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Revista musical chilena

versión impresa ISSN 0716-2790

Rev. music. chil. v.51 n.187 Santiago ene. 1997

http://dx.doi.org/10.4067/S0716-27901997018700005 

DOCUMENTOS

Los años cincuenta en Chile:
una retrospectiva

Introducción

"Se precisa del momento para crear la eternidad". Ese fue el comentario que el maestro Fré Focke escribió en la partitura de la nueva obra que le presentaba su entonces discípulo Manfred Max-Neef. Medio siglo más tarde, el 5 de junio de 1996, Focke, holandés errante ahora definitivamente ausente, gatillaba un nuevo momento de eternidad en el evento en que músicos chilenos -muchachos de los 40/50- se reunían públicamente junto a los muchachos de los 90. En esa coyuntura -como señala Gabriel Matthey- el silencio histórico fue virtualmente superado por el testimonio vivo de sus protagonistas y se estableció un puente de comunicación intra e inter generacional.
       Estas páginas son una prolongación escrita de ese momento, enriquecido con las voces de otros músicos, miembros de la diáspora chilena de tantos y tantos años. Representan, además, un esfuerzo de la Revista Musical Chilena en pro de la activación y enriquecimiento de nuestra memoria y tradición musical.
       Los fragmentos testimoniales aquí reunidos constituyen una inusitada y saludable convergencia en la que se palpa el pulso y sentido de una época bullente de actividad. Cristalizan, como lluvia fresca, recuerdos del Chile musical y artístico de los años 50, que sugieren renovadas aproximaciones e interpretaciones de ese tiempo ido -dimensionado como fiesta, como certidumbre de expansión y despegue cultural-, de los que surge por contraste un dram tico testimonio del tiempo que vivimos y las tareas que se vislumbran para el siglo que viene.

Rodrigo Torres

La década 1950-60 en la música chilena

Domingo Santa Cruz, inspirador y cabeza en la Universidad de Chile de cuanto se había logrado en el terreno de la música, escribió, -al cumplirse la primera mitad de este siglo-, que ésta se había levantado de constituir "una actividad de rango secundario" a gozar de "una jerarquía de calidad primera en el campo intelectual"1.
       Esto constituía una realidad absoluta. Era la descripción de un despertar y crecimiento que, por lo menos, había colocado a Santiago a un nivel musical que sólo podía disputarle Buenos Aires en Latinoamérica, y reconocido en Estados Unidos y Europa. Yo había podido comprobarlo en una reciente gira por Inglaterra, Francia e Italia y poco antes en Estados Unidos.
       La segunda mitad del siglo se inicia en la música dentro de la Universidad de Chile con una Facultad de más de veinte años, bajo cuya égida funcionaba un Conservatorio que había sobrepasado los cien años de enseñanza especializada de la música, y un Instituto de Extensión Musical de casi diez años dedicados a la difusión de aquélla a través de los conjuntos que financiaba.
       Al margen de la Universidad de Chile comenzaban a surgir una serie de instituciones dedicadas a la enseñanza y difusión, expandiendo el patrocinio de la música más allá  de su propia órbita, y lo que es más importante, más allá  de la capital, lo que con algunas excepciones se había realizado antes.
       Esto es -creo yo,- lo que caracteriza a la década que se me ha pedido analizar, la distingue de las precedentes, en que el quehacer musical pareció limitado, casi en su totalidad, a lo ofrecido por la Universidad de Chile y circunscrito a Santiago.
       Preferiría, a estas alturas de mi vida, cumplir con lo que se me ha pedido, más bien recordando que analizando, y pidiendo que se acepte toda la carga de ficción que el recuerdo acarrea. Quiero pensar que las omisiones en que incurra, serán involuntarias, o tal vez, consecuencia de querer olvidar los sueños no realizados o los propósitos no cumplidos.
       Lo que ofrezco entonces es una imagen personal de la década 1950-60. Y así la veo.
      Como un período de gradual complementación, y a veces, enmienda, de lo que hasta entonces había realizado por la música la Universidad de Chile. Esto se lleva a efecto con el establecimiento de nuevas organizaciones, -ajenas a esta universidad,- o de iniciativas internas encaminadas a perfeccionar o cambiar los rumbos existentes.
       Mientras la Orquesta Sinfónica dependiente del Instituto de Extensión Musical comenzaba a testimoniar el desgaste producido por la falta de un estatuto orgánico que le permitiera renovarse con concursos periódicos, abriéndole las puertas a nuevos instrumentistas, nace la Orquesta Filarmónica con sangre fresca e inicia sus temporadas en el Teatro Municipal bajo la dirección de Juan Matteucci (1955). Los esfuerzos de Victor Tevah como titular de la Sinfónica, su reconocido talento, intuición y entusiasmo, no fueron suficientes para detener el desequilibrio y anarquía que este conjunto revelaba, lo que ya durante algunos años habían hecho notar no sólo muchos directores huéspedes extranjeros, sino que miembros de la misma orquesta.
       Para mi este problema fue crucial en esta década, especialmente en los años en que desempeñé la dirección del Instituto (1958-59), posición que acepté condicionada a proveer el estatuto que faltaba para levantar el nivel de la Sinfónica y ofrecer las posibilidades de progreso que le eran necesarias. El estatuto se estudió cuidadosamente, considerando los problemas profesionales y humanos que eran parte del proceso de renovación y progreso que se buscaba.
       Sin embargo, en el recuerdo de mi gestión, este esfuerzo quedó engastado entre aquellos propósitos que no se cumplieron, que antes mencion‚. ¿Razones?...Se dieron varias. O más bien, interpretaciones, que hasta el presente, no alteran el contenido de lo que me propuse.
       Y no fue sólo la Filarmónica la que en esa década surgió para satisfacer el gusto por la música orquestal que la Sinfónica se había encargado de despertar en el público. La actividad de conciertos se expandió en todas direcciones y rebasó los límites de la capital; a Concepción (1951), Valparaíso (1955), La Serena (1956), Valdivia (1960), Viña del Mar (1960) y otros lugares donde se establecieron conjuntos orquestales de diferentes dimensiones. Recuerdo con veneración y gusto los nombres de Wilfried Junge, Marco Dusi, Jorge Peña, Agustín Cullell, Héctor Carvajal, Sigisfredo Erber, Ramón Campbell e Izidor Handler, asociados a esta obra.
       Pero la presencia del Instituto de Extensión Músical en esta década no sólo estuvo acoplada a la Sinfónica. El Ballet Nacional, otra de sus ramas, había florecido con esplendor impulsada por la imaginación y perseverancia de Ernst Uthoff, por las inolvidables coreografías del Ballet Jooss y por las que este artista agregó a su repertorio: Coppelia, Petruschka y Carmina Burana, entre otras. Su obra y la de sus colaboradores, heredados también del Ballet Jooss, no se limitó al montaje de ese repertorio que triunfó en Chile y en el extranjero, sino que se concretó también en la formación de muchos coreógrafos chilenos, como los que se destacaron ya en esa década: Patricio Bunster, Malucha Solari y Octavio Cintolessi.
       También se observa en el Ballet la propagación de este género mas allá  del auspicio de la Universidad de Chile. Testimonio de esto son el Ballet Zulima, el Ballet Experimental Zsedenyi y luego el Ballet de Arte Moderno en el Teatro Municipal (1955).
       Me alegra recordar esto como también lo que el Instituto de Extensión Musical proveyó al país a través del Coro de la Universidad de Chile. La expresión del canto colectivo en la Universidad me era profundamente afín desde que yo la había puesto en movimiento en la Universidad Católica una década antes, o poco más. Mario Baeza había iniciado y dirigía el conjunto de la Universidad de Chile con el entusiasmo e imaginación necesarias para haberlo colocado junto al prestigiado Coro de Concepción de Arturo Medina.
       El canto coral constituyó otra fuente generosa de diseminación en Chile. Ya habían surgido directores de la categoría de Hugo Villarroel, Waldo Aranguiz, Sylvia Soublette, Marco Dusi, Erasmo Castillo, Lucía Hernández, el Mario Baeza de Antofagasta y los que me pesa que escapen a mi memoria. Universidades, escuelas, comunidades religiosas y seglares, centros regionales, se habían transformado en núcleos de una actividad coral, unida por la Federación de Coros de Chile, ejemplo en Latinoamérica, y paradigma de lo que me ha parecido característico de esta década de expansión de la actividad musical en el país.
       En el terreno de la composición, muchas actividades se sumaron a las de la Universidad de Chile en favor de estimular al creador y promover el conocimiento de su obra. Recuerdo entre otras iniciativas, la que en forma independiente prosperó en el Conservatorio gracias a la visión de Gustavo Becerra, quien reunía a sus alumnos en talleres orientados al contacto con las estéticas que surgían de la música contemporánea. El adiestramiento de las técnicas tradicionales y académicas que allí imperaba no le era suficiente al compositor joven, quien con frecuencia buscó ayuda en la enseñanza particular o en la que pudiesen ofrecerle otros planteles. El Taller Experimental del Sonido creado por José Vicente Asuar en la Universidad Católica (1957) fue uno de estos, que al mismo tiempo contribuyó a la producción de las primeras obras de música concreta y electroacústica.
       Las visitas de Pierre Boulez (1954) y Werner Meyer-Eppler (1959) contribuyeron muy efectivamente al desarrollo de estas últimas técnicas en Chile.
       En lo que se refiere a la promoción de la música chilena, los Festivales Bienales establecidos por el Instituto de Extensión Musical, combinados con un ingenioso sistema de concurso que investía al público asistente, junto a los músicos en sus diferentes especialidades, en jurado, logró despertar un interés sin precedentes por la obra de nuestros compositores.
       La década que recuerdo se inició con el segundo de éstos, los que desgraciadamente se sucedieron en un gradual proceso de deterioro, en que el sectarismo estético, el personalismo y hasta la política llegaron a interferir con el libre proceso de votaciones con que originalmente se contó.
       Vicente Salas Viu se preguntó entonces, si acaso estos festivales no constituían "¿una bella iniciativa en derrota?"2. Yo diría que, a pesar de las valiosas obras que hasta el momento habían sido consagradas por este sistema de votaciones, a esas alturas su duda se justificaba plenamente.
       Sin embargo, el compositor chileno no quedó al desamparo, ni su música dejó de ser promovida. El sistema de Premios por Obra, establecido por el Instituto, siguió ofreciendo una ayuda permanente a la creación y, otras iniciativas, -independientes de la universidad-, se encargaron de la promoción de ésta, confirmando a otro nivel el fenómeno expansionista a que antes me he referido.
       La Asociación Nacional de Compositores a través de sus conciertos en el Salón Sur continuó con la difusión de la obra de los compositores chilenos, junto a las más destacadas de la música contemporánea en general, y la Agrupación Tonus (1950) abrió sus programas a la de los músicos más jóvenes y a las creaciones de índole experimental.
       En la docencia musical este fenómeno expansionista se hizo presente en todo el país con la creación de muchas escuelas de enseñanza especializada y centros regionales que ofrecieron medios a las prácticas de orquesta y coro. La Escuela Moderna de Música encabezó una larga lista en Santiago, a la que se agregó el Departamento de Música de la Universidad Católica (1959), amparando una especialidad que antes no había existido como parte de la educación musical en Chile, la de la práctica de la música pre-barroca, que el Conjunto de Música Antigua (1954) proveyó, junto al coro, orquesta de cámara y otras agrupaciones que en este plantel se establecieron.
       El Conservatorio, como exégeta de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales de Chile en el terreno docente, siguió distinguiéndose en la formación de instrumentistas, mientras que en el terreno de la teoría y composición, como ya lo hemos dicho, no logró complementar la práctica de las técnicas tradicionales con la exploración de las más recientes que el siglo XX exhibía.
       En la órbita de la musicología sucedió algo semejante, permaneciendo apegado a los cursos de información histórica y análisis, los que escasamente ayudaban al desarrollo de las técnicas modernas de investigación musical. Afortunadamente, el Instituto de Investigaciones Musicales (1947), dependiente de la Facultad, -por lo menos en el terreno de la etnomusicologia-, logró compensar en parte la ausencia de métodos formativos basados en el exámen histórico y bibliográfico y estudio comparativo y analítico de la música.
       ¿Y qué subsiste en mi memoria de la actividad operística en esta década? Fuera de los esfuerzos de Clara Oyuela que con el auspicio esporádico del Instituto logró presentar algunas obras cuidadosamente montadas, -escénica y musicalmente-, y que fueron incentivo para revelar la hermosura de muchas voces jóvenes, recuerdo haber observado el progresivo levantarse del Teatro Municipal, -que celebró sus cien años de existencia (1857-1957)-, para recuperar el pasado prestigio de sus temporadas líricas.
       Imposible sería borrar de mis recuerdos los Premios Nacionales de esa década, Domingo Santa Cruz (1951), Próspero Bisquertt (1954) y Alfonso Leng (1957), como también, olvidar las pérdidas para la música chilena que significó, primero, el fallecimiento inesperado de Ren‚ Amengual (1954) y luego de Enrique Soro (1954), Pedro H. Allende (1959) y Próspero Bisquertt (1959).
       Y junto al legado de mis colegas que habían cumplido su misión en este mundo, guardo en mi memoria la experiencia de las primeras obras de los que entonces ingresaban al caudal de desarrollo de la música chilena; Leni Alexander, José Vicente Asuar, Juan Adolfo Allende, Carlos Botto, Roberto Falabella, Celso Garrido, Eduardo Maturana, Carlos Riesco, León Schidlowsky y las de quienes eran mis discípulos y se abrían su camino en esos años.
       Se me hacen presentes los esfuerzos realizados en esta década por la Asociación de Educación Musical en favor de levantar el nivel de la enseñanza de la música en las escuelas públicas, como también, los diversos reajustes administrativos que entonces comenzaron a producirse desde las alturas del decanato de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales, hasta la dirección de los institutos dependientes de ésta, incluyendo la Sinfónica, el Coro Universitario, el Conservatorio Nacional de Música, y aun, la Revista Musical Chilena.
       ¿Se buscaban nuevos rumbos y soluciones? ¿Se requería el ingreso de nueva sangre orientadora de la actividad musical universitaria? ¿Respondía todo esto al cambio que en muchos aspectos se vislumbraba en el país?
       Éstas son todas preguntas que requieren respuesta, pero no dentro de los límites que ahora se me han solicitado respetar. Sin embargo, ninguna de ellas podría contestarse acertadamente sin observar hacia donde evolucionaba el patrocinio universitario de las artes y como éste iba a ser afectado por la evolución socio-política de las siguientes décadas.

1 Domingo Santa Cruz. "Medio siglo" (Editorial), RMCh, VI/37 (otoño, 1950), p. 3.

2 Vicente Salas Viu. "Los festivales de Música Chilena, ¿una bella iniciativa en derrota?", RMCh, XIII/66 (julio-agosto, 1959). p. 6.

Juan Orrego-Salas

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