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Revista musical chilena

versión impresa ISSN 0716-2790

Rev. music. chil. v.51 n.187 Santiago ene. 1997

http://dx.doi.org/10.4067/S0716-27901997018700008 

Recuerdos de cincuenta años

Para un compositor, evocar el pasado implica inevitablemente destacar aquellas circunstancias que produjeron un efecto perdurable en el estilo que paulatinamente íbamos elaborando. Así, por ejemplo, no puedo olvidar el enorme asombro que me produjo la primera audición de Pierrot lunaire de Schoenberg, que casualmente escuché desde una radio argentina. ¿Cuánto pude captar en esa época de una obra que aún hoy me conmueve?
       Muy diferente fue mi primer contacto con la obra de Charles Ives, que descubrí en el Instituto Chileno-Norteamericano de Cultura de Santiago, en cuya discoteca había tanto la partitura como la primera grabación de la Sonata Concord. Enfrentar una obra tan ajena a toda la música que había conocido previamente era como despertarse una mañana "convertido en un horroroso insecto".
      Mientras Pierrot lunaire llegaba a los límites de un lenguaje que podía asimilar con los conocimientos teóricos que entonces poseía, Ives me fascinaba con un idioma que comprendía intuitivamente pero cuya clave me era indescifrable.
      Gracias a un curso de apreciación musical que dictó Juan Orrego-Salas, me enteré del método de composición con doce sonidos creados por Schoenberg y el libro de Leibowitz Schoenberg y su escuela me puso en contacto por primera vez con la obra de Anton Webern. En dicho libro se incluye un brevísimo pasaje de las Variaciones Op.27. Soy incapaz de describir la emoción que experimenté al escuchar mentalmente ese fragmento que abría para mí las puertas de un mundo que hasta entonces había estado oculto.
      A todo esto, yo había decidido dedicarme exclusivamente a la música e ingresé al curso de composición de Jorge Urrutia Blondel, en el Conservatorio Nacional de Música. Paralelamente a nuestra formación académica, los jóvenes compositores tuvimos el privilegio de comentar con Gustavo Becerra, Juan Adolfo Allende y Juan Pablo Izquierdo, importantes aspectos de la música contemporánea. Tampoco puedo dejar de mencionar el diálogo permanente que mantuvimos en esa época con mi amigo y compañero de estudios, José Vicente Asuar.
      Fue en ese momento, en que convergían tantos estímulos significativos, que se estrenó en los Festivales de Música Chilena la Sinfonía Deirdre de Fré Focke. Retrospectivamente, pienso que lo que más me impresionó fue la forma como en la música de Focke se reunían dos corrientes aparentemente antagónicas de la música del siglo XX, la de Schoenberg y la de Stravinsky. Yo no conocía todavía las Variaciones para orquesta de Anton Webern y tampoco podía adivinar que el propio Stravinsky, en la última etapa de su carrera, estaba realizando la misma síntesis.
      Después tuve oportunidad de conocer a Fré Focke como estupendo pianista y excepcional acompañante, y recuerdo memorables interpretaciones de los Poemes pour Mi de Messiaen, las variaciones de Webern y Le Tombeau de Van Gogh del propio Focke.
      En esa época yo estaba escribiendo mi primera obra sinfónica, la Obertura al teatro integral y resultó inevitable que le solicitara a Fré Focke clases de orquestación, a lo que él accedió con la generosidad que le era característica.
      Para Focke, la orquestación no era concebible en abstracto, puesto que a su entender la música debía componerse directamente para orquesta. Esto determinaba que sus clases no trataran de detalles de instrumentación, sino más bien de conceptos composicionales.
      Lo que a mí más me llamó la atención fue el énfasis que Focke ponía en la melodía. En una ocasión tocó al piano el primer tema de la Sinfonía Eroica y decía: "Esto es pura armonía" y sólo cuando terminaba el arpegio y empezaba el cromatismo descendente agregaba: "Aquí empieza la melodía".
      Pese a que Focke fue alumno de Webern, no propiciaba la técnica de composición con doce sonidos, sino más bien lo que él llamaba atonalismo libre.
      Hay tres momentos particulares que para mí fueron inolvidables. El primero fue cuando en una de sus clases tocó Tombeau de Van Gogh y me fue explicando la relación de cada trozo con los cuadros del pintor.
      En otra ocasión tocó al piano la ópera Deirdre, de la cual la Sinfonía que yo conocía era un extracto.
      En el tercero de estos momentos, Focke evocaba a su maestro y me contaba que Webern tenía todas sus partituras enrolladas y cuidadosamente atadas con una cinta. Ocasionalmente, Webern tomaba una de estas partituras, desataba la cinta y, luego de tocarla y comentarla, la enrollaba y amarraba con esmero y la restituía a su lugar, junto al resto de sus obras.

Miguel Aguilar Ahumada

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