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Antropologías del sur

versión impresa ISSN 0719-4498versión On-line ISSN 0719-5532

Antropol. sur vol.9 no.18 Santiago dic. 2022

http://dx.doi.org/10.25074/rantros.v9i18.2418 

Ensayos documentos

Último reporte sobre Oscar Lewis y su paso por Tepoztlán

Luis Eugenio Campos1 

1 Dr. en Antropología. Académico de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano Centro de Estudios Interculturales e Indígenas, Chile Correo-e: lcampos@academia.cl

El 16 de diciembre de 1970 falleció en Nueva York, a los 55 años, el antropólogo norteamericano Oscar Lewis. Casi cincuenta y dos años después, el día 2 de diciembre de 2022, en una visita al pueblo de Tepoztlán, tradicional villa mexicana del estado de Morelos, pudimos conocer a Fernando Zúñiga, quizás la última persona que en Tepoztlán recordaba al viejo antropólogo. Esta es la historia de un increíble encuentro que, sin lugar a dudas, le hace honor al título que hace ya varios años lleva dicha localidad: la de pueblo mágico.

Oscar Lewis nació en Nueva York un día 25 de diciembre de 1914 bajo el nombre de Yehezkiel Oscar Lefkowitz. Su padre había migrado unos años antes desde Polonia, proveniente de una familia de rabinos, papel que con seguridad hubiera debido de continuar el mismo Oscar de haber nacido en Europa. Los aires de guerra que se avecinaban en el viejo continente, sumados a la también incipiente persecución a los judíos, fueron motivo suficiente para que la familia decidiera partir al nuevo mundo, donde arribaron unos años antes de que naciera Oscar y de que se diera inicio a la Gran Guerra. Al igual que muchos de los migrantes que llegaban a Estados Unidos con la idea del sueño americano, se fue a vivir a una zona rural vecina de Nueva York, donde la familia se dedicó al trabajo en una granja.

Fue ahí donde Oscar Lefkowitz vivió sus primeros años, en un ambiente en que predominaba la pobreza, hasta que su padre, cambiando de rubro, pasó a regentar un viejo hotel, en la misma región, que le entregó lo suficiente para poder vivir y educar a su familia. El pequeño Oscar vivió en esa localidad hasta los quince años, cuando decidió continuar sus estudios en la ciudad de Nueva York. Allí aprendió a vivir en medio de las pandillas que por ese entonces llenaban la ciudad y que fueron la base para lo que en antropología se llamarían después los estudios étnicos: judíos, irlandeses, italianos y anglosajones se disputaban el espacio público entre lealtades y conflictos, algo parecido a lo que él retrataría años después en uno de sus más conocidos trabajos titulado Tepoztlán: Un pueblo de México.

Luego de sus estudios secundarios, Oscar decidió que lo que le gustaba era la historia y, a pesar de las recriminaciones de su padre, la familia terminó por acostumbrarse a que su hijo continuara por la misma senda de los antiguos rabinos, aunque esta vez el conocimiento estaría dirigido al rescate del pasado y del presente de la sociedad en la que su familia se había integrado. Fue así que en 1930 ingresó al College de la ciudad de Nueva York, donde concentró sus estudios en las áreas de historia y filosofía, pero, tras sufrir serias diferencias con ese departamento, se incorporó a la Universidad de Columbia, cuna de la antropología norteamericana, liderada por el alemán Franz Boas, otro migrante que había llegado a Estados Unidos a fines del siglo XIX. En ese contexto pudo conocer a personalidades de la disciplina como Ruth Benedict, Margaret Mead y Ralph Linton, que fueron fundamentales para su conversión a la antropología.

Por otro lado, siguiendo la influencia de la teoría marxista que había aprendido como parte de su acercamiento al Partido Comunista, decidió que el foco de su investigación no lo pondría en el estudio del orden, influencia del positivismo y de la teoría durkhimiana, sino en los elementos que producen el cambio social que, siguiendo a Marx, eran la base de la transformación de las sociedades. Es por esto que la mirada de Oscar Lewis, hasta su muerte, se orientó a la cuestión del conflicto social, a lo que se le fue sumando, con el tiempo, la caracterización de las desigualdades que se reproducían no solo en Estados Unidos, sino también en otras sociedades. Más tarde redactaría su primer libro, que lo catapultó como uno de los más grandes antropólogos norteamericanos, Antropología de la pobreza: Cinco familias.

En 1940, cuando concluía su doctorado en antropología, el joven antropólogo decidió cambiar su nombre y comenzó a firmar como Oscar Lewis, con lo que dejó atrás para siempre su pasado como Lefkowitz, quizás encarnando en sí mismo las problemáticas que con posterioridad trabajaría en torno a la migración del campo a la ciudad y a los diversos mecanismos de adaptación que vivían los campesinos en su tránsito a la modernidad, tema por lo demás ampliamente tratado, varios años antes, por el destacado antropólogo Robert Redfield desde Chicago.

Si bien el libro Tepoztlán data de 1960, formaba parte de una serie de publicaciones que reflejaban la realización de un largo trabajo de campo en México, comenzado en 1943 cuando fue enviado al país azteca como representante de Estados Unidos al Congreso del Instituto Indigenista Interamericano. Como resultado de sus investigaciones publicará, además de Antropología de la pobreza y Tepoztlán: Un pueblo de México, su libro más polémico, Los hijos de Sánchez, biografía de una familia que habitaba los suburbios de la entonces ya extendida Ciudad de México, que reflejaba lo que Robert Redfield denominaba el continuo folk urbano. Con este apelativo se caracterizaba, entre otros aspectos, la manera como personas provenientes de comunidades tradicionales, como el mismo Tepoztlán, iniciaban un camino sin retorno que los llevaba de la comunidad a la sociedad, de lo rural a lo urbano y de lo tradicional a lo moderno.

Fernando Zúñiga, en la actualidad con más de setenta años, contrariando las teorías de Redfield y del mismo Lewis, sigue viviendo en su comunidad. Al poco andar de su relato nos cuenta de los tiempos en que Oscar llegó con toda su familia, su esposa Ruth y sus dos hijos, a vivir a Tepoztlán, donde arrendó una casa a los pies del cerro sagrado del Tepozteco, en cuya cima, a más de 400 metros de altura y a casi 2.500 metros sobre el nivel del mar, se conserva un antiguo sitio ceremonial, una de las muchas pirámides mexicanas bajo administración del Instituto Nacional de Antropología e Historia, el INAH. Zúñiga, que contaba entonces con escasos años, recuerda que Lewis entró en contacto con su tío, quien entonces guiaba a los escasos visitantes que se atrevían a subir los más de 2.000 peldaños que llevan hasta la cima del cerro, desde donde se contempla no solo el pueblo de Tepoztlán, sino también todo el valle, paisaje que refleja tanto la fuerza de un pueblo como los varios procesos de dominación por los que pasó la villa a lo largo de su existencia.

Fernando Zúñiga sube el Tepozteco de lunes a viernes en solo cuarenta y cinco minutos, un recorrido que, a nosotros, con más de veinte años menos, nos llevó más de una hora. A las siete de la mañana sale de su casa, ubicada cerca de la iglesia del pueblo, y comienza el ascenso que viene realizando desde hace años, cuando comenzó su trabajo como funcionario del INAH, quizás influenciado por las mismas andanzas de su padrino Oscar Lewis. Fue ahí donde lo encontramos luego de que, con mucho esfuerzo, llegamos a la cima de la montaña y lo vimos sentado, inexpresivo, como una más de las antiguas piedras que, mudas, testimonian sobre el pasado de un pueblo glorioso que alguna vez ocupó todo el territorio que podíamos contemplar desde las alturas.

Fue en ese preciso momento, mientras descansábamos frente a él, sentados en una pequeña barda de rocas, recuperando el aliento perdido en la exigente subida, que se me ocurrió preguntarle por los viejos antropólogos que habían escrito, con más de veinte años de diferencia, dos trabajos sobre su pueblo. De manera increíble, podríamos decir ahora de manera casi mágica, los ojos de Zúñiga, hasta ese momento impávidos en su rutinaria tarea de cobrar el ingreso al sitio, brillaron de forma inesperada e incrédula, y nos dijo: “Yo lo conocí. Y tengo todos sus libros, o por lo menos los que he podido conseguir por aquí con un librero que viene desde Ciudad de México todos los miércoles, cuando hay tianguis o mercado”.

A pesar de nuestra sorpresa, la llegada de nuevos turistas nos obligó a suspender la conversación y partimos raudos a conocer la antigua pirámide que, para ese entonces, se había convertido en un obstáculo para continuar nuestra distendida plática con don Fernando. Al regreso de nuestro recorrido por el sitio, sin duda más corto que lo habitual, Zúñiga nos esperaba con una mirada habitada ya por los recuerdos. Pero primero quiso comprobar si, más allá de nuestro interés, sabíamos algo de lo que estábamos preguntando. Y fue ahí que la magia de Tepoztlán se desplegó con intensidad, cuando comenzó a describir, de manera precisa, cada una de las publicaciones del que, a esa altura, era llamado simplemente Oscar. Nos dijo que el libro titulado Pedro Martínez era la historia de vida de un habitante del mismo pueblo y que el trabajo de Lewis siempre se había enfocado en la cuestión de la pobreza, incluyendo Los hijos de Sánchez, que era uno de sus libros favoritos.

Para los que no conocen, Los hijos de Sánchez es la biografía de una familia mexicana que vivía en la periferia de la ciudad de México y que fue, junto con otros relatos obtenidos en su extenso terreno, la continuidad de su trabajo con la cultura de la pobreza. Ese libro tuvo un impacto que, por varias razones, trascendió la antropología e incluso terminó convirtiéndose en una película protagonizada por el ya conocido Anthony Quinn que, años antes, había interpretado al hermano de Emiliano Zapata, quien por lo demás había nacido a escasos kilómetros de Tepoztlán.

Fue así como, en Los hijos de Sánchez, desafiando la matriz marxista ortodoxa de su formación, Lewis se decidió a darle carne y vida a los análisis economicistas clásicos a partir de no solo hablar de las condiciones estructurales de la pobreza en la región, sino de las experiencias cotidianas y concretas que experimentaba el viejo jefe de una familia de escasos recursos junto con sus hijos e hijas. Con este estudio instaló las bases de la utilización del enfoque biográfico en la disciplina, incluyendo el llamado método o efecto Rashomon, o de historias de vida cruzadas, en que los relatos de cada miembro de la familia le ayudaron a construir los distintos puntos de vista que enriquecen la mirada que se tenía sobre la pobreza.

Pero ese no fue el único impacto que tuvo el libro. Oscar Lewis había llegado a México como parte de los vínculos de investigación y de apoyo social que existían entre México y Estados Unidos. En 1943, luego de haber trabajado en varias universidades en Nueva York, Washington, Yale e Illinois, y de haber servido, tal como muchos antropólogos, en el Departamento de Estado Norteamericano como analista de propaganda durante la Segunda Guerra Mundial, Lewis aceptó el puesto de representante de Estados Unidos en el ya citado Congreso del Instituto Indigenista Interamericano, condición en la que llegó a realizar su trabajo de campo.

Siendo representante oficial del gobierno norteamericano, la publicación de Los hijos de Sánchez y la cruda visión de la pobreza y la desigualdad que allí se desplegaba, fueron percibidas como una verdadera afrenta por parte de las autoridades mexicanas, que no solo expresaron de manera abierta su crítica a la investigación, sino que obligaron a la editorial, nada menos que el Fondo de Cultura Económica, que por el éxito de ventas ya había publicado una segunda edición, a retirar de circulación el libro y a quemar todas los ejemplares existentes. No sé si existe otro caso similar en las ciencias sociales modernas de un libro que, siguiendo un estricto protocolo de investigación científica, fue no solo censurado, sino también destruido. Fue así que su publicación en 1964 obligó a que Oscar Lewis abandonara el país, aunque poco después la censura fue levantada y la editorial Joaquín Mortiz, menos condescendiente con la inquisitoria política mexicana, publicó una nueva edición en 1966.

Fernando Zúñiga, a pesar de estar en medio de su trabajo ya casi ritual del cobro de entradas, se toma su tiempo para conversar. Su compañero de labores, un joven de mirada todavía más hermética que la de Zúñiga, asume que el viejo estará todo el tiempo que sea necesario abocado a responder las preguntas de los dos hueros que han llegado a romper la parsimonia habitual de sus labores. De todas maneras, algo de curiosidad despiertan en su rostro las preguntas que se le formulan al viejo y, sobre todo, las respuestas cada vez más íntimas y conocedoras que se desprenden del relato de Zúñiga.

Para contextualizar todavía más la situación debo aclarar que Los hijos de Sánchez no fue la primera polémica en que se vio envuelto Oscar Lewis, ya que la publicación en 1960 de Tepoztlán provocó otra de las más conocidas controversias con que cuenta la antropología norteamericana y que tiene relación con la importancia que tuvieron los estudios que realizaron en México investigadores de este país, muchos de ellos también al amparo de su gobierno. Hay que recordar que la antropología es una disciplina que se inicia a fines del siglo XIX e inicios del XX como parte de los esfuerzos por entender a los pueblos y culturas que en diferentes partes del mundo iban siendo contactados por la expansión colonial.

De lo anterior se desprenden dos aspectos fundamentales para entender la presencia norteamericana de la disciplina en México. El primero fue la focalización de los estudios antropológicos en la descripción de culturas primitivas, o en el mejor de los casos, en un estadio de desarrollo considerado inferior al de las sociedades modernas de donde provenían la mayor parte de las y los antropólogos. De ahí que los estudiosos norteamericanos viajaran por gran parte del mundo caracterizando a las poblaciones menos desarrolladas. Y al respecto, México tenía una gran ventaja, por su cercanía y porque, más allá de las evidentes diferencias culturales, religiosas y políticas que existían entre ambas naciones, México no dejaba de ser considerado, por lo menos para los norteamericanos, como el patio trasero de Estados Unidos.

En segundo lugar, estaba la cuestión de la geopolítica nacional y el involucramiento que, desde inicios del siglo XX, comenzó a ejercer el Departamento de Estado Norteamericano en diversos países de América Latina y que en el contexto de la Guerra Fría y de la Alianza para el Progreso llevaron a que el trabajo de las y los antropólogos se pareciera, más que a una labor científica, a la acción de agentes encubiertos que, aprovechándose de sus contactos y de sus vínculos en terreno, intentaban promover los intereses de Estados Unidos en América.

Fue en ese contexto que varios investigadores, entre ellos Robert Redfield y Sol Tax, desde Chicago, y el mismo Oscar Lewis, circularon por México, Guatemala, Cuba o Puerto Rico, haciendo trabajo de campo y entregando no solo perspectivas teóricas, sino también informes que ayudaban a explicar y diseñar lo que se creían necesarios procesos de transformación social conducentes a la modernización de Latinoamérica. La teoría del cambio cultural y de la aculturación funcionaban tanto como base para la descripción de la realidad como profecía autocumplida que concluiría, irremediablemente, con la mayoría de los pueblos viviendo, pensando, trabajando y, sobre todo, consumiendo como un norteamericano de la primera mitad del siglo XX.

Fue en ese contexto que Robert Redfield realizó breves estadías de trabajo de campo en México, lo que hace de él, quizás, el primer antropólogo que llegó a hacer terreno en Tepoztlán, entre los años 1925 y 1926. La publicación de su libro, también llamado Tepoztlán, será la base para entender lo que con posterioridad será conocido como la comunidad mesoamericana y la base también para los estudios sobre el campesinado en América Latina, más allá de la obviedad, quizás no tan explicitada en esos estudios, de que los sujetos ahí descritos eran no solo campesinos, sino también indígenas descendientes de largas tradiciones, que habían debido soportar la llegada de los antropólogos, pero también de otros frentes de expansión, como la misma invasión de los españoles, de los republicanos y, en el caso de Tepoztlán, de los toltecas y los aztecas.

Las descripciones de Redfield, influenciadas por su aproximación teórica derivada del estructural-funcionalismo británico, se orientaron a destacar aquellos elementos que le daban cohesión a la vida social, con una focalización en las relaciones cara a cara, los mecanismos de cooperación y todos aquellos aspectos que, siguiendo la teoría del sociólogo francés Émile Durkheim, ayudaban a que no se produjera la anomia y que permitían que los conflictos, aunque presentes, no fueran lo más importante a la hora de caracterizar a la comunidad. Lo valioso eran los lazos primordiales que compartían los tepoztecos, los cuales eran descritos a partir de la vivencia en una comunidad tradicional, no literata, con pocos o muy lentos cambios, con escasa división del trabajo y con vínculos de solidaridad visibles; una existencia idílica que, más allá de estar en evidente transición hacia la modernidad, seguía siendo uno de los mejores ejemplos de la comunidad tradicional.

El libro publicado por Oscar Lewis en 1960 propuso una visión bastante distinta de Tepoztlán, lo que fue entendido por muchos como una consecuencia del estatus deficitario que como ciencia se le daba y se le sigue dando a la antropología. Para Lewis, Tepoztlán estaba bastante lejos de ser la sociedad idílica que había descrito Redfield, pues en ella predominaban no solo los conflictos internos, sino también las amenazas que, desde el exterior, se cernían sobre el pueblo y que tenían que ver con la migración hacia la Ciudad de México, la explotación económica, los terratenientes, el manejo político del Partido Revolucionario Institucional y otros muchos factores.

La pregunta era, entonces, ¿cómo un mismo pueblo podía ser caracterizado de maneras tan diferentes? Para algunos, incluso para el mismo Fernando Zúñiga, la razón eran los más de veinte años de diferencia que había entre la visita de Redfield y la de Lewis, a pesar de que el mismo Zúñiga declarara que en 1950 todavía no llegaban los frentes de expansión que asolarían a Tepoztlán años después y que incluyen la instalación de un campo de golf y la llegada de modernos antropólogos y antropólogas que harían de Tepoztlán su segunda y hasta su primera vivienda. Por último, para los más entendidos en la disciplina, la cuestión fue solo de aproximación teórica, ya que la perspectiva marxista de Lewis lo había obligado a apreciar aspectos que el modelo de Redfield, más centrado en el orden, no le permitía considerar.

Don Fernando nos vuelve a relatar la historia de su tío, el cual, desde la época del mismo Redfield, había comenzado a acompañar a los incipientes turistas y también a los investigadores a conocer el cerro sagrado y sus ruinas. Nos cuenta que Oscar llegó por primera vez a su casa a inicios de 1950 y que, a lo largo de los años, su relación se fue estrechando, al punto que lo veía pasar cotidianamente. Eso es lo que recuerda ahora, en esa plática arriba del cerro. Lo más seguro es que Lewis se convirtiera en su padrino al momento de su nacimiento. Zúñiga rememora, con claridad, a pesar del paso de los años, esa figura alta y delgada que llegaba a su casa y que con el paso del tiempo comenzó a llevarle regalos y que pasaba largas horas platicando con su familia.

Este no es el primer caso que escucho sobre investigadores que estrechan tanto sus vínculos con los sujetos de estudio que terminan estableciendo relaciones muy cercanas, lo que incluye a aquellos que optan por el matrimonio con mujeres y/o hombres de las comunidades, aunque esta práctica, menos extendida, no ha dejado de provocar ciertos problemas derivados tanto de los evidentes celos de los nativos como de las implicancias cuando los antropólogos deciden volver a sus lugares de origen y se enfrentan a la decisión de qué hacer con sus familias. En todo caso, apadrinar sigue siendo un mecanismo usual que tienen las y los investigadores para reforzar sus lazos con los habitantes locales y retribuir, de alguna manera, la enorme desigualdad y asimetría que se esconde tras el trabajo antropológico: unos son los estudiados, incluso llamados “objetos de estudio”, mientras que los otros son los que vuelven para entregar sus reportes.

La conciencia de esa asimetría la tuve hace más de veinticinco años cuando, caminando por esas rutas escondidas de la Mixteca Alta en Oaxaca, de vuelta de una celebración religiosa, me encontré con un mixteco que venía de regreso de un tianguis o mercado de animales. Como la costumbre obliga, nos detuvimos en el pequeño camino y comenzamos a platicar y a intercambiar diversos productos. El aportó la comida mientras yo ponía a disposición la botella con alcohol que había ido guardando, una pequeña fracción de todo lo que se debía beber por ser parte de la fiesta. Estuvimos más de tres horas conversando y ya entrada la noche, el caminante, llamado Santiago, llegó a su gran conclusión diciendo: “Ahora entiendo tu labor. Tu viajas por el mundo, vienes de Chile, pasaste por Brasil y ahora estás aquí preparando tu reporte que te servirá para presentar tu tesis, para crecer, cabrón. Y yo ahora voy a llegar a casa y ¿a quién le voy a reportar?, ¿de qué me sirve a mí toda esta conversación?”

En este caso era Oscar Lewis el que estaba trabajando en misión oficial y el que desarrollaba diversos proyectos que lo habían llevado a terreno y sobre los cuales debía reportar. Y al igual que la mayoría de los llamados informantes, aquellos que eran entrevistados, Fernando y su familia, jamás habían podido reportearle a nadie sobre lo que habían conocido hablando con las y los antropólogos que, como nosotros, no han dejado de pasar por su pueblo. Eso es lo que pensaba Fernando Zúñiga hasta el día en que llegamos, casi inocentemente, a hacerle la pregunta que ha motivado toda esta reflexión y que ha provocado que, de manera lenta, la única forma en que se van ganando las confianzas, nos comenzara a contar toda esta historia, de los libros que había leído, de su padrino, preparándose para el momento en que por fin pudo romper en algo la eterna asimetría que nos impone el trabajo de campo, ya que ahora era Zúñiga el que estaba reportando.

Tepoztlán, a pesar de sus grandes cambios, sigue siendo un lugar donde sus habitantes interactúan con los investigadores. Han visto cómo su villa se fue transformando hasta su actual estado de “pueblo mágico” que, según la Secretaría de Turismo, es el estatus que detenta la localidad, convertida en un lugar para ir a pasar el fin de semana, compartir en cualquiera de las centenas de bares que existen en el pueblo y visitar la pirámide en la cima del cerro, la misma donde nosotros pudimos conocer a Fernando Zúñiga.

Su recuerdo de Oscar, como lo sigue llamando hasta hoy, el seguimiento que ha hecho durante todos estos años de su obra y el hecho de haber sido apadrinado por uno de los más destacados antropólogos del siglo XX sembró en aquel muchacho, hoy convertido en un viejo sabio y contemplativo, la semilla del amor por su cultura y por el conocimiento, lo que hace todavía más entendible por qué don Fernando estaba ahí ese día, no solo para cobrar las entradas o para dar algunas indicaciones acerca de lo que se debía o no hacer en el sitio, sino para algo que había esperado expectante todos esos años, poder entregar su propio informe. Esa es la felicidad rotunda que vimos aparecer en sus ojos cuando le preguntamos por Lewis. El día de su reporte había por fin llegado.

Referencias bibliográficas complementarias

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