1. INTRODUCCIÓN
El término salvación alude a una condición distintiva del ser humano. En efecto, “salvación entendida como realización o logro de los dinamismos inherentes al hombre es, en el fondo, el nervio de cualquier empresa humana. Es la expresión de un hombre definido como vocación de plenitud” 1 . De hecho, la cultura humana –desde la elaboración del mito de Prometeo– podría interpretarse como el fruto del esfuerzo legítimo y permanente llevado a cabo por el hombre para lograr la realización de su más decisivo e insoslayable deseo, vivir feliz. La propia vicisitud histórica de la cultura da testimonio de que solo se puede calificar como auténticamente antropológica aquella iniciativa o empresa encaminada a la consecución de una vida feliz que vincule, sin solución de continuidad, los dos órdenes que dinamizan el progreso de la existencia humana en su distintiva naturaleza personal: la liberación de sus necesidades, carencias y negaciones… en orden al logro de la integridad de su esencia.
En este sentido, la soteriología cristiana se cuenta entre los factores que contribuyen a la realización del deseo humano de felicidad, al reconocer y actualizar la profunda responsabilidad que contrae la revelación de Dios con el nexo entre ambos órdenes antropológicos (vulnerabilidad y esperanza de plenitud) en la existencia personal de Jesucristo 2 . No en vano, el testimonio apostólico identifica a Jesús como Salvador:
[Porque] no se ha limitado a mostrarnos el camino para encontrar a Dios, un camino que podríamos seguir por nuestra cuenta, obedeciendo sus palabras e imitando su ejemplo. Cristo, más bien, para abrirnos la puerta de la liberación, se ha convertido él mismo en el camino: “Yo soy el camino” (Jn 14,6) 3 .
Así pues, es en el “realismo inaudito” 4 de la existencia histórica de la persona del Hijo donde la confesión de la fe advierte el triple horizonte hermenéutico que permite comprender desde el seno mismo de la búsqueda humana la respuesta salvadora de Dios: ofrecimiento de comunión con la vida divina (horizonte trinitario), mediante el paso o pascua por una experiencia de la humanitas (horizonte cristológico) en la que todo hombre puede reconocer y dar razón de sus inquietudes más radicales iuxta propria principia (horizonte antropológico) 5 . Pues las interrogaciones con que la existencia del hombre visibiliza esas inquietudes radicales –¿quién soy?, ¿cuál es mi origen?, ¿para qué existo?, ¿cómo puedo ser feliz?, ¿habita en mi un destino-finalidad ulterior más allá de mi meta-final evidente?– no eluden la paradoja que confirma el bien último de su singularidad personal: poder ser más en y mediante la relación constitutiva con la facticidad de su naturaleza y su coda de fragilidad.
Creo que la pregunta que se formula Francis Fukuyama, al censurar la visión refractaria de la teoría transhumanista hacia el valor de sentido de la vulnerabilidad humana, puede considerarse igualmente una interrogante que propone la fe cristiana a la experiencia humana y a la conciencia colectiva del siglo xxi: “¿Comprende realmente cuáles son los bienes humanos últimos?” 6 Pues bien, el propósito de esta investigación es el de ofrecer una aproximación teológica a ese triple horizonte hermenéutico que funda la comprensión cristiana de los bienes humanos últimos. En concreto, la reflexión tiene esta estructura: en primer lugar, vamos a caracterizar la actualidad de la pregunta del hombre por su salvación, haciendo una referencia crítica al camino trazado por el proyecto del transhumanismo hacia el “hombre nuevo”; en segundo lugar centraremos la mirada en la trascendencia soteriológica del cristianismo para el progreso de la cultura humana, al contemplar la “naturaleza personal” (vg. el afán de integridad) que, según la revelación, determina tanto la búsqueda humana como la donación divina; finalmente, fijaremos nuestra atención en la mediación cristológica que permite a la fe iluminar de parte de Dios la ruta antropológica hacia una vida salvada.
2. ¿SALVADOS POR EL OCASO DE LA VULNERABILIDAD HUMANA?
Uno de los signos que anuncia hoy un verdadero cambio de rumbo en la inquietud del hombre por alcanzar un estado de bienestar definitivo, reside en el compromiso de los saberes científicos, no ya solo con el conocimiento, sino también con “la conversión del ser humano mismo en objeto de producción, o sea, de modificaciones conscientes e intencionales” 7 . En la novela utópica escrita por Francis Bacon en 1626 podemos encontrar un anticipo de esta operación. El autor imagina en su relato una civilización perdida que acaba de ser descubierta, y persigue la meta de lograr una sociedad más justa y feliz mediante el desarrollo de una ciencia aplicada que permita el control de toda la naturaleza. Bajo la denominación “Orden de la Casa de Salomón”, Bacon identifica la institución de enseñanza e investigación que está al frente de tal proyecto, con el siguiente objetivo: “La finalidad de nuestra fundación es el conocimiento de las causas y el dinamismo secreto de todas las cosas; la ampliación de las fronteras del imperio de la humanidad, hasta lograr la realización de todo aquello que sea posible” 8 . Un poco más adelante se concretan los medios que permitirían alcanzar tal propósito:
La prolongación de la vida. La restitución de la juventud en cierto grado. El retraso del envejecimiento. La curación de enfermedades consideradas como incurables. La mitigación del dolor. Purgas más fáciles y menos repugnantes. El aumento de la fuerza y la actividad. El aumento de la capacidad para sufrir tortura o dolor. La alteración de la tez, la gordura y la delgadez. El cambio de estatura. La alteración de caracteres. El aumento y elevación de los aspectos intelectuales. Implantación de cuerpos dentro de otros cuerpos. Fabricación de nuevas especies. Trasplantes de una especie a otra 9 .
En estas previsiones podría reconocerse a los teóricos del “proyecto transhumanista” pues este asume, entre otros, el objetivo de lograr que el ser humano supere –mediante una constante sinergia entre investigación científica comprehensiva e innovación tecnológica– no solo las limitaciones (fisiológicas y senso-cognitivas) que condicionan su constitución filogenética, sino la caducidad biológica que amenaza últimamente su propia supervivencia.
Es preciso recordar que existe, en la actualidad, un amplio debate académico en torno a los dos principales planteamientos –de tipo teórico y metodológico– que postulan en la actualidad el advenimiento de una humanidad “nueva”: transhumanismo y posthumanismo. El “transhumanismo” alude al proyecto civilizatorio que prevé renovar y mejorar sin pausa, en un futuro próximo, la vida del hombre en todas y cada una de sus dimensiones fundamentales. Para ello fija su atención fundamentalmente en la creciente evolución de la tecnología y su enorme potencial, para revertir las limitaciones inherentes a la biología humana y, en particular, para redimensionar sus capacidades latentes y aun no plenamente desarrolladas: físicas, psico-cognitivas, intelectivas, morales, socio-políticas, etc. El propósito final es lograr un estado de bienestar inédito (físico, anímico, social, moral, ambiental…) en la historia de la humanidad. En cambio, si bien persigue la misma meta, la denominación “posthumanismo” empieza a perfilarse como más apropiada a aquella teoría que prevé un mejor futuro para la humanidad mediante una redefinición filosófica de la espiritualidad humana, partiendo de la importancia que tienen para su comprensión las alteridades olvidadas o negadas por el humanismo antropocéntrico de cuño cartesiano: ya se trate de condiciones humanas (entre otras, las relacionadas con la corporeidad y su condición afectivo-sexual, la feminidad, la raza, la etnia, la cultura religiosa, etc.) o de las no-humanas que representan el animal y la máquina frente a cualquier prejuicio tecnofóbico o etológico. Por tanto, si el “proyecto transhumanista” se vale de instrumentos tecnológicos para caminar hacia un posthombre desde la liberación de las principales limitaciones psico-físicas de la vida humana, el “proyecto posthumanista” se vale fundamentalmente de instrumentos hermenéuticos para pronosticar un posthombre a partir de la superación de todo mito ontológico que condicione la experiencia humana 10 .
Nick Bostrom, director del Future Humanity Institute de la Universidad de Oxford, es uno de los académicos más reconocidos hoy en la articulación del transhumanismo como proyecto de investigación que, desde diversas instancias (científicas, epistemológicas, éticas y socio-políticas) considera muy de cerca la posibilidad real de que la revolución tecnológica traiga consigo el nacimiento de una “nueva” y “dichosa” humanidad 11 . En el “Manifiesto” con que concluye su History of Transhumanist Thought , escribe: “Los transhumanistas abogamos por el derecho moral de todos aquellos que deseen utilizar la tecnología para ampliar sus capacidades mentales y físicas (incluidas las reproductivas), y lograr así un mejor control sobre sus propias vidas. Buscamos el crecimiento personal más allá de nuestras actuales limitaciones biológicas” 12 . Bostrom reconoce en otro lugar 13 que la vulnerabilidad, la dependencia y las limitaciones biológicas (que hasta ahora hemos creído inevitables y necesarias) contribuyen ciertamente al desarrollo humano en su calidad de “motivaciones extrínsecas” ( extrinsic spurs ) para el conocimiento de las propias capacidades emocionales. No obstante, continua el autor, un mejor manejo o remodelación radical de las causas de la vulnerabilidad fisiológica no tendría por qué impedir o condicionar negativamente el progreso moral y espiritual de la vida humana 14 .
En efecto, en el “Manifiesto” al que hemos aludido, el filósofo afirma que el objetivo de ir más allá de toda limitación biológica es el “crecimiento personal” ( personal growth ) del hombre, en otras palabras, el logro de sí en la integridad de su naturaleza. Pero este sería el sentido de la expresión si asumiésemos que contempla el término “persona” en sintonía con su significado en la tradición filosófico-teológica y jurídica de Occidente: el reconocimiento de que la ontología subjetiva es fruto de la relación, de un dinamismo de ser en y con lo otro (en alusión a todo el rango de la alteridad humana: lo corpóreo, lo social, lo mundano, lo histórico-temporal…) que es intrínseco al sujeto, y no de una posición continuamente negociable, destinada a superarse en el acto mismo de representarse su existencia. Estando en línea con este último sentido, el transhumanismo plantea que el desarrollo de la ciencia y sus aplicaciones podrá llegar a desafiar la pertenencia nativa de la dialógica (entendida como fuente de un continuum de vulnerabilidad) a la identidad humana, mediante la expansión de la capacidad que esta posee para la interpretación simbólica y la intervención fáctica sobre la propia constitución psico-material: en suma, sobre el conjunto del entorno o biosfera 15 .
No es difícil constatar que esto nos podrá facilitar vivir la vida que queremos vivir, empero no la vida que hemos de vivir 16 . Esta empresa plantea una serie de interrogantes que no se pueden pasar por alto: ¿qué consecuencias tiene vivir la vida que quiero a costa de transmutar el orden y sentido de la relación con la objetividad que es constitutiva de lo que soy y de quién puedo ser? ¿Realmente basta con dejar atrás ciertos rasgos de mi condición biológica (genotípicos y neuronales), expandir mi experiencia cognitiva y proponer nuevos parámetros de decisión y valoración sobre el entorno… para aspirar a una mayor comprensión y expansión auténticamente humana de mi constitución? 17 ¿Acaso la pasión bienintencionada que despiertan hoy las bio y las neurotecnologías no tiende a sobreponerse al hecho de que sean sus promesas las que decidan la agenda del trabajo científico, sin que este se detenga apenas a considerar el significado ontológico (“por qué”) de sus artefactos técnicos (“cómo”) y, por tanto, el valor-guía de la episteme en cuanto atención a la verdad de lo conocido? 18 Y, en lo que respecta a nuestro interés: ¿acaso no es la del transhumanismo una visión de la física del mundo futuro que opera ya en el imaginario colectivo como una verdadera escatología de sustitución del “cielo nuevo y la tierra nueva” (Ap 21,1) confiada hasta ahora a la esperanza cristiana? 19
La respuesta a tantos interrogantes no puede ser simple. Cabe reconocer que en este tiempo de hipermodernidad –en que la abundancia técnica tiende a difuminar el valor proyectivo que posee el precario escenario de lo real para la existencia humana– discernir qué significa vivir la vida que hemos de vivir comienza con el imperativo de “procurarse claridad sobre nuestra situación ontológica […] en relación con la estructura fundamental de la realidad” 20 para, a renglón seguido, reavivar el debate sobre el campo de sentido concreto que emerge de la sustancia personal humana. Adoptando ahora el punto de vista que concierne a la teología, vamos a aproximarnos a la contribución de la fe cristiana a este esfuerzo.
3. LA RESPONSABILIDAD DE LA FE ANTE LA PREGUNTA DEL HOMBRE POR SU SALVACIÓN
3.1. El cristianismo y la integridad de lo humano
El encuentro con el otro semejante, la experiencia de estar en el mundo-entorno que discurre en el tiempo y el presentimiento de un absoluto de sentido, son los puntos cardinales en cuya encrucijada late el carácter específico de la naturaleza humana como instancia subjetiva, como acontecer viviente cuya deferencia hacia lo real con-forma su constitución sustantiva como posibilidad de ser y, en suma, de lograrse en esa actualidad siempre distante (y dolorosa) que se conforma entre la conciencia de sí y la determinación de lo otro 21 .
En las diversas etapas del desarrollo humano, cada uno de estos tres ejes (convivencia, experiencia mundana y deseo de absoluto) ha adquirido más o menos notoriedad dada la constante dialéctica antropológica entre “el punto de vista trascendental, según el cual la naturaleza se halla bajo las condiciones de la conciencia, y el punto de vista empírico objetivo, de acuerdo con que el desarrollo del espíritu se halla bajo las condiciones de la naturaleza entera” 22 . De hecho, ciertas sociedades humanas se han inclinado a concebir la realización de ese instinto distintivo de la vida humana (o posibilidad de lograr-se) como prosperidad material, es decir, como resultado confiado a la fuerza de trabajo y las posibilidades del ingenio técnico; otras, en cambio, lo han sentido como fruto del esplendor espiritual, de la reflexión filosófica y la organización socio-política; finalmente, algunas culturas han abundado en el cultivo de la dimensión religiosa de la existencia para ahondar en aquella posibilidad de ser más como nobleza trascendente. Pero lo cierto es que nunca se han presentado en sí como alternativas excluyentes pues, no en vano, responden a las tres dimensiones constitutivas de la naturaleza humana: corporeidad, espiritualidad y trascendencia 23 .
De modo que si el cristianismo es un factor esencial de cultura humana es porque ha contribuido decididamente a mantener y profundizar en la interrelación de esas dinámicas esenciales que alientan la posibilidad de logro (y el riesgo de malogro) del ser humano; a saber, como proceso de naturalización (porque es estancia mundana), como afán de humanización (porque es distancia consciente) o como búsqueda de divinización (porque es instancia de vitalidad trascendente). En efecto, la experiencia creyente de la naturaleza del mundo como don ( creatio ), de la vida humana como proyecto de plenitud ( imago ) y del ser divino como fundamento y sostén personal de toda existencia ( caritas ), ha contribuido a adscribir la realización de la humanitas a la relación entre el pulso de sus condiciones y la verdad de un sentido último.
Así pues, y aunque haya sido entre luces y sombras, el cristianismo nunca ha entendido que la comprensión y realización de esa ultimidad de sentido a que aspira la existencia humana sea el fruto –según propone Hegel– de que la auto-conciencia del hombre haya tocado el límite de su vacuidad para alzar así los ojos al cielo y someterse a una “conciencia absoluta” en quien poder proyectar el reverso de su propia impotencia 24 ; sino que responde más bien a un ejercicio de acogida y discernimiento de la hondura del conjunto de la realidad, a través de la escucha de aquella voz de lo inefable que acontece como la vocación que orienta lo real 25 .
La experiencia y el lenguaje de la revelación judeo-cristiana condensa la escucha de lo inefable ( religatio ) en una fuente de vida que interactúa con el mundo y dialoga con el hombre 26 . Dios es aquella instancia originaria de vitalidad que, siendo la realidad-Otra, da de sí libre y gratuitamente ( caritas ) la existencia del mundo en el orden de una inmanencia inconforme ( creatio ), y alienta la manifestación más vibrante de la misma como conciencia de un infinito posible ( imago ). En el seno de la piedad monoteísta que caracteriza la tradición religiosa del judaísmo del segundo templo, la confesión apostólica reconoce en la persona de Jesucristo el acontecer sin restricción alguna de esa realidad-Otra que, por tanto, no es fruto de la sofisticación del genio humano y su praxis histórica, sino de un acto de pura donación ( resurrectio ) en comunión con la dignidad del mundo y la espiritualidad de la carne (Hch 17,22-31) 27 .
En esta confesión apostólica radica el sentido de la teología cristiana como quehacer de razón, cuya episteme (o atención a la forma en que se revela la verdad divina) y techné (o finura de conciencia sobre el ascendente ontológico de los medios para expresarla y comunicarla) alumbra una comprensión de la salvación del hombre fiel al relato de la revelación personal de Dios y la realización efectiva de la misma –“llegada la plenitud del tiempo” (Ga 4,4)– como unidad de sentido en que convergen los fundamentos esenciales de la naturaleza humana de la que Dios es creador: corporeidad y espiritualidad.
Pues bien, profundizando en la dirección de plenitud que señala la revelación cristológica para el conjunto de la realidad y, particularmente, para el ser humano (1 Co 15,28), la fe pensada siempre ha invertido un enorme esfuerzo metodológico en la escucha de la Palabra hecha carne para que ningún instrumento filosófico comprometiese o simplificase la mirada histórico-salvífica de Dios sobre la singularidad humana: bien reduciendo su anhelo de ser a pura determinación de ontología natural, bien condicionándola en su verdad mediante un ejercicio de selección sobrenatural. Veamos brevemente, a modo de ejemplo, el reflejo de este esfuerzo en el estilo teológico de una piedra miliar del intelecto cristiano como es Agustín de Hipona.
3.2. Soteriología teológica y antropología
Si bien Agustín establece un vínculo muy íntimo entre la revelación de Dios como “yo soy” (Ex 3,14) y la concepción griega de lo divino como “ser-en-sí” (caracterizado como eterno e inmutable), se trata no obstante de un nexo que está soteriológicamente determinado. En el libro v de su De Trinitate Agustín construye lo que parece una definición puramente filosófica de Dios:
Dios es, sin duda, substancia, y si el nombre es más propio, esencia; en griego ousía . Sabiduría viene del verbo saber; ciencia, del verbo scire , y esencia, de ser. Y ¿quién con más propiedad es que aquel que dijo a su siervo Moisés: Yo soy el que soy; dirás a los hijos de Israel: el que es me envía a vosotros ? Todas las demás substancias o esencias son susceptibles de accidentes, y cualquier mutación, grande o pequeña, se realiza con su concurso; pero en Dios no cabe hablar de accidentes; y, por ende, solo existe una substancia o esencia inconmutable, que es Dios, a quien con suma verdad conviene el ser [ ipsum esse ], de donde se deriva la palabra esencia 28 .
Y pareciera que es esta definición metafísica la que condiciona finalmente que sea Dios la única causa de la salvación del hombre y el mundo cuando, justo a continuación, el teólogo se refiere a la diferencia entre la inmutabilidad del ser divino y el cambio que afecta a la identidad del resto de seres: “Todo cuanto se muda no conserva el ser; y cuanto es susceptible de mutación, aunque no varíe, puede ser lo que antes no era; y, en consecuencia, solo aquel que no cambia ni puede cambiar es, sin escrúpulo, verdaderamente el Ser”.
Ahora bien, leída en el conjunto del pensamiento-experiencia de Agustín, es posible apreciar cómo la definición de Dios no procede tan solo de una mirada a la distancia objetiva entre dos espacios de ser (y poder) que son inconmensurables, sino a la relación interior entre ambos (en clave de vocación-gracia y respuesta-fe) que se sustenta en la veneración de Dios como verdad en sí ( qui vere veritas es ) 29 , empero en cuanto habita en mí ( Tu autem eras interior intimo meo et superior summo meo ) 30 . Es lo que se desprende, entre otros ejemplos que podrían citarse, de un paso de las Confesiones en que Agustín plantea, con el auxilio de la Escritura, que la fuente de toda metafísica no reside en una simple constatación del carácter perecedero de lo real en sus diversas alturas y grados de dolorosa finitud. Por el contrario, radica en la revelación de la faz divina que no rehúye en su palabra (“tu Verbo”) la diferencia del otro, y la señala como lugar de sí mismo:
“¡Oh Dios de las virtudes!, conviértenos y muéstranos tu faz y seremos salvos” [Sal 79,4]. Porque, a donde quiera que se vuelva el alma del hombre y se apoye fuera de ti, hallará siempre dolor, aunque se apoye en las hermosuras que están fuera de ti y fuera de ellas, las cuales, sin embargo, no serían nada si no estuvieran en ti. Nacen estas y mueren, y naciendo comienzan a ser, y crecen para llegar a perfección, y ya perfectas, comienzan a envejecer y perecen. Y aunque no todas las cosas envejecen, mas todas perecen. Luego cuando nacen y tienden a ser, cuanta más prisa se dan por ser, tanta más prisa se dan a no ser. Tal es su condición […] El sentido de la carne […] no basta para detener el curso de las cosas desde el principio que les es debido, hasta el fin que se les ha señalado. Porque en tu Verbo, por quien fueron creadas, oyen allí: “Desde aquí [...] y hasta aquí” 31 .
Ya sea que la interpretemos como característica universal de la existencia humana o, de manera más restringida, como una confesión de vida en quienes experimentan un despertar religioso (tal vez como el efecto de una gracia divina especial), lo cierto es que “la mismidad inquieta” que caracteriza la antropología de Agustín ( Fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te ) 32 en rigor no se debe tan solo al reflejo en la conciencia humana de la distancia “inquietante” que se puede percibir entre los planos del ser 33 , sino a la auto-donación gratuita (al otro) del fundamento de todo ser, el Dios de Jesucristo ( Salus tua ego sum ) 34 . Y es precisamente en la persona de Hijo, muerto y resucitado, donde la plenitud que busca el hombre revela su entraña teológica como liberación de toda servidumbre mortal que oscurece su pertenencia original (de filiación adoptiva) a la vida divina (Rm 8,15-16) 35 . De modo que la plenitud del hombre no consiste en ser inmortal al margen de las condiciones de la existencia: lo que busca es asumir la distancia del presente entre esencia y existencia como vocación de un sentido verdadero y definitivo, de “una esperanza […] que todavía no ha encontrado su argumento” 36 . Así se expresa Agustín sobre la singularidad cristológica de nuestra salvación:
Por naturaleza solo hay un Hijo de Dios que, por su bondad, se hizo por nosotros hijo del hombre, a fin de que nosotros, hijos del hombre por naturaleza, nos tornáramos en hijos de Dios por gracia por su mediación. Él, siempre inmutable, vistió nuestra naturaleza para salvarnos, y asido a su divinidad, se hizo particionero de nuestra debilidad con el fin de que nosotros, cambiados en mejores, perdamos lo que tenemos de pecadores y de mortales, participando de su inmortalidad y de su justicia, y conservemos lo bueno que ha hecho en nuestra naturaleza, en la plenitud de su bondad 37 .
4. JESUCRISTO O LA REALIZACIÓN DIVINA DE LA PLENITUD HUMANA
Cuando la teología del siglo xx ha vuelto a recordar que la “Trinidad económica es la Trinidad inmanente, y a la inversa” 38 , tiene muy presente que el principio que origina y rige toda la racionalidad teológica de y sobre la doctrina cristiana es la confesión evangélica en la identidad divina del hombre Jesús: su pre-existencia (Jn 1,1-2.14.18; 8,56; Col 1,17; Hb 1,3; 7,3; Ap 22,13, etc.) y su pro-existencia (Jn 6,51; Mc 10,45; Lc 22,19-20; 2 Co 5,14.18.21; Hb 2,9, etc.) 39 . La reflexión crítica suscitada en la teología contemporánea en torno al recto sentido en que puede afirmarse ese “y a la inversa” considerando la dinámica histórico-salvífica de la revelación divina 40 , confirma que es aquí donde todo intento teológico de comprender ha de pasar entre su Escila y Caribdis: dar razón (y esto no se nos debe olvidar) a la luz del testimonio apostólico, de la no heterogeneidad absoluta entre el Dios que es en sí ( teo -drama) y el Dios que se comunica y actúa en el tiempo y el espacio (teo- drama ).
La fuerte sospecha que una parte de la filosofía contemporánea mantiene hacia la justificación onto-teológica de la diferencia entre inmanencia y trascendencia 41 , ha radicalizado la necesidad de que la teología vuelva a interrogarse sobre esa diferencia considerando la singularidad de su mirada (fuentes y método): ¿cómo se puede decir que el acontecimiento de Dios entre nosotros es el acontecimiento de Dios en sí mismo? ¿Cómo puede radicar en verdad la passio Christi (devenir, Hijo del hombre nacido en el tiempo) en el seno del Esse subsistens (ser, Logos eternamente engendrado en el seno del Padre) si este, según la metafísica clásica (y cristiana), goza de inmunidad frente a la tragedia del tiempo? ¿Cómo puede ser el de Jesucristo, en suma, un acontecer auténticamente soteriológico: la verdadera primicia de la plenitud humana?
A ojos de Ludwig Feuerbach, ha sido el afán filosófico de pureza el que ha impedido al cristianismo dar razón teológica de la pasión del impasible: “Cuando Dios como actus purus es el dios de la filosofía, entonces Cristo, el dios de los cristianos, es la passio pura , el pensamiento metafísico más elevado, el être suprême [esencia suprema] del corazón” 42 . En rigor, una entidad cuya constitución sea “exquisitamente pura” jamás conoce nada que no sea a sí misma, jamás sale de sí, no concita en sí disposición alguna a poner-se en ningún otro lugar, ni en el lugar de ningún otro. En cambio, la confesión apostólica de la encarnación de Dios en Cristo visibiliza que la constitución del ser divino se define como acto amoroso, no como acto puro (1 Jn 4,8). Y, como tal, como mismidad para la alteridad, como pureza que se hace impura con el mundo impuro (“la lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio […] de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios” [Mc 1,40-45]) 43 .
Probemos a iluminar mediante un par de motivos evangélicos cómo connota la confesión apostólica a la luz de la encarnación que, en su anhelo de plenitud, la humanidad no debe esperar sino el cumplimiento de lo iniciado, anunciado y realizado en la relación paterno-filial entre Jesús y Dios; la misma relación que el Símbolo de fe de Nicea reconoce en su alcance ontológico como “identidad sustancial” 44 .
4.1. El anuncio del Reino escatológico
La novedad que colma de una autoridad inesperada y admirable la persona y la predicación de Jesús (Mc 1,22) consiste en el anuncio de la llegada del tiempo último: el tiempo del reino escatológico de Dios. En rigor, no es un anuncio nuevo en el contexto espiritual en que Jesús actúa (cf. Za 14,9-10), pero sí se trata de un anuncio que, a la luz de la expresión y la vivencia personal de Jesús, decepciona a todo aquel que equipara el reino a una irrupción imparable e incontestable del poder divino ante todo aquello que contradice su voluntad (“nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel” [Lc 24,21]). En efecto, Jesús anuncia la inminencia de un tiempo impostergable –pues propicia la máxima realización del don de la vida concedido por Dios al mundo y al hombre– cuya llegada, sin embargo, se prolonga misteriosamente (Lc 21,8-9). De hecho, a la vez que Jesús anuncia que “se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios” (Mc 1,15), enseña a invocarlo en el tiempo: “venga a nosotros tu reino” (Mt 6,10); afirma que el tiempo de la espera ha llegado a su fin y, a la par, exige una vigilancia continua en el tiempo (“velad porque no sabéis el día ni la hora” [Mt 25,13]). En suma, Jesús anuncia un tiempo cuya irrupción definitiva desconoce (Mc 13,32). Todo esto guarda relación con la calidad escatológica del reino, y sobre todo con el altísimo sentido que el mismo Jesús tiene de la trascendencia divina. Él vive de la voluntad de Dios (Mc 14,36: “no sea como yo quiero, sino como tú quieres”). Es más, quien trate de apartarlo de ella se define como diabólico o abso-lutamente contrario a esa sintonía suya con el deseo de Dios (Mc 8,33). La experiencia que hace del Dios cuyo reino anuncia, es la de aquel que responde a la propia generosidad donante: a todos los jornaleros de la viña se les da la misma paga (Mt 20,1-15); no es el fariseo sino el publicano quien vuelve a su casa justificado (Lc 18,9-14). Jesús muestra a otros y vive en sí mismo que solo la fe (confianza-fidelidad) tiene algún ascendente sobre la voluntad divina (Mt 17,20).
Más en concreto, proclama que el don de Dios actúa como tal (¡para salvar!) en el cruce de su omnipotencia misericordiosa con la confianza filial de quien se dirige a él (Mc 11, 22-24) 45 . La palabra y la acción de Jesús dan cuenta de una experiencia de Dios cuya realidad se define como tensión constante entre una trascendencia inalcanzable y una cercanía misericordiosa. El anuncio del Reino escatológico, corazón de la Buena Noticia, refleja esta paradoja claramente. Para él, la decisión de Dios de manifestar definitivamente su gloria y juzgarlo todo con severidad, es inminente e inapelable (“en verdad os digo que algunos de los aquí presentes no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios en toda su potencia” [Mc 9, 1]). No obstante, frente a la súplica de sus hijos, el Dios trascendente y absoluto cuya voluntad escucha y sigue Jesús, solo se deja llevar por la ternura de su misericordia (Mc 1,40-42). De modo que, incluso, el tiempo del juicio puede quedar diferido como queda patente, por ejemplo, en la parábola de la higuera (Lc 13,6-9), cuyo sentido comenta Joachim Jeremias:
Jesús tiene en cuenta la posibilidad de que Dios rescinda su propia voluntad santa. Estas palabras son de lo más pujante que haya dicho Jesús. Dios ordenó el curso de la historia y fijó la hora del juicio. La medida del pecado está colmada. El juicio es ya exigible. Pero la voluntad de Dios no es inmutable. El Padre de Jesús no es el Dios inamovible, inmutable, el Dios que, en última instancia, solo puede describirse por medio de negaciones, el Dios a quien es absurdo orar. No. Sino que es un Dios clemente, que escucha las oraciones y las intercesiones (Lc 13,8s; 22,31s), y que, con su misericordia, es capaz de rescindir las decisiones de su propia voluntad santa. Por encima de la santidad de Dios, Jesús coloca la gracia de Dios, la gracia que abrevia a los suyos el tiempo de las calamidades y que prolonga a los incrédulos el plazo de penitencia. Toda la existencia humana, en su constante amenaza bajo la catástrofe, vive del plazo de gracia: “¡Déjala por este año todavía... por si da fruto en adelante!” (Lc 13,8s) 46 .
Esta paradoja de que en Dios la gracia (donación amorosa) sobrepuja la santidad (distancia de ser) da razón, por ejemplo, de la singularidad del trato que Jesús dispensa a la humanidad pecadora 47 ; pero sobre todo, apunta a la constitución humano-divina de su propio ser personal. Jesús da a entender que conoce desde dentro (no de oídas) la lógica de Dios (Jn 8,38; 12,49; 15,15). A esto responde la inquietud de sus interlocutores por su identidad: “¿Quién es éste?” (Mt 8,27). Interrogante reforzado con el que formula el propio Jesús: “¿Quién decís que soy yo?” (Mt 16,15). De hecho, puede decirse que Jesús no anuncia la llegada del Reino con una actitud meramente profética, en cuanto objeto independiente del cual él mismo queda finalmente al margen. Estando junto a él se intuye que Jesús no solo habla de Dios, sino que se percibe con claridad creciente su propia persona como el lugar concreto en que Dios (el reino) irrumpe en la historia. “El reino es el concepto central de la predicación de Jesús, y su propia persona, la mediadora de su potencia salvífica, primero con su actividad (mensaje, milagros) y luego con su pasividad (pasión sufrida desde los hombres y por los hombres; resurrección por Dios)” 48 .
Su modo de ser, escuchar, hablar, orar, perdonar, curar, llamar, recriminar… dice que es en él y por él donde y como Dios reina, su persona es el hoy de la salvación del Padre. Así pues, Jesús defiende su conciencia mesiánica ante la expectativa de sus interlocutores, manifestando que el tiempo escatológico tiene en su existencia singular una concentración que da sentido nuevo a toda la historia en cuanto radica en una convicción íntima, francamente única y radical: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30).
4.2. La relación entre el Padre y el Hijo
En efecto, entre las señales de la vida pública que permiten a los apóstoles vislumbrar –la plenitud de visión vendrá tras el estallido de luz de la resurrección– la vinculación esencial de la identidad de Jesús a Dios, se encuentra el modo en que se dirige a Él llamándolo Abba . El citado Jeremias ha puesto en evidencia cómo dicha expresión constituye una singular novedad en el marco de la literatura religiosa de Israel. La solemnidad que rige en la espiritualidad hebrea el diálogo con Dios no permite emplear un término coloquial, en este caso el que solía emplear el infante para dirigirse a sus progenitores. Sin embargo, Jesús emplea esta expresión con total naturalidad. Y, aunque sólo pueda atestiguarse en el Evangelio en su forma aramea en una sola ocasión –en la escena de Getsemaní (Mc 14,36)– parece apuntar a una expresión usual de Jesús en su diálogo con el Padre 49 .
Aunque la biografía interior de Jesús es, como la de todo hombre, un secreto, y solo tenemos noticia de ella gracias a los que vivieron en su cercanía y recibieron sus confidencias, “no cabe duda de que la invocación aramea representa al menos un desarrollo típico y original de Jesús, asumido después por el cristianismo, que expresa la conciencia de una particular filiación que da origen a un modo de orar a Dios distinto al del judaísmo de su tiempo” 50 . Abba encierra las notas de intimidad, confianza y amor que Jesús convierte en el fundamento de una relación filial, y que propone a su vez como programa de vida a todos los que le escuchan. Él pone al hombre ante la mirada del Padre como verdadero criterio de lo que busca real y últimamente: “Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6). No obstante, resulta interesante observar cómo el lenguaje del Jesús histórico apunta a la especificidad de su relación con Dios- Abba empleando la calificación “mi Padre” (Mt 11,27) y “vuestro Padre”, dirigida a los dis-cípulos (Lc 11,13). También la expresión “Padre nuestro” se dirige solo a los discípulos, ya que se trata de una oración que les enseña (Mt 6,9) 51 .
Es precisamente el carácter radical –el amor filial– del vínculo entre Jesús y el Padre el auténtico fundamento de la ley que regula la relación entre Dios y el hombre, así como de los hombres entre sí. Porque conoce en verdad al Padre, Jesús se refiere a su identidad perfecta como el horizonte al que aspira toda vida auténticamente filial: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Porque el Padre “hace salir su sol sobre malos y buenos”, el hijo puede amar a su enemigo y orar por quien le persigue (Mt 5,44-45); asegura que el Padre perdona a quien es capaz de perdonar (Mt 6,14); exhorta a una confianza ilimitada en su providencia, porque “ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad” (Mt 6,32); y afirma que la plegaria confiada no cae en el olvido (“pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!” [Mt 7,11]).
Es esta experiencia de filiación –que Jesús muestra en sus expresiones y acciones– la que lleva a los discípulos, tal y como sucede tras la Pascua, a reconocer su realización existencial y su interioridad constitutiva como propiamente divinas (cf. 2 Pe 1,4; 1 Jn 3,1). No cabe duda que los evangelistas dan testimonio de lo que Jesús es, hace y dice atendiendo, al mismo tiempo, a la cohesión de la comunidad a la que pertenecen y sirven. No obstante, esto no significa que haya solución de continuidad entre la relación de Jesús con Dios y su despliegue como núcleo configurador del tiempo apostólico. Joachim Jeremias nota esta vinculación en un dicho reconocible como del propio Jesús ( ipsissima verba Iesu ), recogido por los sinópticos y que, según el autor, podría haber actuado en Juan como fundamento de su propio testimonio y su asimilación actualizada de la pertenencia recíproca entre el Padre e Hijo (Jn 17) 52:
En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10,21-22; cf. Mt 11,25-27).
Los evangelistas suelen dar testimonio de la oración de Jesús como herencia de la piedad israelita y signo de la íntima y misteriosa cercanía de su ser a Dios 53 . No obstante, esta reciprocidad posee aquí una tonalidad afectiva particularmente intensa. Los apóstoles debieron percibir en ciertos momentos de su relación con Jesús esta viveza apasionada de su apertura a la experiencia de Dios como consentimiento a una relación interpersonal entre ambos 54 . En esta oración lucana que hemos citado convergen la intimidad filial de Jesús con la voluntad redentora de Dios (“sí, Padre”), y su sentido de la trascendencia divina al apelar a su fuerza creadora: “Señor del cielo y de la tierra”. La oración está en sintonía con el núcleo de su anuncio de la venida del reino de Dios, y revela el modo en que la singularidad de su relación filial modula a su vez quién es el verdadero destinatario de la misma. Jesús (y, tras él los cristianos, que se sienten ciertamente los destinatarios de la revelación de Dios en Jesús) no sigue la tradición apocalíptica que alaba a Dios por haber manifestado su designio a los sabios (Dn 2,21), sino que prefiere la figura profética de los pequeños (So 3,11-19).
El hecho de que la comunidad cristiana se reconozca en la figura de los “pequeños” –comenta François Bovon– atestigua que ha comprendido la inversión realizada por la revelación divina, ofrecida aquí a Jesús y por Jesús. El mismo Hijo, que dice haberlo recibido todo del Padre (v. 22), es también uno de esos “pequeños”. ¿Acaso no lleva el título de “Hijo”? Sin la conciencia de ser “hijo”, con minúscula, no sería el “Hijo” con mayúscula 55 .
Además, la exégesis reconoce unánimemente que la noción bíblica de conocimiento se refiere a una vinculación experiencial, a una relación de afecto interior, de empatía (más que indicar una inteligencia de tipo noético). El conocimiento de Dios que reivindica Jesús para sí en esta oración en forma de himno apunta sin duda en esta dirección. La experiencia interior del Hijo se reconoce en la diferencia con el Padre, pero también en la reciprocidad marcada por una dinámica de mutuo acercamiento (¡redentor!) del uno hacia el otro. El Padre se complace en el Hijo (Mt 3,17) y el Hijo, a su vez, en la voluntad del Padre (Jn 8,29).
Marcada por la inteligencia y el afecto recíproco, la relación Padre-Hijo es inclusiva: “Cuanto más se conocen más intentan introducir a los otros en el circuito de su mutuo afecto […] Dios mismo es el que aquí se manifiesta” 56 . De modo que, aunque sea difícil de precisar, pues al fin y al cabo se trata de una relación que responde al movimiento interno de una conciencia, la fe de la Iglesia se siente plenamente concernida y se la apropia mediante el recurso al lenguaje ontológico, que es expresión de la propia conciencia humana al intuirse en camino constante hacia la trascendencia 57 . El tenor de los dichos evangélicos sobre la relación de Jesús con Dios-Padre –como ocurre en el himno de júbilo de Jesús que hemos recogido– no hace directamente referencia a la pre-existencia o la divinidad del Hijo, pero en ellos “se sugiere claramente que existe una igualdad de naturaleza entre el Padre y el Hijo, tal y como se desprende tanto de la exclusividad de su relación recíproca, como de la connotación semítico-experiencial del verbo conocer, que implica al mismo tiempo saber y amar” 58 .
El pensador François Laruelle ha criticado con dureza en alguna de sus últimas publicaciones lo que él llama la “figura cristiana” de Cristo, sospechando que el testimonio eclesial sobre la experiencia de Jesús crucificado-resucitado ha dado lugar a un imaginario teológico que niega el valor radical (¡salvífico!) de la inmanencia como destino de la plenitud buscada por el hombre, elaborando un itinerario de simple ascenso para que la meta de sentido se desplace al ámbito de lo absoluto (al que Laruelle califica como el milieu des-orientado par excellence ) 59 . Pero lo cierto es que la experiencia de Jesús revela una compenetración no forzada entre inmanencia y trascendencia: justo cuando la primera se reconoce despojada de cualquier pretensión de absoluto en el instante-límite de su finitud insatisfecha (“¿por qué me has abandonado?” [Mt 27,46]), ahí mismo, la segunda se expresa en toda su radicalidad –¡generosidad ingenua!– como don sin límite (“los amó hasta el extremo” [Jn 13,1]). La relación entre este dolor inconforme y esta donación amorosa que los apóstoles reconocen y confiesan en la vida y resurrección de Cristo, entraña la verdad esencial de la infinitud o trascendencia de Dios: su determinación para cruzar toda frontera de diferencia.
Porque es Trinidad y sale de sí y se da constantemente al otro, el Dios de Jesucristo no es el onto-theos que se sienta en un trono inmóvil para gobernar sobre la totalidad del ser. Es más, la trascendencia divina expone el sentido de su verdadera presencia en el mundo cuando Jesús expresa con mayor radicalidad su sentimiento de orfandad: en la oración de Getsemaní se dan cita, al mismo tiempo, la conciencia de la distancia al Padre con la más pura intimidad filial. Esa co-existencia entre distancia e intimidad en la relación de Jesús con el Padre, asume y supera todo alejamiento pretendidamente absoluto (pecaminoso) de la humanidad respecto de Dios. Al entrar en la región de la muerte –en el abismo de lejanía que enemista a Dios con su creación– y plantar en su seno la semilla de una vida sin muerte, Cristo muestra la disposición inefable del Padre a aventurarse por el Espíritu (del Padre y del Hijo) aun en la máxima distancia de lo no-divino. En esto consiste el ex-ceso de Dios: en no dejar de ser don. Aquí mismo radica para la fe en el Dios de Jesucristo la plenitud que busca la vida humana.
5. CONCLUSIÓN
La fe en Jesucristo ha crecido como pensamiento teológico ahondando en la convicción de que la salvación del hombre no puede ser verdaderamente divina (vg. no puede finalizar su inquietud) si no es total, es decir, si el Hijo no ha asumido nuestra humanidad en todo el rango de su consistencia. De ahí deriva el principio que Gregorio Nacianceno formularía para la posteridad creyente: “ Quod non assumptum non sanatum ” 60 . Y es aquí donde reside el meollo teológico de la pregunta del hombre por su salvación: el hombre salvado por un hombre , el Verbo de Dios hecho carne. La revelación de Dios en Cristo abre la existencia del hombre a pensarse y proyectarse como posibilidad de ser sin límite, porque trata la búsqueda del ser humano como inquietud movilizada por el sentido de sí y no por el miedo a luchar, a padecer o a morir. En las figuras evangélicas del “reino escatológico” y la “relación entre el Padre y el Hijo” se puede apreciar cómo “las realidades humanas, constituidas portadoras de su gracia, por la condescendencia y humildad de Dios, se convierten en signos eficaces de ellas” 61 .
“Para un mundo que cree haber superado en principio todos los poderes negativos y ser capaz por sí mismo de conquistar todos los ideales, ¿qué puede significar la propuesta cristiana de salvación?” 62 Apelando a ella podemos considerar que todo verdadero progreso implica un ejercicio de condescendencia con la entereza de la humanidad real, allí donde esta vislumbra sus alturas y teme sus abismos. La visión transhumanista del futuro humano, a la que hemos aludido en el primer paso de nuestra reflexión, probablemente constituye el proyecto estrella de la cosmovisión contemporánea acerca del progreso que augura la revolución científico-tecnológica a la civilización humana. Lo que la perspectiva teológica pone en cuestión no es ni el objetivo que se marca –tan definitoriamente humano como el de transformar la dolorosa precariedad del vivir– ni la mediación de la ciencia y la tecnología –que son igualmente el fruto legítimo del esfuerzo del hombre por conocerse y conocer la consistencia del mundo–, sino que sea una mirada casi en exclusiva al “espíritu inconforme” de la psicobiología humana –en su continuo proceso de auto-modificación en cada aquí y ahora– la que pueda dar una nueva voz ( logos ) al sentido que el hombre busca a la vista de su identidad específica ( quién ), en el seno de su inmanencia natural ( qué ). ¿No corre de nuevo el hombre el peligro de recluirse en una abstracción de sí mismo (del pensamiento de Descartes al metaverso de Zuckerberg) frente al hacerse y deshacerse de la naturaleza que le hospeda y constituye? 63
El tono con el que el pensador Josep María Esquirol ha conjugado recientemente la trayectoria antropológica de su “filosofía de la proximidad” recuerda en cierto modo la percepción agustiniana de la pregunta del hombre por su salvación, una invitación a pensar la radicalidad de lo humano. Empero este afán de radicalidad no cabe bajo el paraguas del progreso dominado por la paradoja más triste: “¡Aspirar a y confiar en llegar más allá de lo humano y quedarnos cortos en humanidad ! Es decir, perdernos y no advertir que el horizonte más importante no se encuentra más allá –más lejos–, sino más adentro” 64 . Y en el catálogo en que se expone el sentido buscado por el “más adentro” de lo humano figura sin duda alguna su vulnerabilidad. De modo que “una cultura más humana no es una cultura miedosa ni nihilista sino la que sabe que no hay fuerza más intensa que la que se conjuga con el sentido. En la debilidad, en lo humano, en la vulnerabilidad… en este demasiado que, en verdad, es un más , late el pulso de la verdad” 65 .
El cristianismo es fruto, precisamente, de una “teología de la proximidad” a la naturaleza radical del hombre; y es en la contemplación de su dramaticidad cristológica donde reside la compañía específica que concede la fe cristiana a toda aquella razón que se aventure a pensar en su forma y desarrollar en su estructura propia la lógica de la búsqueda humana de los bienes últimos.