En homenaje fraterno a Joseph Moingt
INTRODUCCIÓN
La presente contribución 1 busca reflexionar en torno a la pertinencia y fecundidad del pensamiento de Michel de Certeau de cara a la reconstrucción de la Iglesia chilena. Al menos dos presupuestos nos autorizan para hacer esta operación intelectual. El primero de ellos responde a una constatación: Michel de Certeau se interesó enormemente por las Américas y, en particular, por América Latina, realizando varios viajes –especialmente a Brasil y a Chile– desde 1966 2 . Dicho interés, ligado a su aguda atención y respeto por la alteridad y la particularidad de toda experiencia, permiten que su percepción sobre el fenómeno religioso –en nuestro continente– sea lo suficientemente purificada de la tentación eurocéntrica. El segundo presupuesto es de orden más bien magisterial. El papa Francisco afirma: “En mi reflexión teológica, siempre me he nutrido de Henri de Lubac y de Michel de Certeau. Para mí, Certeau sigue siendo el teólogo más importante para nuestros tiempos” 3 . Podríamos decir entonces que los intentos de reforma, llevados adelante por el papa Francisco, tienen que ser leídos y discernidos en diálogo-confrontación con el pensamiento de Michel de Certeau. Esta evaluación teológica está todavía pendiente.
El telón de fondo de nuestra reflexión es la situación de la Iglesia católica en Chile. Basta –por el momento– con abordar su contexto de crisis y recomposición, señalando algunos síntomas importantes: la fragmentación y pluralización de la experiencia religiosa; la “desinstitucionalización” de la creencia con la emergencia de una vivencia religiosa que exige una “experiencia espiritual” personal y subjetiva de la fe; la pérdida de influencia de la Iglesia como organismo articulador de las prácticas éticas y políticas; el debilitamiento del discurso de la teología de la liberación; la crisis de credibilidad y de autoridad que ha supuesto la exposición de los casos de abusos sexuales y de consciencia cometidos por sacerdotes, religiosos, religiosas y obispos, y su pésima gestión por parte de la jerarquía eclesiástica.
Dado que el pensamiento de nuestro autor es profuso, exigente y original, en este texto nos abocaremos solamente a explorar y esbozar algunas pistas de su pertinencia teológica en el contexto de la crisis. Dicho enfoque está ligado a su comprensión de la teología, a la fecundidad de su fábula mística y a la necesidad de comprender el lugar del cristianismo en la sociedad actual.
EL ESTATUTO EPISTEMOLÓGICO DE SU OBRA
Michel de Certeau (Chambéry 1926 – Paris 1986) ingresa a la Compañía de Jesús en 1950 con el deseo de partir en misión a China impulsado por el modelo de intellectuel engagé que representaba –en ese momento– Henri de Lubac y los jesuitas de l’École de Fourvière . Atraviesa con audacia creativa distintas disciplinas de las ciencias humanas (la historia, el psicoanálisis, la antropología cultural, la semiótica, la teología…), lo que lo convierte en uno de los intelectuales contemporáneos más relevantes de la Compañía de Jesús 4 . El lugar disciplinar de Michel de Certeau es inclasificable o, al menos, difícil de localizar y definir. Intelectual poliédrico, se mueve con una inquietante familiaridad por diferentes áreas del saber, sin detenerse ni dejarse clasificar. Su carácter seductor radica en su gesto hospitalario a las dinámicas de novedad, mutación y recomposición culturales. “Una inteligencia sin temor, sin fatiga y sin orgullo” 5 , testimonia uno de sus amigos.
Una cierta indiferencia –a la manera ignaciana– a las dinámicas mortíferas del reconocimiento simbólico de la institución (religiosa, eclesial, académica) le permite una “indisciplina metódica” 6 en su aproximación a las ciencias humanas, aunque se abstiene de ensalzar las virtudes de la interdisciplinariedad, desconfiando de su carácter omnicomprensivo y totalizador. A la base de su práctica de lectura se juega la convicción profunda de la necesidad de volver a tejer la comunicación rota entre las ciencias humanas y la teología, entre el decir y el hacer, entre el pasado, el presente y el futuro, entre la unidad y la diferencia. Su “no sin ti” ( pas sans toi ) es el signo de un deseo inquebrantable de darle lugar al otro ( faire place à l’autre ), sin el cual no somos. Le gustaba definirse como un simple “viajero” 7 en las tierras del otro, capaz de contar y narrar la particularidad de itinerarios diversos, recogidos en su lectura de países lejanos, pasados y presentes.
Certeau –sin tener el título de doctor en teología 8 – dirigió en la Facultad de Teología del Institut Catholique de Paris, desde 1964 hasta 1977, un seminario en el programa doctoral. Y entre 1968 y 1969, aseguró un curso en el Institut d’Études Spirituelles, en dicha casa de estudios. Sin embargo, el único título que aceptaba sin demasiado pudor es el de historiador 9 .
Yo he sido y sigo siendo un historiador. Esta especialización es doble. A) Como análisis de las relaciones entre las estructuras socioculturales y la experiencia cristiana, cuestiona las condiciones en las que se desarrolla un lenguaje de la fe. Representa una de las formas en que se aborda el problema de la teología hoy en día. B) Como ciencia humana (interfiriendo con la etnología y la psicología), es una hermenéutica del pasado según una situación presente. Se trata de saber cómo se puede, a la luz de los nuevos problemas, situarse en relación con la propia historia, encontrando un enraizamiento en ella a partir de una discontinuidad elucidada. Esta reinterpretación de la tradición hoy en día concierne tanto a la Iglesia como a toda la sociedad. Por lo tanto, un problema cultural debe dar lugar a una reflexión teológica 10 .
El cruce de diferentes miradas disciplinares se presentaba como una necesidad para poder captar mejor la pluralidad de lo real, la situación contemporánea del cristianismo y la cultura como lugar teológico. Él manifiesta su deseo de colaborar en la elaboración teológica que se estaba produciendo en América Latina en el post Concilio Vaticano II, insistiendo en su pretensión de no sustituir a los intelectuales de dichos países. Como lo explicita él mismo en su artículo “Problèmes actuels du sacerdoce en Amérique Latine” 11 , la implicación de la Iglesia en la vida política y social de dicho continente la convertía en un laboratorio extremadamente interesante para elaborar una nueva teología política, o al menos, para dilucidar la relación compleja entre revolución y tradición. Ambas temáticas eran de difícil abordaje y reflexión, sobre todo en Francia, a causa del laicismo. En otras palabras, Michel de Certeau quiere profundizar en las posibilidades abiertas por una circulación intelectual, capaz de confrontar su realidad con la de América Latina y viceversa.
LA MISERIA DE LA TEOLOGÍA
Michel de Certeau no hace teología a partir de los lugares clásicos de la tradición cristiana. No puede hacerlo después de haber diagnosticado El estallido del cristianismo en cuanto cuerpo articulador de las practicas éticas, políticas e intelectuales. El discurso cristiano ya no se concerta sobre un cuerpo que da referencias autorizadas (definiciones magisteriales, textos canónicos, recurso a la patrística o a la escolástica). Dicho de otro modo, el cristianismo ya no es capaz de hacer cuerpo a partir de sus propias referencias, al estar en una situación de exilio y de minoría en una cultura que ya no habla y no piensa en cristiano. Es por esta razón que se refuerza la necesidad de “formar un bloque con la historia” 12 ( faire corps avec l’histoire ). Por eso, destacar su relevancia teológica implica comprender un pensamiento traspasado por lo “teológico” 13 , cuestionando y atravesando lo cultural y lo humano en su complejidad. Lo teológico se encuentra en casi todo su proyecto intelectual, pero como una lectura a menudo diferida u oblicua. Lo más importante para él es penetrar en la diferencia y la alteridad que surgen en el corazón del mundo, en ese espacio cotidiano donde se fraguan los nuevos lenguajes que permiten una comunicación social. Por ello, podemos decir sin ambages, que el punto de partida de su reflexión teológica serán las problemáticas culturales 14 del presente que cuestionan y empujan a una permanente revisión de la hermenéutica del pasado.
En su artículo “La miseria de la teología” 15 (1973), Certeau sostiene que la función de la teología en una sociedad como la nuestra –que ya no está articulada por lo religioso– no es ciertamente la misma que en los tiempos de la cristiandad. La teología, en cuanto discurso de sentido, expresaba la experiencia integral de la sociedad. Por eso, los dispositivos patrísticos o escolásticos de la tradición –que sirvieron de explicación en los contextos de cristiandad– no pueden transponerse hoy, de forma automática y sin trabajo crítico, a la nueva situación del cristianismo. De manera provocativa él cataloga la teología de miserable, en cuanto dicha disciplina no puede, como antes, obtener todos los materiales que necesita a partir del propio corpus cristiano.
A través de su observación de la miseria o humillación de la teología, Certeau nos anima a buscar las respuestas en otros lugares que no sean los que tradicionalmente ha trazado la teología. Para abordar mejor la cuestión teológica, se remite en primer lugar a la tradición de la filosofía moderna –Spinoza, Hegel, Heidegger, etc.– que construye discursos sobre la existencia en términos de política, historia, lingüística. Luego, se refiere a la “literatura” porque, a través de su trabajo interno sobre el lenguaje –especialmente el de la novela y la poesía– explicita el problema que plantea el declive de las instituciones que se referían a un significado distinto del propio lenguaje.
La tarea teológica requiere, pues, una reinterpretación inventiva de la tradición, sin la cual el lenguaje cristiano dejaría de serlo y perdería toda su relevancia. La condición de posibilidad de dicha invención es la participación efectiva en las preocupaciones, retos, luchas y riesgos de la sociedad. El cristiano, según Certeau, está llamado a revestirse de una actitud de exigencia crítica. Esta brecha –o distancia crítica– que los cristianos están llamados a experimentar en relación al lenguaje de la tradición, está vinculada primeramente al exceso y a la apertura, impulsada por la fe en un Deus semper maior . Es ese Dios el que nos insta a hacer un trabajo de lo negativo ( travail du négatif ) frente a cualquier discurso religioso, político o cultural que pretenda obliterar el sentido.
La observación de la miseria de la teología en los años 70 le permite percibir la situación en declive de esta disciplina en los siglos xvi y xvii, “una teología humillada, después de haber ejercitado por mucho tiempo su magistratura, espera y recibe de su otro las certezas que se le escapan” 16 . Y, a la inversa, aquello que observa en sus estudios sobre la mística moderna le ayuda a comprender mejor lo que está ocurriendo en el cristianismo contemporáneo.
Según Certeau, en el contexto de descristianización de las sociedades occidentales, el diferencial del creyente no sería la reivindicación de una pertenencia institucional, sino un estilo. Al abandonar el terreno seguro de lo religioso, el creyente es finalmente devuelto al mundo. Este movimiento es similar al sugerido por el jesuita Jerónimo Nadal (1507-1580), quien decía “nuestra casa es el mundo”; y es análogo al de Jesús, quien en la resurrección deja el lugar fijo y sagrado de la tumba para abrir el espacio de su ausencia-presencia a lo profano de cada día. Certeau propone así una alternativa a un cristianismo que se convierte en mero folklore 17: ir hacia el mundo, atravesar el presente en su complejidad plural, participando en el lenguaje de todos los hombres. “La fe no deja de tener que reconocer a Dios como diferente, es decir, presente en regiones (culturales, sociales, intelectuales) donde se creía que estaba ausente” 18 . De hecho, nos invita a dirigir nuestra mirada teológica a los lenguajes que todavía hablan en el corazón de la cultura: los lugares de resistencia y extrañeza, así como el lenguaje del hombre común y corriente con sus astucias y tácticas. Ser cristiano se expresa, entonces, en un estilo que debe alterar el espesor de un cuerpo social. El mundo y la vida cotidiana se transforman en los lugares de interacción de una praxis bajo el signo de la hospitalidad.
LA FECUNDIDAD DE LA FÁBULA MÍSTICA
En el artículo “Experiencia cristiana y lenguajes de la fe” (1965), Certeau afirma: “La teología negativa ha triunfado en la Iglesia en tiempos de crisis cultural; no es de extrañar que lo mismo ocurra hoy en día, y que la positividad de la religión contraste tanto con un sentido interno de negatividad en nuestra experiencia mundana” 19 . Las grandes épocas místicas de la historia de la Iglesia son precisamente aquellas marcadas por rupturas y quiebres epistemológicos. Cuando ya no se puede contar con instituciones estables y creíbles, cuando el lenguaje de la fe se vacía de significación, estamos obligados a volver a la radicalidad y a la desnudez de esa experiencia.
De este modo, más que la afirmación (o el establecimiento) de un cuerpo, su hermenéutica del lugar del cristianismo es del orden de la fábula –vinculada a la búsqueda de un cuerpo perdido o desaparecido– y basada en una teología de la tumba vacía 20 que da lugar a una nueva palabra. En la comprensión certaliana, las Escrituras y la comunidad eclesial surgen gracias a la pérdida del cuerpo de Jesucristo, que da cabida al otro (al Padre, al Espíritu y a los creyentes). Esta nueva palabra surge también de una praxis de la “distanciación” ( écart ) en relación a la institución judía. Doble pérdida, entonces, dirá Certeau: pérdida del cuerpo de Jesús y pérdida del cuerpo de Israel 21 . Este término da lugar así a diversas escrituras, que Certeau define como “la huella de un deseo en el sistema de una lengua (profesional, política, científica, etc., y no solo literaria)” 22 . Así, en su trabajo teológico, nuestro autor da una clara prioridad al “sentido espiritual de la experiencia mundana”, que “nos remite a los invisibilia Dei y, por lo tanto, finalmente, al «no-saber», negando que Dios sea esto o aquello” 23 , porque es el Deus semper maior que está permanentemente desarmando nuestras frágiles convicciones y balbuceos del misterio. Sin duda, este paradigma –que reconoce un valor teológico a la experiencia del mundo y al no saber de Dios– lo dispone de manera positiva, sin temor ni demasiados prejuicios, a la dimensión de la extrañeza, de la alteridad absoluta que implica el acontecimiento por donde irrumpe una y otra vez “el Señor que viene como un ladrón” (véase 1 Tm 5,2).
Una mención un tanto provocativa y sobre todo evocadora de “La institución de la podredumbre: Luder” –artículo presentado en un encuentro de l’École Freudienne (1977) y publicado luego en Historia y Psicoanálisis – puede ayudarnos a sumergirnos en la fecundidad actual de la fábula mística (entendida en un sentido amplio que ya abordaremos).
La mística y el psicoanálisis presuponen, ayer con relación a las iglesias “corruptas”, hoy a través del “malestar en la cultura”, la experiencia, tan “clara” e intolerable en Schreber, que hay –para hablar como Hamlet– algo podrido ( faul ) en el Reino de Dinamarca 24 .
De cara al contexto actual de la Iglesia y de la sociedad chilena es difícil de esquivar esta doble alusión. Por un lado, el vínculo establecido entre la mística y las iglesias corruptas (una observación evidente tras la crisis de “pedocriminalidad” 25 y de conciencia) y, por otro lado, entre el psicoanálisis y el malestar en la cultura (una alusión que toca de cerca las razones profundas de la explosión social que se está manifestando desde el 18 de octubre de 2019, y que se ha complejizado a causa de la crisis sanitaria actual). El denominador común al origen de la mística y del psicoanálisis sería la presuposición de la experiencia de la podredumbre “en el reino de […]” y de un “derrumbe institucional de […]”
De este modo, nos parece que la ruptura y la (re)construcción de una Iglesia más fiel al espíritu del cristianismo pueden encontrar herramientas fructíferas en algunos elementos de la Fábula Mística 26 , sobre los que me detendré: el duelo de las ruinas de cristiandad; el reconocimiento de la podredumbre; la mística como nuevo paradigma de resistencia; y una nueva posición de la Iglesia en la sociedad.
HACER EL DUELO DE LAS RUINAS DE UNA CIERTA CRISTIANDAD
Yves Congar define la cristiandad como “una Iglesia reconocida por los poderes públicos, que ejerce su autoridad y su acción sobre el conjunto de la población, segura de sí misma, consciente de ser la única arca de salvación en el diluvio universal” 27 . Tal vez como ningún otro pensamiento cristiano contemporáneo, las reflexiones de Michel de Certeau nos dan la posibilidad de profundizar en el trabajo de duelo de las ruinas de cristiandad aun presentes en nuestro imaginario y nuestra praxis eclesial. La lectura histórico-teológica que él hace de la evolución del cristianismo contemporáneo –definiéndola como el paso “del cuerpo a la escritura” 28 o del “ corpus (mysticum) a la fábula ( mística ) ” 29 – nos ayuda a seguir haciendo el duelo de un cristianismo que se entiende a sí mismo como un “cuerpo” 30 establecido, capaz de ser el mediador y el articulador de la verdad, de las prácticas éticas, políticas y sociales. Esa insistente pretensión de hegemonía del cuerpo eclesial, en el contexto de una sociedad plural y cada día más secularizada, nos remite como Iglesia a un duelo no asumido que hay que elaborar. El pasaje del cuerpo a la fábula abre la posibilidad de hacer ese proceso de duelo. Su larga exploración de los países místicos le lleva a aceptar la ruptura del universo medieval, donde un cuerpo de verdad aseguraba la unidad entre el cosmos y el logos, y donde el mundo se representaba como un signo de la presencia de Dios que había que descifrar. Así, la arqueología de la modernidad que emprende Certeau nos hace mesurar las consecuencias epistemológicas del paso de la “ allegoria in factis ” a la “ allegoria in verbis ” 31 , el otro lado de la retirada de una teología de la participación que afirmaba la unidad de la creación a través de la analogia entis . Dichas consecuencias son directamente ligadas a la “desontologización del lenguaje” vía el influjo del momento nominalista de Guillaume d’Ockham 32 .
La palabra fábula viene del latín fari ( phêmi en griego) que significa hablar, remitiendo a ese no-lugar donde nace el discurso. Certeau, a través del recurso a la fábula, nos invita a escrutar en aquellos sectores de nuestra tradición y de nuestra cultura donde existiría todavía la palabra 33 . Una palabra que pone en marcha y engendra otra, nueva, a veces inquietante y casi siempre subversiva, como toda emergencia de alteridad. “Ahora bien, Jesucristo es una fábula: del orden de una fábula que debe hacer posible las producciones posteriores” 34 . Asociando Jesucristo con la fábula, Michel de Certeau provoca a un catolicismo demasiado seguro de sí mismo, alejándose de lo que llama un “modelo ontológico” (referido a un cierto pensamiento cristiano que se considera como “un discurso científico cerrado”). La fábula se presenta así como una expresión del exceso, a la vez lenguaje del duelo y del deseo, el relato de una experiencia que se vuelve en cierto modo inabarcable, un discurso ajeno al de la razón moderna calculadora y positivista.
Que el cristianismo sea hoy una fábula no quiere decir que la persona de Jesús y su mensaje no sean verdad, o que no haya existido históricamente. El recurso a la fábula busca más bien dar espacio al acontecimiento de Jesucristo en cuanto posibilidad de creación de un nuevo lenguaje. Certeau intenta devolverle al cristianismo, en el contexto de exilio en el que se encontraría actualmente, su capacidad de creación poética, es decir, de instauración de novedad.
Los dos mil años necesarios para este segundo exilio habrían tenido como resultado trasfigurar la “letra” de la Ley en “poema” de la diferencia. El trabajo cristiano, durante todo este tiempo, habría producido esta conversión de la legalidad del texto, es decir, lo que quedaba de su fuerza, en la debilidad de una fábula 35 .
Y es la situación de debilidad actual del cristianismo –que ha perdido la fuerza de imponer la legalidad de su texto a las diferentes esferas de la sociedad– lo que nos permite cuestionarnos radicalmente: ¿Qué archivos no han sido abiertos ni revisados todavía? ¿Cuáles son las palabras sofocadas o silenciadas en nuestra historia de evangelización (de los excluidos, de los pueblos originarios, de los esclavos, de las minorías sexuales, de las víctimas del abuso sexual, de los victimarios) que la Iglesia debe escuchar para sanar su memoria (escribir un pasado) y abrir así caminos para su labor evangelizadora (inventar un futuro)? ¿Qué vínculos complejos y dolorosos entre colonización y evangelización deben ser examinados y escritos? ¿Qué trabajo de duelo debe hacerse en el contexto actual de la Iglesia en Chile? ¿Qué aspectos del cuerpo eclesial deberíamos dejar partir? ¿Cuáles son las rupturas con nuestra tradición a las que la situación presente de la Iglesia nos urge?
Nos parece que la forma en que Michel de Certeau trabaja lo religioso puede abrir desde ya algunas vías de respuestas muy importantes a la Iglesia chilena. Su determinada atención a lo reprimido, a lo no abordado, a lo que se ha dejado de lado, a los márgenes, o a aquello que no sabemos muy bien cómo tratar o que nos incomoda hablar, abre un importante campo de cuestionamiento en lo que respecta a la curación de la memoria de una institución, y sobre todo a la Iglesia.
EL RECONOCIMIENTO DE LA PODREDUMBRE
La atención a los márgenes olvidados nos sumerge en un paso ineludible del trabajo de duelo, a la manera como Michel de Certeau lo concibe: el reconocimiento de la podredumbre. Como ejemplo de la operatividad de su reflexión sobre la mística, nos parece interesante explorar el capítulo de Historia y Psicoanálisis, “La institución de la podredumbre: Luder”. El vínculo que establece entre tortura y mística amerita ser analizado de cerca en el contexto chileno; problematizando la ecuación con las escabrosas situaciones de abusos sexuales y de pedocriminalidad cometidos en el seno de la Iglesia. Pero, atención, Certeau nos invita a superar una primera tentación: creer que recurrir a la mística en tiempos de crisis es el remedio ante la corrupción de la institución eclesiástica. El punto de inflexión que hace nuestro autor es precisamente lo contrario. Recurrir a la mística implica más bien la posibilidad de atravesar las regiones de oscuridad, de excreción, de fracaso y de muerte, que implica la crisis de la Iglesia en Chile 36 . En otras palabras, la mística se manifiesta como un pensamiento de la crisis que nos ayuda a superar una supuesta ilusión de pureza personal e institucional. Esta ilusión es –tal vez– originada, por un lado, en nuestros núcleos y nuestras proyecciones de omnipotencia; y por otro, en el modelo de perfección visible y apologética que la Iglesia proyectó sobre sí misma, como respuesta a la reforma protestante.
En su capítulo “Luder” (palabra alemana que significa “cadáver, carroña, mierda, […] basura” 37 ), Certeau propone trabajar en torno a la relación del sujeto con la descomposición del cuerpo simbólico. En otras palabras, lo que se traduce en una manera específica de entender la podredumbre de toda institución identificadora y de concebir las consecuencias en su modo de transmisión.
Hoy, la voz de las víctimas de abusos sexuales y de conciencia (ayer transformada en podredumbre objetual por los victimarios y por el silencio culpable de la institución que debía proteger a los más pequeños) nos remece. La palabra liberada de las víctimas de hoy y de ayer, “inscribe en la nada al testigo de la gloria” 38 . Así, la institución del sacerdocio, de la vida religiosa y del conjunto del cuerpo eclesial se abre a la conciencia de su decadencia y, por consiguiente, a la posibilidad de un nuevo comienzo.
Michel de Certeau analiza el caso de Schreber, quien fue nombrado presidente de la Cámara de Justicia de Dresden, máximo reconocimiento institucional al que podía aspirar. Desde la toma de posición de su nuevo cargo sería nominado como “Sr. presidente”. Pero una noche, antes de asumir dicho rol, tiene un sueño donde “el Dios inferior (Arimán) apareció… Su palabra retumbó ante las ventanas de mi dormitorio con una poderosa voz de bajo… Lo que había dicho sonaba de un modo que no era nada amigable. Todo parecía calculado para inspirarme terror y temblor y la palabra podredumbre ( Luder ) se escuchó muchas veces…” 39 Así, la nominación de Schreber como Luder y no como “Sr. presidente” rompe el significante del nombramiento anterior (muestra el agujero en el significante). “Juegos de identidades sobre el vacío del nombre originario, preclusión 40 , caduco” 41 . De este modo, la confrontación con nuestra podredumbre también muestra el agujero en el significante de cualquier nominación vinculada a cualquier título de reconocimiento institucional, religioso o intelectual: sr. rector, reverendo padre, su eminencia, su santidad, etc.
Si tenemos en cuenta la “Carta al Pueblo de Dios” del papa Fran-cisco y su “Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile” –ambas escritas en torno a la crisis de los abusos sexuales–, el fenómeno del clericalismo 42 emerge como la gran causa de esta tragedia. Francisco nombra algunos de los síntomas de este fenómeno: “egocentrismo y preocupación de sí mismo”, “autoritarismo que busca suplantar la conciencia de los fieles”, clericalismo de una “psico-espiritualidad de élite”, “círculos cerrados”, “espiritualidades narcisistas y autoritarias”. ¿No está operando acaso en el corazón de estos síntomas un dinamismo de reconocimiento ligado a la nominación –sacralización– de la función sacerdotal? Tal vez, volver a revisitar la figura de los místicos, tal como Certeau nos lo propone, nos puede ayudar a confrontar la necesaria y liberadora travesía de la re-nominación, o al menos, de la toma de distancia de una cierta nominación sacerdotal y/o religiosa sacralizada. Es decir, restablecer el principio de no-identidad de la persona consigo mismo, y de la persona con su función ministerial.
Los místicos ilustran un proceso de desvanecimiento de todo objeto de sentido. Por un lado, “sus noches místicas también les han enseñado cuál amortajamiento condiciona la verosimilitud de Dios” y, por otro, que el “desvelamiento de podredumbre es a la vez el efecto y la «razón» de la creencia en una justificación” 43 . En ese camino espiritual donde la pérdida está al centro, o más exactamente, donde “caminar es querer perder el paisaje y la ruta” 44 para encontrarse en el Ab-soluto, san Juan de la Cruz es el prototipo de una trayectoria fundada en el principio no-identitario.
La percepción, la visión, el éxtasis, el despojo, la misma podredumbre son cada vez contornos de un “no es eso”, de tal modo que el discurso de san Juan de la Cruz es una serie indefinida de no eso, no eso, no eso 45 .
Es el dinamismo abierto por el “no es eso” lo que debe llevarnos –entre otros procesos– a deconstruir el clericalismo. Dicho clericalismo está construido sobre los restos moribundos del modelo de una “eclesiología gregoriana” 46 . Ese tipo de Iglesia está cimentado en una cierta comprensión del ministerio sacerdotal que hay que examinar a fondo 47 , ya que pareciera estar ciertamente en crisis. Además, la elaboración de un catecismo universal –primero el del Concilio de Trento (1556) y luego el de Juan Pablo II (1992)– dio énfasis al acto de creer en el corpus de un conjunto de doctrinas o declaraciones de la fe. Esta operación preveía un lugar propio desde donde tendría que vivirse la experiencia de la fe. Frente a esta identificación del acto de creer con un corpus de prácticas y de doctrinas, Certeau también nos desarma las certezas manifestando que lo propio de nuestra fe no es un lugar. Más aún, afirma que lo propio de nuestra fe es “deshacer toda identificación de la fe con un lugar” 48 .
LAS (IM)POSIBILIDADES DE RESISTENCIA DEL CUERPO EUCARÍSTICO
En 1968, en el artículo “Problemas actuales del sacerdocio en América Latina”, Michel de Certeau afirma que la reflexión realizada por la Iglesia en el continente está provocando un cambio de perspectiva en la Iglesia universal, invirtiendo tácitamente el análisis teológico al hacer el paso de una atención primera en lo universal a la consideración de las determinaciones locales y particulares. Una parte importante de este discernimiento teológico sería la llamada a dilucidar el significado del poder que ejercen las diversas iglesias de América Latina, dado su profundo arraigo en la vida social, política y cultural de cada país 49 . Un ejemplo paradigmático del poder que tuvo la Iglesia en Chile (¡enhorabuena!) se refleja en el papel fundamental que desempeñó en la época de la dictadura de Pinochet.
William Cavanaugh, en su sugerente libro Tortura y eucaristía , partiendo del caso de la Iglesia chilena en la época de la dictadura, reflexiona sobre las posibilidades políticas que abre un cuerpo eucarístico. Este último se habría constituido en el lugar de resistencia a la destrucción del cuerpo social ejercida por la dictadura vía los atropellos a los derechos humanos, en particular a través de la tortura (anti-liturgia). Cavanaugh busca describir y elaborar una política alternativa centrada en la eucaristía, especialmente siguiendo el pensamiento de Henri de Lubac 50 . Dicho teólogo, a través de su reflexión en sus libros Catholicisme, Surnaturel y Corpus Mysticum , superaría el dualismo naturaleza-gracia, insistiendo en la dimensión social de la fe. Según Cavanaugh, a diferencia de Henri de Lubac, el pensamiento de Jacques Maritain (de gran influencia para la derecha y la Democracia Cristiana en Chile) restringe considerablemente la influencia de la Iglesia en la política 51 , teniendo así una responsabilidad importante en la indiferencia –de una parte de los católicos– al drama que significaron los atropellos a los derechos humanos.
En el prefacio de la edición francesa de Torture et eucharistie , afirma a propósito de Henri de Lubac:
Su intuición de la naturaleza social del evangelio y del modo en que la eucaristía “hace” a la Iglesia apunta a la creación de un cuerpo que puede resistir, como una alternativa prometedora, de cara a los otros cuerpos políticos de la época 52 .
Lo que más le interesa de la eclesiología eucarística de Henri de Lubac es “la forma en que dicho teólogo acentúa la eucaristía en su dimensión social, es decir, primeramente como una acción” 53 . Así, a partir de esta constitución de la Iglesia como cuerpo de personas llamadas a actuar en el mundo –y a “llevar a cabo el cuerpo de Cristo en la tierra”–, Cavanaugh muestra las características de una posible “contra-política” eucarística en el mundo contemporáneo. Para ello, presenta tres prácticas de la Iglesia chilena bajo el régimen de Pinochet, que “ilustran cómo podría ser una imaginación eucarística de resistencia a la disciplina del estado” 54 . Las tres prácticas son: la excomunión a algunos de los jerarcas de la dictadura de Pinochet, la Vicaría de la solidaridad y el Movimiento contra la tortura Sebastián Acevedo. Tres iniciativas que buscaban proteger los derechos humanos, defendiendo el cuerpo místico.
Nos parece que la suposición de una Iglesia capaz de ser un cuerpo de resistencia, tal como la entiende Cavanaugh, está enraizada en la credibilidad de la autoridad. Sin embargo, sabemos muy bien cómo la credibilidad de la Iglesia ha caído a niveles históricos, formando parte de un proceso de descrédito del cual el resto de las instituciones no están excluidas 55 . El modelo de una contra-política eucarística al estilo de Cavanaugh funciona muy bien para un estado de excepción, como el que se experimentó en Chile durante la dictadura de Pinochet. Sin embargo, dicho modelo contiene el riesgo de querer colonizar el espacio político a la manera de una nueva cristiandad. Una tentación que vemos, por ejemplo, en algunas de las proposiciones de la Radical Orthodoxy 56 . Cavanaugh presenta una eclesiología fuerte con la excusa de hacer una contra-política en un momento de crisis. El problema de esta generalización –a partir de un caso particular– es la acentuación de una lógica intra-eclesial que susurra el riesgo de la apología institucional eclesial. Además, identificar a la Iglesia como “el verdadero Cuerpo de Cristo, que existe simultáneamente en el cielo y en la tierra” 57 , sin el análisis teológico de la analogía entre Cristo y la Iglesia, nos parece extremadamente peligroso.
Es indudable que una parte no menor de la Iglesia se presentó como profética ante las fuerzas de la muerte que golpeaban a la sociedad chilena. Lo enigmático de este caso es que el espíritu profético por definición, a partir de un acontecimiento concreto, es capaz de reconocer la podredumbre y los puntos ciegos de un sistema y una institución. Las preguntas que tenemos que hacernos son ¿cómo llegamos a traicionar este espíritu profético de tal manera?, ¿cuál es la dinámica que nos llevó a ser ciegos ante el abuso sexual, que es en cierta forma una forma de tortura?, ¿se explica esta dinámica a partir de la construcción de un sistema de relaciones que favorece una cierta identidad social tranquilizante, asociada a la pertenencia a la Iglesia Católica? y ¿es consecuencia de una herencia de la reorientación del Concilio Vaticano II bajo el pontificado de Juan Pablo II? 58
Por un lado, me parece que es correcto hacerse estas preguntas, que surgen del contraste entre las glorias del pasado y la terrible podredumbre del presente; aunque por otro lado, estas interrogantes corren el riesgo de caer en una idealización utópica de un modelo puro, eliminando la paradoja y la podredumbre presente dentro de toda institución. La paradoja de esta lectura laudatoria de una Iglesia samaritana, profética, voz de los sin voz, defensora de los derechos humanos, es que al mismo tiempo era lo contrario por dentro: podrida en su silencio aniquilador y en su falta de defensa de los más pequeños. Sin dar una solución clara a las dificultades planteadas, Michel de Certeau nos anima a leer y examinar las posibilidades de reforma de nuestra tradición, haciéndonos cargo de lo podrido. Es decir, sin minimizarlo y sin entrar en colusiones mafiosas.
Dicho esto, nos enfrenta a dos tendencias para leer la tradición que debemos tratar de sortear. Por una parte, una lectura utópica de la tradición que, “desde la reforma y la Aufklärung [se] pone en escena la voluntad de rehacer las instituciones (podridas) según las ficciones de «pureza» tomadas como modelos”. Por otra parte, una lectura realista, “figura cargada de cinismo, que legitima el poder por su capacidad de otorgar un reconocimiento […] a los afiliados previamente [y] convencidos de ser mierda” 59 .
Michel de Certeau avanza en su reflexión preguntándose si no hay otra salida a la reforma que las basadas en la pureza o en un conservadurismo que explota para su propio beneficio la podredumbre de la institución. Sin dar una respuesta demasiado acabada, evoca el modelo esbozado por Teresa de Ávila y por otros místicos “que quisieron entrar en un orden corrupto y que, por tanto, no esperaban ni su identidad ni su reconocimiento, sino solo la alteración de su necesario delirio” 60 . Así, encontrando en la institución lo serio en lo real 61 y la broma en la verdad impúdica de un ideal de pureza que pretende exhibir.
EL PARADIGMA MÍSTICO: OTRO ESTILO DE RESISTENCIA
Michel de Certeau –de una manera un poco más sutil que Cavanaugh– nos confronta al paradigma místico para mostrarnos otro estilo de resistencia, vinculado a una experiencia de fe radical que nace del fracaso y de la noción mística de “vida común” 62 de Ruusbroec. De manera impactante, nuestro autor asocia la experiencia de resistencia de los místicos al poder institucional con la experiencia de los torturados de cara a sus verdugos, mensajeros del estado. En muchos de sus relatos, los torturados indican el punto de fracaso en el que acontece su resistencia. Una resistencia vinculada al “recuerdo” de sus camaradas, a una oración, expresando la alteridad de Dios, o tal vez, a una larga genealogía de dolores que vio nacer su lucha. Todos esos puntos de fuga escapan al dominio del mismo torturado y le permiten resistir al poder violento de la institución que lo quiere reducir a la podredumbre y cosificar. De este modo, al igual que para los torturados “una destrucción de la dignidad humana es también para los místicos el comienzo” 63 . Esta resistencia surge de la experiencia de lo real que está aconteciendo. ¿No es acaso el lugar de la noche oscura, del fracaso, de la extrema vulnerabilidad, donde interviene la fe?
Es precisamente, en el momento de analizar la descomposición del cuerpo simbólico, que Michel de Certeau convoca al Maestro Eckhart para recordarnos la fuerza de la estructura antropológica definida por el concepto de abandono, que ciertamente necesita ser revisitada en nuestro contexto cultural y eclesial actual. “Un desprendimiento de sí mismo basado en el absoluto (el des-ligado) del ser”, un “dejar ser lo Otro” 64 . Esta es, en efecto, la herida que nos abre al ejercicio pasivo de la hospitalidad 65 . Es en el momento de la extrema debilidad que Michel de Certeau se torna hacia el principio de “aquello que excede” (el deseo), el comienzo del viaje místico, que nos hace caminar sin poder detenernos aquí o allá.
Es místico aquel o aquella que no puede dejar de caminar, y que, con la certeza de lo que le falta, sabe, que cada lugar y de cada objeto no es eso, que uno no puede residir aquí, ni contentarse con aquello. El deseo crea un exceso, se excede, pasa y pierde lugares. Obliga a ir más lejos, más allá. No habita en ninguna parte; al contrario, es habitado 66 .
En el pensamiento de Michel de Certeau, este exceso está lejos de ser una presencia que nos llena de todo aquello que nos falta, como un Dios tapagujeros, sino más bien lo contrario. Es un principio de no-identidad, un no-conocimiento, un no es eso ( ce n’est pas ça ) que abre posibilidades. Es un trabajo de lo negativo, que es la otra cara de cualquier camino de conversión que nos permite imaginar e inventar otra Iglesia. Una Iglesia capaz de mezclarse profundamente con su mundo, transida de las inquietudes y riquezas de su cultura. Una Iglesia apasionada por el otro, sin el cual no es.
Por eso, así como el sujeto místico nace de un “tradición humillada” 67 , el sujeto creyente de hoy emerge de las ruinas de un cristianismo que se derrumba como cuerpo articulador de la verdad y de las prácticas éticas, políticas o intelectuales. De hecho, el cristianismo pareciera estar cada vez más exiliado en una cultura que ya no habla ni piensa en términos cristianos. Este exilio nos exige un trabajo de duelo, dejando atrás aquello que muere o que está muriendo, como condición para inventar un futuro.
Tal vez el duelo más duro que estamos llamados a hacer tiene que ver con “la pérdida de Dios como objeto cultural común” 68 . Todos sabemos que este trabajo no está exento de negación, dolor y rabia durante el proceso de desprendimiento del objeto perdido. Es necesario soltar los restos de una Iglesia poderosa, correlato de un cristianismo omnipresente, para asumir y afrontar nuestra nueva situación de exilio o de “un cristianismo en diáspora” 69 . Paradójicamente, la perspectiva del exilio desde la óptica cristiana es una posibilidad evangélica –una “gracia de la historia” 70 según Michel de Certeau– ya que nos da la oportunidad de vivir la autenticidad de la fe en la desnudez, sin excesiva mediación ni ropaje institucional.
EL CRISTIANISMO YA NO DETERMINA LA VIDA POLÍTICA
Aunque suene un poco temerario decirlo, nos parece que los ensayos de la teología de la liberación –patrimonio indudable de la Iglesia en América Latina– corrían el riesgo (como toda teología) de clericalizarse, de soñar con una superioridad política de parte de la Iglesia y de querer establecer un lugar sociológico (el pobre o el obrero) como el único lugar 71 de la revelación de Dios.
Michel de Certeau es muy reticente –ya desde principios de 1968– a la posibilidad de una hegemonía del cristianismo y de sus categorías teológicas o bíblicas en la vida social y política. Esta postura fue el fruto de una lúcida conciencia histórica de la ruptura entre el lenguaje de la fe cristiana y la modernidad, lo que conlleva al duelo de la obsesionante cristiandad, aceptando así la primacía de la política sobre la religión.
Confieso que soy un poco reticente a una política sacada de la Sagrada Escritura […] si el mundo moderno y las recientes revoluciones nos enseñan algo, es que la historia tiene su propia ley y que el cristianismo ya no determina la política. La fe cristiana debe enseñarnos a situar nuestra experiencia humana y nuestros compromisos políticos en relación con situaciones o estructuras que ella no decide […] Por consiguiente, me parece que sería erróneo tratar de partir de una síntesis teológica para concluir una política. Más bien se trata de lo contrario: partir de análisis políticos, para tratar de determinar qué tipo de ética y de renovación cristiana nos exigen nuestros compromisos políticos 72 .
Michel de Certeau empuja al cristiano a posicionarse en la sociedad de una manera diferente. Su invitación es de faire corps avec l’histoire , y no de constituir un cuerpo alternativo de resistencia a tal o cual régimen político. Su pensamiento en torno al estilo del cristiano es un llamado urgente a “la participación efectiva en la sociedad actual, a la complicidad con sus ambiciones y sus riesgos, a un compromiso con sus conflictos” 73 . Como señala Pierre Gisel 74 , el horizonte al que nos invita Michel de Certeau es no sucumbir a la compensación religiosa de un sistema social que nos deja desheredados, y resistir al deseo de una comunidad cerrada y autoreferida, estilo gueto. De esta manera sus intuiciones nos imponen hacer una ruptura con la nostalgia de una fuerte institución religiosa, rectora y reguladora de la verdad, erigida como una especie de contra-modelo ideal. Él nos invita, en cambio, a establecer una estrecha relación de la Iglesia con la historia dada y articulada con las disfunciones de lo que no funciona en lo social. Instala al cristianismo en una situación de diáspora, de exilio, haciéndonos tomar consciencia de nuestra particularidad. “Un cristianismo [que] es solo algo particular en toda la historia de la humanidad”, sabiendo al mismo tiempo que “la historia nos establece en un lugar particular” 75 .
Michel de Certeau nos presenta una forma de hacer el trabajo teológico, de reflexionar sobre el cristianismo, sin complejo de inferioridad, tratando de estar atento a lo espiritual y al fenómeno de lo religioso desde un enfoque multidisciplinario. En otras palabras, hacer una teología capaz de funcionar no solo dentro de los códigos y lugares establecidos por la tradición de la Iglesia –en un juego de lenguaje establecido por la institución eclesial–, sino también en una estrecha articulación con lo cultural, lo social y lo humano presentes en cada expresión de la fe. Desde su pensamiento, la fuerza poética del cristianismo –de la que tanto necesitamos para renovar nuestros lenguajes y nuestra praxis eclesial en Chile–, a la manera como los místicos lo hicieron en sus tiempos respectivos, solo es posible de articularla en la experiencia de la hospitalidad 76 a lo “extranjero”. Por ende, nos invita a tomar consciencia de que somos una teología y un cuerpo eclesial que se sabe miserable 77 , es decir, necesitado y vulnerable a los otros y al Otro.