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Teología y vida
versão impressa ISSN 0049-3449
Teol. vida v.49 n.4 Santiago 2008
http://dx.doi.org/10.4067/S0049-34492008000300004
Teología y Vida, Vol. XLIX (2008), 617 - 648
ESTUDIOS
Catolicismo social: porvenir de una tradición en crisis
Eduardo Silva
Facultad de Teología Pontificia
Universidad Católica de Chile
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad Alberto Hurtado
RESUMEN
Como cierre prospectivo de un coloquio dedicado al catolicismo social, este artículo reconoce, en su primera parte, la crisis del discurso social de la Iglesia. Crisis no solo actual, sino también en el origen e historia de una tradición que se estima es uno de los antecedentes de la renovación conciliar, que en su diálogo con el mundo invita a la entrada del tiempo en la teología y en la ética. El porvenir de esta tradición en crisis requiere del recurso a la razón filosófica y a la realidad histórica. Por ello en la segunda parte se recogen los aportes de la filosofía política de Paúl Ricoeury de Charles Taylor en tres asuntos claves: lo bueno respecto de lo justo, el holismo frente al atomismo, los derechos colectivos frente a la exclusividad de los derechos individuales. Finalmente, en la tercera parte recogiendo su legado y estos debates filosóficos se reflexiona sobre el aporte del catolicismo social latinoamericano a un continente en el que los procesos de mercantilización, despolitización e individualismo, que acompañan esta modernidad tardía globalizada, amenazan con la disolución de nuestras comunidades históricas en sociedades sin atributos y sin identidad cultural. Las tradiciones vivas del continente, seculares y religiosas, y entre ellas el catolicismo, son el mayor recurso para enfrentar este desafío que suma a la cuestión social el de la cuestión liberal.
Palabras clave: Catolicismo social, justicia, atomismo, derechos colectivos, tradiciones seculares y religiosas, libertad.
ABSTRACT
As a closing perspective at a colloquium dedicated to Social Catholicism, this article recognizes, in the first section, the crisis in the social discourse of the Church. This crisis is not exclusively a present reality, but is also found in the origins and history of a tradition that is considered to be one of the precedents to conciliar renewal, which in its dialogue with the world invites modern times into theology and ethics. The future of this tradition in crisis demands recourse to philosophical reason and historical reality. So, in the second part, the contributions of the political philosophies of Paúl Ricoeur and Charles Taylor in three mayor themes are considered: the good with respect to the just, holism as opposed to atomism, and collective rights in contrast to the exclusivity of individual rights. Finally, in the third part, compiling its legacy and these philosophical contributions, the author reflects on the contributions of Latin American Social Catholicism to a continent in which the processes of commercialization, de-politicization and individualism, which accompany this late globalized modernity, threaten our historie communities with dissolution into featureless societies, culturally without identity. The living traditions of the continent, both secular and religious, and among them, Catholicism, are their greatest resource for confronting this challenge, which adds the liberal question to the social question.
Key words: Social Catholicism, Justice, Atomism, Collective Rights, Secular and Religious Traditions, Freedom.
El catolicismo social es una de las tradiciones clave en la renovación del cristianismo en el siglo XX y es una de las fuentes de las que se alimenta el acontecimiento del Concilio. Sin embargo, los múltiples cambios epocales parecen haber mermado su capacidad inspiradora, y no es extraño que muchos diagnostiquen su crisis, cuando no su defunción. Sostenemos que la crisis es inherente al catolicismo social en cuanto interpretación y acción histórica. Así se trata de un discernimiento de los desafíos de su tiempo y una respuesta a esos desafíos, que a su vez se interpretan como llamadas del espíritu del Dios de Jesucristo que anima y sostiene la acción con la que respondemos. Acción de Dios que acontece como acción humana en la historia. El que la crisis sea inevitable no impide que sea productiva. Parte de la crisis está en que el discurso teológico y ético que ilumina la praxis del catolicismo social no puede detenerse autocomplaciente en elaboraciones doctrinales propias y definitivas, sino que muy por el contrario debe estar siempre dispuesto a ser desinstalado por dos mediaciones irrenunciables: el recurso a la razón filosófica y a la realidad histórica. Sin los aportes de la filosofía, compañera imprescindible de la teología, y de todas las ciencias, particularmente las humanas y sociales, no podrá efectuar un discernimiento lúcido de la situación histórica concreta y de los caminos por los que el Espíritu quiere conducirlo. Solo así el pensamiento y la acción social de los cristianos podrá actualizar la riqueza de su herencia bíblica magisterial y doctrinal con la novedad de los signos de los tiempos que el Concilio nos manda auscultar. Recoger los aportes de la ética filosófica y de la filosofía política y discernir desde la situación del continente en esta modernidad tardía los aportes que está llamado a dar el catolicismo latinoamericano es nuestro modo de ofrecer "perspectivas al pensamiento social cristiano" y mostrar el porvenir de esta tradición en crisis, o hacer productivas las crisis de una tradición que cada vez debe descubrir su porvenir.
I. UNA TRADICIÓN EN CRISIS
El catolicismo social, cuyo porvenir queremos auscultar, es una tradición. Es una herencia, un legado, una memoria, un testimonio -en el que han participado una nube de testigos- que estamos llamados a continuar, a recrear, a actualizar, a encarnar en nuevas circunstancias y frente a nuevos desafíos. El catolicismo social ha sido un modo de actualizar las implicaciones sociales de la buena nueva que es Jesús para todos los pueblos, particularmente en este caso para el pueblo chileno y latinoamericano: "para que nuestros pueblos en Él tengan Vida", dicen recientemente los obispos latinoamericano en Aparecida.
Se nos pide una prospectiva, pistas de futuro, insinuaciones de lo que viene, del porvenir del catolicismo social. El porvenir de una tradición. Lo que está por venir de lo que ya ha sido, de lo que ya ha ocurrido y acontecido. Auscultar el futuro de lo que nos ha sido dado por nuestros predecesores. El cristianismo consiste en entregar a otros lo que se ha recibido, una paradosis, una entrega histórica, una transmisión que se remonta a la primera entrega, la de Jesús. Esta multiforme realidad ha sido analizada desde múltiples perspectivas y si nuestra tarea es insinuar caminos de futuro, solo nos detendremos brevemente en el presente que estimamos en crisis.
El catolicismo social chileno y latinoamericano depende del magisterio pontificio y de los desarrollos europeos, particularmente los del ámbito francófono en esa Iglesia francesa en ebullición. Una tradición que hace parte de los esfuerzos de renovación eclesial, de aggiornamento, de diálogo con el mundo moderno, de lectura de los signos de los tiempos que tiene su culmen y corona en el Concilio Vaticano II. Desde esa cima continúa el movimiento que consistirá en la aplicación conciliar al continente dando origen a una nueva tradición magisterial -de Medellín a Aparecida- y a una nueva teología, la teología de la liberación (TdL) y otros intentos teológicos latinoamericanos.
a) Una historia de sucesivas crisis
Hemos dicho que se trata de una tradición en crisis. Crisis presente desde sus orígenes, pues el catolicismo social se abre paso poniendo en crisis el catolicismo de Cristiandad hacia finales del siglo XIX en el que es posible distinguir -según la estructura de la Hacienda que nos es característica- "un catolicismo popular con diversas expresiones, junto al catolicismo de las élites, formadas en establecimientos educacionales de congregaciones u órdenes religiosas" (1). Los católicos sociales provocan una crisis en el seno de su Iglesia, porque ello mismos son un intento de respuesta a otra crisis, la que provoca la cuestión social. Ellos intentan recepcio-nar la encíclica Rerum Novarum (RN) sobre la situación de los obreros en el capitalismo industrial. Esta toma de conciencia de la cuestión proletaria, de su pobreza y su injusticia, provocada por el capitalismo industrial, y sostenida por una concepción liberal con la que el catolicismo conservador ya está desde hace tiempo en dura batalla. A esta lucha contra el laicismo se suma ahora en la consideración política del trabajo y del mundo obrero, la amenaza y el temor fundado de "un abandono masivo de la fe y de la Iglesia por parte de las muchedumbres proletarias, seducidas por los apóstoles de la "fantasía del socialismo (RN 11)" (2). El miedo al marxismo hace parte de esta crisis y obliga a algunos católicos a inventar un arriesgado e inédito camino entre Escila y Caribdis, que no estuvo exento de rechazo y oposición desde el seno de la misma Iglesia y desde un sector del Partido Conservador (3). Pero la crisis no solo viene provocada por elementos externos al catolicismo social: sabemos que en su propio seno se dibujan posturas diversas (4), un pluralismo que permite reconocer varias vertientes, caminos que se irán separando y que serán capaces en forma alternativa de hacer que sus ideas alcancen hegemonía y poder (5).
Sostener que la crisis se remonta a los orígenes y es coextensiva a toda la historia del catolicismo social, nos evita cualquier oscilación maniaco-depresiva que valora la grandeza de un pasado a la luz de la precariedad de su presente. Estimamos que la presencia de la crisis tiene que ver en último término con la crisis provocada por el mismo Concilio, entendido este no solo como el acontecimiento y sus textos, sino como los antecedentes que lo hicieron posible y el largo proceso de recepción en el que estamos de lleno. En la prehistoria del Concilio, uno de los hitos de la renovación eclesial, es justamente el nacimiento de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) con RN. En la historia posterior, el magisterio y la teología latinoamericana han sido momentos privilegiados de su recepción.
Si la crisis tiene que ver con el esfuerzo eclesial y conciliar de entrar en diálogo con la modernidad su valencia bien puede ser positiva. Crisis en el sentido que nos lo ha indicado Patricio Miranda al recordar la etimología griega: no solo con la carga negativa que la asocia a "decaimiento, depresión o desorientación", sino vinculada a "juicio, discernimiento y cambio decisivo" (6). La cuestión social es ella misma una crisis: una puesta en cuestión, un cuestionamiento del orden, una crítica a la sociedad desde la clase obrera, desde la redención del proletariado. Crisis provocada por la irrupción de un nuevo sujeto, de un nuevo protagonista en un reparto en el que hasta ahora solo existían los señores y no los siervos. La respuesta a este reconocimiento pone en crisis a los cristianos. Se vuelve crítica contra el Partido Conservador y provoca la crisis de una ruptura, de una división de un catolicismo que hasta ese momento era políticamente homogéneo. Se abre la posibilidad de no identificarse con un solo partido y generar otras alternativas. Asoma un pluralismo inédito, que Andrea Botto nos muestra al indicar los cuatro caminos diversos que los católicos chilenos recorrieron después de la crisis (7).
Todo ese cristianismo reformado, "progresista", moderno, que se aparta del catolicismo conservador es una continua serie de crisis y cuestionamientos -provocados por el esfuerzo de acoger e interpretar la novedad de la enseñanza social de la Iglesia- hasta que sea puesto en cuestión el camino mismo. La DSI es acusada de ideológica (8), de principista, de deductivista, de ahistórica, entre otras descalificaciones. El Concilio mismo favorece y posibilita esta crítica, pues el método adoptado en Gaudium et Spes (GS), en vez de partir de principios, pretende partir de la realidad, de la historia, de los signos de los tiempos, de la voz de Dios que se ausculta en las voces de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Toda una puesta en cuestión de un camino descendente que pretendía aplicar los principios a la realidad y la proposición de otro camino que privilegia otro punto de partida: los gozos y las tristezas de nuestros contemporáneos.
La crisis se hace teología en América Latina que reivindica el derecho de crear una nueva manera de hacer teología y que se convierte en método con el famoso "ver, juzgar y actuar" -tomado de la J.O.C., en Francia, y la Acción Católica en general, que ya desde hace mucho tiempo habían tomado por método el "partir de la vida" (9)- y que ha sido usado con distintos énfasis y acentos en todas las Conferencias episcopales de Medellín en adelante, y que incluso -según algunos sostienen-ha vuelto a emerger con todas las modificaciones del caso en Aparecida. Surge entonces un cristianismo liberador que critica ya no solo al catolicismo conservador y al reformado, sino también al catolicismo popular. La peyorativamente llamada "religiosidad popular" -que con acierto Cristian Parker denomina "religión popular" (10)- es acusada duramente de alienar al pueblo. La religión popular, blanco de muchos ataques en la primera etapa de la TdL, poco a poco será revalorizada en las etapas ulteriores. Una evolución en la que tendrá sin duda influencia tanto la crisis de las mediaciones analíticas usadas por esta teología (teoría de la dependencia y el marxismo en general) como el surgimiento de una teología de la cultura que intenta mostrar que la lectura de la realidad se estrecha si, el subrayar las variables sociopo-líticas y económicas, eclipsa la hondura de la cultura y la religión latinoamericana. Hay quienes afirman que todo Puebla es el resultado de esta lucha entre culturalistas y liberacionistas.
Nueva crisis, ahora de la TdL, que no solo ve como se desploma su aliado estratégico dejándola sin mediaciones, sino que experimenta también desde dentro y fuera de la Iglesia una serie de críticas, ataques y cuestionamientos. Nuevas sensibilidades y valoraciones en variados sectores de la Iglesia relativizan lo que habían sido sus banderas. De "la liberación de los pobres" en Medellín a "la evangelización de la cultura" en Puebla; de la actitud de diálogo, que pone el acento en lo mucho que la Iglesia tiene que aprender del mundo, a la convicción que la Iglesia sirve al mundo compartiendo con él sus certezas al evangelizarlo. Crisis en general del cristianismo progresista que observa que después de la primera fase de una entusiasta interpretación del Concilio, le sigue una segunda fase en la que la Iglesia jerárquica manifiesta más cautela, más equilibrio, en lo que unos aprecian como "restauración" del cristianismo y otros califican de "invierno eclesial". No solo está en juego la correcta interpretación de GS para comprender como ha de ser la relación Iglesia-mundo, sino también la propia concepción de la Iglesia dibujada en Lumen Gentium (LG), con cuestiones tan centrales como la colegialidad y el reconocimiento de las iglesias particulares. Es este conflicto de interpretaciones el que se asoma por doquier en Santo Domingo, al punto de prácticamente paralizarlo. Es esta crisis la que parece resolverse con Aparecida, después que fracasaran los intentos de reemplazar las Conferencias por Sínodos y que el acontecimiento eclesial realizado fue enteramente de los obispos latinoamericanos en comunión e inspirados por el Papa. Pero Aparecida, más allá del contentamiento que produjo en todos los sectores, es un crudo diagnóstico de la crisis del catolicismo latinoamericano, de su deterioro, desgaste y debilitamiento; de las dificultades para transmitirse a la próxima generación, de su disminución sea por el crecimiento del pentecostalismo, por la influencia ambiental de los Nuevos Movimientos Religiosos y/o sectas o por el aumento en la élite y en los jóvenes de la increencia y la indiferencia (11).
En resumen, crisis por la cuestión social, crisis en el catolicismo conservador, crisis en el despliegue del catolicismo social que se abre en diversas alternativas, crisis de la DSI y puesta en crisis de toda la Iglesia en virtud del Concilio, crisis del socialcristianismo, del cristianismo reformado al surgir un cristianismo revolucionario, crisis a su vez de la TdL, crisis en la interpretación del Concilio, crisis eclesial, crisis de las posibilidades de futuro que tiene el catolicismo latinoamericano.
b) "La crisis": la entrada del tiempo en la teología
Queremos detenernos en un aspecto de esta larga historia que nos permite comprenderla mejor y con más profundidad. Ponemos la mirada en la puesta en crisis de la DSI, primero por parte del propio Concilio y luego a raíz de sus intentos de aplicación en el magisterio y la teología latinoamericana. Estimamos que más allá del paso de un cristianismo reformado a uno revolucionario, que más allá de la batalla entre marxismo y capitalismo, que más allá de un cristianismo que se levante como alternativa a estas dos ideologías (la famosa vía media o tercera vía) o que apueste por una de ellas (en los cristianos por el socialismo o en los cristianos por el (neo) liberalismo) e incluso más allá de la tensión entre un magisterio pontificio universal (que pudiera ser acusado de europeizante, de hegemónico, de centralista) y un magisterio episcopal vinculado a una iglesia particular (que puede ser motejado de latinoamericanista, de particularista o contextualista), lo que está en juego es un asunto metodológico y epistemológico central. Es la entrada del tiempo en la teología y en la ética. Un asunto que puede resumir las búsquedas, más fecunda tanto de la filosofía contemporánea como de la teología. Baste con mencionar la tradición hermenéutica de Schleirmacher y Dilthey, la fenomenología de Husserl, el giro hermenéutico de la propia fenomenología y de toda la filosofía continental desde Ser y tiempo de Heidegger y el giro lingüístico y pragmático de la filosofía anglosajona. En el campo teológico, el Concilio estuvo precedido de un trabajo ingente de muchos teólogos intentando superar la neoescolástica y asumir el desafío de la historicidad. También nos basta con recordar a los franceses, dominicos de la escuela de Sauchoir o jesuítas de la de Fouviére, la "nouvelle Theologie", la teología de las realidades terrenas, o Rahner con el método antropológico trascendental o Metz con la teología política. En estas búsquedas se trata de acusar recibo de la historicidad y reconocer a la historia (a los acontecimientos de la historia, a los fenómenos sociales, a los signos de los tiempos una positividad teológica). Es también la pretensión y valía de la teología de la liberación: reconocer que el continente es un antecedente teológico y no meramente un lugar de aplicación de una teología que es extrínseca a su realidad. Si es esto lo que está en juego, se pone en juego a la teología misma, se la pone en crisis y se la transforma. Pues "interpretar teológicamente el presente" o "comprender la significación teológica de los acontecimientos" solo puede hacerlo quien reconoce el estatuto histórico de la teología. Cuando la DSI aclarando su estatuto epistemológico se reconoce como teología moral, entra en crisis al participar de aquello que ha irrumpido en la teología: la entrada del tiempo y de la historia en su ejercicio y método.
El carácter teológico y no solo ético de la DSI es un asunto crucial que está en dependencia del acontecimiento conciliar, incluyendo en él sus antecedentes y su recepción. La nueva relación entre Iglesia y mundo por él propugnada no se reduce a los aspectos éticos sino que exige una profunda renovación teológica. Al mirar el mundo y auscultar los enormes desafíos la Iglesia redescubre su misión temporal, la necesidad de comprometerse con el mundo de hoy. La DSI desde RN, incluida parte de la elaborada por Pablo VI, tiene la tendencia a subrayar los aspectos éticos de ese compromiso. El Concilio Vaticano II con su teología de los signos de los tiempos, las nuevas teologías que lo comentan y prolongan y la recepción magisterial y teológica latinoamericana son en cambio verdaderos esfuerzos de renovar y desarrollar la teología y no se contenten solo con exhortaciones o imperativos éticos. La relación de "la Iglesia en el mundo de hoy" requiere de un fundamento cristológico, eclesiológico y escatológico y no le basta con consideraciones ético-filosóficas para colaborar en una humanización intrahistórica (12).
Es en virtud de estas nuevas búsquedas que la DSI es criticada y acusada -con más o menos razón- de ser principista, abstracta, escolástica, dependiente del derecho natural, y que se intenta, primero desde el propio magisterio pontificio avanzar desde un método exclusivamente deductivo a uno capaz de integrar el momento inductivo. G. Farnell sostiene que con Juan XXIII se da un cambio metodológico en la DS católica. Si bien la definición que de ella nos da en Mater et magistra ("mensaje social inspirado en las necesidades de la propia naturaleza humana y ajustado a los preceptos del Santo Evangelio y a la razón...") todavía es ahistórica, es el pontífice que más explícitamente hace entrar el tiempo, el dinamismo histórico en esa doctrina, y con él las nuevas circunstancias, los cambios, el hombre concreto. Por su parte M.-D. Chenu, observa que Pablo VI, 80 años después de RN, en la continuidad de una enseñanza social, en realidad invierte el método: "no más "doctrina social" enseñada en vistas de una aplicación a situaciones cambiantes, sino esas mismas situaciones llegan a ser el "lugar" teológico de un discernimiento conducido por la lectura de los signos de los tiempos. No más deducción, sino método inductivo" (13). Efectivamente en Octogésimo Adveniens se nos advierte "que frente a situaciones tan variadas, nos es difícil pronunciar una palabra única, como proponer una solución que tenga valor universal. Tal no es nuestra ambición, ni tampoco nuestra misión. Corresponde a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de sus países...".
Ya en el Vaticano II se trata de las tristezas y alegrías de los hombres y mujeres de este tiempo, particularmente de los pobres, y derechamente de "auscultar..., escudriñar, discernir, los signos de los tiempos". La metodología será de ahora en adelante inductivo-deductiva. Por su parte desde un contexto determinado, como el latinoamericano, marcado por la pobreza y la injusticia, los debates en torno a la DSI se dirigirán a superar una sistematización que se percibe como neoescolástica en aras de un planteamiento abierto y genuinamente histórico y capaz de diálogo con los problemas del tercer mundo (14). Se despierta el deseo de un camino específicamente latinoamericano, que, "orientado según los ideales del socialismo, evitara los aspectos negativos del socialismo real del bloque oriental" (15).
Con equilibrio y mesura admirables P. Hünermann y J. C. Scannone resumen esta crisis: hasta hace algún tiempo se entendió la DSI "como un sistema, coherente en sí mismo, de proposiciones doctrinales que, fundadas en el derecho natural universal, pretendían tener validez al margen de las cambiantes situaciones económicas, sociales y políticas" (16). Después del Vaticano II, cundió la crítica de la DS católica: "se le reprochaba la aceptación de la abstracta doctrina neoescolástica del derecho natural, se le imputaba introducir restricciones ideológicas y adherirse al statu quo" (17). Desde los problemas del tercer mundo los principios de la DSI, así entendida, se mostraran ineficaces e inadecuados. La ponderada mirada retrospectiva de este par de teólogos concluye: "Volviendo atrás la mirada, se hace hoy patente que esos intentos, casi siempre, estaban marcados por una mediación defectuosa entre las verdades fundamentales y la realidad concreta" (18).
Por ello más allá de lo injustas o ajustadas que fueron las críticas a la DSI y más allá de los aciertos y los límites de la TdL para interpretar teológicamente el continente, una y otra se hicieron cargo de la cuestión metodológica planteada e intentaron avanzar desde sus respectivas polaridades a un camino que articulara mejor el momento inductivo con el momento deductivo. En esos esfuerzos, más allá del juicio que podamos tener de lo logrado y lo fallado en los respectivos intentos, lo que sigue en pie, lo que se mantiene como desafío ineludible es el mandato conciliar de "auscultar los signos de los tiempos e interpretarlo a la luz el evangelio". Sostenemos que "el porvenir del catolicismo social" depende de su capacidad, práctica y teórica, de asumir esa tarea: hacer entrar el tiempo en la teología. Tarea ingente, difícil, que pide a la teología de los signos de los tiempos ser capaz de articular la visión de fe con la mirada que le ofrecen las ciencias y la razón en general. Una tarea a la que el Concilio invita pero que no es capaz de cumplir a cabalidad. Una tarea que debe ser capaz de evitar la yuxtaposición entre lo teológico y lo histórico que se ha denunciado en el mismo texto de GS.
Hasta aquí sabemos que un discurso teológico del presente no se estructura a partir de "principios teológicos" que se aplican ni en base a "datos científicos" que se aceptan acríticamenté, sino a través de la articulación dialéctica entre las explicaciones científicas y la comprensión teológica. A través de esta mediación, la teología puede superar la yuxtaposición de afirmaciones que supone una división de la verdad en dos planos incomunicados.
Los distintos sentidos y significaciones que la realidad tiene, captados por las distintas aproximaciones a lo real, son condición de posibilidad para el quehacer teológico, pero no condición suficiente para su tarea. La teología no puede prescindir de los datos e interpretaciones que ofrecen otras disciplinas en su aproximación a lo real (en una especie de deducción que habla solo desde la revelación), pero tampoco puede reducir su mirada a los datos e interpretaciones que le suministran las otras disciplinas (en una especie de inducción o dependencia de análisis que simplemente sanciona). Como lo afirma Juan Noemi, "ni aplicación de principios previamente determinados a una situación histórico concreta. Ni la disolución liberal de la teología en la supuesta univocidad de los datos que sobre el presente pueden aportar otras ciencias. Ni la vía 'deductiva' del realismo sobrenaturalista ahistórico ni el procedimiento 'inductivo' del realismo liberal. Lo primero renuncia a captar el presente en su positividad; lo segundo esfuma la positividad teológica" (19). Una teología auténtica debe evitar, "por una parte la pretensión de querer construir un sistema de la pura doctrina cristiana fuera de toda situación histórica, por otra parte la simple reducción del mensaje cristiano a una situación cultural dada" (20).
Hay aquí una novedad que nos aporta el horizonte de la modernidad. La atención a los cambios sociales, a las nuevas formas que modelan la vida pública, es ella misma consecuencia del quiebre del Anden Régime, del fin del orden feudal. Lo propio de los nuevos tiempos es que "el hombre moderno descubre su responsabilidad y al mismo tiempo la posibilidad de dar forma a las relaciones sociales" (21). Frente a este paso la Iglesia tiene dos alternativas: puede seguir suponiendo una sociedad jerárquica y seguir aspirando a "una cristianitas en la que el orden público y el eclesiástico coinciden o se declara partidaria de la libertad religiosa, de una -cierta- separación de Iglesia y Estado, de la distinción de los aspectos civil y religioso del matrimonio, etc. (...) Si se distancia respecto de tales desarrollos, entonces representa las antiguas formas y no advierte la responsabilidad social que ella y su misión implican. Se desliga del discurso contemporáneo corriente" (22) y al prescindir del horizonte que suministra la modernidad, se vuelve incapaz de modificarlo.
Siguiendo la alternativa elegida por el Concilio Hünermann sostiene que la teología es una "interpretatio temporis" pues la acción de Dios acontece en la historia (23). 'Signos de los tiempos' fue la categoría con la que el Concilio se apropia de esta "idea fundamental de la época moderna de que la esencia del hombre se muestra históricamente" (24), y que acontece en el tiempo, progresa, se desarrolla. Pablo VI lo dijo magistralmente: "el verdadero desarrollo... es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas" (25). Lo más significativo para Dios es aquello que es más significativo para el hombre. Al hablar de desarrollo, el Papa asume que lo más significativo acontece en el tiempo, sucede históricamente, dice relación no con una naturaleza fija e invariable, sino con la libertad humana que se despliega en el tiempo.
c) Una crisis al interior de otras crisis: la crisis de la modernidad ilustrada
Con breves pinceladas que solo nos sirvan para introducir el recurso que hacemos a la filosofía, pues son asuntos que retomaremos más adelante, nos referiremos a tres fenómenos del momento presente que nos muestran que la crisis y la incerti-dumbre lejos de ser un asunto intraeclesial tiene que ver con macrotransformaciones culturales. Al detenernos, en el próximo apartado en las cuestiones filosóficas implicadas, veremos con mayor claridad por qué es necesario que el catolicismo integre superándolos los valores que le ofrece la modernidad (tanto la modernidad ilustrada como la tardía). El primero de ellos y más evidente es la globalización con sus procesos económicos y culturales; el segundo es el que nos plantea la teoría social al describir una sociedad compleja y diferenciada en subsistemas autorreferidos; el tercero que señala que en esta crisis de la modernidad un nuevo paradigma se asoma, pues se trataría de una crisis de la metafísica que incluye la crisis de las dos metáforas que la han sostenido: la metafísica de la substancia y la del sujeto.
La globalización del capital y del individualismo en medio de la crisis de la modernidad Ilustrada. Si de un lado tenemos la crisis del catolicismo social -sea en la versión inspirada en la DSI, sea en la propiciada por la TdL- lo que parece haber quedado del otro lado es el triunfo macizo del capitalismo. Resurge vigoroso el que fue el verdadero enemigo, aquel que se estimaba por unos y otros el causante de todos los males; lo que queda es ese capitalismo pero ahora globalizado, en esta que se ha denominado la tercera fase de los procesos de globalización.
Lo que queda también es la crisis de la modernidad o quizás mejor la sospecha, la duda, la incertidumbre respecto de sus prometeicas promesas que lejos de estar cumplidas muestra por todos los lados sus flancos. Esta puesta en cuestión del proyecto moderno ha sido diagnosticada bajo la etiqueta de la posmodernidad y de muchas otras variantes que no aciertan a inventar un nombre un poco más original que agregar prefijos y adjetivos a la noción que a pesar de la crítica que recibe parece sigue siendo rectora: post, hiper, trans modernidad o modernidad "reflexiva", "segunda", "tardía". Sin necesidad de llegar a sostener con Jameson que la posmodernidad no es más que el imaginario cultural del capitalismo tardío, no cabe duda que entre ambas nociones hay mucha sintonía y aire de familia. Para el asunto que nos ocupa, dado que el mercado, muy lejos de reconocer personas o comunidades, no reconoce sino poder de compra y que la posmodernidad parece radicalizar el momento individual, uno y otro parece ser possociales, y contribuyen a reforzar un tipo de individualismo bastante radical. Mientras el mercado pretende reemplazar al Estado como asignador de los recursos, la crítica posmoderna sostiene que no hay grandes relatos ni pretensiones totalizadoras sino más bien fragmentos, parcialidades, pluralismo y relativismos. En particular el elogio del pluralismo y de la alteri-dad pareciera en el límite gozar de que haya tantas diferencias como individuos. Este aprecio por el individuo tiene de dulce y de agraz: de agraz la pérdida de los vínculos, de los arraigos, de las pertenencias, de los colectivos, de las comunidades y tradiciones; de dulce su valoración por la libertad.
La naturalización de lo social y la espontaneidad. Algunas corrientes de teoría social, sostienen que lo que tenemos son subsistemas autorregulados en una sociedad compleja y diferenciada. Sistemas que carecen de algún centro capaz de articular el todo social, y de donde es expulsado el sujeto y toda pretensión normativa. Es el desafío que han planteado Patricio Miranda (26) y Pedro Morandé (27), por lo que aquí nos basta con una cita:
"Pero quizás en la base de varias de estas cuestiones está la impresión de que ya no es posible modelar políticamente la sociedad, pues no existe un centro desde el cual ello se pueda hacer, ni sujetos con tal capacidad. Parte de la sociología contemporánea sostiene que la sociedad es un conjunto de sistemas autorregulados, espontáneos, automáticos y que cualquier esfuerzo por conducirlos es ingenuo y voluntarista" (28).
Frente a estos sistemas, la pretensión moderna de hacer del Estado o de la política el articulador del conjunto, no pasaría de ser uno más de sus proyectos desmesurados. Tal pretensión se anida también en una enseñanza social que sostiene que la máxima expresión de la caridad es la política y que propone conceptos normativos (desarrollo integral, justicia social, democracia, derechos humanos, bien común, solidaridad, subsidiariedad) a una sociedad compleja y funcionalmente diferenciada que ya no sería moldeable intencionalmente. La crisis sería de cualquiera que pretenda sacar las consecuencias sociales del evangelio.
Por último no son pocos los que sostienen que la crisis de la modernidad se debe a que hemos entrado en un nuevo horizonte para la razón contemporánea. Un cambio de paradigma que tiene muchos candidatos, pero que básicamente sostiene la superación del pensamiento metafísico. La modernidad ya significó un cambio de paradigma, obligó a dejar de pensar la realidad en términos de naturaleza (la sub-stancia, como la metáfora de los antiguos) para comenzar a hacerlo en términos de libertad (el sub-jectum, como la metáfora de los modernos). "Con la modernidad aparece, tanto en la filosofía como en la teología, un cambio de paradigma, en tanto la libertad llega a ser la palabra conductora y el punto de partida para la comprensión de la realidad" (29). No se trata de abandonar una conceptua-lización por otra, pues "está claro que el lenguaje de la fe necesita y debe usar los dos tipos de discurso sobre Dios" (30), sino de saber integrar inteligentemente el nuevo. Pero sin haber logrado todavía éxito en la integración lúcida del paradigma moderno, se nos notifica que este ya está siendo abandonado por una tercera metáfora, que ya no piensa el ser ni en términos de naturaleza ni en términos de conciencia, sino en referencia al lenguaje. Cierto que además del lenguaje son muchos los candidatos que se ofrecen para ser el nuevo nombre que resume este giro de la razón contemporánea: giro hermenéutico, giro lingüístico, giro pragmático, giro intersubjetivo, giro hacia la alteridad, etc. Independientemente de quien se ciña la corona hay suficientes indicios de que la crisis parece ser un signo del tiempo, y que los desconciertos que provoca en la razón contemporánea, incluida en la teológica, hacen más que aconsejable pedir auxilio a quien siempre ha estado dispuesta a servir a la teología. El recurso a la filosofía ética y política puede ser de enorme beneficio para intentar vislumbrar el porvenir del catolicismo social, enriqueciendo la noción liberal de la justicia, superando una noción procedimental de lo que es justo, una concepción atomista de la sociedad y la primacía de los derechos individuales.
II. APORTES DESDE LA FILOSOFÍA POLÍTICA: MÁS ALLÁ DE LA JUSTICIA LIBERAL EN EL RECONOCIMIENTO DE LO BUENO, EL HOLISMO Y LA DIFERENCIA
a) La primacía de lo bueno sobre lo justo
¿Es posible separar lo deseable de lo obligatorio, lo bueno de lo justo? Y en el límite ¿es posible concebir la justicia solo como un procedimiento? Ricoeur ha sido enfático en afirmar que la vinculación de lo justo a la norma, vale decir a lo que nos es obligatorio, con su conjunto de prescripciones e imperativos, caracterizadas por la exigencia de universalidad y los efectos coercitivos de la ley, no impide su relación con lo bueno. Lo bueno es anterior a la ley, pues las normas que determinan lo permitido y lo prohibido intentan encarnar nuestros deseos de vivir bien. Lo bueno es también posterior a la ley pues permite la interpretación y la aplicación de las normas a situaciones concretas que exigen un discernimiento de sabiduría práctica, particularmente en los casos difíciles. El momento de la norma (la "moral"), reconoce así un momento ético anterior, en el nivel de la fundamentación (la ética fundamental), y un momento ético posterior, en el nivel de la aplicación (las éticas aplicadas).
Estos tres momentos reemplazarán en el itinerario ricoeuriano (31), los tres estudios que articularon su "pequeña ética" en Soi-meme comme un autre: la ética del bien siguiendo a Aristóteles, la moral del deber en la línea kantiana y la sabiduría práctica frente a situaciones singulares de incertidumbre. Esta categorización calcada sobre la historia de las doctrinas pudo dejar la impresión de una yuxtaposición débilmente arbitrada (32), aunque su propósito no carecía de una toma de postura que buscaba "defender 1) la primacía de la ética sobre la moral; 2) la necesidad que tiene la intencionalidad ética de pasar, sin embargo, por el tamiz de la norma; 3) la legitimidad que tiene la norma de recurrir a la perspectiva ética, cuando la norma lleva a conflictos, para los cuales no hay otra salida sino una sabiduría práctica que reenvía a lo que en la intención ética concierne más atentamente a la singularidad de las situaciones (33)". En la revisión llevada a cabo diez años después la dinámica de la vida moral consiste en ir de la ética fundamental a las éticas regionales pasando por la mira racional de la norma (34), o si se prefiere, en un paso donde la obligación moral asegura la transición de la ética a las éticas (35).
Del aporte de Ricoeur lo que queda de manifiesto es la relación entre lo justo y lo bueno: el momento deontológico (del obligatorio, del imperativo, de la norma con sus exigencias de racionalidad y de universalidad) tan privilegiada por los modernos, esta en relación dialéctica con el momento teleológico (de lo deseable, del optativo, de la vida buena donde las virtudes son modelos de excelencia) subrayado por los antiguos. Se cuestiona así el intento de la filosofía ética moderna de romper el vínculo de lo justo con la idea de Bien (presente en la idea de vida buena, del bien de una comunidad histórica particular o de los bienes sustanciales (36)) mediante el formalismo perfecto de una justicia procedimental que pueda prescindir de todo contenido.
Pues en esta rearticulación entre una norma que asegura el paso entre la ética fundamental y las éticas regionales lo justo no se encuentra exclusivamente en el momento de la norma. A la pregunta -"¿Dónde está lo justo?"- Ricoeur contesta sin titubear que se encuentra en cada una de estas estaciones de lo ético y lo moral: la experiencia moral, definida como la conjunción del sí mismo y de la regla bajo el signo de la obligación hace referencia a lo que es justo; pero lo justo, también resurge en el camino que desde la obligación moral remonta al deseo razonado y al anhelo de vivir bien; y es la aplicación de la virtud de la justicia en determinadas esferas de la acción (ética médica, ética judicial, ética medioambiental, etc.) lo que se realiza en las éticas regionales (37).
Los tres niveles de su arquitectura ética le permite hacer un poco más complejo el estereotipado debate entre lo universal y lo histórico que se ha dado tanto en el mundo anglosajón a partir de la Teoría de la justicia de Rawls, como en la Europa occidental en torno a la "ética del discurso" de Apel y Habermas. Un debate entre defensores y detractores de teorías que afirman la posibilidad de formular "principios universales, válidos independientemente de la diversidad de las personas, las comunidades y las culturas" (38). A estas pretensiones se les objeta su carácter formal que prescinde de los contenidos y su carácter ahistórico con reglas que no consideran la variedad de las herencias culturales.
En el primer nivel del deseo de una vida buena la dimensión universal ("todos los hombres quieren ser felices") y la dimensión histórica (las virtudes se estructuran de manera diversa en cada cultura) están entremezcladas. Mientras la tesis universalista toma la ventaja en el nivel de la obligación, del deber y de la prohibición (a la que se ha llegado por los conflictos y la violencia), en el paso al tercer nivel, "la tragedia de la acción, conduce a completar los principios formales de una moral universal por reglas de acción cuidadosas de los contextos histórico-culturales" (39). En sus conclusiones reconoce que el universalismo debe ser tenido como una idea reguladora y que si bien las convicciones morales tienen fuerza por su pretensión a la universalidad, se les debe dar el sentido de universal presumido, pues aspiran un reconocimiento que en la práctica será histórico. Como la humanidad no existe más que en culturas múltiples como múltiples son las lenguas (tesis de los contradictores comunitaristas de Rawls y Habermas), la protección contra un retorno de la intolerancia y del fanatismo exige un trabajo de comprensión mutua que tiene en la traducción de una lengua a otra un modelo notable (40). En síntesis "el universalismo y el contextualismo no se oponen en un mismo plano sino que pertenecen a dos niveles diferentes de la moralidad, aquel de la obligación presumida universal y aquel de la sabiduría práctica que toma en cuenta la diversidad de las herencias culturales (41)". La transición de un plano a otro "vuelve a recurrir a los recursos de la ética del bien vivir para, sino resolver, al menos apaciguar las aporías suscitadas por las exigencias desmesuradas de una teoría de la justicia o de una teoría de la discusión que no tienen más fondo que el formalismo de los principios y el rigor de los procedimientos" (42).
La reflexión de Ricoeur amplía el campo de la justicia, evitando una concepción restringida que deje fuera la idea del bien, y articula mejor la dimensión universal y la dimensión histórica. Permite superar una noción de justicia que se centra exclusivamente en los derechos individuales -con una concepción atomista de la sociedad- y que es incapaz de reconocer derechos colectivos.
Charles Taylor ofrece reflexiones análogas sobre la importancia de este momento del bien en el sentido de la justicia. Su reflexión parte del debate entre quienes "niegan la diversidad de los bienes y plantean la unidad de una manera no problemática" (las varias formas de utilitarismo y las teorías inspiradas en Kant) y quienes sostienen que "la diversidad de los bienes hace imposible arbitrar entre ellos" (43) (las diferentes corrientes del "posmodernismo"). Posiciones extremas frente a las que quiere esbozar una concepción moral "que refleje tanto su ineludible diversidad como su lucha constante por la unidad" (44).
Las teorías de la diversidad surgen como reacción a la cuasi hegemonía en el posiluminismo de las teorías de la unidad, que con claridad 'científica' logran una única finalidad (la felicidad del mayor número) o un único criterio (la universalización de la máxima de la acción). Así, mientras el utilitarismo privilegia la "benevolencia" ("ayudar a nuestros semejantes a vivir y prosperar, prolongar la vida y reducir el sufrimiento" (45)), el kantismo jerarquiza como lo más importante la justicia, relegando el resto de los bienes, "la vida buena" (la integridad, la sensibilidad, el amor) a un rango inferior que los clasifica como personales y no obligatorios (46). Camino seguido por John Rawls que intentando reeditar parte de la teoría kantiana sin la 'metafísica', "relegó efectivamente la reflexión sobre la vida y los bienes constitutivos a las tinieblas extrafilosóficas" (47). Similar al de Habermas, que afirma ser capaz de demostrar que la norma de una ética discursiva es obligatoria, al comprometernos con ella por el simple hecho de hablar unos con otros. Por tanto "podemos hacer completo caso omiso de la reflexión sobre el bien" (48).
Taylor, por el contrario, se ocupa de los "bienes de la vida" (las acciones, modos de ser y virtudes que realmente definen una vida buena) y en base a la importancia que un determinado contexto cultural les otorga denominará a algunos "bienes constitutivos". La primacía concedida a la justicia y a la benevolencia -al punto de considerar que todos los demás bienes son jerárquicamente inferiores y no forman parte de la moralidad- no parece justificable. Tal prioridad sistemática obligaría a satisfacer todas las exigencias del dominio de la justicia y la benevolencia antes de satisfacer cualquier exigencia de otro dominio -por ejemplo la realización personal-. Pero bajo el rubro justicia caben cosas de tan diverso peso como pueden ser la preservación de los derechos humanos o el cumplimiento de la cuota de tareas domésticas asignadas la semana pasada (49). Si muchas veces debo sacrificar la realización personal en nombre de la justicia, en algunos casos la importancia de un bien puede hacer que no dé prioridad a las consideraciones de justicia. Para juzgar la "importancia" relativa de diferentes tipos de bienes, no contamos con un sistema de medida de las acciones (por ejemplo la acción generadora de las consecuencias más útiles o que procede de una máxima universalizable) (50), pero si con la phronesis o sabiduría práctica para deliberar y decidir en situaciones particulares por su contexto, el tipo y peso de cada bien en juego (51).
Al tomar distancia de las filosofías modernas de la obligación moral que resuelven el problema de la pluralidad de los bienes negándolo (estableciendo una medida única o concediendo prioridades y jerarquías indefendibles), Taylor estima que no nos quedamos sin recursos para nuestras decisiones (52). Ellas serán fruto de un discernimiento que no renuncia a articular lo bueno con lo justo, en un esfuerzo que reconoce una diversidad de bienes y trata de construir la unidad de nuestra vida frente a ellos. La búsqueda de una unidad que respeta la diferencia; una senda estrecha entre "quienes han dictaminado sin discusión una unidad prematura y quienes consideran que cualquier unidad es producto de una imposición arbitraria" (53).
b) La primacía del holismo sobre el atomismo
Esta tensión entre el reconocimiento de la unidad y el aprecio por la diferencia, entre un único bien y la pluralidad de bienes, entre lo universal y lo histórico, puede ser abordada no solo desde la polaridad entre lo justo y lo bueno, sino también en referencia a otras dos cuestiones claves en la concepción ilustrada de la justicia: la concepción atomista de la sociedad y la primacía de los derechos individuales. Un par de cuestiones muy presentes en el debate entre liberales y comunitaristas que ocupó por casi dos décadas las discusiones en torno a las teorías sobre la justicia. Un debate entre un supuesto equipo conformado por gente como Rawls, Dworkin, Nagel, Scanlon, y otro equipo con Sandel, Maclntyre, Walzer, Taylor. Si bien hay auténticas diferencias, también hay muchos equívocos y simple confusión (54). El análisis más reposado que da la distancia, ha permitido distinguir dos cuestiones diversas que estaban en juego: las cuestiones ontológicas propias de la filosofía de la política y las cuestiones de posturas diversas en teoría política. En las primeras se discute sobre concepciones atomistas u holistas de la sociedad; en las segundas se propicia el individualismo o el colectivismo a la hora de organizaría (55). Pudiéramos decir que lo primero tiene que ver con un mas acá de la justicia -una anterioridad filosófico-antropológica- pues indica la concepción de sociedad que está a la base; lo segundo parece aludir a un más allá de la justicia liberal, en la medida que insinúa proyectos de sociedad que amplían el reconocimiento de derechos, más allá de los individuos.
Detengámonos un momento en esta importante distinción (56). Las cuestiones ontológicas, los factores que se invocan para explicar la vida social, las discuten hace más de tres siglos atomistas y holistas. Dworkin los describe claramente: mientras el atomismo "defiende la prioridad del individuo frente a la sociedad, la explicación de las estructuras sociales a partir de los elementos que configuran a los individuos y el que se pueda y deba dar cuenta de los bienes sociales en términos de las concatenaciones de bienes individuales,... el holismo, esgrime argumentos a favor de la prioridad de la sociedad frente al individuo, el todo frente a las partes" (57). Ha sido frecuente relacionar a los atomistas con los individualistas metodológicos.
Las cuestiones de defensa -en cambio- "tienen que ver con la postura moral o los principios que se adoptan. Aquí hay una gama de posiciones que van desde conceder primacía a los derechos individuales y a la libertad y dar una más alta prioridad a la vida de la comunidad o a los bienes de las colectividades" (58). El debate se plantea entre el individualismo y el colectivismo. Entre los extremos de los libertarios (como Nozick y Friedman) y del colectivismo marxista los más sensatos se acercan al centro. Pero aun entre ellos "hay todavía diferencias significativas entre, digamos, liberales como Dworkin, que considera que el Estado debería ser neutral con respecto a las diferentes concepciones de la buena vida adoptadas por los individuos, por una parte, y quienes creen que una sociedad democrática necesita alguna definición comúnmente reconocida de la buena vida, por otra" (59). Dworkin mismo parece acentuar las diferencias: el individualismo aboga por los derechos y las libertades de los sujetos, y el colectivismo defiende la prevalencia de los derechos y bienes de las comunidades sobre los de los individuos (60).
Distinguir los planos es importante, pues según Taylor, tomar una posición ontológica no equivale a defender nada. Al mismo tiempo, lo ontológico ayuda a definir las opciones que tiene sentido apoyar mediante la defensa. Bick, más cauta, sostiene que "la lección aprendida es distinguir los planos y reconocer que entre ellos más que una conexión necesaria hay una afinidad" (61). Los términos híbridos "liberal" y "comunitario" probablemente deberán ser descartados, para concentrarse en las cuestiones que están efectivamente en juego: las ontológicas propias de la filosofía de la política y las de defensa (o promoción) de la teoría política (62).
Así "cualquier postura en el debate atomista-holista puede combinarse con cualquier postura en la cuestión individualista-colectivista" (63). Si bien nos encontramos con atomistas individualistas como Nozick y con holistas colectivistas como Marx, también existen holistas individualistas como el mismo Taylor, e incluso colectivistas atomistas como Skinner. El caso de Taylor, y otros como Humbold, representa una tendencia de pensamiento totalmente consciente de la incrustación social (ontológica) de los agentes humanos y que al mismo tiempo, valora altamente la libertad y las diferencias individuales. La defensa del holismo no obliga a una defensa del colectivismo.
Sin la distinción los equívocos están a la orden del día. Por ejemplo la obra de Sandel es ontológica y la respuesta liberal la ha tratado como si fuera una obra de defensa. Intenta mostrar cómo los diferentes modelos -atomistas y holistas- están ligados a las diferentes comprensiones del yo y de la identidad: yos "desvinculados" frente a yos situados. Una contribución a la ontología social, que puede desarrollarse en diversas direcciones. Puede utilizarse argumentando que en la medida que el yo totalmente desvinculado es una imposibilidad humana, el modelo atomista extremo de una sociedad es una quimera (64). La reacción de los liberales frente a Sandel fue que no era oportuno imponer cuestiones acerca de la identidad y la comunidad en el debate sobre la justicia. Taylor por el contrario estima que "estos asuntos son altamente pertinentes" y que al no debatirlos se adoptan concepciones no examinadas que tienden en la cultura filosófica anglosajona "a estar fuertemente infectadas de prejuicios atomistas" (65).
Compartimos esta impresión y suscribimos la crítica que el propio Taylor hace del atomismo (66). Teorías que atribuyen ciertos derechos a los individuos, "y niegan la misma jerarquía a un principio de pertenencia u obligación" (67). Si la justicia se reduce a una cuestión entre individuos, las cuestiones de identidad y de comunidad sobran, como parecían sobrar las referidas al bien. Si no, algunos bienes serán irreductiblemente sociales (68) y quizás hay lugar para pensar en derechos colectivos. Nuestra exploración más acá y más allá de la justicia, implicaría que "en vez de esta justicia" avizoramos otra más completa, menos restrictiva, y por ello más justa. Una justicia que puede reanimar el catolicismo social latinoamericano.
Afirmar derechos individuales y asignarles primacía es posible por una concepción de la condición humana basada en un atomismo que profesa la autosuficiencia del hombre aislado. Esta creencia goza de mucha popularidad a pesar de que va en contra de toda la evidencia factual, contra la idea del hombre como animal social o político, contra las teorías de la pertenencia que ponen el énfasis en la obligación de obedecer o pertenecer a una sociedad o sostenerla. Taylor se propone mostrar que el atomismo (o el individualismo como prefieren denominarlo otros como Nozick) es una visión errada, que la libertad como autosuficiencia, que prescinde de la sociedad y la cultura, no es posible y que no es necesario conceder primacía a los derechos.
Taylor sostiene que no podemos afirmar los derechos al margen de un contexto de afirmaciones del valor de ciertas capacidades y que la doctrina de la primacía de los derechos no es tan independiente de las consideraciones sobre la naturaleza humana y la condición social del hombre como presumen sus defensores (69). "Si no podemos atribuir derechos naturales sin afirmar el valor de ciertas capacidades humanas" y si la afirmación de las capacidades y su promoción solo es posible con una tesis social, antiatomista, no hay primacía de los derechos, pues para afirmarlos requiero obligaciones de pertenencia. No podríamos afirmar sin reservas nuestro derecho contra esa sociedad o a sus expensas; "si es justificado que afirmemos el derecho, no puede serlo que debilitemos la sociedad" (70). Los hombres no pueden desarrollar en plenitud su autonomía moral -es decir, la capacidad de forjar convicciones morales independientes- al margen de una cultura política sostenida por instituciones de participación política y garantías de independencia personal. Taylor es enfático al afirmarlo: "sostengo que el individuo libre occidental es lo que es solo en virtud de la totalidad de la sociedad y la civilización que lo produjeron y lo nutren... Como el individuo libre solo puede conservar su identidad dentro de una sociedad y una cultura de cierto tipo, debe preocuparse por la forma de esa sociedad y cultura en su conjunto" (71). No puede siguiendo el modelo anarquista libertario esbozado por Nozick, interesarse exclusivamente en sus elecciones individuales y en las asociaciones constituidas a partir de ellas y descuidar la matriz en las cual dichas elecciones pueden darse.
Es difícil ver cómo se puede afirmar el valor de la libertad en el sentido del ejercicio de la deliberación autónoma y al mismo tiempo no reconocer ninguna obligación de crear y sostener un orden político de este tipo (72). No hay libertad sin aludir a la naturaleza del sujeto humano y a su carácter de sujeto social. El atomismo queda puesto en cuestión.
c) Más allá de los derechos individuales en un liberalismo hospitalario a la diferencia
Si del apartado anterior podríamos concluir que no es posible la justicia con una concepción atomista de la sociedad, en este podríamos preguntarnos si es posible y deseable la justicia con un individualismo que no considere las comunidades y los colectivos. Si los derechos individuales no tienen primacía, pues al vivir en sociedad también contraemos obligaciones, cabe preguntarnos por los posibles derechos de las comunidades.
El reconocimiento de derechos no solo a los individuos, sino también a colectivos, es un asunto que se ha ido abriendo paso en el seno de la propia tradición liberal. Después de la amplia reformulación que Rawls hiciera del liberalismo político, con una mejor inclusión de la justicia social en esta tradición, los planteamientos de los comunitaristas y luego de los republicanos han revitalizado la filosofía política (73). La cuestión debatida es si basta con conceder a los derechos individuales el valor primordial y exclusivo (74), o si es posible reconocer derechos colectivos a las diversas tradiciones culturales.
Un debate relevante para la situación latinoamericana poblada de tradiciones culturales que no son "fuentes olvidadas de la moral", sino reservas morales y de conciencia con plena vigencia y actualidad. Por ello, por la vigencia y actualidad de diversas tradiciones y, entre ellas, del cristianismo y del catolicismo latinoamericano, "beber del propio pozo" es muy distinto de "toda añoranza y cualquier intento de regreso a un viejo mundo perdido" (75). No se trata de elegir entre el liberalismo político y una hermenéutica de las tradiciones, sino de "articular la herencia política del liberalismo, con toda su deducción y su atención a la idea de lo justo y de la imparcialidad, con las tradiciones culturales particulares y con las ideas de bien que esas tradiciones encarnan" (76). Esta vasta tarea de articulación y mediación de las diversas tradiciones continentales, pasa por un reconocimiento y valoración, que pudiera implicar un reconocimiento de derechos a las diversas tradiciones que pueblan nuestro continente. Pasa también por enriquecer una noción de justicia, que yendo más allá de las reducciones liberales, contribuya a darle porvenir al catolicismo social. Recogiendo estos aportes de la filosofía política en la última parte nos ocuparemos de los aportes de las tradiciones seculares y religiosas del continente y en particular de los aportes éticos y políticos que puede ofrecer el catolicismo latinoamericano en esta trayectoria a la modernidad tardía. Antes de ello quisiéramos dar un tercer paso en esta crítica a un liberalismo que desconoce los derechos de los colectivos y que obsesionado por lo universal y la unidad se vuelve hostil a las diferencias.
La reflexión de Taylor sobre el multiculturalismo y las políticas del reconocimiento (77) constata que el derrumbe de las jerarquías sociales no solo da origen a la noción moderna de dignidad que es universalista e igualitaria, sino también a una nueva concepción de la identidad individual, que consiste en ser fiel a sí mismo y que denomina "ideal de autenticidad". "La idea de identidad y de autenticidad ha introducido una nueva dimensión en la política del reconocimiento igualitario" (78). Taylor habla de " la edad " y de la " cultura de la autenticidad" (79). Se derivarán entonces dos políticas: el universalismo igualitario y la política de la diferencia. Situación paradójica en la que la exigencia universal promueve el reconocimiento de la especificidad. Dos políticas que entran en conflicto, pues para una "el principio de igual respeto implica que tratemos a todo el mundo siendo ciegos a las diferencias", para la otra, "se debe reconocer y aún favorecer la particularidad" (80). Mientras la primera reprocha a la segunda que viola el principio de no discriminación, la segunda reprocha a la primera que niega toda identidad al imponer un molde homogéneo, "el reflejo de una cultura hegemónica" (81). Es el ataque más cruel contra el liberalismo, al acusarlo de disfrazar un particularismo en principio universal (82).
La cuestión planteada es saber si toda política de dignidad igual, fundada en el reconocimiento de capacidades universales, está condenada a ser igualmente home-geneizante. La igualdad de derechos de los ciudadanos da un reconocimiento muy limitado a las identidades culturales distintas y considera inaceptable la idea de aplicar diferentemente un código jurídico. Taylor indagará la posibilidad de un liberalismo hospitalario a la diferencia, estudiando la posibilidad de otra concepción de derechos en el liberalismo. Examinará el asunto en el debate canadiense, lo comparará con el planteo de un liberal como Dworkin, para concluir que son posibles dos modelos de sociedad liberal.
El deseo de sobrevivencia de algunas poblaciones (en este caso los canadienses franceses, pero en otros las poblaciones aborígenes) implica la demanda de algunas formas de autonomía (de autogobierno) y también la posibilidad de adoptar algunas formas de legislación que se juzgan necesarias para asegurar esta sobrevivencia (83). Québec ha adoptado varias leyes en el dominio lingüístico, como por ejemplo que ni los francófonos ni les inmigrantes pueden enviar a sus niños a las escuelas anglófonas (84).
Se trata de un proyecto común o un diseño colectivo que impone restricciones a la libertad de los individuos y que puede ser estimado como intrínsecamente discriminatorio. Va contra la perspectiva liberal angloamericana que sostiene que los derechos individuales deben tener siempre primacía sobre los diseños colectivos (85).
Según Dworkin, "una sociedad liberal es una sociedad que, en tanto que tal, no adopta ningún visión positiva particular sobre la finalidad de la existencia. La sociedad está más bien unida alrededor de una poderosa obligación operatoria en vista de tratar a todas las personas con un respeto igual" (86). Así, distingue dos tipos de obligación moral: a) las obligaciones "positivas" que son aquellas que tocan a los fines de la existencia, y b) la obligación " operatoria " que es el deber de tratar correcta e igualmente con otro. Mientras que sobre las primeras la sociedad no puede pronunciarse, porque son bienes privados, debe garantizar las segundas. "Québec viola este modelo": la sobreviviencia de la cultura francesa no es neutra para el gobierno sino que "constituye un bien con valor de axioma". Por ello desarrolla políticas que buscan activamente "crear miembros para esta comunidad".
Taylor estima que "una sociedad puede ser organizada alrededor de una definición de la vida ideal, sin que esto sea considerado como una depreciación de aquellos que no comparten personalmente esta definición. Cuando la naturaleza del bien requiere que el sea buscado en común, es razón para hacer de ello una cuestión de política publica" (87).
La conclusión de Taylor es que son posibles dos modelos de sociedad liberal. El primero es "inhopitalario a la diferencia", pues su política de igual respeto, enquistada en un liberalismo de los derechos, "reposa sobre una aplicación uniforme de las reglas que definen estos derechos, sin excepción" y porque es "muy desconfiado respecto de los de los diseños colectivos" (88). El otro modelo de sociedad defiende algunos derechos, pero distingue estos derechos fundamentales de la vasta gama de exepciones y de presunciones: " Privilegios e inmunidades que son importantes, pero que pueden ser abolidos o restringidos por razones de política pública" (89). No son solo modelos operatorios del liberalismo sino que reposan cobre concepciones de la vida ideal, en las que la integralidad de las culturas tiene un lugar importante.
Por último, situando el problema en otro nivel, Taylor se pregunta si un liberalismo "ciego a las diferencias" puede ofrecer "un terreno neutro sobre el cual las gentes de todas las culturas podrían reencontrarse y coexistir" (90). Concepción que no más que una ilusión, pues este liberalismo "no puede ni debe reivindicar una neutralidad cultural completa" (91). Para no quedar condenados a la inconmensura-lidad (y escapar a la alternativa que veíamos más arriba entre una unidad apresurada y una diversidad irreductible), debe existir una vía media entre -de un lado- "la demanda inauténtica y homogeneizante para el reconocimiento de igual valor, y -del otro- "el encierro voluntario al interior de criterios etnocéntricos" (92). Sugiere poner en juego la presumcion de igual valor. Presumción que según Taylor, ni es un derecho (cual pudiera ser la objetividad del valor de una cultura, ni tampoco un relativismo (afirmar que todas valen lo mismo). Simplemente ser trata de que es "razonable suponer que las culturas que han suministrado un horizonte de pensamiento a un gran número de seres humanos [...] por una larga duración de tiempo -que han [...] enunciado su sentido del bien, de lo sagrado, de lo admirable- es casi seguro que posean alguna cosa que merece nuestra admiración y nuestro respeto, aún si esto se acompaña de muchas otras cosas nos será forzoso detestar y rechazar" (93). Pero el mismo Taylor reconoce que estamos lejos todavía de este último horizonte, frente al cual el valor relativo de las diferentes culturas pudiera ser evidente.
Las reflexiones de Taylor nos llevan a un par de cuestiones muy complejas en materia de justicia. Desde las propuestas del multiculturalismo, se va más allá de una simple crítica de la globalización, para sospechar de una universalización que es reflejo de una cultura hegemónica. Desde "las políticas del reconocimiento" se plantea la posibilidad de restringir la libertad individual en nombre de proyectos colectivos. En torno a la primera cuestión -al final del primer apartado- vinculamos la crisis del catolicismo social a la crisis de esta modernidad tardía y comenzamos nuestra crítica a los procesos de globalización del capital y del individualismo. Una crítica que continuamos -en este segundo apartado- con la crítica a una cultura hegemónica que se basa en un liberalismo que antepone la justicia al bien, el atomismo al holismo y el universalismo igualitario a las políticas de la diferencia. En torno a la segunda cuestión estimamos que el análisis concreto de los proyectos colectivos en juego es el primer paso para esbozar políticas del reconocimiento a las diferencias. En el tercer apartado iniciamos ese análisis de las tradiciones y comunidades vivas del continente, privilegiando la indagación en los aportes ético-políticos de la que nos parece la principal tradición de América Latina.
III. PORVENIR DEL CATOLICISMO SOCIAL LATINOAMERICANO
Los debates en el campo ético y de la filosofía política nos indican que la primacía unilateral de los derechos individuales alienta una concepción atomista de la sociedad y una preocupación exclusiva por los procedimientos que garanticen lo justo. Por el contrario sí, además de lo obligatorio se da lugar a lo deseable, si además de lo que está prohibido o prescrito importa considerar las distintas concepciones de una vida buena, aparecerán por doquier las múltiples comunidades y tradiciones que proponen ideales y sentidos compartidos. Una comunidad histórica -como son nuestros países o el continente- no es solo su orden jurídico, con un Estado que detenta el monopolio de la violencia y reconoce los derechos de cada uno de sus ciudadanos, sino un conjunto bastante más complejo de tradiciones, comunidades, asociaciones y colectivos que colaboran, negocian y entran en conflicto, sea simplemente para poder vivir de acuerdo a los propósitos con los que se identifican, sea para captar más adeptos que participen de sus ideales, sea para proponerlos como el ideario por el que todos debiéramos transitar. En su último trabajo, Caminos del Reconocimiento, al referirse al reconocimiento mutuo, Ricoeur retoma la distinción de Honneth entre el plano jurídico y el social. Mientras el primero está vinculado al reconocimiento de los derechos, iguales para todos con la exigencia de respeto, el segundo es la estima social que reconoce la diversidad de propuestas que tejen la sociedad civil. El porvenir del catolicismo social no puede dejar de considerar y discernir los aportes, con valores y desvalores, que esas otras tradiciones y comunidades concretas están proponiendo (c), discernir en la situación concreta cuáles son las cuestiones fundamentales que están en juego (b) y de acuerdo a ellas y a los tesoros de su propia tradición volver a explicitar con lucidez cuáles son sus aportes más peculiares (d). Es lo que esbozaremos aquí partiendo por enunciar algunos principios o criterios de discernimiento (a) que se desprenden tanto de nuestra situación epocal como de la propia herencia bíblica del catolicismo social.
a) Principios de discernimiento: libertad y fraternidad, igualdad y diferencia
Por un lado hemos dicho que la crisis del catolicismo dice relación con "la entrada del tiempo en teología" que nos obliga a superar la tensión entre lo deductivo y lo inductivo, la yuxtaposición entre lo teológico y lo histórico. Hemos visto que mientras la DSI es acusada de aplicar deductivamente principios a una realidad que no termina de tomar en cuenta, a la teología de la liberación se la recrimina de un inductivismo que confía tanto en los análisis socioeconómicos y políticos que disuelve los datos teológicos. Por otra parte, hemos afirmado que la crisis de la modernidad está vinculada a una serie de procesos que tienen que ver con la exacerbación del individualismo y un eclipse de lo social y lo político. En ambas cuestiones asoma un déficit de historicidad, sea por el predominio de los principios generales sobre la realidad histórico concreta, sea porque esta es reducida a un atomismo incapaz de ver los vínculos de todo lo real. La concepción de justicia y de libertad que asoma de los aportes de la filosofía política contemporánea nos ofrece algunas pistas en el discernimiento cristiano de una situación histórica.
Una más adecuada articulación entre lo personal y lo comunitario/social parece ser el remedio y el aporte que el catolicismo social puede ofrecer a una concepción liberal de la libertad y la justicia que suele reducirla. Los aportes de Ricoeur y Taylor al debate en filosofía política reiteran esta importancia de la libertad, no solo sujeta a reglas para garantizar lo justo, sino también como proyecto que busca lo bueno. Una libertad que no es atomismo y que pretende reconocer derechos no solo a los individuos sino también a las comunidades. Libertad y fraternidad son un par de "principios estructurantes" aportados por la fe cristiana que nos "permiten jerarquizar y ponderar las variables que la comprensión social de cada momento nos ofrece" (94). Principios que agudizan su tensión si sumamos la que se produce entre la igualdad y la diferencia. Estimamos que se trata de cuatro criterios fundamentales.
El pensamiento cristiano y lo mejor de otras tradiciones seculares proponen la existencia de no contradicción, sino al revés, "la mutua implicación, entre la libertad de las personas y los grupos sociales, y su articulación en estructuras sociales cada vez más fraternas e interdependientes" (95). Una interpretación teológica del presente se hace a la vez describiendo los fenómenos históricos y las experiencias subjetivas, comprendiendo la significación que ellos tienen en referencia a la presencia de más o menos libertad y fraternidad, y valorándolo todo a la luz de la palabra divina.
A ello nos invitan los famosos textos conciliares: "es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del evangelio" (GS 4); "el Pueblo de Dios (...) procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios" (GS 11).
Para realizar este discernimiento, a los dos principios fundamentales -libertad y fraternidad- que teniendo su origen en el cristianismo han sido adoptados y asumidos por otras tradiciones, sumaremos otros dos que provienen respectivamente de la modernidad ilustrada y la tardía, pero que también pueden tener profundas sintonías con el cristianismo: igualdad y diversidad. En el apartado de filosofía política hemos podido apreciar con creces las tensiones entre estos dos principios bajo la figuras de lo universal y lo histórico. Si tuviéramos que resumir la antropología que de aquí se desprende diríamos que se trata de 'comunidades de personas, fraternas y libres, en las que se reconoce y defiende su igual dignidad y se respetan y promueven sus diversidades'.
Podemos concluir, entonces, que el método inductivo que propone GS no nos exime del uso de principios de discernimiento, de criterios, para hacernos capaces de leer la realidad. Intentamos superar así la aparente contradicción de los métodos, pues solo es posible auscultar los signos de los tiempos desde precomprensiones teológicas, que incluyen precomprensiones filosóficas. Distinguir la voz de Dios en medio de las voces de los hombres nos obliga a juzgar la realidad desde criterios de divinización y humanización. La primera ingenuidad del "ver, juzgar y actuar", que pretende mirar sin prejuicios ni precomprensiones y cree que la praxis es posterior a la teoría, puede ser superada sin necesidad de abandonar un método que tiene la virtud de partir de la realidad histórico concreta y no de principios abstractos. Justamente la tensión siempre presente, tanto entre la libertad y la fraternidad, como entre la igualdad y la diferencia, nos muestra que se trata de cuatro criterios fundamentales, cuatro principios capaces de ayudarnos en el discernimiento de la historia por que han brotado de ella.
b) Ethos de la globalización, modernidad ilustrada y catolicismo latinoamericano
Estimamos que el asunto crucial que está en juego es el de "la disolución de nuestras comunidades en sociedades sin atributos". (96) En este partido juegan un rol determinante los procesos de globalización, la modernidad ilustrada y tardía y el catolicismo latinoamericano.
La instalación del ethos de la globalización impacta no solo en las culturas tradicionales, sino también al propio ideario moderno, creando un proceso de modernización sin modernidad. Los tres factores que en la actualidad marcan lo fundamental del fenómeno social y de la vida política, son cuestionamientos radicales de la propuesta moderna, a saber, la creciente despolitización de la vida civil, la mercantilización de las relaciones sociales y la deconstrucción de la subjetividad moderna (97).
Por ello hemos sostenido que el conflicto actualmente relevante ya no es el que se dio entre la modernidad ilustrada y las tradiciones religiosas (el catolicismo entre ellas), sino entre un ideario moderno, democrático, emancipador, constructor moral de la sociedad y por ello abierto a las peculiaridades culturales y religiosas de los pueblos que lo adoptan, versus procesos de modernización, subsistemas autorreferi-dos, procedimientos desbocados, violentos y dependientes de la mundialización de Occidente. En definitiva, la tesis que propicia "la apropiación ciudadana de los cambios en marcha" (98) y la que sugiere que hay "una variedad de trayectorias hacia la modernidad" (99) son hermanas, porque estiman que la historicidad de los sujetos individuales y colectivos, las tradiciones peculiares a las que ellos pertenecen y de las que forman parte, son determinantes a la hora de asumir lo que se presenta con pretensiones de universalidad.
Nuestra hipótesis sostiene que en esta apuesta por la que aspiramos a una apropiación ciudadana de los procesos desbocados de la globalización, a una modernización con modernidad, a una trayectoria latinoamericana a la modernidad, esta última no será posible sin el recurso a las tradiciones vivas del continente. Sospechamos que el liberalismo político y el neokantismo moral -frutos preciosos de la modernidad- parecen no tener la suficiente fuerza para contener la avasalladora marea de darwinismo social que acompaña al (neo) liberalismo económico. Nuestra tradición republicana no es capaz de compensar o equilibrar el nuevo ethos que impone la mundialización de occidente con su mercantilización, despolitización e individualismo. Dicho ethos amenaza con "la disolución de nuestras comunidades en sociedades sin atributos". En tales sociedades los más perjudicados son los más pobres, pues al debilitamiento de las tradiciones, del tejido social y del marco institucional, es correlativo el rol hegemónico del capital, que -como hemos dicho- ni siquiera reconoce los derechos de los sujetos individuales sino solo poder de compra.
c) Las tradiciones seculares y religiosas del continente
De lo dicho ha quedado manifiesta la tensión y el conflicto entre dos tradiciones que nos parecen de suma importancia en la construcción del continente. Por un lado, el civismo republicano vinculado a los mitos fundacionales de nuestras naciones, crecientemente vinculado al liberalismo político y la democracia, y por otro, la lógica de socialización del capitalismo tardío con el neoliberalismo como ideología, con los mercados financieros y los medios de comunicación como soporte. Pero por importante que sea este par de actores existen también una serie de otras tradiciones seculares (100), que más allá de verse también afectadas por estas que estimamos principales, han tenido, tienen y tendrán diversos niveles de influencia en América Latina: el positivismo ilustrado, científico -a menudo anticlerical- muy presente en el siglo XIX y comienzos del XX; las distintas tradiciones de carácter más romántico (como el marxismo latinoamericano, el indigenismo y el ecologismo); el feminismo, la lucha por el reconocimiento de los derechos de la mujer, y ahora de las minorías sexuales en los discurso de género; la deconstrucción posmoderna presente en algunos restringidos espacios de la universidad y el arte; y la marea difusa del amplio fenómeno del New Age, que es una de las fuentes propiciadoras de los cambios religiosos.
Además de estas tradiciones seculares existen significativas tradiciones religiosas en el continente. Se pueden destacar cuatro grandes tendencias de la religión en América Latina: la diversificación del catolicismo, el desarrollo del protestantismo, la multiplicación de las alternativas religiosas y la presencia de la indiferencia. Una tipología porosa y permeable pues lo más característico de lo sucedido en las últimas décadas es el pluralismo, el entrecruzamiento, la mutua influencia de estas adscripciones. La pérdida de la hegemonía del catolicismo -o mejor "la disminución progresiva de su hegemonía" (101)- significa no solo que el protestantismo puede crecer y desarrollarse, y que se abre el espacio tanto a nuevos movimientos y expresiones religiosas (NMR) como a la increencia, sino también que el propio catolicismo se fragmenta en una pluralidad de alternativas. Con todo, aun perdiendo su hegemonía, fragmentado y en un lento descenso, el catolicismo sigue siendo de lejos la religión mayoritaria del continente: su 85%, contrasta fuertemente con el casi 10% hasta ahora alcanzado por el crecimiento de los evangélicos y los escasos 2,5% que tienen respectivamente la indiferencia-increencia y los NMR (102). Si bien en términos numéricos, como alternativa al catolicismo, solo el pentecostalismo ha logrado crecer, los otros dos fenómenos, a pesar de su carácter minoritario, concitan una desproporcionada atención: la increencia e indiferencia porque sus adeptos pertenecen a influyentes élites secularizadas, y los NMR porque su difusa influencia ambiental logra alcanzar al resto de las tradiciones y particularmente al vasto catolicismo fragmentado y diversificado.
Nos parece muy relevante la pregunta por las propuestas de sentido y modelos de excelencia que estas distintas tradiciones e interlocutores reales del continente están proponiendo. Al tiempo que compiten, negocian y entran en conflicto, se influyen y fecundan mutuamente. No se trata de propuestas estancas e impermeables, sino de tradiciones que se afectan entre sí, y a menudo los individuos y comunidades concretas suelen participar en más de una de ellas. Nos parece que los aportes que cada una está llamada a dar desde sus ideales y concepciones de vida buena pueden ser significativos en los tres niveles en los que deben ser abordados nuestros imperativos de justicia: el nivel supranacional, el nacional y el infra-nacio-nal. Si como sostiene Rawls, la justicia es la virtud de las instituciones, estamos llamados a crear institucionalidad en los tres niveles. Con todo, supuesta la necesidad de solucionar algunos problemas mediante la creación de estructuras supra-nacionales (103) y supuesto también que hay toda una serie de tareas que tienen que ver con la consolidación y fortalecimiento de Estados nacionales todavía precarios (104), nos estamos refiriendo aquí fundamentalmente a aspectos comunitarios más que societales; a tradiciones culturales que se desarrollan al interior de los Estados pero que a la vez los desbordan; a las concepciones de bien y a los ideales de excelencia compartidos por dichas comunidades y que orientan la creación de instituciones justas en los tres niveles.
Dichos aspectos implican reconocer que no es el Estado el único que suministra identidad, constituye sujetos, ofrece pertenencia y genera vínculos. La comunidad histórica que la modernidad privilegio no es la única comunidad o tradición viva del continente. Si justamente se ha diagnosticado como la mayor amenaza -a la construcción social de la realidad, a la creación de instituciones y comunidades, a la vida en común, a la responsabilidad de unos por otros, al mutuo reconocimiento, a la solidaridad con los más desfavorecidos- la disolución de vínculos en sociedades abstractas y la constitución atomista de sujetos, se propone como la tarea ético política fundamental la creación y reforzamiento de esos vínculos. Como se trata de una tarea ético política, si no hay una distribución del poder a esos grupos intermedios y el reconocimiento de ciertos derechos para que esas tradiciones puedan seguir socializando a sus miembros, la tarea no es todo lo política que se requiere. En definitiva, el desafío de nivel planetario para construir estructuras políticas y jurídicas que enmarquen el capitalismo desbocado no exime de las tareas políticas y culturales a nivel de los Estados (de modo que estos sigan siendo fuentes de reconocimiento y de justicia para sus ciudadanos) y al interior de estos de modo de reconocer, también jurídicamente, las tradiciones culturales que los forman. Estas últimas, a la vez que son el remedio al individualismo, son la fuente de lo que puede ser una ciudadanía multicultural de nivel supranacional (105).
Resumamos. Frente al capital globalizado, estructuras políticas tanto a nivel internacional como a nivel nacional parecen imprescindibles. Un predominio de lo político por sobre lo económico, parece central en la justicia, y esta requiere de la creación de instituciones justas capaces de regular un capitalismo desbocado. Pero sabemos que junto a las tareas ético-políticas hay cuestiones de orden antropológico y epistemológico que las sustentan (106). Frente al individualismo de la autorreali-zación, no parecen tan claras las respuestas, y ni siquiera que se trate de un asunto exclusivamente ético y que concierna solo a la justicia. De alguna manera se trata de asuntos que estarían más allá de la justicia, pero que le son determinantes. Nos abocamos en la segunda parte a tres de estos asuntos que nos parecen claves: el bien respecto de lo justo, el holismo frente al atomismo, los derechos colectivos frente a la exclusividad de los derechos individuales.
d) Tres aportes del catolicismo social latinoamericano
Frente a estos cuestionamientos, que debemos acoger con la seriedad que merecen, sostenemos que la fe en Jesucristo nos preserva de la tentación -tan propia de lo religioso- de replegarse en la intimidad, lo privado, lo espiritual desentendiéndose de lo social, lo público y lo corporal. Las dudas sobre las posibilidades de transformar la realidad sociopolitica inducen a ocuparse de las relaciones personales, privilegiando el amor como lo más propio de la comunidad cristiana en desmedro de la justicia que correspondería a otros. Afirmamos, por el contrario, que la fe no solo nos urge a la caridad y tiene implicaciones sociales, sino que profundas consecuencias políticas, pues es una fe que busca la justicia, el mayor bien posible para todos y todas, en un mundo que anhela ser liberado y cuyas víctimas -que son la mayoría del planeta- siguen clamando al cielo. Los aportes cristianos a la política moderna, no le son exclusivos, pero le son tan propios que se encuentran en todo el plural abanico de versiones del cristianismo. Nos centraremos aquí solo en tres de una serie que hemos explicitado en otra parte y que vemos muy vinculados al catolicismo latinoamericano (107). Se trata de aportes ético-políticos que se basan en la fe en el Dios anunciado por Jesús. Una fe que nos hace confiar en la bondad de la creación a pesar de la adversidad, que afirma la posibilidad de reconciliar fe y razón sin tentaciones fundamentalistas ni integristas, y que confía en los esfuerzos de la razón -en este caso en la razón moderna, ilustrada y tardía- por alcanzar mayor justicia y progreso. Una buena fe que preña la historia de caridad y esperanza.
El primer aporte del catolicismo es la opción preferencial por el pobre. Es quizás el aporte teológico y magisterial más característico y significativo que la Iglesia latinoamericana ha dado a la Iglesia universal. El papa Benedicto XVI ha dicho en el discurso inaugural de la Conferencia del episcopado de Aparecida que "la opción preferencial por los pobres esta implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros" (13) y los obispos latinoamericanos nos han reiterado que en el rostro de los pobres encontramos al mismo Cristo. Una opción del mismo Dios de ineludibles consecuencias éticas y guía segura para cualquier partido político que pretenda inspirarse en el cristianismo. Un criterio de universalidad, pues solo el bien de los más débiles garantiza el bien común. Una exigencia política de incluir a los excluidos, de luchar por su liberación y de hacer de nuestra patria, que sigue siendo una "comunidad de desiguales" (108), una tierra menos segregada, sectaria y clasista.
El segundo aporte del catolicismo es la construcción de vínculos no abstractos. Un asunto crucial si es verdad que los procesos de mereantilización, despolitización e individualismo que acompañan esta modernidad tardía globalizada están contribuyendo a la disolución de nuestras comunidades históricas en sociedades sin atributos, sin identidad, sin peculiaridades culturales. Las identidades particulares surgen del reconocimiento de vínculos que solo son posibles si los sujetos se reconocen por su pertenencia a una realidad que los antecede (109). La vida en la polis supone la existencia de comunidades o asociaciones que reconocen a sus miembros y les otorgan identidad y pertenencia. Reconocimiento que exige una tarea política pues es imprescindible reequilibrar la actual relación entre el individuo y la comunidad, modificando una ideología, un orden y un modelo que no solo no ofrece seguridad, ni protección, ni refugio, sino que disuelve los vínculos, desconoce las identidades colectivas y sostiene que cada individuo lucha en solitario o a lo más formando parte de alguna tribu de turno. El ethos propiciado por el liberalismo y por los procesos de globalización alienta estos desequilibrios.
El tercer aporte es justamente ofrecer un ethos de vida buena, una serie de ideales de excelencia y propuestas de felicidad para las personas y las comunidades. Mientras el liberalismo relega estos asuntos al plano privado pues en el público solo podemos acordar procedimientos, el cristianismo estima que la buena noticia que anuncia es para que tengamos vida y abundante en todos los planos de la vida: el personal y el político, el social y el sexual, el familiar y el ecológico, el religioso y el económico. En todos ellos será necesario discernir que es lo mejor dentro de lo posible. Los antiguos llamaban a esto virtud y la encontraban en la vida de los hombres virtuosos que eran propuestos como modelos de excelencia por ser los mejores. Los cristianos hacen algo análogo al reconocer a los santos y proponerlos como ideales. El que los modernos valoremos los procedimientos y las reglas para garantizar lo justo y que sepamos que los contenidos ideales no son atributos naturales inmodificables sino histórico-culturales, variables y plurales, no nos obliga a relegarlos al ámbito privado. El político cristiano ni puede aducir neutralidad en materias tan fundamentales ni intentar imponerse por medios que prescindan del debate democrático. Lo dicho vale para las cuestiones llamadas "valóricas", como para las ecológicas, sociales y culturales de cualquier orden.
e) Epilogo: de la cuestión social a la cuestión liberal
No pretendemos afirmar que la cuestión social no siga siendo lo más relevante, que la preocupación por los pobres no siga siendo el criterio y la opción fundamental, ni que los desafíos por alcanzar una sociedad más justa no sigan siendo imperiosos, sino que dicha cuestión y la justicia que propugna se enmarca en un contexto en el que la cuestión sobre la libertad ha pasado a primer plano. Al referirnos a la cuestión liberal aludimos al debate en torno a una concepción de la libertad que pudiera acabar con lo social. Se trata de un conflicto en la interpretación de lo que significa la libertad y los valores que a ella se asocian. Para algunos liberales los términos asociados son autonomía, individualismo, atomismo, derechos, procedimientos, etc. Dada la hegemonía que en un momento tuvo el liberalismo económico, la cuestión social se plantea hoy después de esa hegemonía, después de las tesis libertarias y neoliberales, después de que todos parecíamos ser postsociales. Es en virtud de esta hegemonía que vemos ya en retirada, que hemos subrayado que el desafío mayor es "la disolución de nuestras comunidades en sociedades sin atributos". Por ello estimamos que el mayor recurso del continente son justamente esos atributos, que no son otros que los que caracterizan concretamente a las tradiciones, comunidades y asociaciones que pueblan nuestros países latinoamericanos. El porvenir del catolicismo social latinoamericano se juega en su capacidad de auscultar y acoger esos atributos, recursos y aportes, discernir las colaboraciones y conflictos que en ese vasto campo se dan y a la luz de ello redescubrir cuáles son sus aportes propios más pertinentes. Es lo que hemos intentado esquemáticamente en la última parte de este trabajo, después de haber constatado en la primera parte que, sin desconocer su glorioso pasado y toda su riqueza, se trata de una tradición en crisis. La superación de esa crisis es impensable si no se atiende, y es lo que hemos hecho en la segunda parte, a los aportes y debates de la reflexión ética y de filosofía política contemporáneas. Una vez más queda demostrado que la filosofía lejos de ser un lujo para la teología -sea esta teología social o ética cristiana- y agregamos para la praxis cristiana, es una necesidad irrenunciable.
NOTAS
(1) BERRÍOS, Fernando, "Manuel Larraín y la conciencia eclesial latinoamericana. Visión, aporte y legado de un precursos", ponencia presentada en el Seminario interno de profesores de la Facultad de Teología UC, abril 2008, 2 (versión manuscrita por publicar).
(2) Ibid., 4.
(3) A este respecto son elocuentes las palabras del P. Alberto Hurtado en su libro Moral Social: "Los católicos sociales tuvieron que soportar amargas críticas y contradicciones aún de los mismos católicos que no se resignaban a admitir las enseñanzas sociales de la Iglesia: algunos llegaron hasta oponerse al propio Romano Pontífice, como lo lamenta Pío XI en Quadragesimo Anno al referirse a la obra de León XIII (cf. QA 2-3)" (Hurtado, A., Moral Social (obra postuma), Vol. 3, editado por P. Miranda, Santiago, 2004, 39).
(4) Cf. BOTTO, Andrea, "Algunas tendencias del catolicismo social en Chile: reflexiones desde la historia", Teología y Vida Vol. XLIX (2008), 499-514, ponencia presentada en el Coloquio "Catolicismo social en Chile", CTML, abril 2008 (versión manuscrita por publicar).
(5) Es de todos conocida la hegemonía y éxitos políticos que sucesivamente van logrando los católicos sociales vinculados al socialcristianismo que funda la Falange, que conquista la dirección del Partido Conservador y que terminara fundando la DC. Se ha subrayado menos, en cambio el triunfo alcanzado por otra vertiente del catolicismo social, que remontándose a Jaime Eyzaguirre, Julio Philippi, Osvaldo Lira, logra que en la Declaración de Principio del Gobierno de Chile (1974) que inaugura el gobierno militar, queden plasmadas las ideas del conservadurismo corpo-rativista que articulándose con el nacionalismo logra que toda la derecha se vincule a este proyecto que logra conciliar el liberalismo clásico con una matriz conservadora. (Cf., Renato Cristi, Carlos Ruiz, "Pensamiento Conservador en Chile (1903-1974)", Opciones N° 9, mayo-septiembre 1986, 121-146).
(6) MIRANDA, Patricio, "¿Crisis de la doctrina social de la Iglesia?", ponencia presentada en el Coloquio Catolicismo Social en Chile, CTML, abril, 2008, pág. 1 (versión manuscrita por publicar).
(7) Cf. BOTTO, A., op.cit.
(8) Cf. CHENU, M.-D., La " doctrine sociale " de l'Église comme idéologie, Cerf, Paris, 1979.
(9) Cf. ibid., 80.
(10) Cf. PARKER, Cristian, Otra lógica en América Latina. Religión popular y modernización capitalista, FCE, México, 1993.
(11) Los porcentajes de cada una de estas tradiciones religiosas y la significación de estos cambios Cf. infra.
(12) Cf. MARTÍNEZ, Horacio, La misión temporal de la Iglesia. Estudio teológico a partir del Concilio. V.I (Discertatio ad Lauream P.U. Gregoriana), Roma, 1973, 122-127.
(13) CHENU, M.-D., op.cit., 80.
(14) Cf. HÜNERMANN, P. y SCANNONE, J.C., "Introducción al tomo primero", en P. Hünerman, J.C. Scannone en colaboración con Margit Eckholt, América Latina y la Doctrina Social de la Iglesial 1. Reflexiones metodológicas, Paulinas, B. Aires, 1991, 20.
(15) Cf. ibid., 13.
(16) Ibid., 13.
(17) Ibid., 14.
(18) Ibid., 13.
(19) NOEMI, Juan, "La contemporaneidad de la teología. El ejemplo de Paúl Tillich", Teología y Vida,VolXVII (1976), 96-97.
(20) RICHARD, Jean, "La théologie comme herméneutique chez Claude Geffré et Paúl Tillich", Inter-preter, Du Cerf, Paris, 1992, 77. En esta circularidad entre mensaje y situación, reconocemos el método teológico de la correlación y la definición de la teología como 'una empresa hermenéutica de punta a cabo'.
(21) HÜNERMAN, P., "La acción de Dios en la historia. La teología como interpretatio tempori, en Beozzo, Hünermann, Shikendantz, Nuevas pobrezas e identidades emergentes. Signos de los tiempos en América Latina, Córdoba, UC de Córdoba, 2006, 27.
(22) Ibid., 46
(23) Cf. ibid., 17-59.
(24) Ibid., 181.
(25) Pablo VI, Populorum Progressio 20-21.
(26) MIRANDA, P., "¿'Desarrollo integral' o 'prejuicio humanista'?: Una problematización de supuestos en la DSI", Teología y Vida, Vol. XLVIII (2007), 25-40.
(27) MORANDÉ, P., "Cambios en la reflexión de las ciencias sociales y su influencia en la reflexión episcopal latinoamericana", 1968-2007. Ponencia presentada en el Seminario interno de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 2008 (versión manuscrita, por publicar).
(28) Cf. MIRANDA, P., op. cit., 25-40.
(29) HÜNERMANN, P., "La acción de Dios en la historia", art. cit., 52.
(30) Ibid.,51.
(31) Una nueva formulación que quiere ser "un poco más que una clarificación y un poco menos que una retractación" (RICOEUR, Paúl, "De la morale á l'éthique et aux éthiques" (2000), Le juste 2, Esprit, Paris, 2001, 55); "una reescritura que complementa y corrige" (RICOEUR, "Introduction", ibid., 8).
(32) Cf. ibid., 8.
(33) RICOEUR, Paúl, "Éthique et morale" (1990), Lectures 1, Seuil, Paris, 256.
(34) Cf. RICOEUR, Paúl, "Lectio magistral", Universidad de Barcelona, 24 de abril de 2001, 7.
(35) Cf. RICOEUR, Paúl, "Introduction ", op. cit., 9 y 11.
(36) RICOEUR, Paúl, "Le juste entre le legal et le bon", 182.
(37) Cf. RICOEUR, Paúl, "Introduction", op. cit., 9-11.
(38) RICOEUR, Paúl, "L'universel et l'historique" (1996), Le juste 2, op. cit., 267.
(39) lbid.,21%.
(40) Cf. ibid., 284-285.
(41) Ibid.,285.
(42) Ibid.
(43) "La conducción de una vida y el momento del bien", en la Libertad de los modernos, TAYLOR, Charles, Amorrortu editores, Buenos Aires, 2005, 284.
(44) Ibid.
(45) Ibid., 285.
(46) "La cultura posiluminista moderna y liberal ha atribuido a la justicia y a la benevolencia una centralidad y una importancia en la vida moral que parecen no tener precedentes en la historia humana. Los problemas de máxima importancia giran en torno de ellas. Las transgresiones más graves y escandalosas, que épocas anteriores podrían haber caracterizado como blasfemia, traición a la tribu o infracciones al código familiar y sexual, se identifican ahora como violaciones de los derechos humanos... aún la moralidad sexual sufre un desplazamiento de su centro de gravedad. El mal no se define ahora en términos de impureza personal sino como una atentado contra los derechos de otro... acoso sexual... o pornografía como una forma de violencia contra las mujeres" (ibid., 286).
(47) Ibid., 288.
(48) Ibid., 289.
(49) Cf. ibid., 291-292.
(50) En su empeño por determinar la acción obligatoria, las teorías morales modernas, "pueden ahora abordar problemas tan "duros" y decibles como el cálculo de beneficios, los teoremas de la teoría de la elección racional o la posibilidad de deducir de algún procedimiento ciertos mandatos intuitivamente vinculantes" (ibid., 289).
(51) Junto a este criterio de 'la importancia relativa de los bienes' está la idea de su 'ajuste mutuo en la totalidad de una vida'. Se trata de otro aspecto de nuestra percepción del bien y lo justo que también logramos articular. Nuestra tarea no es ejecutar actos aislados, cada uno de ellos justo, sino vivir una vida determinada. En la vida que "llevamos" relacionaremos los distintos bienes que buscamos por su ajuste o desajuste recíprocos en el desarrollo de nuestra existencia. Nuestras decisiones tendrán que ver con las relaciones de complementariedad de los bienes con nuestra vida(Cf. ibid., 296-300).
(52) "Entre ellos se cuentan no solo la articulación de los bienes y de una idea de su importancia relativa, sino también la percepción de la forma de nuestra vida y el ajuste, dentro de ella, de diferentes bienes en distintos lugares y momentos" (ibid., 289).
(53) Ibid., 290.
(54) Cf. TAYLOR, Charles, "Equívocos: el debate liberalismo-comunitarismo", en Argumentos filosóficos, Paidós, Barcelona, 1997, 239-245. En la interpretación de este debate en la que ha sido actor, Taylor reconoce su deuda respecto del lúcido estudio de Mimi Bick, al que referimos más adelante.
(55) TAYLOR, Charles, ibid., 239.
(56) La distinción ha sido definida e investigada por Mimi BICK, The Liberal-Communitarian Debate: A Defense of Holistic Individualism, U. de Oxford, 1987; trad. cast: . El debate entre liberales y comunitaristas, Andrés Bello, Santiago, 1995. La denomina "distinción principal", pues distingue entre la filosofía de la política (las presuposiciones metafísicas, ontológicas y epistemológicas) y la teoría política (la metodología empleada por un teórico político). Charles Taylor, se hace eco de la distinción y las llama simplemente "ontological issues" y "advocacy issues".
(57) DWORKIN, Ronald, La comunidad liberal, Siglo del Hombre, Bogotá, 1996 (art. or., 1989), 24.
(58) TAYLOR, Charles, ibid., 240.
(59) Ibid. Esta última será la perspectiva que Taylor defenderá y que presentaremos más adelante.
(60) Cf., DWORKIN, R., op. cit., 24-25.
(61) mCK,M-,ibid.
(62) Cf. Ibid.
(63) TAYLOR, Charles, ibid., 244.
(64) Ibid., 241.
(65) Ibid., 245.
(66) Con el término "atomismo"se caracterizan las doctrinas de la teoría del contrato social surgidas en el siglo XVII, y posteriores, que sostienen que la sociedad esta constituida por individuos que solo tienen proyectos y fines primariamente individuales. Una verdadera revolución producida por Hobbes y Locke, presente en formas del utilitarismo y doctrinas contemporáneas que defienden "la prioridad del individuo y sus derechos sobre la sociedad" (Ch. Taylor, "El atomismo", en Argumentos filosóficos, op. cit., 225).
(67) Ibid., 226.
(68) TAYLOR, Charles, "La irreductibilidad de los bienes sociales", en Argumentos filosóficos, op. cit., 175-197.
(69) Cf. ibid., 238-239.
(70) Ibid., 240.
(71) Ibid., 250-251
(72) Ibid., 253.
(73) Resulta interesante que no solo sean los comunitaristas y los multiculturalistas los que se plantean la cuestión de la exclusividad de los derechos individuales. En el mundo liberal a veces sorprenden ciertos reconocimientos. Alain Renaut logra admitir que "el hecho de decir que las identidades culturales tienen, a través de los individuos que las eligen, un derecho igual a expresarse en el espacio público, modificaría mucho nuestra concepción de la República", pero no está dispuesto a franquear un límite: "aquel que consistiría en admitir de alguna manera "derechos colectivos". Una tal concepción introduce en efecto una competencia con las libertades individuales, cuyo último modelo conocido -a saber la competencia entre libertad y justicia, libertad individual y justicia social- ha tenido consecuencias horribles. En la posición comunitarista, no veo por otra parte, el seguro suficiente para impedir les derivas teológico-políticas" (RENAUT, Alain, " Les ressources du liberalisme politique " Propos recueillis par Nicolás Weill,Le Monde daté du vendredi 29 octobre 1999). Por su parte el filósofo canadiense Will Kymlicka defiende en sus principales obras "una posición según la cual el individualismo moral que está a la base de la filosofía liberal puede justificar en el contexto de sociedades multinacionales la concesión de derechos colectivos a los grupos nacionales minoritarios" (WEINSTOCK, D., en Politique et Sociétés, Vol. 20, N° 2, 2001). Su concepto de ciudadanía multicultural, su esfuerzo por reconocer derechos a las minorías, su diferenciación entre las minorías nacionales, fruto por ejemplo de la inmigración (en los estados multinacionales) y los grupos étnicos (en los estados polyétnicos), su distinción entre "restricciones internas" y "protecciones externas" son sustantivos aportes a la búsqueda que nos ocupa (KYMLICKA, Will, La citoyenneté multiculturelle. Une théorie libérale du droit des minorités, La Découverte, Paris, 2001 (or. inglés Multinational Citizenship, 1995). Pero será nuevamente la reflexión de Taylor, que nos parece mas incisiva, la que presentaremos.
(74) Cf. RENAUT, A., ibid. También MESURE, S. et RENAUT, A., Alter ego. Les paradoxes de l'identité démocratique, Aubier, Paris, 1990.
(75) THIEBAUT, C, "Introducción", op. cit., 13.
(76) Ibid., 32.
(77) Cf. TAYLOR, Charles, Multiculturalisme. Différence et démocratie, Flemnerian, París, 2003.
(78) Ibid., 55.
(79) Cf. TAYLOR, Charles, La ética de la autenticidad, op. cit.
(80) TAYLOR, Charles, Multiculturalisme, op. cit., 62-63.
(81) Ibid., 63.
(82) Resumiendo el trabajo de Taylor, Ricoeur indica que el reproche al universalismo abstracto es ser ciego a la diferencias en nombre de la neutralidad liberal. En nombre entonces de un particularismo discriminatorio, "aquel del hombre blanco, de sexo masculino, en su apogeo en la época de la Ilustración" (RICOEUR, Parcours de la reconnaissance. Trois études, Stock, Paris 2004, 334. En el tercer estudio dedica un apartado (Multiculturalisme et "politique de reconnaissance") a los planteamientos de Taylor.
(83) Cf. TAYLOR, Charles, ibid., 73.
(84) Además de esta determinación de quien puede enviar a sus hijos a las escuelas anglófonas, se exige que una empresa de más de 50 empleados sea administrada en francés y se proscribe toda firma comercial en una lengua que no sea el francés.
(85) Cf. ibid., 11.
(86) DWORKIN, R., "Liberalism". Citado por TAYLOR, Charles, ibid., 78.
(87) TAYLOR, Charles, Ibid., 81.
(88) Ibid.,?,?,.
(89) Ibid., 82.
(90) Ibid., 85.
(91) Ibid.
(92) Ibid. ,97.
(93) Ibid., 98.
(94) GONZÁLEZ FABRE, Raúl, "Variables en el discernimiento histórico", ITER. Revista de Teología 33, Caracas, ITER-UCAB, 2004, 89.
(95) Ibid., 91.
(96) GONZÁLEZ, Raúl, XXI Encuentro Equipo jesuíta latinoamericano de reflexión filosófica, San Miguel, julio 2004.
(97) Cf. "Instalación del ethos del mundo globalizado en Chile", Fernando Longaz (investigador responsable), Proyecto presentado al Fondecyt, Chile 2004.
(98) CF. LECHHER, Norbert, Informe PHUD 2004, p. 2.
(99) Cf. LARRAIN, Jorge, ¿América Latina moderna? Globalización e identidad, Lom, Santiago, 2005.
(100) Al hablar aquí de tradiciones seculares, nos estamos refiriendo a tradiciones ideológicas capaces de articular discursos identitarios en base a una determinada lectura de la realidad, a propuestas de vida buena y de bien común que poseen ideales de excelencia que interesa promover. Una suerte de 'comunidades de ideas' que trascienden las generaciones y las localidades, y que a menudo tienen expresión política y mayor concreción en otro tipo de comunidades como son los partidos políticos. Pero la categoría 'tradiciones y comunidades' puede referirse a muchas otras. Para W. Kymlicka, en su noción de ciudadanía multicultural es importante distinguir entre minorías nacionales fruto de la inmigración y los grupos étnicos originales. Creemos que además de las comunidades que se adquieran por nacimiento (nacionales, regionales, étnicas, lingüísticas, a menudo las religiosas) debemos considerar aquellas a las que las personas se adscriben por elección: todo tipo de asociaciones, desde los voluntariados (los bomberos o los socios de una fundación) a los grupos de interés (los amantes del vino o del barroco); desde los scout a los miembros de una empresa transnacional, sin olvidar por supuesto a los clubes de fútbol.
(101) PARKER, Cristian, "Introduction a Les transformations du champ religieux en Amérique latine ", Social Compass 45 (3), 1998, 323-333.
(102) Son las cifras de la mayor parte de los países (México, Colombia, Venezuela, Bolivia, Argentina, etc.), si bien en algunos el catolicismo ya no es mayoría (Cuba y Guatemala) y en otros, como Chile y Brasil, experimenta un lento descenso: mientras el catolicismo bordea el 70% y los evangélicos alcanzan el 16%, el restante casi 15% se reparte entre las diversas modalidades de la increencia y los NMR.
(103) Estructuras e institucionalidad cada vez mas necesarias, sea porque los Estados ya no tienen control sobre un asunto (el flujo financiero internacional), sea porque los problemas son de nivel macro (la cuestión ambiental) o porque no pueden ser dejados en manos de las soberanías nacionales (lo del tribunal penal internacional para perseguir determinados crímenes).
(104) En América Latina son desafíos prioritarios lograr mayor gobernabilidad e institucionalización, consolidar democracias que acabe con los privilegios y las discriminaciones, luchar contra la pobreza y la inequidad, etc.
(105) Cf. WEINSTOCK, D., recensión a la obra de KYMLICKA, Will, Les théories de la justice, (Montreal, Boreal, 1999), en Politique et Sociétes, Vol. 20, N° 2, 2001.
(106) Por ejemplo, en la creación del Homo economicus, el individualismo metodológico es pieza clave. Cf. GONZÁLEZ, R., "La figura moral del hombre económico". In: Ética y economía, Desclée De Brouwer, Bilbao, 2005.
(107) Cf. SILVA, E., "América latina. ¿Hacia una modernidad católica?", Mensaje, diciembre 2006, 31-36.
(108) BENGOA, José, La comunidad reclamada. Identidades, utopías y memorias en la sociedad chilena actual, Catalonía, Santiago 2006.
(109) La Iglesia quiere representar la antecedencia de la comunidad a las personas y recuerda a los modernos que pretenden elegir sus pertenencias, que hay un vínculo originario con Dios y entre los hombres que hace posible estas elecciones (COSTADOAT, J., "Católicos en democracia", Mensaje, septiembre 2005, 16). Antes de poder elegir, somos elegidos y recibidos en una comunidad. Podemos hablar porque otros nos han hablado, podemos amar porque hemos sido amado, podemos darnos porque hemos sido sujeto del don.