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Revista musical chilena

versión impresa ISSN 0716-2790

Rev. music. chil. v.51 n.187 Santiago ene. 1997

http://dx.doi.org/10.4067/S0716-27901997018700010 

Música y arte en los cincuenta:
cuando los sueños aún eran posibles.

La década de los cincuenta fue una fiesta. Quienes la vivimos de muchachos apasionados por el arte, la recordamos con melancólica nostalgia. Los impulsos creativos brotaban y se manifestaban por todas partes: los conciertos al aire libre y las ferias de artes plásticas en el Parque Forestal, donde nacían descubrimientos y encuentros; los talleres en el barrio de la calle Villavicencio donde en torno a pintores, escultores, bailarines, músicos, poetas y mimos, circulaban pálidas y nerviosas muchachas dispuestas a enamorarse del que iba a ser el artista más grande del mundo; el inolvidable Il Bosco, templo de la cultura, donde los jovencitos podíamos cruzarnos con los venerables maestros ya bien pasada la medianoche (don Acario Cotapos era cliente asíduo), y donde en torno a un poema o a una propuesta musical se originaban pasiones y enemistades eternas que, por cierto, a la noche siguiente se disipaban en aras de nuevos odios y amores; los Festivales de Música Chilena y las elaboradas tácticas que utilizábamos para poder colarnos sin pagar a la galería del Teatro Municipal.
       Hasta 1950 tenía clases particulares de piano con el maestro Osvaldo Rojo, y estudiaba composición por mi cuenta. A pesar de lo mucho que la música me apasionaba, siempre mantuve mi quehacer musical como parte de mi estricta intimidad. Siempre me gustó compartirla sólo en pequeñas tertulias con buenos amigos. Probablemente por eso me he sentido siempre libre para hacer y experimentar sin aprensiones ni inhibiciones. Pienso que ello ayudó en gran medida a la hermosa relación que, a los diecisiete años de edad, habría de entablar con mi maestro Fré Focke. Pero valga un preámbulo antes de entrar en esa historia.
      En 1950, siendo hijo de padres alemanes, me invitaron a integrar el Singkreis, que era el coro de descendientes de alemanes que dirigía Arturo Junge, maestro notable a quien Chile tanto le quedó debiendo. Nos prepar bamos para viajar a Alemania. Se trataba de una invitación con motivo del primer centenario de la llegada de los colonos alemanes al sur del Chile. Esa experiencia me marcó para el resto de mi vida.
      Después de ser recibidos por el Presidente Theodor Heuss y el Canciller Konrad Adenauer, a quienes ofrecimos sendas serenatas en sus residencias, cantamos en más de cuarenta ciudades, casi todas dolorosamente destruidas. A pesar de la desolación y privaciones aún reinantes, en todas partes éramos recibidos por coros y grupos musicales locales. Allí comprendí por primera vez la infinita potencia de la música como vehículo de redención y resurrección.
      Dos personajes que, musicalmente, convergerían más tarde en Chile me impactaron imperecederamente. El primero fue Carl Orff a quien, acompañando a un amigo, le escuché tres inolvidables lecciones magistrales en la Münchner Musikhochschule. El segundo, Sergiu Celibidache, dirigiendo la parcialmente reagrupada Filarmónica de Berlín, en las ruinas de la Opera. Fue la primera vez en mi vida que lloré en un concierto. El recordar su versión de la obertura Egmont de Beethoven, en ese entorno de desolación, todavía me estremece profundamente. Esas experiencias, y otras más vividas durante el viaje, integraron la música en mi vida para siempre.
      Al regresar a Chile, y siendo estudiante en la Escuela de Economía de la Universidad de Chile, decidí estudiar composición formalmente. Por recomendación de alguien que no recuerdo, me dirigí, con algunas partituras, a la Academia Musical de Providencia. Toqué para su director, que me pareció un tanto pomposo, y que había sido discípulo de Humperdinck. En un rincón escuchaba sentado un sujeto alto y delgado que intuitivamente me pareció agradable. Cuando terminó la audición, y después de haber sido criticado por el director por no haber tocado exactamente lo que estaba escrito en mi partitura, fui aceptado como alumno. Me retiré menos contento de lo que habría esperado y a mi lado caminaba el señor delgado y agradable. Lo miré y le pregunté: "¿y tu quién eres?". Me contestó: "soy un compositor holandés". Iniciamos una grata conversación en alemán mientras nos encaminamos por la calle Miguel Claro hasta llegar a la puerta de su casa. Cuando estiró la mano para despedirse, le dije impulsivamente: "quiero estudiar contigo". Sonrió, me dió unos golpes en la espalda y me respondió: "te espero el martes a las cuatro".
      Así, sin saber quién era, me inicié como discípulo de Fré Focke. Retrospectivamente, lo que más le agradezco fue su respeto hacia mi libertad creativa. Corrigiéndome dentro de mi propio furibundo neorromanticismo, poco a poco, con gran delicadeza, me fue estimulando nuevos apetitos expresivos. Recién a los seis meses me entreabrió la puerta de la Escuela Vienesa, lo que me resultó una revelación desconcertante y asombrosa. Lo hizo no sólo presentándome a su maestro Anton Webern, sino haciéndome participar de los Tombeau de van Gogh, que en ese momento, verano de 1951, estaba componiendo. Verlo trabajar y exponer la razón de cada opción escogida era un privilegio excepcional y profundamente revelador.
      Solíamos hacer excursiones juntos. Amaba la naturaleza y le gustaba escalar cerros. Esos paseos, en que alejados de la música hablábamos de las alegrías y dolores del mundo, fueron para mi tanto o m s formadores que las jornadas en torno al piano. Era un hombre de enorme cultura y sensibilidad. También solíamos ir juntos a las tertulias musicales en la casa de Margarita Friedemann. Fue allí donde escuché por primera vez el Wozzeck de Alban Berg. Mi impresión fue tan sobrecogedora que no pude articular palabra. Recuerdo que caí en una especie de estado de introspección profunda que me mantuvo en silencio por un par de días.
      Un día en el invierno de 1952 llegué a mi clase con la partitura de la primera parte de una Fantasía sinfónica en que había estado trabajando secretamente. Apenas se la entregué, se sentó al piano y la tocó a la perfección. Me hizo cuatro correcciones, curiosamente todas relacionadas con mi tratamiento del oboe. En seguida tomó su lápiz de grafito y escribió en la cubierta de la partitura: Man braucht den Moment um die Ewigkeit zu schaffen (se precisa del momento para crear la eternidad), firmó, se levantó del piano y, sin decir nada, me dió un abrazo. Fue uno de los instantes más felices de mi vida. Guardo esa partitura manuscrita como uno de mis grandes tesoros.
      El mundo que me abrió Fré Focke se sigue expandiendo hasta el día de hoy. Como maestro fue, al menos para mí, todo lo que un discípulo puede soñar.
      Por esos mismos tiempos surgió una iniciativa que comprometió con notable entusiasmo a muchos jóvenes que se iniciaban en la vida musical. Fue el proyecto Todo Chile canta, del querido maestro Mario Baeza que, a la sazón, era Director Titular del Coro de la Universidad de Chile. Fuimos muchos los que recibimos una capacitación básica para formar y dirigir agrupaciones corales en todas partes y a todos los niveles. A mí me correspondió la responsabilidad de organizar el coro de la Escuela de Economía, de la Escuela de Educadoras de Párvulos, ambas de la Universidad de Chile, y de obreros de una fábrica textil que quedaba en la calle Independencia. A la vuelta de un par de años había centenares de coros en Chile, y se hicieron encuentros que fueron notables.
      Los estímulos estaban por todas partes. Gracias a la amistad de mis padres con don Enrique López, que era administrador del Instituto de Extensión Musical, podía yo entrar de vez en cuando a los ensayos de la Orquesta Sinfónica en el Teatro Municipal. Allí me reencontré con la música de Carl Orff bajo la conducción de Celibidache. Se trataba de la preparación del inolvidable estreno de Carmina Burana con el Cuerpo de Ballet del Instituto de Extensión Musical y coreografía de Ernst Uthoff. Las discusiones entre ambos maestros, en alemán por cierto, eran clases magistrales dignas de una antología.
      Celibidache era increible. Iba a todos los ensayos sin partitura, y su precisión y niveles de exigencia y perfección no daban tregua. Recuerdo incluso la sorpresa de los músicos cuando llegó a ensayar la Égloga de don Domingo Santa Cruz, sin la partitura que le había sido entregada sólo dos días antes. Su versión del Pájaro de fuego de Stravinsky me provocó lágrimas por segunda vez.
      Podría continuar recordando episodios en torno a las tantas posibilidades de enriquecimiento espiritual que, en aquellos días, estaban al alcance de nosotros los jóvenes. Pero queden hasta aquí los recuerdos de un músico adolescente.
      A pesar de la música que nunca se tocó, del poema que nunca se leyó, de la escultura que se negó a emerger de la materia, de la danza que nunca se presentó, del lienzo que quedó para siempre olvidado en el desván; a pesar de todo lo que no fue o de lo que no se plasmó, fueron, sin embargo, inagotables las cosas que contribuyeron a que esa época valiera tanto la pena de ser vivida. Quizás nunca antes, y, con certeza, nunca después, se compartió tanto en Chile entre todas las manifestaciones de la creación artística. Por lo menos así era con nosotros los jóvenes, que no tuvimos vergüenza de soñar.
      ¿Que todo tiempo pasado fue mejor? Para los que fuimos muchachos en los cincuenta, estoy convencido que sí.

Manfred Max Neef

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