1. Introducción
El presente texto tiene como objetivo principal ofrecer algunas reflexiones y propuestas concretas para la discusión acerca del diseño institucional-normativo de la justicia constitucional en la Convención Constitucional para una nueva Constitución en Chile. En ese sentido, debe entenderse como una aproximación disciplinaria, desde el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH) y el derecho constitucional comparado, que debe ser complementada con estudios de otras disciplinas. En efecto, una premisa fundamental que debe inspirar cualquier propuesta constitucional es la importancia del contexto. Las instituciones, y entre ellas las cortes de justicia, operan de muy variadas formas según el contexto social, económico y político. Instituciones que operan exitosamente bajo ciertas condiciones pueden fracasar estruendosamente bajo otras. Las variables y categorías a considerar son numerosas: la distribución del poder político; la historia nacional de crisis políticas, revoluciones y acuerdos constitucionales que influyeron en el desarrollo de las instituciones políticas; la forma de Estado, la forma de gobierno, y los regímenes políticos implementados; la efectividad de los checks and balances; el tipo de élites que controlan el país; la influencia de fuerzas ilegales en la operación del Estado; la fortaleza de la sociedad civil; los antecedentes de acceso efectivo de individuos y grupos sociales al sistema de justicia; las dependencias de trayectoria de la jurisprudencia constitucional del país; la tradición jurídica y la calidad de la formación en las facultades de derecho, entre muchas otras. Cada variable agrega un nivel de complejidad a cualquier análisis sobre la pertinencia y calidad de una institución. Por eso es importante tener una aproximación interdisciplinaria y multidimensional, que no puede ofrecerse plenamente en un artículo enfocado en contenidos normativos y disposiciones constitucionales para solo uno de los poderes públicos. Estamos planteando el diseño de una de las piezas de la sala de máquinas de la Constitución2, que solo es parte de un engranaje que debe encajar con precisión y debe articularse armónicamente con el resto de las componentes.
Un segundo punto crucial se relaciona con la orientación de la propuesta. Este texto formula una defensa firme al establecimiento de una justicia constitucional transformadora que se tome en serio los derechos que se reconozcan en la nueva Constitución3. En esta línea, la propuesta encaja en un engranaje institucional que establezca un Estado social de Derecho o al menos un modelo “en perspectiva social”4 en el cual es esencial la configuración de frenos y contrapesos que reduzcan el hiperpresidencialismo chileno5 y garanticen el equilibrio de poderes. La premisa básica es que la nueva Constitución chilena no resulta de una revolución (y por lo tanto no será una Constitución preservadora de ese presente revolucionario) sino del despertar social que cree en la posibilidad de transformar el presente a través del derecho constitucional, lo cual muy probablemente derive en un texto constitucional aspiracional. Un modelo así tiende a perseguir metas ambiciosas o maximalistas, lo que implica que exista una gran brecha entre el texto constitucional y la realidad social que tienen por objeto regular. Entre estas metas ambiciosas, la aplicabilidad de los derechos constitucionales en general y de los derechos sociales en particular es algo central. En consecuencia, estos derechos son tratados como normas jurídicas y por eso deben ser protegidos6.
Finalmente, este artículo no pretende elaborar una descripción teórico-conceptual de las diferentes instituciones judiciales ni de los modelos de justicia constitucional en el derecho comparado. Su punto de partida es el libro de Armin von Bogdandy7, en el que se compilan estudios que analizan la jurisdicción constitucional de nueve países latinoamericanos: Argentina, Chile, Colombia, Guatemala, Honduras, Perú, México, Uruguay y Venezuela. Esta publicación es una de las más actualizadas y completas en la literatura especializada sobre el tema, y sigue una estructura idéntica para cada uno de estos países, lo que favorece el análisis comparado: 1) génesis y evolución de la jurisdicción constitucional; 2) caracterización general del sistema; 3) aspectos institucionales y procesales del órgano de control constitucional; 4) papel político-institucional de la jurisdicción constitucional; 5) efectividad de la justicia constitucional; 6) relación con el legislador, los jueces ordinarios, la sociedad y la comunidad jurídica; y 7) relaciones con el sistema interamericano de derechos humanos (diálogos judiciales y control de convencionalidad).
El análisis que se ofrece a continuación se basa en reflexiones y aprendizajes de los aciertos y déficits institucionales que pueden identificarse a partir de esta publicación. Por ello, la estructura del presente artículo sigue en buena medida esta presentación del tema, articulando los puntos 3 a 7 mencionados. La preferencia por estudiar la experiencia heterogénea de estos países en lugar de mantener la tradicional comparación con Estados Unidos o países europeos (percibidos con frecuencia como modelos ideales)8 obedece a las razones planteadas al inicio: el contexto es importante. El análisis constitucional comparado debería prestar más atención a países que tengan antecedentes históricos comunes y que enfrenten retos similares por las condiciones socioeconómicas (alta desigualdad; discriminación y exclusión histórica de minorías étnicas; alta concentración de la tierra; dependencia de industrias extractivas) y políticas (presidencialismo autoritario o populista; alta corrupción institucional; etc.). Por lo tanto, no se trata de adoptar como modelo a alguno de estos países; el ejercicio consiste en observar y contrastar cómo opera la justicia constitucional bajo esas condiciones específicas. De allí que las lecciones sean integrales: cómo logran operar a pesar de ellas; cómo algunas cortes logran producir transformaciones a esas condiciones estructurales y cómo otras cortes sirven para preservar el statu quo y obstaculizar los cambios; y qué mecanismos se pueden establecer para prevenir que pierdan su independencia y se conviertan en instrumentos del autoritarismo presidencial (como lo ilustra el caso de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela).
La otra base sobre la que se construye esta propuesta es el análisis de Núñez Leiva9 sobre el Tribunal Constitucional en la nueva Constitución. Aunque el autor expresa su preferencia por un modelo difuso, atendiendo a la historia de la jurisdicción constitucional chilena, se inclina por un sistema de justicia constitucional mixto, que tenga un componente de control difuso (a cargo de todos los jueces de la República o de jueces constitucionales especializados) y un componente de control concentrado (a cargo de un solo órgano; una corte constitucional que ejerza control abstracto de normas con efectos erga omnes). Aquí se acogen las conclusiones principales siguiendo los convincentes argumentos planteados por Núñez Leiva: 1) esa corte debe tener un número impar de integrantes; 2) en la designación de sus integrantes deberían intervenir los diferentes poderes del Estado, con énfasis en el legislativo; 3) debería suprimirse el control preventivo de constitucionalidad de las leyes; y 4) deberían fusionarse los procedimientos de control represivo o posterior.
2. Emulación de modelos de justicia constitucional con resultados opuestos: Control de constitucionalidad de Colombia y Venezuela en perspectiva comparada
Una primera cuestión que debe resolverse es cuál es el modelo de justicia constitucional más adecuado para Chile, teniendo en cuenta su propia historia constitucional. Al respecto, resalta que el país mantuvo por largo tiempo la tradición francesa de control político y de inaplicación por inconstitucionalidad con efectos inter partes, por lo cual carecía de experiencia en relación con una acción pública de constitucionalidad con efectos erga omnes10. Desde la década de 1970 se instauró un Tribunal Constitucional con control abstracto y previo de constitucionalidad de forma y de fondo respecto de los tratados sometidos a la aprobación del Congreso Nacional, los proyectos de ley durante su tramitación, los decretos con fuerza de ley y la convocatoria a plebiscito. Durante la dictadura de Pinochet se distribuyeron funciones de control de constitucionalidad entre el Tribunal Constitucional (en adelante, TC) y la Corte Suprema. Esta última asumió de manera exclusiva el control represivo y concreto de constitucionalidad de preceptos legales, ordenando de oficio o a petición de parte su inaplicabilidad; por otro lado, el Tribunal Constitucional asumió el control previo (excepcionalmente posterior) y abstracto de normas infraconstitucionales, con efectos generales y vinculantes. Esto llevó al desarrollo de dos criterios de interpretación constitucional que amenazaban la seguridad jurídica. Con la reforma de 2005 se concentró la función de control de constitucionalidad en el TC. Entre sus competencias se incluyeron: a) el recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad; b) el control previo de proyectos de ley y el control posterior de preceptos legales; c) la facultad de declarar la inconstitucionalidad de un precepto legal vigente con efectos generales y ex nunc.
Desde entonces, el TC se ha enfocado en sus funciones de control de constitucionalidad. Esto marca una diferencia fundamental con la mayoría de países latinoamericanos, dado que el TC chileno solo es juez de control de constitucionalidad; no es una corte de amparo de derechos constitucionales. En el marco de las movilizaciones sociales se ha promovido la necesidad de una justicia constitucional que involucre esta dimensión para la salvaguardia de los derechos que sean reconocidos en la nueva Constitución. Y que se contemplen vías judiciales para garantizar su implementación y efectividad, particularmente en casos relativos a derechos sociales. Prima facie, este rol debería ser incorporado, especialmente teniendo en cuenta que hasta ahora el TC chileno es percibido como un órgano muy conservador que ha obstaculizado desarrollos jurisprudenciales en esta dirección11. Sin embargo, establecer una corte constitucional demasiado poderosa crea incentivos muy altos entre las fuerzas políticas para buscar su cooptación y controlar de este modo la dinámica institucional del Estado. Para entender la relevancia de este punto, puede ser iluminador el análisis de la experiencia de Colombia y Venezuela en perspectiva comparada.
Entre el 6 y 7 de noviembre de 1985, el M-19, una de las guerrillas colombianas de la época, se tomó el Palacio de Justicia, sede de la Corte Suprema de Justicia, ubicado en la Plaza de Bolívar de Bogotá, al frente del Congreso Nacional y a una cuadra del Palacio Presidencial. Entre los 101 muertos se cuentan once magistrados de la Corte, incluyendo a su presidente, el reconocido jurista Alfonso Reyes Echandía. Durante varios años, las ruinas del Palacio de Justicia representaban la profunda herida que el narcotráfico y la violencia política habían causado en el sistema judicial y en general en las instituciones del Estado. La movilización estudiantil y social, que derivó en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, estaba fuertemente influida por este trágico episodio de la historia nacional. También hay que mencionar que el M-19 se había desmovilizado en 1990 y fue una de las tres fuerzas políticas más importantes durante la Asamblea12. Los constituyentes concibieron un texto constitucional que reforzaba al poder judicial para que se convirtiera en el garante de aplicación efectiva de las transformaciones sociales que la Constitución promovía, incluyendo la acción de tutela y una lista amplia de derechos sociales. De un lado, se convirtió a todos los jueces de la República en jueces constitucionales, reafirmando la excepción de inconstitucionalidad (control difuso) e instaurando la acción de tutela para la protección judicial de derechos constitucionales. Esto garantizó el poder irradiador de la Constitución en los distintos ordenamientos jurídicos (civil, penal, administrativo, laboral, etc.); un fenómeno que ha sido descrito como “constitucionalización del derecho”13. De otro lado, se optó que las innovaciones constitucionales debían ser protegidas por un nuevo tribunal constitucional, autónomo y especializado. Hasta entonces, el control constitucional había estado a cargo de la sala constitucional de la Corte Suprema. De este modo, a partir de la Constitución de 1991, se instauró la Corte Constitucional (en adelante CCC) como máximo órgano de justicia constitucional, último intérprete de la Constitución y tribunal supremo de derechos constitucionales.
La propia Asamblea Constituyente se aseguró de consagrar un artículo transitorio en la Constitución que estableció un mecanismo de elección de los magistrados de la Corte recién creada, mientras el legislador regulaba la materia. Esto permitió la designación de juristas y profesores de renombre que fueron cercanos al movimiento estudiantil y tuvieron influencia durante los debates de la Asamblea. La falta de experiencia de los actores políticos frente a esta nueva institución también favoreció que durante esta primera fase de la Corte su composición fuera ante todo académica y altamente reputada entre la comunidad jurídica14. Sin que hubieran cambiado estos requisitos, la vida académica dejó de ser el criterio predominante en el perfil de los magistrados desde la década de 2000; varios candidatos (en particular los ternados por el presidente de la República) provenían del sector privado o de ámbitos políticos15. Sin embargo, el legado jurisprudencial de esta primera Corte para la protección judicial de derechos constitucionales y la guarda de la democracia y el Estado de Derecho en gran medida se ha mantenido pese a los cambios en su composición, y ha sido crucial para el reconocimiento internacional que ha ganado desde entonces.
Para 1999, la exitosa experiencia de la renovada justicia constitucional colombiana era seguida con atención en Venezuela, que desarrolló su propio proceso constituyente tras la llegada de Hugo Chávez al poder. La emulación institucional es una característica muy marcada en la historia constitucional de los dos países; su influencia mutua tiene raíces en su origen común desde el período independentista y los tiempos de la Gran Colombia, y se refleja en el hecho de ser pioneros a escala global por su modelo de control constitucional basado en acciones de inconstitucionalidad con amplia legitimación activa16. Ambos países desarrollaron a lo largo de su historia republicana un modelo mixto o integral: 1) difuso, a cargo de todos los jueces del país, con competencia de control ex officio o por vía incidental, que puede oponerse en cualquier procedimiento judicial solicitando la inaplicación de leyes que se consideren contrarias a las normas constitucionales en casos concretos, con efectos inter partes; y 2) concentrado, a cargo de la CCC y de la SC-TSJ en Venezuela, con control abstracto de leyes y actos con rango legal, mediante acción de inconstitucionalidad con efectos erga omnes y que puede instaurar todo ciudadano (en Venezuela, toda persona, lo que incluye extranjeros)17 en cualquier momento (no opera caducidad).
No debe extrañar entonces que muchos de los elementos que fueron cruciales para el extraordinario desempeño de la CCC durante la década de 1990 hubieran sido emulados en la Constitución y legislación de Venezuela. Al igual que en Colombia, se le otorgó al máximo juez constitucional amplias facultades de control constitucional, incluyendo el control previo de leyes aprobatorias de tratados; el control de decretos con fuerza de ley en estados de excepción; el control de omisiones legislativas; y la revisión de sentencias de tutela/amparo constitucional dictadas por los jueces y tribunales del país.
Como en Colombia, en el diseño original del constituyente, el máximo juez constitucional debía convertirse no solo en el guardián de la supremacía constitucional, sino además en el garante de los derechos humanos reconocidos en la Constitución. Para ello, debía concentrar funciones que le permitieran ser el órgano de cierre de todo el orden jurisdiccional y debía contar con acciones judiciales efectivas que aseguraran las transformaciones sociales que motivaron el proceso constituyente a través de la implementación de los derechos humanos, y en particular, los derechos sociales. Sin embargo, es importante considerar una diferencia fundamental: la composición de la Asamblea Constituyente colombiana incluía al más amplio espectro de sectores políticos que debieron buscar consensos entre sí, lo que se reflejó a su vez en la composición de la Corte Constitucional de la década de 1990. En cambio, la Asamblea Constituyente venezolana tuvo un significativo dominio del Gran Polo Patriótico, la alianza gubernamental18. Por ello, desde el diseño primigenio de la arquitectura institucional, para el gobierno chavista era estratégico tener el control de la SC-STJ. Entregar todo este poder al máximo juez constitucional del país lo convertía en el órgano ideal para garantizar la implementación de la agenda gubernamental y los intereses políticos del presidente Chávez, por lo que fue cooptada rápidamente.
Como explican Casal y Urosa19, desde sus primeras sentencias, la Sala Constitucional adoptó una jurisprudencia encaminada a la ampliación de sus competencias de control constitucional, al punto de desnaturalizar sus funciones, configurando abuso de poder en numerosas ocasiones. Algunas de estas expansiones de control han sido legitimadas posteriormente mediante reformas legislativas. De este modo, en Venezuela imperan formas de control constitucional cuestionables a la luz del derecho comparado:
En el caso del control difuso, toda decisión en firme debe ser sometida a la revisión de la SC-STJ, que puede confirmar o revocar la inaplicación, lo cual en la práctica debilita la naturaleza difusa de este tipo de control.
En el caso del control concentrado, en acciones de inconstitucionalidad de actos legislativos, la SC-STJ debe emplazar al legislador (la Asamblea Nacional) como parte demandada. Pero no hay un momento procesal para contestar la demanda; la única oportunidad para defender la norma es en la audiencia pública, pero cuando el poder legislativo ha estado bajo control de la oposición, no es convocado.
Unido a lo anterior, el control previo de constitucionalidad ha sido un mecanismo utilizado por el presidente de la República para solicitar a la SC-STJ el control de leyes sancionadas durante el lapso que tiene para promulgarlas. Esta potestad no ha sido regulada en detalle por la ley, dando un amplio espacio de interpretación a la Sala. De esta forma, el presidente ha logrado la declaratoria de inconstitucionalidad de la casi totalidad de leyes sancionadas por la Asamblea Nacional controlada por la oposición; incluso la Sala ha impuesto sanciones al legislador o a sus miembros, con clara extralimitación de sus funciones.
La SC-STJ se autoatribuyó la función de realizar interpretaciones in abstracto de la Constitución, basado en su condición de “último intérprete” del artículo 335 de la Constitución. Así, en el caso Servio Tulio León (2000), creó la demanda de interpretación constitucional. En 2010, la LOTSJ recogió legalmente este medio procesal, lo que ha validado las mutaciones constitucionales que la Sala ha efectuado a través de ese recurso de interpretación con alcance general.
La interpretación constitucional ha generado desequilibrios políticos en favor del Presidente: redujo el valor jurídico del DIDH a nivel interno; desconoció los derechos de la oposición; restringió la libertad económica; debilitó la garantía jurídica de los derechos sociales; autorizó la reelección indefinida del Presidente; censuró judicialmente a medios de comunicación; autorizó el uso desmesurado de leyes habilitantes y decretos-leyes; centralizó competencias constitucionalmente atribuidas a los Estados; y anuló la acción legislativa de la Asamblea Nacional cuando quedó bajo control de la oposición, entre otras medidas.
El resultado es ampliamente conocido: el desmantelamiento del Estado de Derecho y la consolidación del autoritarismo presidencialista en Venezuela20. Aunque las lecciones son muy variadas, es importante destacar que la emulación de instituciones no necesariamente genera resultados convergentes. Por el contrario, los actores políticos pueden prepararse con suficiente antelación y acomodarse a una nueva arquitectura de la justicia constitucional, con el objetivo de cooptarla y actuar sin restricciones, en un mimetismo de Estado de Derecho que oculta las verdaderas relaciones y dinámicas de poder.
Esta reflexión conduce a una distinción fundamental: una cosa es que un juez constitucional adopte un rol transformador o una actitud proactiva en defensa de los derechos y la democracia, y otra muy distinta es la politización de la justicia, en el sentido de cooptación por parte del ejecutivo, partido o coalición política dominante. Es decir, cortes que intervienen en política para defender los intereses del gobierno de turno, sirviendo como sus meros instrumentos, desconociendo su papel como guardianes de la Constitución y la preservación del Estado de Derecho. Adicional al ya analizado caso venezolano, vale la pena observar lo que ha ocurrido en Centroamérica. En Guatemala, si bien la Corte de Constitucionalidad jugó un papel decisivo en el mantenimiento del Estado de Derecho ante un autogolpe de Estado (dejando en suspenso normas temporales del presidente), a lo largo del siglo XXI ha adoptado decisiones muy cuestionadas21. Algo similar ocurre en Honduras, incluso antes del golpe de Estado de 2009; López y Padilla22 explican que la Sala Constitucional intentó oponerse a proyectos que afectaban la soberanía nacional y el control sobre recursos estratégicos23, pero fue derrotada a través de maniobras de iniciativa gubernamental y legislativa que acabaron cooptándola. Por ejemplo: aprovechar que la Ley sobre Justicia Constitucional (artículo 94) establece que la sentencia que declare la inconstitucionalidad de una norma deberá comunicarse al Congreso Nacional, quien la hará publicar en el Diario oficial la “Gaceta”. Esto le otorga un enorme poder al legislativo, ya que puede evitar la publicación de sentencias que sean contrarias a sus intereses, impidiendo así que tengan efectos. Esto ilustra los peligros de un mal diseño de checks and balances. Una cuestión procedimental o formal menor puede convertirse en la base de un desequilibrio de poderes que anule u obstaculice la ejecución de decisiones del juez constitucional, a un punto tal que termine cooptado por el legislativo y/o el ejecutivo.
¿Cuál debería ser el diseño de la justicia constitucional de Chile para impedir que se produzca esta politización de la justicia? Ningún diseño en abstracto es invulnerable a la captura de instituciones, porque depende de los actores políticos, las relaciones y dinámicas de poder y otros factores contextuales. Piénsese por ejemplo en lo que tuvo que afrontar la justicia colombiana ante la perversa influencia de un poder legislativo controlado en un 30% por grupos paramilitares durante el primer gobierno del presidente Álvaro Uribe24. Con todo, a la luz de las lecciones positivas y negativas de las experiencias mencionadas, es posible contemplar un modelo de justicia constitucional para Chile con las siguientes características:
Un control integral, 1) con elementos del sistema difuso, a cargo de todos los jueces de la República, con competencia de control ex officio o por vía incidental para inaplicar leyes que consideren contrarias a las normas constitucionales en casos concretos, con efectos inter partes; esta decisión debería ser apelable o sujeta a revisión solo ante el juez o tribunal superior; y 2) concentrado, a cargo exclusivo de una corte autónoma y especializada que debería renombrarse (v. gr. como “Corte Constitucional”) para resaltar la distinción con su predecesora, y a la que le corresponde el control abstracto de normas con fuerza de ley, con efectos erga omnes.
Para evitar el potencial abuso de la figura y las intervenciones politizadas del ejecutivo en la jurisdicción constitucional, se debería eliminar el control previo (preventivo) de constitucionalidad y en su lugar reforzar el control posterior y la acción pública de inconstitucionalidad. Si bien la legitimación activa de esta acción podría ser restringida, un grupo de ciudadanos debería tener la posibilidad de presentarla. También habría que reconsiderar la mayoría cualificada de 4/5 para declarar la inconstitucionalidad de preceptos legales y eliminar el requisito de que se trate de una norma que ya haya sido declarado inaplicable.
La nueva Corte Constitucional debería tener competencia sobre las acciones de amparo, en revisión eventual para sentar jurisprudencia sobre derechos constitucionales. De esta forma podría posicionarse como tribunal supremo de derechos constitucionales.
Un artículo transitorio constitucional debería establecer, como mandato al poder legislativo que se instaure, la elaboración (dentro de un plazo predeterminado) de un Código Procesal Constitucional que regule detalladamente los procesos judiciales ante la nueva Corte Constitucional y los efectos de sus sentencias, de modo que se reduzca el riesgo de expansión abusiva de funciones por vía jurisprudencial. En todo caso, los requisitos formales para la ejecución de sentencias o para garantizar su observancia deben estar bajo control de la propia corte; no deberían depender de la intervención de otro poder.
3. El papel transformador de la jurisdicción constitucional: La distancia entre Buenos Aires y Montevideo
Las cortes constitucionales juegan un papel decisivo en la vida política de los Estados contemporáneos. En países con cortes transformadoras, como en Colombia, India o Sudáfrica, se asume que el sometimiento a control constitucional de political questions es connatural a su misión en una democracia constitucional, que impone límites superiores a los de una democracia de mayorías e imprime en los jueces una sensibilidad especial por la situación real en la que debe operar el derecho constitucional25. Como se ha sustentado, esto no implica una politización de la Corte, sino la defensa de principios constitucionales mínimos no negociables en el debate democrático. Esto explica el rol crucial que ha adoptado la CCC para la pervivencia del Estado de Derecho en situaciones donde el orden constitucional estaba amenazado, como por ejemplo su Sentencia C-141 de 2010, que impidió una segunda reelección del presidente de la República; o sentencias que han declarado la inconstitucionalidad de decretos de estados de excepción.
Sin embargo, América Latina está lejos de lograr un consenso sobre este tema entre sus altas cortes. Al respecto, hay una gran variedad de posturas. En Uruguay, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) históricamente ha adoptado una actitud muy pasiva en defensa de la Constitución, aunque desde 2013 haya señales de cambio en esta postura. Como explica Risso Ferrand26, desde 1985 la Corte asume casos de inconstitucionalidad de las leyes con las siguientes premisas: 1) la presunción de constitucionalidad de la ley se mantiene hasta que se pruebe lo contrario; 2) la incompatibilidad de la ley con la Carta debe ser manifiesta; por ello no se debe declarar la inconstitucionalidad si puede tener una interpretación acorde con la Constitución; 3) la Corte debe actuar con moderación (self-restraint) a la hora de pronunciarse en casos de inconstitucionalidad. Esto ha conllevado un repliegue de la SCJ en favor de la ley y el poder legislativo, y un desbalance frente a personas eventualmente lesionadas en sus derechos constitucionales. Esta postura se asemeja a la del Tribunal Constitucional de Chile.
En contraste, la Corte Suprema de Argentina se ha mostrado proactiva en la defensa de la democracia y los derechos fundamentales. Según Bazán27, el aporte de la CSJN para la transición democrática fue crucial, como lo ilustra el caso “Simón” y otras sentencias orientadas a la protección de derechos constitucionales, como el caso “Editorial Río Negro S.A”. En numerosos fallos, y siguiendo hasta cierto punto una agenda propia basada en la realización de valores y principios constitucionales, la CSJN ha tenido impactos significativos en la definición de políticas públicas. Para ello ha aplicado el denominado “test de razonabilidad”, con la dignidad humana como principio interpretativo28.
Entre la postura de Uruguay y la de Argentina podemos encontrar algunas posiciones intermedias. Como expone Serna De La Garza29, la SCJN de México ha asumido históricamente un rol moderado y poco proactivo en defensa de la Constitución. No se identifica una agenda propia para incidir en la formulación de políticas públicas, y actúa por regla general a iniciativa de parte, cuando constata que se afecta la supremacía constitucional. No obstante, desde la década de 1990, en varios casos ha decidido en contra de los intereses del gobierno, por lo que no se ha limitado a avalar la política oficial. En el siglo XXI, la Corte ha efectuado intervenciones significativas en temas de interés público y ha cumplido una función relevante para la preservación de la democracia.
Otra corte que puede ubicarse en una posición intermedia es el Tribunal Constitucional del Perú, pero en consideración a sus vaivenes históricos. Según Landa30, inicialmente, como producto de la Constitución fujimorista de 1993, el TC careció de autonomía y capacidad de proteger el Estado de Derecho. Tres magistrados que se opusieron a la reelección de Fujimori en 1997 fueron expulsados del TC. Con la transición en 2001, los magistrados que integraron el primer Tribunal apoyaron el retorno a valores constitucionales y democráticos. Por ejemplo, la declaratoria de inconstitucionalidad de algunos apartes del Código de Justicia Militar Policial por la falta de imparcialidad de los jueces militares. Sin embargo, en 2007 el Congreso eligió a cuatro nuevos magistrados del TC, que se articularon a jueces conservadores y apristas, con un discurso contrario a la lucha contra la corrupción y que favorecieron la impunidad en violaciones de derechos humanos, al convalidar la prescripción de la investigación de delitos de lesa humanidad. También validaron una reforma al Código de Justicia Militar Policial pese a que repetía los vicios condenados por el Tribunal anterior. Desde entonces, ha adoptado sentencias de gran impacto político que han sido muy cuestionadas31.
Aquí se insiste en la importancia de instaurar una corte constitucional proactiva en la defensa del Estado de Derecho y la democracia, que se constituya en una verdadera fiscalizadora de la acción de las instituciones políticas en la realización efectiva de los derechos constitucionales, con las características que serán analizadas a continuación.
4. Aspectos institucionales del máximo órgano de justicia constitucional
En los nueve países analizados existen muy diversas configuraciones institucionales relativas al máximo órgano de justicia constitucional. En todos los países se les reconoce su función como último intérprete de la Constitución, y en la gran mayoría tienen competencia exclusiva para declarar la inconstitucionalidad de las leyes con efectos erga omnes (salvo en Argentina y Uruguay). Sin embargo, en Chile y Uruguay no asumen las funciones de tribunal supremo de amparo de derechos constitucionales, lo que deja un ámbito crucial de la Constitución por fuera de las competencias del juez constitucional. En Argentina, México y Uruguay, la cabeza del poder judicial, la Corte Suprema de Justicia en pleno, es el máximo órgano de justicia constitucional, y en Honduras y Venezuela esta función se asigna a la Sala Constitucional de la Corte Suprema/Tribunal Supremo; en contraste, en Perú el Tribunal Constitucional ni siquiera hace parte del poder judicial (es considerado un órgano autónomo e independiente, como el Ministerio Público o la Defensoría del Pueblo). Por su parte, Chile, Colombia y Guatemala optaron por un órgano especializado en materia constitucional, manteniendo en paralelo a la Corte Suprema. Debido a los resultados muy diversos entre estas cortes, ninguno de estos diseños institucionales es descartable de partida. En el caso de Chile, atendiendo a su desarrollo histórico institucional y a sus aprendizajes en materia de justicia constitucional, tendría sentido mantener la existencia separada de una Corte Suprema y un tribunal constitucional autónomo, y otorgarle a este último la competencia exclusiva de control de constitucionalidad, añadiendo funciones de órgano de cierre de acciones de amparo.
Aparte del control de constitucionalidad y la competencia de revisión de sentencias de amparo, a la nueva Corte Constitucional de Chile no deberían asignársele funciones adicionales, como por ejemplo el conocimiento de habeas corpus o habeas data, o incluso facultades ajenas al ámbito judicial, como la elección de otros altos funcionarios o el control de inasistencia a debates de control político (cf. v. gr. arts. 137 y 241.6 de la Constitución de Colombia). Este tipo de tareas desnaturalizan al órgano constitucional, afectan su agenda y carga procesal, y pueden reducir su independencia, dado que termina involucrado en intereses políticos32.
La facultad de dirimir conflictos de competencia entre jurisdicciones es una función que asumen varias cortes constitucionales (v. gr. Colombia, Guatemala, Honduras, México, Perú y Venezuela). Sin embargo, resulta particularmente relevante en sistemas federales y en contextos de descentralización o regionalización, por lo que depende de la decisión que se tome sobre este punto en la Convención Constitucional.
En relación con la administración, las nueve cortes estudiadas se dan su propio reglamento y están dirigidas administrativamente por quien ostente la presidencia del órgano colegiado. Sin embargo, la definición de esta autoridad varía. En algunos países se realiza por elección entre los propios jueces (“magistrados” o “ministros”). Es el caso de Argentina, Chile, Colombia, México, Perú y Venezuela. Las experiencias sugieren que este es el modelo más adecuado, ya que incentiva y premia los liderazgos al interior de la corte. En cambio, en Guatemala y Honduras se han creado sistemas de asignación rotativa según un orden de precedencia (v. gr. de mayor a menor edad). Este esquema funciona unido a la regla de la elección de la totalidad de los miembros en un mismo momento. Sin embargo, las experiencias de estos dos países muestran los peligros y deficiencias de este esquema. Al realizar la elección de todos los miembros del tribunal en un mismo período de tiempo, se incrementan los riesgos de quiebre drástico de la jurisprudencia y de cooptación del tribunal por parte de las mayorías políticas dominantes. Esta situación es especialmente compleja cuando el ejecutivo y el legislativo controlan el proceso de nominación y elección de los nuevos magistrados33.
La división interna de estos órganos varía considerablemente, según si se trata de la Corte Suprema o de un órgano autónomo. En el primer caso, hay dos modelos para el control de constitucionalidad: 1) funcionamiento en pleno, sin división en salas, como en el caso de Argentina, México y Uruguay; y 2) funcionamiento en sala constitucional especializada, como en Honduras y Venezuela. En los casos de órgano autónomo (corte o tribunal constitucional), el control de constitucionalidad puede hacerse en el pleno o dividirlo en salas. Sin embargo, independientemente de la división interna, todos contemplan mecanismos de toma de decisión por principios mayoritarios, con espacios para la visibilidad de votos concurrentes y disidentes en las sentencias. En países como Argentina, Chile, Perú y Venezuela, la presidencia del órgano colegiado tiene voto dirimente en situaciones de empate. Este poder sin embargo es cuestionable porque crea tensiones de poder entre los jueces; además es difícil justificar que el voto de un miembro de la corte valga el doble, existiendo soluciones alternativas para resolver empates que no lesionan el principio de igualdad; la medida preventiva más elemental es una composición impar. Adicionalmente, una de las lecciones y advertencias valiosas que se extraen de los casos de estudio en materia de votaciones internas es la figura de las supermayorías de México. Para resolver acciones de inconstitucionalidad se requiere una mayoría cualificada de ocho votos de los ministros de la SCJN (de un total de once miembros) para lograr una declaración de invalidez de la norma o acto impugnados. El efecto de esta regla es que en algunos casos siete ministros determinan que la norma bajo control es inconstitucional, pero no pueden invalidarla por falta de un voto, lo que representaría un ejemplo más de “la política de decidir sin resolver” en la justicia federal mexicana34. En Chile, la regla de votación de 4/5 de los integrantes para declarar la inconstitucionalidad de normas tiene un efecto similar y por eso debería ser reformada.
En relación con los jueces que componen las cortes, las diferencias se acentúan. La siguiente tabla resume algunas de las características más destacadas: número de jueces y período; requisitos para ser jueces; nominación, elección y remoción.
Tabla 1 Jueces del máximo órgano de justicia constitucional
Elaboración propia con base en: Von Bogdandy35.
CSJN: Corte Suprema de Justicia de la Nación, Argentina
LOTSJ: Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia, Venezuela
SC-CSJ: Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, Honduras
SCJN: Suprema Corte de Justicia de la Nación, México
TC: Tribunal Constitucional, Perú
A la luz de los distintos diseños institucionales y regulaciones constitucionales relativas a los jueces que conforman los máximos órganos de control constitucional de los países bajo estudio, la nueva Corte Constitucional de Chile podría tener estas características:
Un número impar de jueces, que puede ser definido por la ley, siempre que se restrinja la posibilidad de que el poder ejecutivo promueva reformas legislativas para alterar el número o composición de la Corte. Si la Corte mantiene sus dos funciones principales (control de constitucionalidad y revisión discrecional de sentencias de amparo), siete o nueve jueces parecen ser suficientes en el derecho constitucional comparado.
Períodos de cinco años han sido muy cuestionados. Los largos períodos en el cargo tienden a garantizar la estabilidad de la jurisprudencia. Este es particularmente el caso de países con justicia constitucional en cabeza de la Corte Suprema, como Argentina, que ofrece un período indefinido (similar al diseño estadounidense) y solo tiene restricciones etarias; México, con períodos de quince años; Venezuela, con períodos de doce años; y Uruguay, con períodos de diez años. Un período de nueve años, como está definido actualmente para el Tribunal Constitucional chileno, es un tiempo que permite estabilidad jurisprudencial; también se puede mantener la regla de la renovación de los integrantes cada tres años, con un procedimiento definido por vía legal.
En todos los casos de estudio se optó por incorporar en la Constitución los requisitos para ser juez del máximo órgano de justicia constitucional. En la mayoría de países se recurre a requisitos similares: Nacionalidad del país respectivo; ciudadanía efectiva; una edad mínima (30, 40 o 45 años); ser jurista con ejercicio profesional o docente por al menos diez años; y carecer de impedimentos para ser juez ni tener condenas judiciales. En Chile, los requisitos tienden a enfocarse más en el desempeño profesional que en la persona (lugar de nacimiento o edad). En este sentido se pueden reiterar los requisitos que consagra la actual Constitución chilena, aunque podría considerarse incluir restricciones adicionales o más detalladas relativas a la experiencia y calidad profesional de los jueces (v. gr. exigir veinte años de ejercicio profesional o el desempeño de cargos judiciales por un período determinado; o definir algún mecanismo de evaluación de las hojas de vida de los candidatos a partir de criterios académicos y profesionales).
Resulta llamativo que justamente en los países donde más críticas se han recibido sobre las elecciones de jueces a las altas cortes sean aquellos que contemplen los modelos de nominación y elección más innovadores, que incluyen audiencias públicas y participación de representantes de la academia, la sociedad civil, o asociaciones de juristas; es el caso de Argentina, Guatemala, Honduras y Venezuela. Por ejemplo, en Guatemala, el gremio de abogados toma parte en la elección de los magistrados. Sin embargo, el abstencionismo es muy alto y da lugar a formas cuestionables de prebendas, intercambios de favores, y dinámicas de clientelismo en el proceso. El sector académico también participa a través del Consejo Superior Universitario de la Universidad de San Carlos de Guatemala, pero el procedimiento no está institucionalizado, lo que reduce la transparencia y confianza36. En Venezuela, la creación del Comité de Postulaciones Judiciales, como instancia de participación social para la preselección de candidatos, no ha impedido que la Sala Constitucional esté compuesta por jueces afines al gobierno. Sin embargo, un modelo clásico de nominación y elección de los jueces por el poder legislativo tampoco resulta satisfactorio, como lo ilustra el caso de Perú. El Tribunal Constitucional solo logró una composición de reconocido prestigio durante la fase de transición al finalizar el régimen de Fujimori, en las nominaciones de 2002 y 2004. A finales de la década de 2000, el proceso de selección se había deteriorado radicalmente, debido a la falta de consenso entre las fuerzas parlamentarias y al fortalecimiento del sistema de cuotas, que dejaron el proceso de selección en manos de las bancadas del Partido Aprista y sus aliados fujimoristas37. No parece haber entonces una solución universalmente válida ni plenamente satisfactoria. Sin embargo, la experiencia de los países estudiados sugiere que: 1) en la nominación de los integrantes deberían intervenir diferentes poderes del Estado; 2) la elección de los integrantes debería tener énfasis en el legislativo y no en el ejecutivo; la incidencia del ejecutivo debería limitarse a la nominación de jueces; y 3) si se crean mecanismos de participación de la sociedad civil o la academia, deberían ser regulados legalmente, para asegurar la transparencia y seguridad jurídica de esos procesos. Al respecto, valdría la pena contemplar un mecanismo de participación de los estudiantes y docentes de las facultades de derecho y ciencia política de todas las universidades de Chile, como reconocimiento a su papel en el proceso constituyente y como aporte democrático a la selección de jueces del alto tribunal.
Todos los países estudiados adoptaron el modelo estadounidense de impeachment para la remoción de magistrados y en general de altos funcionarios estatales. Por lo menos después del gobierno de Trump, y los fallidos intentos de juicio político por graves faltas en el ejercicio de sus funciones, es evidente que ese modelo está en crisis y debe ser reformado profundamente. Otro ejemplo del desgaste del modelo es Colombia, país en el que el juicio político ha sido históricamente una garantía de impunidad. Cientos de casos del más alto nivel no han logrado superar la fase de investigación en la Comisión de Investigación y Acusaciones de la Cámara de Representantes. A la luz de estas experiencias, la Convención Constitucional chilena debería considerar otras alternativas más eficaces. Este punto sin embargo excede los propósitos de este artículo.
Se debería promover el ascenso por carrera judicial al interior de la propia Corte Constitucional, con la creación de “Ministros auxiliares”, que son elegidos por los Ministros titulares como apoyo en su despacho, y que pueden ser aspirantes prioritarios para el cargo de Ministros titulares (con una cuota reservada que defina la ley) y para reemplazos temporales ante ausencias de Ministros titulares.
Con base en este análisis, la propuesta de articulado constitucional sería la siguiente:
Artículo. La Corte Constitucional es el máximo órgano de justicia constitucional, último intérprete de la Constitución y tribunal supremo de derechos constitucionales. Se compone del número impar de miembros que determine la ley; durarán nueve años en sus cargos y se renovarán por parcialidades cada tres. Cesarán en sus funciones al cumplir 75 años. No hay reelección inmediata.
Para ser juez/a de la Corte Constitucional se requiere:
Tener a lo menos quince años de título de abogacía
Haberse destacado en la actividad profesional, universitaria o pública
No tener impedimento alguno que le inhabilite para desempeñar el cargo
Los ministros serán elegidos por el pleno del [Senado], con el voto favorable de los dos tercios del número legal de sus miembros, de ternas que le presenten [la Presidencia de la República], [la Corte Suprema de Justicia] y [la Cámara de Diputados]. Las ternas deberán conformarse con ministros auxiliares de la Corte Constitucional y abogados nominados por estudiantes y docentes de las facultades de derecho de las universidades del país. La ley regulará estos procesos de participación de la academia. El [Senado] procurará mantener la paridad de género en la composición de la Corte Constitucional.
Cuando se presente una vacancia absoluta entre los ministros de la Corte Constitucional, corresponde al órgano que presentó la terna de la cual fue elegida o elegido originalmente, presentar una nueva para que el [Senado] haga la elección correspondiente. Mientras se provee el cargo por falta absoluta o temporal de uno de sus miembros, la Corte Constitucional llenará directamente la vacante, previo concurso público de antecedentes.
La Corte está dirigida administrativamente por quien ostente la presidencia, de elección anual por los propios ministros. Funciona en pleno o dividida en salas y adopta sus decisiones por mayoría simple, salvo casos excepcionales en que se exija un quórum diferente. Una ley [orgánica constitucional] determinará su organización, funcionamiento, y fijará la planta, régimen de remuneraciones y estatuto de su personal. El Código Procesal Constitucional regulará los procedimientos ante la Corte.
5. Conclusiones y reflexiones finales
Este texto ha formulado una defensa vigorosa de una justicia constitucional transformadora que sea garante de las conquistas que la movilización social logre incorporar en la nueva Constitución de Chile. Una Corte Constitucional que se tome los derechos en serio y reduzca la brecha entre el texto constitucional y la realidad social en la que va a implementar. Una Corte que supere la tradicional visión conservadora y restrictiva de la justicia constitucional chilena respecto al alcance del control de constitucionalidad, y que promueva gradualmente una nueva cultura jurídica en la que las personas puedan acudir al derecho para dirimir sus conflictos y en la que los jueces sean sensibles al sufrimiento de quienes han sido víctimas de los legados de injusticia, desigualdad, pobreza y violencia del régimen previo, y en general a las complejidades de la realidad en la que dictan sus sentencias.
Con todo, este artículo también ha alertado sobre los riesgos de concentrar demasiado poder en una institución que pueda fácilmente caer bajo el control de mayorías parlamentarias o del ejecutivo. Como se analizó comparativamente con los casos de Colombia y Venezuela, la emulación acrítica de diseños institucionales es problemática porque se pueden obtener resultados funestos. El éxito de la Corte Constitucional colombiana se atribuye a circunstancias y azares que se produjeron en un momento muy particular de su historia institucional y que actualmente no son replicables en Chile ni en otros contextos.
Chile debería considerar estas experiencias, tanto en lo que puede ser útil como en lo que debe evitar. Una corte constitucional transformadora implica un control constitucional reforzado, con una acción pública de inconstitucional efectiva y abierta a la ciudadanía, y con atribuciones de corte de derechos humanos orientada en el marco del sistema interamericano. Pero es importante que no se convierta en una tercera instancia ni que se arrogue otras funciones. Su alcance debe estar adecuadamente delimitado en la Constitución y en la ley. Ahora bien, más allá de las discusiones jurídicas sobre el diseño institucional del máximo órgano de justicia constitucional, los mecanismos de elección de jueces, o las minucias del control de constitucionalidad, es absolutamente crucial pensar en los frenos y contrapesos que fomenten el equilibrio de poderes y que ofrezcan respuestas institucionales ante potenciales excesos de poder. Esto requiere una mirada integral a la sala de máquinas de la nueva Constitución, de modo que las piezas encajen y promuevan un buen funcionamiento del sistema democrático y del Estado de Derecho.
Finalmente, vale la pena tener en cuenta una cuestión adicional: la relación entre la nueva corte constitucional y el sistema interamericano. Como es conocido, el control de convencionalidad carece de un desarrollo significativo en Chile38. Si bien diversas sentencias de la Corte Interamericana contra Chile han tenido un impacto determinante en varios temas de alta sensibilidad pública, la relación con el sistema está lejos de ser fluida. Chile ha quedado por fuera de las tendencias de apertura al DIDH en el contexto latinoamericano. Varios países han reconocido el bloque de constitucionalidad y con ello los jueces constitucionales tienen una herramienta argumentativa adicional que refuerza la protección de los derechos humanos en la interpretación constitucional. Si Chile opta por una corte constitucional con facultades de tribunal de cierre en materia de amparo, sería importante considerar el reconocimiento de jerarquía constitucional a tratados de derechos humanos ratificados por Chile como un instrumento con un poder transformador y emancipatorio muy significativo. Esta apertura al DIDH reforzaría la aplicación del control de convencionalidad en Chile como una forma de control difuso del derecho interamericano de los derechos humanos. Todo juez de la República, en su calidad de juez de amparo y con facultades de control difuso de constitucionalidad, podría adoptar su rol como verdadero juez interamericano.