La fiebre tifoidea fue individualizada como identidad clínica en 1818, cuando Bretonneau le dio el nombre de dotinentería. En esa época se hacían diferencias “entre ella y las gastroenteritis, fiebres pútridas, adinámicas” y sólo en 1829, gracias a los trabajos anátomo-patológicos de Louis, quedó establecida su unidad con el nombre de fiebre tifoidea. En ese mismo año Bretonneau afirmó su carácter contagioso y en 1880, Eberth descubrió su agente causal: el bacilo que lleva su nombre1,2.
De este hecho y de otros que referiremos, deriva que la historia de la fiebre tifoidea en Chile, sea casi contemporánea. En efecto, no obstante su distinción anátomo-patológica y clínica en 1829, su confusión con otras enfermedades persistió (granulia, endocarditis séptica, otras septicemias, tifus exantemático, etc.) y en este caminar se adelantó un gran paso cuando Widal publicó en 1896, su trabajo sobre el sero-diagnóstico de la fiebre tifoidea. Desde este punto de vista tiene excepcional importancia el diagnóstico diferencial con el tifus exantemático, pues, a través de los siglos se han confundido hasta límites inconcebibles. Solamente después de la grave epidemia de tifus exantemático de 1918, se empezó a distinguir la fiebre tifoidea de dicha enfermedad y la confusión reinante se aclaró cuando la epidemiología de ambas quedó resuelta. Pero si bien dentro de los períodos epidémicos parecía casi imposible no distinguirlas, tal confusión persistía en los casos endémicos y con los de tifus exantemático murino, al menos en los primeros días de su evolución3.
Según Salas Olano, la primera epidemia de fiebre tifoidea en el país se habría producido en el Obispado de La Imperial, en el año 1554, siendo referida por el historiador Góngora Marmolejo, contemporáneo de don Pedro de Valdivia. Fácilmente se colige que no se trató de fiebre tifoidea sino de tifus exantemático, ya que su extraordinaria difusión así lo indicaba.
Los araucanos la llamaban “chavalongo” que significa “dolor de cabeza” o “fuego” y así fue denominada en lo sucesivo por los españoles hasta muy avanzado el siglo XIX como puede leerse en el libro de estadística del Hospital San Juan de Dios, correspondiente a 18144.
Es lógico pensar que durante toda la Colonia no fue posible individualizar ambas enfermedades y jamás lograremos saber si las epidemias de 1616 a 1779 fueron de una u otra enfermedad o de ambas a la vez.
La de 1779 fue extraordinariamente grave y coincidió con otras dos enfermedades: viruela y con una denominada “Malsito”, de la cual dice el historiador Carvallo y Goyeneche: “que era la enfermedad una calentura pútrida que mataba en tres días” (cit. por 2).
En aquella época el Hospital San Francisco de Borja que ya se encontraba terminado, fue destinado a internar “hombres tifosos y variolosos”, mientras las mujeres se aislaron en la Casa de Huérfanos. Pasado el período colonial, la confusión de ambas enfermedades continuó a pesar de los trabajos de Bretonneau, Louis y de médicos tan distinguidos como Grajales y los hermanos Blest que trabajaban en nuestros hospitales5.
Esta confusión siguió durante mucho tiempo. En 1858 llegó a Chile, entre otros médicos extranjeros, el doctor César Adami, quien para optar al título de Licenciado en Medicina, presentó una tesis titulada “Relación entre el cuerpo sanitario turco y el estado de sus hospitales”. En ella se lee lo siguiente: “discusiones muy largas tuvieron lugar entre los médicos de los varios ejércitos sobre la identidad del tifus y de la fiebre tifoidea y para algunos la cuestión no está todavía resuelta. Por la práctica que he adquirido, una y la otra son la misma enfermedad, con diferentes grados de gravedad y duración. El tifus de una duración más corta y la fiebre tifoidea de un curso más largo, siempre producida por la misma causa”6.
En 1864, la Facultad llamó a concurso para escribir un trabajo sobre “Fiebre tifoidea en Chile: sus causas, desarrollo, tratamiento y anatomía-patológica”, siendo presentado por el alumno don Florencio Middleton, el que versaba sobre tifus exantemático. Esta memoria, brillante por su exposición, fue premiada y mereció ser publicada en 1871 en los Anales de la Universidad de Chile, como el mejor trabajo…”sobre fiebre tifoidea”7.
En 1868, el profesor de Clínica Médica doctor Schneider al hablar de tifus, decía: “en mis apuntes he anotado los primeros los leves, como fiebre tifoidea y los segundos como tifus”8.
Después de esta época vemos desaparecer casi completamente la palabra “tifus” para utilizar casi exclusivamente “fiebre tifoidea”, ya que poco a poco se fue olvidando el tifus exantemático, tanto que en el primer decenio del siglo XX, el profesor Brockmann decía que esta enfermedad no existía en el país9.
Numerosas tesis de licenciatura tuvieron un sentido curioso al suponer virtudes excepcionales, a algunas sustancias como agentes terapéuticos de la fiebre tifoidea, que lograban su total curación entre los 15-20 días de evolución. Así citamos: Doctor De Geyter. Epidemia de fiebre tifoidea en Rancagua, tratamiento con agua cloroformada, 190210. Naturalmente todos estos casos eran de tifus exantemático.
En 1894, el Consejo Superior de Higiene presentó al Gobierno, un proyecto de nomenclatura de las causas de muerte, efectuando por primera vez, en forma oficial, la separación de ambas enfermedades11.
En 1895, se dio un gran paso en el estudio de la fiebre tifoidea en el país. El doctor Mamerto Cádiz Calvo publicó cuando era ayudante de la Sección de Microscopía y Bacteriología del Instituto de Higiene, un trabajo sobre “Investigación del bacilo de Eberth en las deposiciones de un enfermo de fiebre tifoidea12.
A comienzos de 1896, regresó a Chile el doctor Alejandro del Río después de haber permanecido tres años en Alemania con Pettenkofer y Ruhner, en el Instituto de Higiene de Munich y Berlín, respectivamente. Günther fue su profesor de Bacteriología, publicando con él su primer trabajo “Sobre algunos bacterios del agua que en las placas semejan al bacilo de Eberth”.
A fines de 1895, el Consejo Superior de Higiene lo había nombrado jefe de la Sección de Microscopía y Bacteriología en reemplazo del doctor Aureliano Oyarzún y la Facultad de Medicina, profesor de Bacteriología. A poco de hacerse cargo, el doctor del Río instaló los servicios de diagnóstico de la difteria y preparación de la vacuna antirrábica. En diciembre de 1896, fue designado Director del Instituto al renunciar el doctor Puga Borne. A comienzo del año 1897, organizó el servicio gratuito de diagnóstico serológico de la fiebre tifoidea, siendo nuestro Instituto de Higiene, el primero en el mundo que lo estableció de esta forma.
No obstante todo ello, el olvido del tifus exantemático hizo que siempre ambas enfermedades se confundieran bajo la denominación de fiebre tifoidea.
La epidemia de tifus exantemático de 1918 vino a poner término a este problema y puso de relieve el por qué los médicos de entonces no tenían confianza en la reacción de Widal, que tantos resultados negativos se producían en casos que ellos estimaban típicamente de fiebre tifoidea13.
La utilización del cloranfenicol, en el tratamiento de la fiebre tifoidea y paratifoidea, a partir del año 1950, constituyó un hecho de suma importancia, ya que por primera vez se consiguió una terapia eficaz para estas enfermedades infecciosas, obteniéndose la normalización del cuadro febril, dentro de un lapso inferior a una semana, con mejoría notable de otras manifestaciones de estas infecciones14.
Poco tiempo después se introdujo en el tratamiento de las formas más graves, en que el compromiso del sistema nervioso (“toxemia”) era muy importante, la cortisona y posteriormente la prednisolona, durante cuatro días obteniéndose resultados espectaculares en el tratamiento de estas formas clínicas, manteniéndose, por supuesto, la terapia con cloranfenicol durante dos semanas15.
La cifra de mortalidad, cuyo registro oficial más antiguo corresponde a 1903, fue de 46,9 por 100.000 habitantes, aumentando a más del doble entre 1906 y 1909, aunque es muy posible que dichos valores estén abultados debido a la confusión con el tifus exantemático. A partir de 1932, la mortalidad por fiebre tifoidea bajó a un dígito, con algún aumento en los años de la década de 1940. A partir de 1950 se observó un descenso importante, que se explicaría por la introducción del cloranfenicol en el tratamiento específico de la enfermedad. En el período comprendido entre el 1 de octubre de 1956 y el 30 de junio de 1957, se produjeron en la provincia de Santiago 2.812 casos y 32 defunciones, lo que representó tasas de morbilidad y de mortalidad por 100.000 habitantes de hasta 130,3 y 1,6; respectivamente.
Una vez distinguida la fiebre tifoidea, en la primera mitad del siglo XIX, fue posible descubrir su comportamiento, caracterizado por un alto nivel de endemia, de preferencia en zonas urbanas, con alzas estivales y ciclos epidémicos. De la historia contemporánea de la fiebre tifoidea, destaca la gran epidemia de 1976-1985, asociada al brusco deterioro socio-económico y ambiental con la abrupta caída de la enfermedad en 1992, consignándose en el año 2010, en el Hospital de Enfermedades Infecciosas Prof. Dr. Lucio Córdova, solo cinco enfermos y ninguno en los años siguientes. Este último fenómeno fue el resultado del carácter cuasi-experimental de las intervenciones de salud pública y educación sanitaria, realizadas en el año 1992, para evitar la epidemia de cólera que estaba extendiéndose en el Perú.
Podríamos decir que, si bien la hipótesis de la contaminación ambiental, como el factor clave de la persistencia de la fiebre tifoidea, desde el reconocimiento de la enfermedad en 1894, sólo se abordó de manera eficaz y tal vez definitiva casi 100 años más tarde16,17.