Introducción
Según relatos de Fortunato Gavilán, funcionario ya fallecido del Instituto de Anatomía de la Universidad de Chile, un alumno habría sido herido en el pabellón de disección en el año 1937, debido a una herida cortante que otro alumno le habría causado accidental-mente en el tórax. Este hecho nos motivó a realizar esta investigación pues, aunque siempre se habla del riesgo de trabajar con cadáveres, existen pocos antecedentes al respecto. La comunicación de este caso y los relatos biográficos son una fuente valiosa de información pues, al incendiarse la Escuela de Medicina en 1948, se perdieron documentos importantes que pudiesen corroborar éste u otros antecedentes.
La iniciación de la práctica con cadáveres
Los primeros relatos de la práctica con cadáveres se remontan al período de la Colonia en Chile (1598-1810), cuando se realizó la primera autopsia en 1693 como medio de exploración cadavérica (Cárdenas J, 2017). Existía dos tipos de autopsias: una para investigar epidemias, y otra de carácter médico legal; sin embargo, la primera autopsia documentada habría sido efectuada recién al año 1773 (Laval E, 1964).
En relación a la enseñanza de la anatomía en la Colonia, ésta se impartía únicamente en forma teórica. Estaba asociada a la instrucción de la cirugía, siguiendo el ejemplo de la enseñanza de la medicina española. Sólo desde fines del siglo XVI se agregó la clase práctica, limitándose a ocho disecciones demostrativas que realizaba exclusivamente el profesor. A mediados del siglo XVII se aumentaría a 20, no permitiéndose a los alumnos realizarlas ni intervenir en el cadáver (Salas Olano, 1894). Sin embargo, a pesar que en Chile los estudios médicos se iniciaron en forma teórica desde 1756, asociados a la Real Universidad de San Felipe, no existen evidencias del trabajo anatómico en cadáveres en este período colonial (Ferrer, 1904ª). Esta forma de enseñanza estuvo influenciada por cómo se realizaba en Europa, pues los médicos que llegaban a Chile estaban formados principalmente en Lima y en España, y eran ellos quienes instruían a los alumnos según lo que dictaba la pragmática de 1617, la que duró hasta principios del siglo XIX.
En 1826 Pedro Morán, primer anatomista reconocido en Chile, habría tenido tres discípulos de anatomía en una cátedra extraoficial, privada (Semir, 1860). Ellos estudiarían dos años con él financiados de su propio pecunio, su hijo Bartolomé, Vicente Mesías y Martín Avello, sin higiene ni presencia de un anfiteatro anatómico, impulsado más bien por el talento y entusiasmo del propio Morán. La enseñanza de la anatomía se limitaba y mantenía a la lectura de algunos de los textos de Hipócrates y Galeno, además de los de André Piquer, Maigrier y una monografía de Bayle.
La práctica formal de anatomía se iniciaría recién en el año 1833, con los estudios médicos asociados al Instituto Nacional, a cargo del mismo Morán, apoyado por el ministro Joaquín Tocornal. Pedro Morán posteriormente enfermaría, al parecer de tuberculosis, para ser reemplazado por Martín Avello, su mejor alumno.
Según el profesor Semir: “Había que tener una abnegación de si mismo o tener una inspiración divina para poder trabajar en anatomía cuando uno se presentaba por primera vez a presenciar el asqueroso cuadro del anfiteatro, y ver el destrozo de los miembros humanos, cuya putridez se hallaba encerrada en el mal cuarto en que se verificaba Ia disección, sin aire que lo ventilase, sin agua, ni paños con que asearse, sin un vestuario adecuado para cubrir el cuerpo de los alumnos, y sin ninguna regla higiénica que precaviese de los funestos estragos de la putrefacción y los contagios”.
Ingresaron al primer año de la carrera de Medicina Diego Aranda, Luis Ballester, Juan Cruz Carmona, Manuel Carmona, Juan Mackenna, Francisco Rodríguez, Enrique Salmón y Francisco Javier Tocornal (Ferrer, 1904b) y se incorporarían a este primer curso los alumnos Martín Avello, Vicente Mesías y Bartolomé Morán que ya habían hecho dos años de anatomía con Morán, para así formalizar sus estudios, convirtiéndose en los primeros demostradores de la anatomía en el primer curso formal. Algo que no estaría libre de consecuencias.
Los primeros fallecidos
De los tres alumnos del primer curso privado de Morán, murieron dos en el segundo año del curso formal en 1834. Martín Avello fallecería el 2 de noviembre de 1834 como primera víctima de las condiciones deplorables en que se efectuaban los estudios (Orrego Luco, 1922); Vicente Mesías sería el segundo.
El curso de anatomía se estudiaba en los dos primeros años: anatomía especulativa y práctica (disecciones) en el primero, y la continuación en el segundo. Cada curso contaba sus víctimas en la mitad por trabajar sobre cadáveres descompuestos o cuyas causas de muerte eran infecciosas y desconocidas. Pertenecientes al primer curso formal de medicina, (segundo curso de Morán), de ocho alumnos morirían otros dos: don Juan Cruz Carmona y Enrique Salmón. En el segundo curso formal, de cinco alumnos muere uno, y en el tercer curso formal, muere otro (Ferrer, 1904c).
Las causas que se esgrimían para estas muertes eran las mismas que hacían que la dedicación de los jóvenes de la época fuese más bien dirigida a los estudios de leyes: “La mala ventilación presente en el cuarto de disección, sin agua ni paños con que asearse, sin un vestuario a propósito para cubrir el cuerpo de los estudiantes i sin ninguna regla hijiénica que los precaviese de los funestos estragos de la putrefacción i los contagios” (Semir, 1860). Parte del riesgo inherente a esta práctica en esos años además, se puede explicar por la falta de instrumental adecuado, como lo demuestra este petitorio que Morán le hace al rector del Instituto Nacional Raúl Echaurren en el año 1834, junto a su demostrador don Martín Avello al gobierno: “Una jeringa de inyecciones con todas sus partes, dos escalpelos grandes, fuertes y finos, dos pares de pinzas fuertes, como las de los cirujanos, un escalpelo, un mazo, una sierra y un martillo con puntas, un fondo para calentar agua, otro pequeño para derretir las materias de inyecciones, un tiesto como balde para tener las disoluciones de clorurete de cal o vinagre, un lavatorio completo, un cajón de madera forrado por dentro en lata, etc.”
Incluso solicitaron por primera vez, cloruro de cal, sebo, pez de Borgoña y azafrán añil, para las inyecciones vasculares. Muchos serían los alumnos que morirían a consecuencia de dichos trabajos, desde la iniciación del curso del Dr. Morán hasta los cursos posteriores a 1860 (Flores, 1933). Morán fallecería finalmente y sería reemplazado por Lorenzo Sazié.
En 1853 existían sólo 17 alumnos en toda la Escuela y las condiciones vendrían a mejorar cuando se nombró a un disector para efectuar los trabajos anatómicos, que hasta ese instante eran realizados por el profesor, con ayuda de los alumnos. Esto permitió que en los últimos dos cursos no hubieran alumnos fallecidos. Según decreto de 8 de junio de 1850: “se renovará en cada año, y será elegido entre los alumnos más adelantados, a propuesta del rector”. Firma el Pdte. Bulnes y su ministro Antonio Varas.
“Los trabajos prácticos constituían el horror de los estudiantes, se efectuaban a pleno sol en verano o en la humedad y en el barro en invierno, sin más instrumentos que una navaja catalana, un martillo y un serrucho sobre los cadáveres ya putrefactos, expuestos a la intemperie por varios días, y que por escasos había que utilizarlos por completo, sin asepsia ni antisepsia, hasta entonces desconocidas, todo contribuyó a hacer insoportable los trabajos anatómicos y quirúrgicos convirtiendo en sacrificados a los pobres estudiantes”. Gregorio Grajales, Dr. Miguel Semir, año 1860, discurso de incorporación a la Facultad de Medicina, en referencia a este período.
La cátedra ahora era exclusivamente anatómica, ejercida por un profesor y no dependía de Cirugía como antes (como se menciona en el decreto del 4 de julio de 1860). Aumentarían los profesores a seis y la carrera duraría seis años, abriéndose ahora los cursos cada dos años. El disector dirigiría y ejercitaría a los estudiantes de los dos primeros años en las disecciones y cuidados del gabinete y colecciones. Desde abril de 1860 por decreto, el nombramiento de los disectores dejó de ser anual, dándoles mayor importancia, jerarquía y dedicación a su labor.
El nuevo anfiteatro de anatomía
En abril de 1889 se inauguró el nuevo edificio de la Escuela de Medicina en la Cañadilla, actual calle Independencia (Osorio G, 2013). Las dependencias del pabellón de Anatomía pasaron desde la calle San Francisco a la nueva Escuela de Medicina; su anfiteatro estaba al medio del segundo patio de la Escuela. El jefe de los trabajos prácticos ahora era un empleado especial que dirigía los ejercicios prácticos de anatomía y operaciones; sus ayudantes se llaman disectores. Eso serviría probablemente para manejar de mejor manera las infecciones de origen cadavérico. Sin embargo, no existen mayores antecedentes encontrados al respecto en este último período del siglo XIX.
En el pabellón había dos mesas de latón, unas ollas grandes, unas jeringas metálicas de unos 30 cm de largo por unos 5-6 cm de diámetro, con enchufes (acoples) de varias dimensiones y cambiables. “En esas ollas se fundía manteca con azarcón, al cual se agregaba un polvo de color rojo, y un colorante azul para inyectar arterias y venas respectivamente”. (Guzmán, 1964). No está demás señalar que el rojo azarcón no es más que óxido de plomo, sustancia a la que muchas veces los estudiantes no le prestaban mucho interés en esa época en cuanto a su toxicidad. Las paredes mostraban a menudo manchas de esos colores, resultado de técnicas poco afortunadas y presurosas o bien producto de bromas entre los alumnos.
El origen de los cadáveres
En la práctica anatómica de esos años era posible identificar tres grandes grupos:
“Los recién operados”, cadáveres provenientes del Hospital San Vicente de Paul que ingresaban por una puerta ubicada al fondo del patio de la Escuela.
“Los cadáveres de la morgue”, los que entraban por una puerta orientada al norte, por la calle Panteón en un carretón, el mismo “carretón de los muertos” a que hacía alusión Augusto Orrego Luco en 1860. “Estos eran los mejores, porque son de tipos bien sanos que se matan peleando a puñaladas por el lado de Las Hornillas y por el Matadero, eran los más jóvenes.” (El Chivo Esteban, mozo de Medicina Operatoria y Anatomía).
“Los cadáveres de las enfermedades crónicas”, provenían de los hospitales y entraban por la misma puerta; eran más bien enjutos pues había mucha tuberculosis, por lo que tenían un tórax y abdomen estrechos y los músculos delgados y fláccidos. Otros, los muertos de afecciones cardíacas o renales aparecían edematosos, algo monstruosos y añosos. No siempre se encontraban aseados y sin parásitos. Rostros sin expresión, ojos apagados, inmóviles, semicerrados, mentón caído, bocas abiertas de labios cenicientos con encías desdentadas y recubiertos de costras sanguinolentas (Guzmán, 1964).
Hoy podríamos agregar un cuarto grupo en el origen de los cadáveres utilizados para la docencia:
“Los cadáveres donados”, aquellos que llegaban a Anatomía luego de un trámite voluntario realizado ante una notaría, y que contemplan una amplia gama de enfermedades o muerte natural.
Por ello, el Dr. Alejandro del Río había señalado en enero de 1890, a menos de un año del funcionamiento de la nueva Escuela de Medicina, que era urgente y de estricta necesidad construir, aisladamente de la Escuela, pabellones especiales de disección debido a los malos olores que difundían desde Anatomía al resto del edificio y al aumento en el número de los alumnos. Estarían echadas las bases del actual instituto. A pesar que el nuevo edificio permitía funcionar en casi todas las clases con el mayor número de ventajas y comodidades posibles, los trabajos de disección no se efectuaban en locales apropiados. Si bien los profesores y alumnos disponían de un amplio auditorio y las salas de disección eran extensas y bien iluminadas y con una mejor ventilación, aún era insuficiente. Carecían de guardarropía para los alumnos, lavatorios y depósito de cadáveres refrigerados.
Al respecto sobre las condiciones del trabajo anatómico: “Cuántos recuerdos que viven en nuestro espíritu como esculpidos en la piedra. Las disecciones cadavéricas en aquel anfiteatro frío y sin confort donde luchábamos cuerpo a cuerpo con la materia inerte. Los penosos trabajos en el cadáver nos retenían en la Escuela hasta altas horas de la tarde y nos obligaban también a sacrificar la mañana del domingo sin más compañía que la del modesto Salvador. Este pobre y abnegado empleado del anfiteatro nos distraía, nos acompañaba y nos alentaba al trabajo. Hay que trabajar señor, nos decía; todos los caballeros que trabajan anatomía son después grandes médicos… Cuando miro aquellos días desafiando el frío glaciar del anfiteatro, créanme que siento miedo. Pero, todos estos sacrificios nos han dado muchas enseñanzas. El anfiteatro nos ha enseñado a observar a investigar con frialdad, condiciones tan necesarias a todo aspirante al doctorado” (Vargas, 1929).
La infección cadavérica, los factores condicionantes
Esta afección comprometía de vez en cuando a los estudiantes que practicaban las disecciones en la primera mitad del siglo XX, la que era conocida como “la infección cadavérica” nombre que se acuña por primera vez en Chile. (Guzmán, 1964). Esta afección se veía favorecida por dos causas principalmente en esa época:
El uso de desinfectantes irritantes como el ácido fénico, que producía eczemas y por tanto, paradojalmente, facilitaba la vía de ingreso de los agentes bacterianos cadavéricos a través de la piel desnuda. Recordemos que la antisepsia, traída a Chile por el profesor Barros Borgoño en 1880, tal como Lister la había implementado años antes, contemplaba el uso de ácido fénico en el lavado de manos, empapado de las ropas y pulverización de la sala. Antes de ello, los cirujanos operaban de gran etiqueta y se lavaban las manos solo después de operar, contraviniendo lo que incluso Semmelweis en 1846 había sugerido al proponer el lavado de manos con soluciones de cloro (Nuland S, 2003) (Miranda C M, 2008).
El contacto directo de la piel del operador con el cadáver. Los guantes se empezaron a utilizar en Chile aproximadamente en 1896 en actos quirúrgicos, luego del viaje a Europa del profesor Francisco Navarro. Este junto al Dr. Lucas Sierra fueron los precursores del uso de la asepsia en cirugía, además de la esterilización de compresas, toallas, instrumental, y campos de operación, como lo hacía Terrier, Bergmann y Terrillón. Eran guantes de goma que se hervían en agua antes de operar, tal como lo había propiciado su inventor en 1889, Williams Halsted varios años antes. En anatomía, el uso de guantes se implementaría recién en 1920 en la práctica habitual, según lo que se desprende del análisis de fotografías de la época (Figuras 1 y 2).

Figura 1 Alumnos disecando a mano descubierta en pabellón de disección. Escuela de Medicina U. de Chile. Revista Sucesos, año 1915.

Figura 2 Alumnos disecando con guantes en pabellón de disección Escuela de Medicina U. de Chile, autor desconocido, año 1920 aproximadamente.
Así transcurría la docencia a principios del siglo XX. Se trabajaba en lugares con cadáveres con riesgo biológico alto, desconociéndose estos riesgos por varias razones:
En antaño no siempre se sabía la causa de muerte del fallecido, especialmente cuando ésta era infecciosa.
El uso de agentes antisépticos irritantes causaba una alta tasa de dermatitis, vía de entrada de infecciones.
La ausencia de uso de protectores cutáneos, como guantes, era habitual.
Se utilizaban delantales de material no adecuados para protección personal, aseo del material poco apto y específico para el trabajo con cadáveres.
Uso de colorantes tóxicos para la identificación, especialmente de arterias, como el rojo azarcón.
Un caso de principios del siglo XX
Es así como en 1907, Agustín Icaza Barros, alumno de anatomía, al realizar parte de las 40 disecciones que se les solicitaba para pasar de curso, contrajo una “infección cadavérica”. Usaba fenol y no guantes para su protección como todos. Cuanto sufrió, señalaban sus compañeros, “Tuvo muchos flegmones y abscesos, según Leonardo Guzmán, compañero de curso de esos años; deliró durante semanas en medio de una fiebre loca que subía hasta 41 grados, hospitalizándose en el Hospital San Juan de Dios (a cuyos pies se ubicó la primera Escuela de Medicina en Chile). Nos turnábamos para atenderlo fraternalmente de día y de noche, angustiados por su suerte, tanto más cuanto no contaban con antibióticos ni transfusiones, a pesar que la técnica apropiada en Chile había sido implementada y fijada en sus indicaciones. Por otra parte, la dieta era absurda e insuficiente en calorías, proteínas y albúmina que tanto protejen la defensa orgánica. Nos limitábamos a inyectar colargol (compuesto de plata coloidal) y electrargol (sustancia más estable que la anterior), suspensiones coloides de plata que provocaban violentos escalofríos, alza considerable y brusca de la temperatura, aceleración del pulso y angustia de la respiración. Se inyectaba alcanfor cada seis horas, además de cafeína, y se administraban gotas de adrenalina “para reforzar el corazón”. Salvaría de la muerte (Guzmán, 1964).
¿Y qué habría pasado con el alumno lesionado en 1937? Contaba el Sr. Gavilán, que el alumno había sido herido en el tórax en el pabellón de disección por un compañero que lo habría lesionado accidentalmente con un bisturí causándole luego un cuadro séptico, antes de la época antibiótica, y que fallecería al poco tiempo, no por la herida causada a modo de juego por el bisturí de un compañero, sino por la sepsis secundaria.
Poniendo esto en contexto, la mayoría de las infecciones reportadas en estudios realizados a través de encuestas, transmitidas desde el cadáver al disector se producían por vía cutánea, aun cuando la vía aérea del cadáver no es descartada totalmente. Respecto a la incidencia revisadas por parte de Cornwall y Stringer, en relación a accidentes ocurridos por más de seis años en la sala de disección, se reportaron cincuenta y cinco casos de lesiones en 53 alumnos de un total de aproximadamente 3.200 estudiantes, dando una tasa global de lesiones de menos de cuatro heridas por 1.000 h de disección. Al menos, 69% de las lesiones eran producidas por hojas de bisturí y la mayoría afectaban las manos (Healing, 1995).
Consideraciones finales
Por la inmediatez de los síntomas y signos asociados a estas infecciones, especialmente cutáneas por la utilización de elementos cortopunzantes y/o agentes antisépticos irritantes, parece lógico pensar fundamentalmente en agentes virales o bacterianos aeróbicos como causales de la infección cadavérica, la que claro está a través de la historia, tiene más de un agente causal.
En la actualidad, se trabaja sobre la conservación de los cuerpos en las primeras etapas de la descomposición, donde predominan las bacterias aeróbicas, antes del período de “hinchazón”, período más bien tardío en que actúan preponderantemente bacterias del interior del cuerpo, del tubo digestivo, anaerobias y bacilos Gram negativos asociados a la autólisis producida por la destrucción tisular. Probablemente, mientras más atrás nos remontemos en la historia, y por la carencia de medios de detención de este proceso de putrefacción, más expuestos estarían los disectores a estas bacterias anaerobias y procesos presentes al trabajar con cadáveres en las etapas más tardías de la putrefacción (Healing TD, Hoffman, 1995) (Hyde ER, H. et al, 2013).
Conclusiones
A través de la historia, las infecciones y posterior muerte de estudiantes de medicina provenientes de los cadáveres, principalmente a través de heridas cortopunzantes, sufre una baja ostensible debido a que:
En los primeros años del inicio de la enseñanza de la medicina y ante el número de alumnos fallecidos se designa a un disector para realizar dicha tarea.
Se incorporan en la segunda mitad del s. XIX los conceptos de asepsia y antisepsia, teniendo un mejor conocimiento de las enfermedades y medios de transmisión.
En el s. XX se fomenta el uso de guantes en la práctica de las disecciones.
Existe una mejora ostensible en la prevención y tratamiento de las infecciones.
Avance en la utilización de elementos de conservación cadavéricos, desde el alcohol, cloruro de mercurio, fenol, al formaldehído, cloruro de benzalconio, etilenglicol y fenoxetol, entre otros, desde la mitad del s. XX hasta nuestros días.
Aún así, es imprescindible enseñar a quienes realizan actualmente la manipulación de los cuerpos el máximo control de estas medidas de prevención.
Vayan nuestros agradecimientos a todos aquellos pioneros que arriesgaron su integridad al exponerse a sustancias y situaciones nuevas en pos de la enseñanza y la investigación.