INTRODUCCIÓN
La obesidad es una de las mayores problemáticas a la que se enfrenta la sociedad en el siglo XXI. Es tal su prevalencia que en el año 2004 se empieza a considerar como una “pandemia del siglo XXI”, acuñándose el término “globesidad” en el año 2010 (aceptado por la WHO en 2011) ante la alarmante realidad que arrojan los datos y que no apuntan hacia una mejora de la situación a corto plazo1,2.
Hasta el año 1997 la Organización Mundial de la Salud (OMS) no empieza a considerar la obesidad una entidad patológica propia3, y hasta entrado el año 2013 no lo hace la Asociación Médica Americana (AMA)4. La OMS (1997) definió la obesidad como un acumulo excesivo de grasa que perjudica la salud3. Aquí se da el primer problema conceptual, ya que dicha definición no indica la cuantía del exceso de grasa, ni hubiera podido hacerlo, al ser una variable individual difícil de cuantificar. Cummings y Schwartz5 introducen el concepto de carga genética y ambiental que acompaña a esta patología y la define, como una enfermedad oligogénica, cuya expresión puede ser modulada por numerosos genes modificadores que interaccionan entre sí y a su vez con factores ambientales.
Recientemente, Pasca y Montero6 han ido más allá y definen la obesidad como una enfermedad sistémica, multiorgánica, metabólica e inflamatoria crónica, multideterminada por la interrelación entre lo genómico y lo ambiental, fenotípicamente expresada por un exceso de grasa corporal (en relación con la suficiencia del organismo para alojarla), que conlleva un mayor riesgo de morbimortalidad. Tal definición apunta más a una consideración clínica que anatómica, sin dejar de tener en cuenta los indicadores antropométricos de riesgo.
En esta actualización nos centraremos en la obesidad poligénica, no en la obesidad monogénica, como puede ser una mutación en el gen que codifica la leptina o su receptor, o sindrómica, como un Prader Willi o Bardet-Biedl7. Atendiendo a estos dos criterios podemos parafrasear a Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote: “yo soy yo (genética) y mis circunstancias (epigenética/ambiente)”, estableciendo un marco conceptual más amplio con el que trabajar alejado de la clásica concepción sedentarismo y sobrealimentación como factores causales que nos ha acompañado durante 2.500 años8.
Por tanto, como se ilustra en la Figura 1 9, hemos de entender la obesidad como una enfermedad crónica, multifactorial y multicausal, que se corresponde con una alteración de la correcta función del tejido adiposo, tanto de forma cuantitativa como cualitativa, en su capacidad para almacenar grasa. Además, ésta conlleva a una situación de inflamación del citado tejido (lipo-inflamación), íntimamente vinculada a desórdenes metabólicos, que a su vez están estrechamente asociados con el síndrome metabólico10,11. Asimismo, de forma concomitante y sin que exista una línea divisoria clara entre uno y otro fenómeno, surge la resistencia a la insulina sistémica, formando un vínculo entre la obesidad y las perturbaciones metabólicas que la acompañan12,13.
El objetivo de la presente revisión es dar a conocer la actualidad de la fisiopatología de la obesidad de forma sencilla y didáctica, teniendo como foco de la misma al tejido adiposo.
Fisiopatología de la obesidad Tejido adiposo blanco
El adipocito es la principal célula del tejido adiposo y está especializada en almacenar el exceso de energía en forma de triglicéridos en sus cuerpos lipídicos (siendo la única célula que no puede sufrir lipotoxicidad), y liberarlos en situaciones de necesidad energética. Además, desde su descubrimiento como célula endocrina sabemos que el adipocito desempeña un rol activo tanto en el equilibrio energético como en numerosos procesos fisiológicos y metabólicos14–16. Aunque en la actualidad, al menos 600 factores bioactivos son considerados adipoquinas (citoquinas emitidas por el tejido adiposo), desconocemos en gran medida la función, modo de acción o señalización de muchas de las adipoquinas recientemente descubiertas17,18. Con todo, leptina y adiponectina siguen siendo las adipoquinas más estudiadas actualmente, intentando avanzar en una comprensión más profunda de su desempeño a nivel general y en la obesidad19,20. La obesidad ha sido asociada con una perturbación en el perfil secretador, tanto del tejido adiposo como del adipocito, observando así, una alteración en el ratio leptina/adiponectina14. Por tanto, en un contexto de lipo-inflamación se observa un aumento de los niveles séricos de leptina acompañados de una disminución de adiponectina que no se corresponde con los niveles de tejido graso14,20. Si a esto le sumamos el papel inmuno-modulador que desempeña la leptina, y el papel antiinflamatorio y sensibilizador de la insulina a nivel sistémico de la adiponectina, nos encontramos con un perfil secretor que puede explicar en parte las anormalidades metabólicas asociadas a la obesidad, como un estado que conlleva inflamación de bajo grado20,21.
El tejido adiposo se compone de adipocitos y estroma (tejido conectivo reticular que confiere soporte a los adipocitos y a la vascularización e inervación), junto a numerosas células (macrófagos, células T, fibroblastos, preadipocitos, células mesequimales, pericitos, etc.) que conforman el microambiente celular15. Las células inmunes del tejido adiposo también tienen capacidad de secretar factores relacionados con la inflamación, circunstancia que será esencial para determinar el rol que tengan las alteraciones en dicho microambiente en el concierto metabólico, pasando de un perfil anti-inflamatorio a inflamatorio22. En este contexto observamos que en la obesidad la mayoría de citoquinas de perfil pro-inflamatorio son emitidas por macrófagos M1 o “clásicamente activados” del tejido adiposo, los cuales encuentran muy aumentado su número por infiltración de monocitos circulantes atraídos por quimio-atrayentes y por proliferación local23. Recientemente se ha sugerido que dicha proliferación local a partir de macrófagos residentes antecede a la infiltración, iniciando la acumulación de macrófagos en el tejido24.
El adipocito puede desarrollarse mediante dos procesos: por hipertrofia (aumentando su tamaño) y por hiperplasia (aumentando su número a partir de una célula precursora que pasa por una serie de pasos hasta diferenciarse a su último estadio, desde preadipocito a adipocito maduro). Tradicionalmente se ha considerado que un momento determinado en el crecimiento de un adipocito, al ir aumentando su volumen de grasa (hipertrofia), alcanzará un umbral de tamaño crítico en el que se dará un proceso de hiperplasia, estimulando a una célula precursora y generando así, una nueva célula adiposa25.
Actualmente se sabe que es un proceso fuertemente regulado por muchos factores y que la sola exposición a una dieta alta en grasa hace que las células precursoras comienzan a proliferar a nivel visceral sin la necesidad de una señal de los adipocitos hipertrofiados25. Parece ser que una vez superado dicho tamaño umbral, el adipocito hipertrofiado presentará una disfunción en su actividad caracterizada por disminución de la sensibilidad a la insulina, hipoxia, aumento de los parámetros de estrés intracelular, aumento de la autofagia y la apoptosis, así como la inflamación de los tejidos26. Así observamos que, la hipertrofia en grandes adipocitos se ha relacionado con un aumento de la emisión de factores inflamatorios o alteración de la sensibilidad a la insulina, tanto en modelos animales como humanos. A su vez la grasa visceral se ha relacionado con mayor fuerza con efectos adversos que la periférica o subcutánea26.
En la niñez y adolescencia el proceso dominante de desarrollo es la hiperplasia en determinados estadios, debido a que es más fácil la adipogénesis una vez alcanzado dicho tamaño crítico. Por el contrario, en la edad adulta es más difícil esta situación, pudiéndose alcanzar un mayor tamaño en el adipocito sin que se estimule la hiperplasia27, siendo el desarrollo por hipertrofia el mecanismo normativo de desarrollo en el tejido adiposo subcutáneo en la ganancia de peso26. Aunque esto no significa que ante una sobre ingesta crónica un niño no pueda desarrollarse por hipertrofia adipocitaria y generar las perturbaciones propias del adulto27. De hecho, en la edad adulta el número de adipocitos permanece prácticamente estable con respecto al total alcanzado durante la adolescencia, y por eso es tan importante la prevención en la edad infanto-juvenil, ya que una pérdida significativa de peso disminuye el volumen y no el número de adipocitos28.
En un primer momento, en el desarrollo por hipertrofia se da un estado transitorio de inflamación que se considera necesario e incluso saludable29. El problema surge al perpetuarse esta situación, ya que comprometería la integridad del adipocito, hipertrofiado en exceso, modificando tanto su comportamiento metabólico como generando adaptaciones en el tejido, e incluso, en última instancia, llevándolo a la apoptosis30. En este momento se daría una infiltración de células inmunes de perfil proinflamatorio, alterando el microambiente celular, y generando un estado de inflamación tisular conocido como lipo-inflamación31,32. Este fenómeno vertería a la circulación factores inflamatorios que pueden viajar a otros tejidos, generando a su vez alteraciones en los mismos y, dando lugar a una condición inflamatoria sistémica de bajo grado33. Junto a la alteración de la angiogénesis se dará una situación de hipoxia y alteración de la matriz extracelular (fibrosis), agravando aún más la situación inflamatoria del mismo34,35.
Asimismo encontramos que las células adiposas de los diferentes depósitos grasos, presentarán un determinado tamaño promedio, una mayor o menor capacidad para la hipertrofia y/o hiperplasia, un perfil secretor diferenciado, y una mayor o menor relevancia a nivel local o sistémico, según donde se encuentren (Figura 2)36. Este hecho es muy representativo, ya que se relaciona el acumulo de obesidad a nivel central como el mejor predictor de las enfermedades cardio-metabólicas asociadas a la obesidad

Figura 2 Diferentes depósitos grasos del tejido adiposo. Adaptado de (Ouchi et. al 2011)36. El tejido adiposo se encuentra principalmente en depósitos subcutáneos y viscerales. Bajo condiciones de obesidad, el tejido adiposo se expande en estos y otros depósitos en todo el cuerpo. Lugares comunes de acumulación de tejido adiposo incluyen el corazón, los riñones y los vasos sanguíneos. La secreción diferencial de adipocinas por diversos depósitos de tejido adiposo puede afectar selectivamente la función del órgano y el metabolismo sistémico.
El mayor tamaño del adipocito, unido a un estado inflamatorio concomitante al mismo, condiciona su funcionamiento: a) alterando su perfil secretor con una mayor producción de leptina y menor de adiponectina (la cual inhibe su expresión por factores inflamatorios como el TNFα), b) causando una menor sensibilidad a la insulina, c) dando lugar a una peor función mitocondrial y una mayor estrés del retículo endoplasmático, d) produciendo una mayor lipólisis basal, e) alterando el citoesqueleto celular, y f) ocasionando una menor lipogénesis de novo37. Este aumento de la lipólisis basal se conoce como “hipótesis del sobre flujo”, es decir, el adipocito ha saturado su capacidad para depositar triglicéridos y, éstos se dirigen a otros tejidos depositándose ectópicamente en los mismos, generando, de este modo, lipotoxicidad y resistencia a la insulina38,39. El aumento del flujo de ácidos grasos libres, unido a los factores inflamatorios, convierte una situación de resistencia a la insulina e inflamación local en un estado de resistencia a la insulina sistémico y de inflamación crónica de bajo grado40,41.
Debido a su limitada capacidad hiperplásica, desarrollo por hipertrofia y generación inflamatoria, y a su mayor respuesta a catecolaminas y menor respuesta inhibitoria de la insulina a la lipólisis, el tejido adiposo visceral se convierte en el primer almacén de triglicéridos ante la incompetencia del tejido adiposo subcutáneo para almacenar el exceso de energía42,43. Su proximidad anatómica al hígado, más por el flujo de factores inflamatorios cuando se encuentra hipertrofiado que por exceso de ácidos grasos (teoría portal), condicionan la salud de este órgano, el cual a su vez condiciona la salud sistémica del individuo44,45. Por tanto, el aumento de la deposición de grasa a nivel central se considera un factor de riesgo por sí mismo a la hora de estratificar una mayor incidencia de síndrome metabólico, diabetes mellitus tipo II o enfermedad cardiovascular46. La mayor facilidad para las mujeres a la hora de almacenar grasa en la región glúteo-femoral, y el mayor acúmulo de grasa a nivel central por parte de los hombres, explica en buena medida las diferencias entre sexos y la mayor protección de las mujeres frente a eventos cardiovasculares47,48.
Por tanto, la capacidad de una correcta expansión del tejido adiposo, hiperplasia frente a hipertrofia (Figura 3), es lo que determina en buena medida la existencia de sujetos obesos metabólicamente sanos y sujetos delgados metabólicamente enfermos (Figura 3). Aunque actualmente, se considera al fenotipo obeso metabólicamente sano como un estado de transición a la enfermedad48–50.

Figura 3 Expansión del tejido adiposo. (Adaptado de Klöting & Blüher, 2014)26. Probablemente debido a factores genéticos y ambientales, y a la interacción de los mismos, algunos individuos pueden aumentar los depósitos de tejido adiposo tanto por el aumento del tamaño (hipertrofia), como del número de adipocitos (hiperplasia), asociada a una función normal del tejido adiposo. Sin embargo, las personas con obesidad suelen responder al balance energético positivo con la hipertrofia de sus adipocitos, frecuentemente asociada con factores patógenos que causan deterioro de la función del tejido adiposo, desarrollando una inflamación del mismo, y contribuyendo al daño de órganos secundarios a través de las señales adversas producidas en el tejido adiposo.
Tejido adiposos marrón y beige
El tejido adiposo marrón (TAM) es la otra cara de la moneda del tejido adiposo, que clásicamente se ha diferenciado en blanco y marrón. Ambos tejidos muestran diferencias estructurales, en su composición, en su función, así como en su distribución por el organismo (Figura 4). El TAM sólo se expresa en mamíferos, y presenta una marcada función termogénica, disipando la energía en forma de calor y por tanto desempeñando un rol protagónico en la llamada termogénesis adaptativa. A pesar de que originalmente se pensaba que únicamente se expresaba en recién nacidos y niños, se descubrió también su presencia en adultos humanos. En los últimos años el TAM ha recibido una considerable atención, ya que se relaciona inversamente con la obesidad por su capacidad de usar ácidos grasos y glucosa en su actividad51,52.
A diferencia de su homónimo blanco, el TAM está fuertemente inervado, y presenta una gran vascularización que, junto a una elevada densidad de mitocondrias (la cuales son más grandes y presentan crestas laminadas con una mayor expresión de citocromos) le dan ese característico color marrón. Además, el TAM tiene peculiaridad de poseer numerosos cuerpos lipídicos y no un único y gran cuerpo lipídico como el blanco, el cual puede suponer hasta el 90% de su citosol. El TAM expresa fuertemente la Proteína Desacopladora-1 (UCP1), que es la que le permite ejercer su tan notable función termogénica. Como agente de la termogénesis adaptativa, el TAM primero utilizará sus reservas energéticas, presentes en los cuerpos lipídicos y algo de glucógeno, y posteriormente recurrirá a los ácidos grasos y la glucosa de la sangre. Con lo cual podemos constatar que el TAM ha demostrado ser una muy interesante herramienta con capacidad antidiabética y antiobesidad53.
Recientemente se ha evidenciado que el tejido adiposo blanco ante determinados estímulos (entre los que destacamos el frío y el ejercicio físico), puede trans-diferenciarse a una suerte de tejido adiposo marrón que llamamos pardo o beige (brite en inglés, por “brown in white”), que presenta características muy similares al marrón, siendo otro actor protagonista en esta guerra contra la obesidad. Pero, en determinadas circunstancias también puede ocurrir lo contrario, es decir, cuando desaparecen esos estímulos (exposición al frío o determinados estímulos nutricionales, como una sobre ingesta crónica), podemos transformar el tejido adiposo beige otra vez en blanco53.
La obesidad como enfermedad crónica
Kennedy54, fue uno de los primeros en sugerir que el almacenamiento de grasa corporal podría ser un fenómeno regulado que implicaba un punto de ajuste o punto fijo(set point). El planteó que la grasa podría producir algún tipo señal que fuera detectada por el cerebro, donde se comparaba con unos niveles diana de grasa corporal. A partir del descubrimiento de la leptina, este aspecto de la teoría lipostática fue extensamente adoptado19,54,55.
Pese a que una persona con obesidad presenta un mayor porcentaje de muerte adipocitaria, su reciclaje a partir de precursores es mayor28, llegando a un punto en el que la ganancia de peso, pese a las anormalidades metabólicas “in crescendo”, da lugar a un aumento del número total de adipocitos (Figura 5)56. Si bien todavía es objeto de debate y no poca controversia, parece existir una suerte de mecanismo de defensa que tras una restricción calórica y pérdida de peso insta a su recuperación57,58. Esto dificultad en gran medida las estrategias encaminadas al mantenimiento del peso perdido. A sabiendas que la pérdida de peso por sí sola no reduce el número de adipocitos, sólo su tamaño, someter a una persona con obesidad a un ciclo de pérdida y de subsiguiente recuperación de peso pueden impactar negativamente sobre su salud59. Por tanto, el tratamiento de la obesidad no debería circunscribirse a un tratamiento de pérdida de peso durante unos meses o algunos años, sino que debe incluir un cambio en los hábitos de vida que se prolongue a lo largo de los mismos60,61.

Figura 5 Ganancia y pérdida de peso (adaptado de Arner & Spalding, 2010)56. El tejido graso en los seres humanos es el producto del número de células de grasa y el tamaño de las mismas (adipocitos). La hipertrofia es una respuesta común en todos los estados de obesidad. Los individuos con obesidad se caracterizan por tener un mayor tamaño y mayor número de adipocitos que los individuos magros. La obesidad se puede caracterizar en dos principales tipos, hiperplásica (mostrada en la figura como el grupo superior en el grupo con obesidad) e hipertrófica (mostrada en la figura como el grupo inferior de los individuos obesos). Sin embargo, a medida que la obesidad aumenta en gravedad, la hiperplasia se hace más evidente (reflejado en la figura en los individuos con obesidad mórbida). La pérdida de peso, conlleva una disminución del volumen, pero no del número, de los adipocitos.
En la obesidad no sólo cambia el aspecto corporal. El hambre (fisiológico), el apetito (hedónico), la saciedad y el balance energético se regulan por un sistema neuroendocrino redundante que se integra a nivel del hipotálamo62. Una densa y compleja red de circuitos neuro-hormonales componen un sistema donde se cruzan señales moleculares tanto centrales como periféricas, de corta y de larga duración, que a su vez se integran junto a señales del entorno mecánico, cognitivo y sensorial, que ven alterada su funcionamiento en la obesidad63,64. En un entorno obeso-génico como el de nuestra sociedad actual, donde existe un fácil acceso a los alimentos y donde muchos de estos están altamente procesados, viendo mejoradas sus capacidades sensoriales, la persona con obesidad se ve abocado a una lucha fútil. A pesar de ser una víctima, es criminalizada en su condición, achacándose a su falta de fuerza voluntad o irresponsabilidad, incluso por los propios profesionales sanitarios65–68.
CONCLUSIONES
Con las proporciones pandémicas alcanzada por la prevalencia de la obesidad, es crucial ser conscientes de los factores que impulsan el riesgo de enfermedad crónica en pacientes con sobrepeso/obesidad. La edad, el sexo, la genética, la etnia, los factores hormonales, la dieta, el nivel de actividad física/ejercicio, los agentes farmacológicos, y otros factores como el tabaquismo y el estrés son algunos de ellos.
Aunque un aumento en la grasa corporal total se asocia con un aumento de riesgo para la salud, la cantidad de grasa abdominal, particularmente, cuando se encuentra dentro de la cavidad abdominal, se ha asociado con un mayor riesgo de comorbilidad y mortalidad por diferentes razones: diabetes tipo 2, enfermedades del corazón, accidente cerebrovascular, apnea del sueño, hipertensión, dislipidemia, resistencia a la insulina, la inflamación, y algunos tipos de cáncer.
Mientras se sigue avanzando para que las pruebas genéticas puedan permitir la clasificación de los pacientes en varios subgrupos y de esta forma buscar tratamientos más personalizados, y debido a los efectos que la obesidad tiene sobre la aparición y el empeoramiento de multitud de patologías que limitan profundamente la calidad de vida, es fundamental formular mejores propuestas mediante métodos de prevención y/o tratamiento alternativos a los actuales y hacer importantes esfuerzos institucionales y educativos destinados a promover hábitos de alimentación y ejercicio físico saludable. El diseño de nuevos programas para ayudar a los individuos con obesidad a cambiar sus hábitos nutricionales y de ejercicio físico de una manera eficaz, combinada con nuevos enfoques farmacológicos seguros, si fuera necesario, para orientar el exceso de grasa visceral/ectópica, debe mejorar nuestra capacidad para hacer frente a las consecuencias devastadoras de esta pandemia, que lamentablemente se evaluó de forma ineficiente con el índice de masa corporal (IMC).
Esperamos que esta revisión ayude a comprender y allanar el camino para el desarrollo de mejores herramientas por parte de todos los responsables implicados.