis estudios de armonia bajo la tutela de dos de las figuras más prominentes y significativas en la renovación del quehacer musical de aquellos años: Gustavo Becerra y Juan Allende-Blin, respectivamente; en todo caso, en términos de cultivada apertura y coherente rigor, ellos han sido y continúan siendo, para mi, los dos maestros paradigmáticos y más decisivos en lo que fue mi formación composicional en el país y, por ende, en mi desempeño docente posterior. Por sobre todo fueron, a la par de Fré Focke, animadores e inquietadores constantes -desde dentro o desde fuera de las más bien conformistas aulas conservatoriles- de la vida musical chilena de aquel entonces, en abierta oposición y transgresión respecto del oficialismo musical imperante.
Para entender cabalmente todo esto, es preciso saber que a partir de los años 30 y, muy especialmente, en la década del 40 y en la inmediata posguerra, la así llamada música docta chilena -salvo muy contadas y honrosas excepciones -había ido adoptando una posición cada vez más cercana a la de una especie de fundamentalismo germanizante, con características exclusivas y excluyentes en que, por ejemplo, era de buen tono menospreciar a los grandes maestros italianos del bel canto, como Verdi o Puccini y, asimismo, a creadores de la talla de Albéniz o Tschaikovski, todos ellos bajo sospecha, quizá en razón de su excesiva popularidad ... Para no hablar de la música popular urbana, absolutamente excluida de la enseñanza oficial. A esto se unía -grave distorsión del quehacer musical, sin duda, que haría crisis en el bullado y memorable conflicto sinfónico del año 1959- una subvaloración, tan malsana como presuntuosa, del intérprete musical en general y del músico de orquesta en particular.
Y si traigo todo esto a cuento, es tan sólo para que puedan apreciarse mejor las contradicciones del gusto oficial de la época. En efecto, si se considera que, sobre todo en la inmediata posguerra, el mundo musical postulaba dos opciones casi irreconciliables entre una renovación progresista -derivada fundamentalmente de Schönberg y sus discípulos, en especial de Anton Webern- y una postura más bien conservadora y pasadista -representada por los más diversos neoclasicismos y "vueltas hacia", no deja de sorprender que el germanismo chilensis -probablemente por una muy provinciana falta de oficio y de rigor- descalificara, precisamente, la única opción que podía asegurar la sobrevida de la gloriosa tradición germánica, orgánicamente renovada; inclinándose, en consecuencia, por una así llamada "vuelta a Bach" -más aparente que real -pregonada, como es sabido, por el alemán Paul Hindemith; quien ya no era, por cierto, el joven iconoclasta y radical de la primera posguerra -vinculado a la ópera y la música popular- sino un respetable adulto, más biem academicista y conservador y ya convenientemente pasado por el tamiz del implacable pragmatismo norteamericano ... En todo caso - y es éste uno de los mayores melentendidos- se trataba de un compositor de relevante trayectoria como intérprete de viola y premunido de un sólido oficio composicional: el que sólo puede dar la tradición. Sin embargo y por lo mismo, es justo consignar que en algunos de los más jóvenes compositores -Amengual, Orrego-Salas, Botto, Becerra- ya sea por un mayor oficio o por haber recibido influencias más vivificantes y cercanas a nuestras raíces latinas e hispánicas -Ravel, Falla, Bartók, Prokofiev- afloraban, sin duda, un frescor y un lirismo de buena ley.
Es en estas circunstancias, entonces, que en 1952, con ocasión del III Festival de Música Chilena- el primero a los que me fue dado asistir- el público musical santiaguino, seguramente más culto y más al día que el actual, pudo conocer una obra sinfónica realmente significativa y deslumbrante: la Primera Sinfonía (sobre temas de la ópera Deidre) de Fré Focke: obra que desencadenó las más vehementes y encontradas reacciones del público y que, en nuestro medio musical, provocó lo que el compositor Fernando García definió muy acertadamente, en cierta ocasión, como "el efecto Focke". Es decir, la comprobación fehaciente de que existía una música verdaderamente contemporánea, realizada con absoluta maestría del oficio y cargada de tensión expresiva y arrolladora vitalidad: todo lo cual se vio corroborado dos años después, con el estreno de la Segunda Sinfonía en el IV Festival de Música Chilena (1954).
Junto con las obras del maestro empezaron a conocerse las de los discípulos, igualmente rigurosas, renovadoras y vitales: Miguel Aguilar, Leni Alexander, Juan Allende-Blin (desde 1957 radicado en Alemania), Celso Garrido-Lecca (desde 1973 radicado nuevamente en Perú), Tomás Lefever y León Schidlowsky (desde 1969 radicado en Israel), por citar a los más representativos; a los cuales hay que agregar al ilustre pionero Eduardo Maturana, uno de los fundadores y animadores de la agrupación TONUS, al siempre alerta Gustavo Becerra -quien, a fines de 1952, pudo ofrecer por primera vez un curso abierto sobre serialismo dodecafónico en el recinto del viejo Conservatorio- y, muy especialemente, a su genial descípulo Roberto Falabella, permaturamente desaparecido; sin olvidar, por cierto, a José Vicente Asuar, pionero de la música electroacústica en el país. Así, en los sucesivos Festivales de Música Chilena y en otros memorables conciertos -como uno realizado en el Aula Magna de la Universidad Católica, a fines de 1957- se fue imponiendo, con sostenido fuego, una verdadera vanguardia musical, fecunda y liberadora; la cual alimentó, a su vez, una nueva eclosión creadora en los años 60, representada principalmente por los discípulos del maestro Becerra, en el ámbito del así llamado Taller 44. Vanguardia que, en la mayoría de los casos, encontró sus fuentes de renovación no sólo en la vanguardía europea de aquel entonces, sino también -y es éste un interesante fenómeno en el cual sería necesario profundizar- en una lúcida valoración de lo vernáculo -no olvidemos que en estos años hace su aparición la sin par Violeta Parra-; como asimismo, en una desprejuiciada y muy saludable valoración de la música popular urbana -la mesomúsica, como la designaba todavía el maestro Becerra en su cátedra de composición siguiendo al musicólogo argentino Carlos Vega; todo lo cual significó, además, una justa revalorización de algunos de los más personales y perdurables compositores nacionales: Pedro Humberto Allende, Carlos Isamitt y Acario Cotapos. Y, por último, algo asimismo fundamental: una adecuada y digna valoración del intérprete musical -del cual los compositores siempre tenemos mucho que aprender- en un trabajo mancomunado y fecundo, en actitud de mutuo respeto y colaboración: que es como debe ser y como siempre ha sido, en el caso de los más grandes maestros.
Todo este magnífico proceso se vio -previsible pero no por eso menos violentamente- interrumpido el año 1973, por razones sobradamente conocidas ... Lo cual generó -ya sea por exilios involuntarios o por autoexilios voluntarios- un nuevo cúmulo de malentendidos y falaces valoraciones; agravadas, a su vez, por la entronización del dios mercado -inevitablemente- también en el mundo de la cultura y de la música.
Y es por eso, entonces, que nos parece de primera importancia el que -por razones de identidad y de verdad musical -más allá del rescate en un recuerdo, todavía teórico, para el cual la Revista Musical Chilena nos ha abierto generosamente sus páginas, es fundamental recuperar los autores y las obras del período en cuestión, tanto en nuestra vida de conciertos como en proyectos futuros de grabación; incluyendo, por cierto, las del mestro Fré Focke. Sólo así podremos redescubrir y valorar realmente, algunas de las obras capitales y más decisivas del patrimonio musical chileno.
Cirilo Vila